domingo, 4 de diciembre de 2011

EL MEDICO A PALO. Molière

PERSONAJES
DON JERONIMO
BARTOLO
DOÑA PAULA
MARTINA
LEANDRO
GINES
ANDREA
LUCAS
La escena representa en el primer acto un bosque, y en los dos siguientes una sala de casa particular, con puerta en el foro y otras dos en los lados.
La acción comienza a las once de la mañana, y se acaba a las cuatro de la tarde.

ACTO PRIMERO
ESCENA PRIMERA

BARTOLO, MARTINA
BARTOLO. ¡Válgate Dios, y qué durillo está este tronco El hacha se mella toda, y él no se parte... (Corta leña de un árbol inmediato al foro; deja después el hacha arrimada al tronco, se adelanta hacia el proscenio, siéntase en un peñasco, saca piedra y eslabón, enciende un cigarro y se pone a fumar.) ¡Mucho trabajo es éste!... Y como hoy aprieta el calor, me fatigo y me rindo y no puedo más... Dejémoslo y será lo mejor, que ahí se quedará para cuando vuelva. Ahora vendrá bien un rato de descanso y un cigarrillo, que esta triste vida otro la ha de
heredar... Allí viene mi mujer. ¿Qué traerá de bueno?
MARTINA. (Sale por el lado derecho del teatro). Holgazán, ¿qué haces ahí sentado, fumando sin trabajar? ¿Sabes que tienes que acabar de partir esa leña y llevarla al lugar, y ya es cerca de mediodía?
BARTOLO. Anda, que si no es hoy será mañana.
MARTINA. Mira qué respuesta.
BARTOLO. Perdóname, mujer. Estoy cansado, y me senté un rato a fumar un cigarro.
MARTINA. ¡Y que yo aguante a un marido tan poltrón y desidioso! Levántate y trabaja.
BARTOLO. Poco a poco, mujer; si acabo de sentarme.
MARTINA. Levántate.
BARTOLO. Ahora no quiero, dulce esposa.
MARTINA. ¡Hombre sin vergüenza, sin atender a sus obligaciones! ¡Desdichada de mí
BARTOLO. ¡Ay, qué trabajo es tener mujer! Bien dice Séneca, que la mejor es peor que un demonio.
MARTINA. Miren qué hombre tan hábil, para traer autoridades de Séneca.
BARTOLO. ¿Si soy hábil? A ver, a ver, búscame un leñador que sepa lo que yo, ni que haya servido seis años a un médico latino, ni que haya estudiado el quis vel qui, quae, quod vel quid, y más adelante, como yo lo estudié.
MARTINA. Mal haya la hora en que me casé contigo.
BARTOLO. Y maldito sea el pícaro escribano que anduvo en ello.
MARTINA. Haragán, borracho.
BARTOLO. Esposa, vamos, poco a poco.
MARTINA. Yo te haré cumplir con tu obligación.
BARTOLO. Mira, mujer, que me vas enfadando. (Se levantadesperezándose, encamínase hacia el foro, coge un palo del suelo y vuelve)
MARTINA. Y ¿qué cuidado me da a mí, insolente?
BARTOLO. Mira que te he de cascar, Martina.
MARTINA. Cuba de vino.
BARTOLO. Mira que te he de solfear las espaldas. MARTINA. Infame.
BARTOLO. Mira que te he de romper la cabeza.
MARTINA. ¿A mí? Bribón, tunante, canalla. ¿A mí?
BARTOLO. (Dando de palos a MARTINA.) ¿Sí? Pues toma.
MARTINA. ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!
BARTOLO. Este es el único medio de que calles... Vaya, hagamos la paz. Dame esa mano.
MARTINA. ¿Después de haberme puesto así?
BARTOLO. ¿No quieres? Si eso no ha sido nada. Vamos.
MARTINA. No quiero.
BARTOLO. Vamos, hijita.
MARTINA. No quiero, no.
BARTOLO. Mal hayan mis manos, que han sido causa de enfadar a mi esposa... Vaya, ven, dame un abrazo. (Tira el palo a un lado y la abraza.)
MARTINA. ¡Si reventaras!
BARTOLO. Vaya, si se muere por mí la pobrecita... Perdóname, hija mía. Entre dos que se quieren, diez o doce garrotazos más o menos no valen nada... Voy hacia el barranquitero, que ya tengo allí una porción de raíces; haré una carguilla y mañana, con la burra, la llevaremos a Miraflores. (Hace que se va y vuelve.) Oyes, y dentro de poco hay feria en Buitrago; si voy allá, y tengo dinero, y me acuerdo, y me quieres mucho, te he de comprar una peineta de concha con sus piedras azules. (Toma el hacha y unas alforjas, y se va por el monte adelante. MARTINA se queda retirada a un lado, hablando entre sí.)
MARTINA. Anda, que tú me las pagarás... Verdad es que una mujer siempre tiene en su mano el modo de vengarse de su marido; pero es un castigo muy delicado para este bribón, y yo quisiera otro que él sintiera más, aunque a mí no me agradase tanto.

ESCENA SEGUNDA

MARTINA, GINÉS, LUCAS. (Salen por la izquierda.)
LUCAS. Vaya..., que los dos hemos tomado una buena comisión... Yo no sé todavía qué regalo tendremos por este trabajo.
GINÉS. ¿Qué quieres, amigo Lucas? Es fuerza obedecer a nuestro amo; además que la salud de su hija a todos nos interesa... Es una señorita tan afable, tan alegre, tan guapa... Vaya, todo se lo merece.
LUCAS. Pero, hombre, fuerte cosa es que los médicos que han venido a visitarla no hayan descubierto su enfermedad.
GINÉS. Su enfermedad bien a la vista está; el remedio es el que necesitamos.
MARTINA. (Aparte) Que yo no pueda imaginar alguna invención para vengarme!
LUCAS. Veremos si ese médico de Miraflores acierta con ello... Como no hayamos equivocado la senda...
MARTINA. (Aparte, hasta que repara en los dos y les hace cortesía. Pues ello es preciso, que los golpes que acaba de darme los tengo en el corazón. No puedo olvidarlos...) Pero, señores, perdonen ustedes, que no los había visto porque estaba distraída.
LUCAS. ¿Vamos bien por aquí a Miraflores?
MARTINA. Sí, señor (Señalando adentro por el lado derecho.) Ve usted aquellas tapias caídas junto aquél noguerón? Pues todo derecho.
GINÉS. ¿No hay allí un famoso médico que ha sido médico de una vizcondesita, y catedrático, y examinador, y es académico, y todas las enfermedades las cura en griego?
MARTINA. ¡Ay!, sí, señor. Curaba en griego; pero hace dos días que se ha muerto en español, y ya está el pobrecito debajo la tierra.
GINÉS. ¿Qué dice usted?
MARTINA. Lo que usted oye. ¿ Y para quién le iban ustedes a buscar?
LUCAS. Para una señorita que vive ahí cerca, en esa casa de campo junto al río.
MARTINA. ¡Ah!, sí. La hija de don Jerónimo. ¡Válgate Dios! ¿Pues qué tiene?
LUCAS. ¿Qué sé yo? Un mal que nadie le entiende, del cual ha venido a perder el habla.
MARTINA. ¡Qué lástima! Pues... (Aparte, con expresión de complacencia. ¡Ay, qué idea se me ocurre!) Pues, mire usted, aquí tenemos al hombre más sabio del mundo, que hace prodigios en esos males desesperados.
GINÉS. ¿De veras?
MARTINA. Sí, señor.
LUCAS. Y ¿en dónde le podemos encontrar?
MARTINA. Cortando leña en ese monte.
GINÉS. Estará entreteniéndose en buscar algunas yerbas salutíferas.
MARTINA. No, señor. Es un hombre extravagante y lunático, va vestido como un pobre patán, hace empeño en parecer ignorante y rústico, y no quiere manifestar el talento maravilloso que Dios le dio.
GINÉS. Cierto que es cosa admirable, que todos los grandes hombres hayan de tener siempre algún ramo de locura mezclada con su ciencia.
MARTINA. La manía de este hombre es la más particular que se ha visto. No confesará su capacidad a menos que no le muelan el cuerpo a palos; y así les aviso a ustedes que si no lo hacen no conseguirán su intento. Si le ven que está obstinado en negar, tome cada uno un buen garrote, y zurra, que él confesará. Nosotros, cuando lo necesitamos, nos valemos de esta industria, y siempre nos ha salido bien.
GINÉS. ¡Qué extraña locura!
LUCAS. ¿Habráse visto hombre más original?
GINES. Y ¿cómo se llama?
MARTINA. Don Bartolo. Fácilmente le conocerán ustedes. El es un hombre de corta estatura, morenillo, de mediana edad, ojos azules, nariz larga, vestido de paño burdo con un sombrerillo redondo.
LUCAS. No se me despintará, no.
GINÉS. Y ¿ese hombre hace unas curas tan difíciles?
MARTINA. ¿Curas dice usted? Milagros se pueden llamar. Habrá dos meses que murió en Lozoya una pobre mujer; ya iban a enterrarla y quiso Dios que este hombre estuviese por casualidad en una calle por donde pasaba el entierro. Se acercó, examinó a la difunta, sacó una redomita del bolsillo, la echó en la boca una gota de yo no sé qué, y la muerta se levantó tan alegre cantando el frondoso.
GINES. ¿Es posible?
MARTINA. Como que yo le vi. Mire usted, aún no hace tres semanas que un chico de unos doce años se cayó de la torre de Miraflores, se le troncharon las piernas, y la cabeza se le quedó hecha una plasta. Pues, señor, llamaron a don Bartolo; él no quería ir allá, pero mediante una buena paliza lograron que fuese. Sacó un cierto ungüento que llevaba en un pucherete, y con una pluma le fue untando, untando al pobre muchacho, hasta que al cabo de un rato se puso en pie y se fue corriendo a jugar a la rayuela con los otros chicos.
LUCAS. Pues ese hombre es el que necesitamos nosotros. Vamos a buscarle.
MARTINA. Pero, sobre todo, acuérdense ustedes de la advertencia de los garrotazos.
GINÉS. Ya, ya estamos en eso.
MARTINA. Allí, debajo de aquel árbol, hallarán ustedes cuantas estacas necesiten.
LUCAS. ¿Sí? Voy por un par de ellas. (Coge el palo que dejó en el suelo BARTOLO, va hacia el foro y coge otro, vuelve y se le da a GINES.)
GINÉS. ¡Fuerte cosa es que haya de ser preciso valerse de este medio!
MARTINA. Y si no, todo será inútil. (Hace que se va y vuelve.) ¡Ah!, otra cosa. Cuiden ustedes de que no se les escape, porque corre como un gamo; y si les coge a ustedes la delantera no le vuelven a ver en su vida. (Mirando hacia dentro, a la parte del foro.) Pero me parece que viene. Sí, aquél es. Yo me voy, háblenle ustedes, y si no quiere hacer bondad, menudito en él.
Adiós, señores.



ESCENA TERCERA

GINÉS, LUCAS LUCAS.

Fortuna ha sido haber hallado a esta mujer. Pero, ¿no ves qué traza de médico aquélla? (Los dos miran hacia el foro.)

GINÉS. Ya lo veo... Mira, retirémonos uno a un lado y otro a otro para que no se nos pueda escapar. Hemos de tratarle con la mayor cortesía del mundo. ¿Lo entiendes?
LUCAS. Sí.
GINÉS. Y sólo en el caso de que absolutamente sea preciso...
LUCAS. Bien..., entonces me haces una seña y le ponemos como nuevo.
GINÉS. Pues apartémonos, que ya Lega. (Ocúltanse a los dos lados del teatro.)

ESCENA CUARTA

GINÉS, LUCAS; BARTOLO
Sale del monte con el hacha y las alforjas al hombro, cantando; siéntase en el suelo en medio del teatro y saca de las alforjas una bota

BARTOLO.
En el alcázar de Venus,
junto al dios de los planetas,
en la gran Constantinopla,
allá en la casa de Meca,
donde el gran sultán baja,
imperio de tantas fuerzas,
aquel Alcorán que todos
le pagan tributo en perlas;
rey de setenta y tres reyes,
de siete imperios... (Bebe.)
De siete imperios cabeza;
este tal tiene una hija
que es del imperio heredera.

(Vuelve a beber, va a poner la bota al lado por donde sale LUCAS, el cual le hace con el sombrero en la mano una cortesía. BARTOLO, sospechando que es para quitarle la bota, va a ponerla al otro lado a tiempo que sale GINÉS haciendo lo mismo que LUCAS.

BARTOLO pone la bota entre las piernas, y la tapa con las alforjas.)
Arre allá, diablo. ¿Qué buscará este animal? Lo primero esconderé la bota... ¡Calle! Otro zángano. ¿Qué demonios es esto? En todo caso la guardaremos y la arroparemos; porque no tienen cara de hacer cosa buena.
GINES. ¿Es usted un caballero que se llama el señor don Bartolo?
BARTOLO. ¿Y qué?
GINÉS. ¿Que si se llama usted don Bartolo?
BARTOLO. No y sí, conforme lo que ustedes quieran.
GINÉS. Queremos hacerle a usted cuantos obsequios sean posibles.
BARTOLO. Si es así, yo me llamo don Bartolo. (Quítase el sombrero y le deja a un lado.)
LUCAS. Pues con toda cortesía...
GINÉS. Y con la mayor reverencia...
LUCAS. Con todo cariño, suavidad y dulzura...
GINÉS. Y con todo respeto y con la veneración más humilde...
BARTOLO. (Aparte Parecen arlequines, que todo se les vuelve cortesías y movimientos).
GINÉS. Pues, señor, venimos a implorar su auxilio de usted para una cosa muy importante.
BARTOLO. ¿Y qué pretenden ustedes? Vamos, que si es cosa que dependa de mí, haré lo que pueda...
GINÉS. Favor que usted nos hace... Pero cúbrase usted, que el sol le incomodará.
LUCAS. Vaya, señor, cúbrase usted.
BARTOLO. Vaya, señores, ya estoy cubierto... (Pónese el sombrero, y los otros también) ¿Y ahora?
GINÉS. No extrañe usted que vengamos en su busca. Los hombres eminentes siempre son buscados y solicitados, y como nosotros nos hallamos noticiosos del sobresaliente talento de
usted, y de su...
BARTOLO. Es verdad, como que soy el hombre que se conoce para cortar leña.
LUCAS. Señor...
BARTOLO. Si ha de ser de encina, no la daré menos de a dos reales la carga.
GINÉS. Ahora no tratamos de eso.
BARTOLO. La de pino la daré más barata. La de raíces, mire usted...
GINÉS. ¡Oh!, señor, eso es burlarse.
LUCAS. Suplico a usted que hable de otro modo.
BARTOLO. Hombre, yo no sé otra manera de hablar. Pues me parece que bien claro me explico.
GINES. ¡Un sujeto como usted ha de ocuparse en ejercicios tan groseros! Un hombre tan sabio, tan insigne médico, ¿no ha de comunicar al mundo los talentos de que le ha dotado la naturaleza?
BARTOLO. ¿Quién, yo?
GINÉS. Usted, no hay que negarlo.
BARTOLO. Usted será el médico y toda su generación, que yo en mi vida lo he sido. (Aparte. Borrachos están.)
LUCAS. ¿Para qué es excusarse? Nosotros lo sabemos y se acabó.
BARTOLO. Pero, en suma, ¿quién soy yo?
GINÉS. ¿Quién? Un gran médico.
BARTOLO. ¡Qué disparate! (Aparte). ¿No digo que están bebidos?
GINÉS. Conque vamos, no hay que negarlo, que no venimos de chanza.
BARTOLO. Vengan ustedes como vengan, yo no soy médico ni lo he pensado jamás.
LUCAS. Al cabo me parece que será necesario... (Mirando a GINÉS.) ¿Eh?
GINÉS. Yo creo que sí.
LUCAS. En fin, amigo don Bartolo, no es ya tiempo de disimular.
GINÉS. Mire usted que se lo decimos por su bien.
LUCAS. Confiese usted con mil demonios que es médico, y acabemos.
BARTOLO. (Impaciente.) ¡Yo rabio!
GINÉS. ¿Para qué es fingir si todo el mundo lo sabe?
BARTOLO. Pues digo a ustedes que no soy médico. (Se levanta, quiere irse, ellos lo estorban y se le acercan disponiéndose para apalearle.)
GINÉS. ¿No?
BARTOLO. No, señor.
LUCAS. ¿Conque no?
BARTOLO. El diablo me lleve si entiendo palabra de medicina.
GINÉS. Pues, amigo, con su buena licencia de usted, tendremos que valernos del remedio consabido... Lucas.
LUCAS. Ya, ya.
BARTOLO. ¿Y qué remedio dice usted?
LUCAS. Este. (Danle de palos, cogiéndole siempre las vueltas para que no se escape.)
BARTOLO. ¡Ay!, ¡ay!, ¡ay!... (Quitándose el sombrero.) Basta, que yo soy médico, y todo lo que ustedes quieran.
GINÉS. Pues bien, ¿ para qué nos obliga usted a esta violencia?
LUCAS. ¿Para qué es darnos el trabajo de derrengarle a garrotazos?
BARTOLO. El trabajo es para mí, que los llevo... Pero, señores, vamos claros: ¿qué es esto?; ¿es una humorada, o están ustedes locos?
LUCAS. ¿Aún no confiesa usted que es doctor en medicina?
BARTOLO. No, señor, no lo soy; ya está dicho.
GINES. ¿Conque no es usted médico?... Lucas.
LUCAS. ¿Conque no, eh? (Vuelven a darle de palos.)
BARTOLO. ¡Ay, ay!' J Pobre de mi! (Pénese de rodillas; juntando las manos en ademán de súplica). Sí que soy médico. Sí, señor.
LUCAS. ¿De veras?
BARTOLO. Sí, señor, y cirujano de estuche, y saludador, y albéitar, y sepulturero, y todo cuanto hay que ser.
GINES. Me alegro de verle a usted tan razonable. (Levántanle cariñosamente entre los dos.)
LUCAS. Ahora sí que parece usted hombre de juicio.
BARTOLO. (Aparte. ¡Maldita sea vuestra alma! ...) ¿Si seré yo médico y no habré reparado en ello?
GINÉS. No hay que arrepentirse. A usted se le pagará muy bien su asistencia y quedará contento.
BARTOLO. Pero, hablando ahora en paz, ¿es cierto que soy médico?
GINÉS. Certísimo.
BARTOLO. ¿Seguro?
GINÉS. Sin duda ninguna.
BARTOLO. Pues lléveme el diablo si yo sabía tal cosa.
GINÉS. ¿Pues cómo, siendo el profesor más sobresaliente que se conoce?
BARTOLO. (Riéndose.) ¡Ah!, ¡ ah!, i ah!
GINÉS. Un médico que ha curado no sé cuántas enfermedades mortales.
BARTOLO. (Con ironía) ¡Válgame Dios!
LUCAS. Una mujer que estaba ya enterrada...
GINÉS. Un muchacho que cayó de una torre y se hizo la cabeza una tortilla...
BARTOLO. ¿También le curé?
LUCAS. También.
GINÉS. Conque buen ánimo, señor doct:or. Se trata de asistir a una señorita muy rica que vive en esa quinta cerca del molino. Usted estará allí comido y bebido y regalado como cuerpo de rey, y le traerán en palmitas.
BARTOLO. ¿Me traerán en palmitas?
LUCAS. Sí, señor, y acabada la curación le darán a usted qué sé yo cuánto dinero.
BARTOLO. Pues, señor, vamos allá. ¿En palmitas y qué sé yo cuánto
dinero?... Vamos allá.
GINES. Recógele todos esos muebles, y vamos.
BARTOLO. No, poco a poco. (LUCAS recoge las alforjas y el hacha.
BARTOLO le quita la bota y se la guarda debajo del brazo.) La bota conmigo.
GINÉS. Pero, señor, ¡un doctor en medicina con bota!
BARTOLO. No importa; venga... Me darán bien de comer y de beber... (Apartándose a un lado, medita y habla entre sí. Después con ellos.) La pulsaré, la recetaré algo... La mato seguramente... Si no quiero ser médico me volverán a sacudir el bulto; y si lo soy me le sacudirán también... Pero díganme ustedes: ¿les parece que este traje rústico será propio de un hombre tan sapientísimo como yo?
GINÉS. No hay que afligirse. Antes de presentarle a usted le vestiremos con mucha decencia.
BARTOLO. (Aparte.) Si a lo menos pudiese acordarme de aquellos textos,
de aquellas palabrotas que les decía mi amo a los enfermos... saldría del apuro.
GINÉS. Mira que se quiere escapar.


LUCAS. Señor don Bartolo, ¿qué hacemos?
BARTOLO. (Aparte) Aquel libro de vocabulorum, que llevaba el chico al aula, ¡aquél sí que era bueno.
GINÉS. Vaya, basta de meditación.
LUCAS. ¿Será cosa de que otra vez...? (En ademán de volverle a dar.)
BARTOLO. Qué!, no, señor. Sino que estaba pensando en el plan curativo... ¡Pobrecito Bartolo! Vamos. (Los dos le cogen en medio, y se van con él por la izquierda del teatro.)

ACTO SEGUNDO
ESCENA PRIMERA
DON JERÓNIMO, LUCAS, GINÉS, ANDREA
D. JERONIMO. Conque decís que es tan hábil?
LUCAS. Cuantos hemos visto hasta ahora no sirven para descalzarle.
GINÉS. Hace curas maravillosas.
LUCAS. Resucita muertos.
GINES. Sólo que es algo estrambótico y lunático y amigo de burlarse de todo el mundo.
D. JERÓNIMO. Me dejáis aturdido con esa relación. Ya tengo impaciencia de verle. Ve por él, Ginés.
LUCAS. Vistiéndose quedaba. Toma la llave y no te apartes de él. (Le da una llave a GINÉS, el cual se va por la puerta del lado derecho.)
D. JERÓNIMO. Que venga, que venga presto.


ESCENA SEGUNDA
DON JERONIMO, ANDREA, LUCAS
ANDREA. ¡Ay, señor amo! Que aunque el médico sea un pozo de ciencia, me parece a mí que no haremos nada.
D. JERÓNIMO. ¿Por qué?
ANDREA. Porque doña Paulita no ha menester médicos, sino marido, marido: eso la conviene, lo demás es andarse por las ramas. ¿Le parece a usted que ha de curarse con ruibarbo, y jalapa, y tinturas, y cocimientos, y potingues, y porquerías, que no sé cómo no ha perdido ya el estómago? No, señor, con un buen marido sanará perfectamente.
LUCAS. Vamos, calla, no hables tonterías.
D. JERONIMO. La chica no piensa en eso. Es todavía muy niña.
ANDREA. ¡Niña! Sí, cásela usted y verá si es niña.
D. JERÓNIMO. Más adelante no digo que...
ANDREA. Boda, boda, y aflojar el dote, y...
D. JERONIMO. ¿Quieres callar, habladora?
ANDREA. (Aparte. Allí le duele...) Y despedir médicos y boticarios, y tirar todas esas pócimas y brebajes por la ventana, y llamar al novio, que ése la pondrá buena.
D. JERÓNIMO. ¿A qué novio, bachillera impertinente? ¿En dónde está ese novio?
ANDREA. ¡Qué presto se le olvidan a usted las cosas! Pues qué, ¿no sabe usted que Leandro la quiere, que la adora y ella le corresponde?
D. JERONIMO. La fortuna del tal Leandro está en que no le conozco, porque desde que tenía ocho o diez años no le he vuelto a ver; ... Y ya sé que anda por aquí acechando y rondándome la casa; pero como yo le llegue a pillar... Bien que lo mejor será escribir a su tío para que le recoja y se le lleve a Buitrago y allí se le tenga. !Leandro! Buen matrimonio, por cierto! ! Con un mancebito que acaba de salir de la universidad, muy
atestada de Vinios la cabeza y sin un cuarto en el bolsillo!
ANDREA. Su tío, que es muy rico, que es muy amigo de usted, que quiere mucho a su sobrino y que no tiene otro heredero suplirá esa falta. Con el dote que usted dará a su hija y con lo que...
D. JERÓNIMO. Vete al instante de aquí, lengua de demonio.
ANDREA. (Aparte.) Allí le duele.
D. JERÓNIMO. Vete.
ANDREA. Ya me iré, señor.
D. JERONIMO. Vete, que no te puedo sufrir.
LUCAS. ¡Que siempre has de dar en eso, Andrea! Calla y no desazones al amo, mujer; calla, que el amo no necesita tus consejos para hacer lo que quiera. No te metas nunca en cuidados ajenos, que al fin y al cabo el señor es el padre de su hija, y su hija es su hija, y su padre es el señor; no tiene remedio.
D. JERONIMO. Dice bien tu marido, que eres muy entremetida. LUCAS. El médico viene.

TERCERA
BARTOLO, GINES; DON JERONIMO, LUCAS, ANDREA
(Salen por la derecha GINÉS y BARTOLO, éste vestido con casaca antigua, sombrero de tres picos y bastón.)

GINES. Aquí tiene usted, señor don jerónimo, al estupendo médico, al doctor infalible, al pasmo del mundo.
D. JERONIMO. Me alegro mucho de ver a usted y de conocerle, señor doctor. (Se hacen cortesía uno a otro con el sombrero en la mano.)
BARTOLO. Hipócrates dice que los dos nos cubramos.
D. JERÓNIMO. ¿ Hipócrates lo dice?
BARTOLO. Sí, señor.
D. JERÓNIMO. ¿Y en qué capítulo?
BARTOLO. En el capítulo de los sombreros.
D. JERÓNIMO. Pues si lo dice Hipócrates, será preciso obedecer. (Los dos se ponen el sombrero.)
BARTOLO. Pues como digo, señor médico, habiendo sabido...
D. JERÓNIMO. ¿Con quién habla usted?
BARTOLO. Con usted.
D. JERÓNIMO. ¿Conmigo? Yo no soy médico.
BARTOLO. ¿No?
D. JERÓNIMO. No, señor.
BARTOLO. ¿No? Pues ahora verás lo que te pasa. (Arremete hacia él con el bastón levantado en ademán de darle de palos. Huye D.
JERÓNIMO, los criados se ponen de por medio y detienen a BARTOLO.)
D. JERÓNIMO. ¿Qué hace usted, hombre?
BARTOLO. Yo te haré que seas médico a palos, que así se gradúan en esta tierra.
D. JERÓNIMO. Detenedle vosotros. ¿Qué loco me habéis traído aquí?
GINÉS. ¿No le dije a usted que era muy chancero?
D. JE JERÓNIMO. Sí, pero que vaya a los infiernos con esas chanzas.
LUCAS. No le dé a usted cuidado. Si lo hace por reír.
GINÉS. Mire usted, señor facultativo, este caballero que está presente es nuestro amo y padre de la señorita que usted ha de curar.
BARTOLO. ¿El señor es su padre? i Oh!, perdone usted, señor padre, esta libertad que...
D. JERÓNIMO. Soy de usted.
BARTOLO. Yo siento...
D. JERÓNIMO. No, no ha sido nada... (Aparte. ¡Maldita sea tu casta!...) Pues, señor, vamos al asunto. (Saca la caja, se la presenta a
BARTOLO y él toma un polvo con afectada gravedad.) Yo tengo una hija muy mala...
BARTOLO. Muchos padres se quejan de lo mismo.
D. JERÓNIMO. Quiero decir que está enferma.
BARTOLO. Ya, enferma.
D. JERÓNIMO. Sí, señor.
BARTOLO. Me alegro mucho.
D. JERÓNIMO. ¿Cómo?
BARTOLO. Digo que me alegro de que su hija de usted necesite de mi ciencia, y ojalá que usted y toda su familia estuviesen a las puertas de la muerte, para emplearme en su asistencia y alivio.
D. JERÓNIMO. Viva usted mil años, que yo le estimo su buen deseo.
BARTOLO. Hablo ingenuamente.
D. JERÓNIMO. Ya lo conozco.
BARTOLO. ¿Y cómo se llama su niña de usted?
D. JERÓNIMO. Paulita.
BARTOLO. ¡Paulita ! ¡Lindo nombre para curarse!... Y esta doncella, ¿quién es?
D. JERÓNIMO. Esta doncella es mujer de aquél. (Señalando a LUCAS.)
BARTOLO. ¡Oiga!
D. JERÓNIMO. Sí, señor... Voy a hacer que salga aquí la chica para que usted la vea.
ANDREA. Durmiendo quedaba.
D. JERÓNIMO. No importa, la despertaremos. Ven, Ginés.
GINÉS. Allá voy. (Vanse los dos por la izquierda.)

ESCENA CUARTA
BARTOLO, ANDREA, LUCAS

BARTOLO. (Acercándose a ANDREA con ademanes y gestos expresivos.) ¿Conque usted es mujer de ese mocito?
ANDREA. Para servir a usted.
BARTOLO. ¡Y qué frescota es! ¡Y qué...! Regocijo da el verla...¡ Hermosa boca tiene!... ¡Ay, qué dientes tan blancos, tan iguales, y qué risa tan graciosa!... ¡ Pues los ojos! En mi vida he visto un par de ojos más habladores ni más traviesos.
LUCAS. (Aparte. ¡Habrá demonio de hombre! ¡Pues no la está requebrando el maldito!...) Vaya, señor doctor, mude usted de conversación, porque no me gustan esas flores. ¿Delante de mí se pone usted a decir arrumacos a mi mujer? Yo no sé cómo no cojo un garrote y le... (Mirando por el teatro si hay algún palo. BARTOLO se detiene.)
BARTOLO. Hombre, por Dios, ten caridad. ¿Cuántas veces me han de examinar de médico?
LUCAS. Pues cuenta con ella.
ANDREA. Yo reviento de risa. (Encaminándose a recibir a D.a PAULA, que sale por la puerta de la izquierda con D. JERÓNIMO y GINÉS.)

ESCENA QUINTA
DON JERÓNIMO, DOÑA PAULA, GINÉS, LUCAS, BARTOLO, ANDREA
D. JERÓNIMO. Anímate, hija mía, que yo confío en la sabiduría portentosa de este señor, que brevemente recobrarás tu salud. Esta es la niña, señor doctor. Hola, arrimad sillas. (Traen sillas los criados. D.a PAULA se sienta en una poltrona entre BARTOLO y su padre. Los criados detrás, de pie.)
BARTOLO. ¿Conque ésta es su hija de usted?
D. JERÓNIMO. No tengo otra, y si se me llegara a morir me volvería loco.
BARTOLO. Ya se guardará muy bien. ¿Pues qué, no hay más que morirse sin licencia del médico? No, señor, no se morirá... Vean ustedes aquí una enferma que tiene un semblante capaz de hacer perder la chaveta al hombre más tétrico del mundo. Yo, con todos mis aforismos, le aseguro a usted... ¡ Bonita cara tiene!
D.a PAULA. ¡Ah!, ¡ah!, ¡ah!
D. JERÓNIMO. Vaya, gracias a Dios que ríe la pobrecita.
BARTOLO. ¡Bueno! ¡Gran señal! ¡Gran señal! Cuando el médico hace reír a las enfermas es linda cosa... Y bien, ¿qué le duele a usted?
D.a PAULA. Ba, ba, ba.
BARTOLO. ¿Eh? ¿Qué dice usted?
D.a PAULA. Ba, ba, ba.
BARTOLO. Ba, ba, ba, ba. ¿Qué diantre de lengua es ésa? Yo no entiendo palabra.
D. JERÓNIMO. Pues ese es su mal. Ha venido a quedarse muda sin que se pueda saber la causa. Vea usted qué desconsuelo para mí.
BARTOLO. ¡Qué bobería! Al contrario, una mujer que no habla es un tesoro. La mía no padece esta enfermedad, y si la tuviese, yo me guardaría muy bien de curarla.
D. JERÓNIMO. A pesar de eso yo le suplico a usted que aplique todo su esmero a fin de aliviarla y quitarla ese impedimento.
BARTOLO. Se la aliviará, se le quitará; pierda usted cuidado. Pero es curación que no se hace así como quiera. ¿Come bien?
D. JERÓNIMO. Sí, señor, con bastante apetito.
BARTOLO. Malo!... ¿Duerme?
ANDREA. Sí, señor; unas ocho o nueve horas suele dormir regularmente.
BARTOLO. ¡Malo!... ¿Y la cabeza, la duele?
D. JERÓNIMO. Ya se lo hemos preguntado varias veces; dice que no.
BARTOLO. ¿No? ¡Malo!... Venga el pulso... Pues, amigo, este pulso indica... ¡Claro !, está claro.
D. JERÓNIMO. ¿Qué indica?
BARTOLO. Que su hija de usted tiene secuestrada la facultad de hablar.
D. JERÓNIMO. ¿Secuestrada?
BARTOLO. Sí, por cierto; pero buen ánimo, ya lo he dicho : curará.
D. JERÓNIMO. Pero, ¿ de qué ha podido proceder este accidente?
BARTOLO. Este accidente ha podido proceder y procede (según la más recibida opinión de los autores), de habérsela interrumpido a mi señora doña Paulita el uso expedito de la lengua.
D. JERÓNIMO. Este hombre es un prodigio.
LUCAS. ¿No se lo dijimos a usted?
ANDREA. Pues a mí me parece un macho.
LUCAS. Calla.
D. JERÓNIMO. Y en fin, ¿qué piensa usted que se puede hacer?
BARTOLO. Se puede y se debe hacer... El pulso... (Tomando el pulso a
D.a PAULITA.) Aristóteles en sus protocolos, habló de este caso con mucho acierto.
D. JERÓNIMO. ¿Y qué dijo?
BARTOLO. Cosas divinas... La otra... (Le toma d pulso en la otra mano, y le observa la lengua) A ver la lengüecita... ¡Ay, quémonería!... Dijo... ¿ Entiende usted el latín?
D. JERÓNIMO. No, señor, ni una palabra:
BARTOLO. No importa. Dijo: Bonus bona bonum, uncias duas, masculasunt maribus, honora medicum, acinax acinacis, est modus in rebus; amarylida silvas. Que quiere decir que esta falta de coagulación en la lengua la causan ciertos humores que nosotros llamamos humores... acres, proclives, espontáneos y corrumpentes. Porque como los vapores que se elevan de la región... ¿Están ustedes?
ANDREA. Sí, señor, aquí estamos todos.
BARTOLO. De la región lumbar, pasando desde el lado izquierdo, donde está el hígado, al derecho, en que está el corazón, ocupan todo el duodeno y parte del cráneo: de aquí es, según la doctrina de Ausías March y de Calepino (aunque yo llevo la contraria), que la malignidad de dichos vapores... ¿Me explico?
D. JERÓNIMO. Sí, señor, perfectamente.
BARTOLO. Pues, como digo, supeditando dichos vapores las carúnculas y el epidermis, necesariamente impiden que el tímpano comunique al metacarpo los sucos gástricos. Doceo, doces, docere, docui, doctum, ars tonga, vita brevis; templum, templi; augusta vindelicorum et reliquía. ¿Qué tal? ¿He dicho algo?
D. JERÓNIMO. Cuanto hay que decir.
GINÉS. Es mucho hombre éste.
D. JERÓNIMO. Sólo he notado una equivocación en lo que...
BARTOLO. ¿Equivocación? No puede ser. Yo nunca me equivoco.
D. JERÓNIMO. Creo que dijo usted que el corazón está al lado derecho y el hígado al izquierdo; y en verdad que es todo lo contrario.
BARTOLO. ¡Hombre ignorantísimo sobre toda la ignorancia de los ignorantes! ¿Ahora me sale usted con esas vejeces? Sí, señor, antiguamente así sucedía, pero ya lo hemos arreglado de otra manera.
D. JERÓNIMO. Perdone usted, si en esto he podido ofenderle.
BARTOLO. Ya está usted perdonado. Usted no sabe latín, y por consiguiente está dispensado de tener sentido común.
D. JERÓNIMO. ¿Y qué le parece a usted que deberemos hacer con la enferma?
BARTOLO. Primeramente harán ustedes que se acueste, luego se le darán unas buenas friegas..., bien que eso yo mismo lo haré..., y después tomará de media en media hora una gran sopa en vino.
ANDREA. ¡Qué disparate!
D. JERÓNIMO. ¿Y para qué es buena la sopa en vino?
BARTOLO. ¡Ay, amigo, y qué falta le hace a usted un poco de ortografía! La sopa en vino es buena para hacerla hablar. Porque en el pan y en el vino, empapado el uno en el otro, hay una virtud simpática, que simpatiza y absorbe el tejido celular y la pía mater, y hace hablar a los mudos.
D. JERÓNIMO. Pues no lo sabía.
BARTOLO. Si usted no sabe nada.
D. JERÓNIMO. Es verdad que no he estudiado, ni...
BARTOLO. ¿Pues no ha visto usted, pobre hombre, no ha visto usted cómo a los loros los atracan de pan mojado en vino?
D. JERÓNIMO. Sí, señor.
BARTOLO. ¿Y no hablan los loros? Pues para que hablen se les da, y para que hable se lo daremos también
a doña Paulita, y dentro de poco hablará más que siete papagayos.
D. JERÓNIMO. Algún ángel le ha traído a usted a mi casa, señor doctor... Vamos, hijita, que ya querrás descansar... Al instante vuelvo, señor don... ¿Cómo es su gracia de usted?
BARTOLO. Don Bartolo.
D. JERÓNIMO. Pues así que la deje acostada seré con usted, señor don
Bartolo... (Se levantan los tres). Ayuda aquí, Andrea... Despacito.
BARTOLO. Taparla bien, no se resfríe. Adiós, señorita.
D.a PAULA. Ba, ba, ba, ba.
D. JERÓNIMO. (Hace que se va acompañando a D.a PAULA, y vuelve a hablar aparte con LUCAS.) Lucas, ve al instante y adereza el cuarto del señor; bien limpio todo, una buena cama, la colcha verde, la jarra con agua, la aljofaina, la toalla, en fin, que no falte cosa alguna... ¿Estás?
LUCAS. (Marchándose por la puerta de la derecha). Sí, señor.
D. JERÓNIMO. Vamos, hija mía (Vanse D. JERÓNIMO, D.a PAULA,
ANDREA y GINES por la puerta de la izquierda. )
BARTOLO. Yo sudo... En mi vida me he visto más apurado... ¡ si es imposible que esto pare en bien, imposible! Veré si ahora que todos andan por allá dentro puedo... Y si no mal estamos... En las espaldas siento una desazón que no me deja... Y no es por los palos recibidos, sino por los que aún me falta que recibir. (Vase por la parte del lado derecho).

ACTO TERCERO
ESCENA PRIMERA
BARTOLO (sale sin sombrero ni bastón por la derecha), DON JERÓNIMO BARTOLO. Pues, señor, ya está visto. Esto de escabullirse es negocio desesperado... ¡ El maldito, con achaque de la compostura del cuarto, no se mueve de allí!... ¡Ay, pobre Bartolo!... (Paseándose inquieto por el teatro.) Vamos, pecho al agua, y suceda lo que Dios quiera.

D. JERÓNIMO. (Sale por la izquierda.) No ha habido forma de poderla reducir a que se acueste. Ya la están preparando la sopa en vino que usted mandó. Veremos lo que resulta.
BARTOLO. No hay que dudar; el resultado será felicísimo,
D. JERÓNIMO. (Sacando la bolsa y tomando de ella algunos escuditos.) Usted, amiga don Bartolo, estará en mi casa obsequiado y servido como un príncipe, y entretanto, quiero que tenga la bondad de recibir estos escuditos.
BARTOLO. No se hable de eso.
D. JERÓNIMO. Hágame usted este favor.
BARTOLO. No hay que tratar de la materia.
D. JERÓNIMO. Vamos, que es preciso.
BARTOLO. Yo no hago por el dinero.
D. JERÓNIMO. Lo creo muy bien, pero sin embargo...
BARTOLO. ¿Y son de los nuevos?
D. JERÓNIMO. Sí, señor.
BARTOLO. Vaya, una vez que son de los nuevos, los tomaré. (Los toma y se los guarda).
D. JERÓNIMO. Ahora, bien, quede usted con Dios, que voy a ver si hay novedad, y volveré... Me tiene con tal inquietud esta chica, que no sé parar en ninguna parte.

ESCENA SEGUNDA
LEANDRO (sale por la puerta de la derecha recatándose), BARTOLO LEANDRO. Señor doctor, yo vengo a implorar su auxilio de usted, y espero que...
BARTOLO. Veamos el pulso... (Tomando el pulso con gestos de displicencia) Pues no me gusta nada... ¿Y qué siente usted?
LEANDRO. Pero si yo no vengo a que usted me cure; si yo no padezco ningún achaque.
BARTOLO. (Con despego.) Pues ¿a qué diablos viene usted?
LEANDRO. A decirle a usted en dos palabras que yo soy Leandro.
BARTOLO. ¿Y qué se me da a mí que usted se llame Leandro o Juan de las Viñas? (Apando la voz; LEANDRO le habla en tono bajo y misterioso.)
LEANDRO. Diré a usted. Yo estoy enamorado de doña Paulita; ella me quiere, pero su padre no me permite que la vea... Estoy desesperado, y vengo a suplicarle a usted que me proporcione una ocasión, un pretexto para hablarla y...
BARTOLO. Que es decir en castellano que yo haga de alcahuete. (Irritado y alzando más la voz.) ¡ Un médico! ¡Un hombre como yo!...Quítese usted de ahí.
LEANDRO. Señor!
BARTOLO. ¡Es mucha insolencia, caballerito!
LEANDRO. Calle usted, señor; no grite usted.
BARTOLO. Quiero gritar... ¡Es usted un temerario!
LEANDRO. ¡Por Dios, señor doctor!
BARTOLO. ¿Yo alcahuete? Agradezca usted que... (Se pasea inquieto.)
LEANDRO. ¡Válgame Dios, qué hombre!... Probemos a ver si... (Saca un bolsillo, y al volverse BARTOLO se le pone en la mano; él lo toma lo guarda y bajan do la voz habla confidencialmente con LEANDRO.)
BARTOLO. i Desvergüenza como ella!
LEANDRO. Tome usted... Y le pido perdón de mi atrevimiento.
BARTOLO. Vamos, que no ha sido nada.
LEANDRO. Confieso que erré y que anduve un poco...
BARTOLO. ¿Qué errar? ¡Un sujeto como usted! ¡Qué disparate! Vaya; conque...
LEANDRO. Pues, señor, esa niña vive infeliz. Su padre no quiere casarla por no soltar el dote. Se ha fingido enferma; han venido varios médicos a visitarla, la han recetado cuantas pócimas hay en la botica; ella no toma ninguna, como es fácil de presumir; y, por último, hostigada de sus visitas, de sus consultas y de sus preguntas impertinentes, se ha hecho la muda, pero no lo está.
BARTOLO. ¿Conque todo ello es una farándula?
LEANDRO. Sí, señor.
BARTOLO. ¿El padre le conoce a usted?
LEANDRO. No, señor; personalmente no me conoce.
BARTOLO. ¿Y ella le quiere a usted? ¿Es cosa segura?
LEANDRO. ¡Oh!', de eso estoy muy persuadido.
BARTOLO. ¿Y los criados?
LEANDRO. Ginés no me conoce, porque hace muy poco tiempo que entró en la casa; Andrea está en el secreto; su marido, si no lo sabe, a lo menos lo sospecha y calla, y puedo contar con uno y con otro.
BARTOLO. Pues bien, yo haré que hoy quede usted casado con doña Paulita.
LEANDRO. ¿De veras?
BARTOLO. Cuando yo lo digo...
LEANDRO. ¿Sería posible?
BARTOLO. ¿No le he dicho a usted que sí? Le casaré a usted con ella, con su padre y con toda su parentela... Yo diré que usted es... boticario.
LEANDRO. Pero si yo no entiendo palabra de esa facultad.
BARTOLO. No le dé a usted cuidado, que lo mismo me sucede a mí. Tanta medicina sé yo como un perro de aguas.
LEANDRO. ¿Conque no es usted médico?
BARTOLO. No, por cierto. Ellos me han examinado de un modo particular; pero con examen y todo. La verdad es que no soy como dicen. Ahora lo que importa es que usted esté por ahí inmediato, que yo le llamaré a su tiempo.
LEANDRO. Bien está, y espero que usted... (Vase por la puerta de la derecha.)
BARTOLO. Vaya usted con Dios.
ESCENA TERCERA
ANDREA (sale por la izquierda), BARTOLO, LUCAS
ANDREA. Señor médico, me parece que la enferma le quiere dejar a usted desairado, porque...
BARTOLO. Como no me desaires tú, niña de mis ojos, lo demás importa seis maravedís, y como yo te cure a ti, más que se muera todo el género humano. (Sale por la derecha LUCAS; va acercándose detrás de BARTOLO y escucha.)
ANDREA. Yo no tengo nada que curar.
BARTOLO. Pues, mira, lo mejor será curar a tu marido... ¡ Qué bruto es, y qué celoso tan impertinente
ANDREA. ¿Qué quiere usted? Cada uno cuida de su hacienda.
BARTOLO. ¿Y por qué ha de ser hacienda de aquel gaznápiro este cuerpecito gracioso? (Se encamina a ella con los brazos abiertos en ademán de abrazarla. LUCAS, agachándose, pasa por debajo del brazo derecho de BARTOLO, vuélvese de cara hacia él y quedan abrazados los dos. ANDREA se va riendo por la puerta del lado izquierdo.)
LUCAS. ¿No le he dicho a usted, señor doctor, que no quiero estas chanzas?... ¿No se lo he dicho a usted?
BARTOLO. Pero, hombre, si aquí no hay malicia ni...
LUCAS. Vete tú de ahí... Con malicia o sin ella le he de abrir a usted la cabeza de un trancazo si vuelve a alzar los ojos para mirarla. ¿Lo entiende usted?
BARTOLO. Pues ya se ve que lo entiendo.
LUCAS. Cuidado conmigo... (Le da un envión al tiempo de desasirse de él) ¿Se habrá visto mico más enredador?

ESCENA CUARTA
DON JERÓNIMO (sale por la izquierda), BARTOLO, LUCAS, LEANDRO

D. JERÓNIMO. ¡Ay, amigo don Bartolo!, que aquella pobre muchacha no se alivia. No ha querido acostarse. Desde que ha tomado la sopa en vino está mucho peor.
BARTOLO. ¡Bueno!, eso es bueno. Señal de que el remedio va obrando.
No hay que afligirse. Aunque la vea usted agonizando no hay que afligirse, que aquí estoy yo... (Llama, encarándose a la puerta del lado derecho.) Digo, ¡don Casimiro !, ¡don Casimiro!
LEANDRO. (Desde adentro.) ¡Señor!
BARTOLO. ¡Don Casimiro !
LEANDRO. (Saliendo.) ¿Qué manda usted? D. JERÓNIMO. ¿Y quién es este hombre?
BARTOLO. Un excelente didascálico..., boticario que llaman ustedes..., eminente profesor... Le he mandado venir para que disponga una cataplasma de todas flores, emolientes, astringentes, dialécticas, pirotécnicas y narcóticas que será preciso aplicar a la enferma.
D. JERÓNIMO. Mire qué decaída está.
BARTOLO. No importa, va a sanar muy pronto.
DOÑA PAULA, ANDREA, GINÉS, DON JERÓNIMO, BARTOLO,
LEANDRO, LUCAS. (Salen los tres primeros por la puerta de la izquierda.)
BARTOLO. Don Casimiro, púlsela usted, obsérvela bien, y luego hablaremos.
D. JERÓNIMO. ¿Conque en efecto es mozo de habilidad, eh? (Va
LEANDRO y habla en secreto con D.a PAULA, haciendo que la pulsa,. ANDREA tercia en la conversación. Quedan distantes a un lado BARTOLO y D.. JERÓNIMO, y a otro GINÉS y LUCAS.)
BARTOLO. No se ha conocido otro igual para emplastos, ungüentos, rosolis de perfecto amor y de leche vieja, ceratos y julepes.
¿Por qué le parece a usted que le he hecho venir?
D. JERÓNIMO. Ya lo supongo. Cuando usted se vale de él, no, no será rana.
BARTOLO. ¿Qué ha de ser rana? No señor, si es un hombre que se pierde de vista.
D.a PAULA. Siempre, siempre seré tuya, Leandro.
D. JERÓNIMO. ¿Qué? (Volviéndose hacia donde está su hija) ¿Si será ilusión mía?... ¿Ha hablado, Andrea?
ANDREA. Sí, señor, tres o cuatro palabras ha dicho.
D. JERÓNIMO. ¡Bendito sea Dios! ¡Hija mía! (Abraza a D.a PAULA y vuelve con de alegría hacia BARTOLO, el cual se pasea lleno de satisfacción.) ¡Médico admirable!
BARTOLO. ¡Y qué trabajo me ha costado curar la dichosa enfermedad!
Aquí hubiera yo querido ver a toda la veterinaria junta y entera, a ver qué hacía.
D. JERÓNIMO. Conque, Paulita, ya puedes hablar, ¿es verdad? (Vuelve a hablar con su hija y la trae de la mana) Vaya, di alguna cosa.
GINÉS. (Aparte, a LUCAS.) Aquí me parece que hay gato encerrado... ¿Eh?
LUCAS. Tú calla y déjalo estar.
D.a PAULA. Sí, padre mío, he recobrado el habla para decirle a usted que amo a Leandro y que quiero casarme con él.
D. JERÓNIMO. Pero si...
D.a PAULA. Nada puede cambiar mi resolución.
D. JERÓNIMO. Es que...
PAULA. De nada servirá cuanto usted me diga. Yo quiero casarme con un hombre que me idolatra. Si usted me quiere bien, concédame su permiso sin excusas ni dilaciones.
D. JERÓNIMO. Pero, hija mía, el tal Leandro es un pobretón...
D.a PAULA. Dentro de poco será muy rico. Bien lo sabe usted. Y sobre todo, sama con gusto no pica.
D. JERÓNIMO. Pero, ¡qué borbotón de palabras la ha venido de repente a la boca!... Pues, hija mía, no hay que cansarse. No será.
D.a PAULA. Pues cuente usted con que ya no tiene hija, porque me moriré de la desesperación.
D. JERÓNIMO. ¡Qué es lo que me pasa! (Moviéndose de un lado a otro, agitado y colérico. D.a PAULA se retira hacia el foro y habla con LEANDRO y ANDREA.) Señor doctor, hágame
usted el gusto de volvérmela a poner muda.
BARTOLO. Eso no puede ser. Lo que yo haré, solamente por servicio a usted, será ponerle sordo para que no la oiga.
D. JERÓNIMO. Lo estimo infinito... Pero, ¿piensas tú, hija inobediente, que...? (Encaminándose hacia D.a PAULA; BARTOLO le contiene.)
BARTOLO. No hay que irritarse, que todo se echará a perder. Lo que importa es distraerla y divertirla. Déjela usted que vaya a coger un rato el aire por el jardín, y verá usted cómo a poco se le olvida ese demonio de Leandro... Vaya usted a acompañarla, don Casimiro, y cuide usted no pise alguna mala yerba.
LEANDRO. Como usted mande, señor doctor. Vamos, señorita.
D.a PAULA. Vamos enhorabuena.
D. JERÓNIMO. Id vosotros también. (A LUCAS y GINÉS, los cuales, con D.a PAULA, LEANDRO y ANDREA, se van por la puerta del foro.)

ESCENA SEXTA
DON JERÓNIMO, BARTOLO

D. JERÓNIMO. ¡Vaya, vaya, que no he visto semejante insolencia!
BARTOLO. Esa es resulta necesaria del mal que ha estado padeciendo hasta ahora. La última idea que ella ha tenido cuando enmudeció fue sin duda la de su casamiento con ese tunante de Alejandro, o Leandro, o como se llama. Cogióle el accidente, quedáronse trasconejadas una gran porción de palabras, y hasta que todas las vacíe y se desahogue, no hay que esperar que se tranquilice ni hable con juicio.
D. JERÓNIMO. ¿Qué dice usted? Pues me convence esa reflexión. (Saca la caja D. JERONIMO, y él y BARTOLO toman tabaco.)
BARTTOLO. ¡Oh!, y si usted supiera un poco de numismática, lo entendería un poco mejor... Venga un polvo.
D. JERÓNIMO. ¿Conque luego que haya desocupado...?
BARTOLO. No lo dude usted... Es una evacuación que nosotros llamamos tricolos tetrásforos.

ESCENA SEPTIMA
LUCAS, ANDREA, GINÉS (van saliendo todos tres por la puerta del foro),
DON JERÓNIMO, BARTOLO
GINÉS. ¡Señor amo!
LUCAS. Señor don Jerónimo!... ¡Ay, qué desdicha!
ANDREA. ¡Ay, amo de mi alma, que se la llevan!
D. JERONIMO. Pero, ¿qué se llevan?
LUCAS. El boticario no es boticario.
GINES. Ni se llama don Casimiro.
ANDREA. El boticario es Leandro, en propia persona, y se lleva robada a la señorita.
D. JERÓNIMO. ¿Qué dices? Pobre de mí! Y vosotros, brutos, ¿habéis dejado que un hombre solo os burle de esa manera?
LUCAS. No, no estaba solo, que estaba con una pistola. El demonio que se acercase.
D. JERÓNIMO. ¿Y este pícaro de médico?
BARTOLO. (Aparte, lleno de miedo.) Me parece que ya no puede tardar la tercera paliza.
D. JERÓNIMO. Este bribón que ha sido su alcahuete... Al instante buscadme una cuerda.
ANDREA. Ahí había una larga de tender la ropa.
LUCAS. Sí, sí, ya sé dónde está. Voy por ella. (Vase por la izquierda y vuelve al instante con una soga muy larga.)
D. JERÓNIMO. Me las ha de pagar... Pero, ¿hacia dónde fueron? ¡Válgame Dios!
ANDREA. Yo creo que se habrán ido por la puerta del jardín que sale al campo.
LUCAS. Aquí está la soga.
D. JERÓNIMO. Pues inmediatamente atadme bien de pies y manos al doctor aquí en esta silla... (BARTOLO quiere huir, y LUCAS y
GINÉS le detienen.) Pero me le habéis de ensogar bien fuerte.
GINES. Pierda usted cuidado... Vamos, señor don Bartolo. (Le hacen sentar en la silla poltrona y le atan a ella dando muchas vueltas a la soga.)
D. JERÓNIMO. Voy a buscar aquella bribona... Voy a hacer que avisen a la justicia, y mañana, sin falta alguna, este pícaro médico ha de morir ahorcado... Andrea, corre, hija, asómate a la ventana del comedor, y mira si los descubres por el campo. Yo veré si los del molino me dan alguna razón. Y vosotros no perdáis de vista a ese perro. (Se va D. JERÓNIMO por la derecha y ANDREA por la izquierda. LUCAS y GINÉS siguen atando a BARTOLO).

ESCENA OCTAVA
BARTOLO, LUCAS, GINÉS, MARTINA GINÉS.
Echa otra vuelta por ahí.
LUCAS. ¿Y no sabes que el amiguillo éste había dado en la gracia de decir chicoleos a mi mujer?
GINÉS. Anda, que ya las vas a pagar todas juntas.
BARTOLO. ¿Estoy ya bien así?
GINÉS. Perfectamente.
MARTINA. (Saliendo por la puerta derecha) Dios guarde a ustedes, señores.
LUCAS. ¡Calle, que está usted por acá! Pues ¿qué buen aire la trae a usted por esta casa?
MARTINA. El deseo de saber de mi pobre marido. ¿ Qué han hecho ustedes de él?
BARTOLO. Aquí está tu marido, Martina; mírale, aquí le tienes.
MARTINA. (Abrazándose con BARTOLO.) ¡Ay, hijo de mi alma
LUCAS. ¡Oiga! ¿Conque ésta es la médica?
GINES. Aun por eso nos ponderaba todas las habilidades del doctor.
LUCAS. Pues por muchas que tenga no escapará de la horca.
MARTINA. ¿Qué está usted ahí diciendo?
BARTOLO. Sí, hija mía, mañana me ahorcan sin remedio.
MARTINA. ¿Y no te ha de dar vergüenza morir delante de tanta gente?
BARTOLO. ¿Y qué se ha de hacer, paloma? Yo bien lo quisiera excusar, pero se han en peñado en ello.
MARTINA. Pero, ¿por qué te ahorcan, pobrecito, por qué?
BARTOLO. Eso es cuento largo. Porque acabo de hacer una curación asombrosa, y en vez de hacerme protomédico han resuelto colgarme.

ESCENA NOVENA
DON JERÓNIMO, ANDREA, BARTOLO, LUCAS, GINÉS, MARTINA. (Sale DON JERÓNIMO por la puerta de la derecha y ANDREA s por la de la i izquierda.)
D. JERÓNIMO. Vamos, chicos, buen ánimo. Ya he enviado un propio a Miraflores; esta noche sin falta vendrá la justicia y cargará con este bribón... Y tú, ¿qué has hecho?, ¿los has visto?
ANDREA. No, señor, no los he descubierto por ninguna parte.
D. JERÓNIMO. Ni yo tampoco... He preguntado, y nadie me sabe dar razón... Yo he de volverme loco... (Dando vueltas por el teatro, lleno de inquietud) ¿Adónde se habrán ido?... ¿Qué estarán haciendo?

ESCENA DECIMA
DOÑA PAULA, LEANDRO (salen por la puerta del lado derecho, DON JERÓNIMO, BARTOLO
LEANDRO. ¡Señor don jerónimo!
D.a PAULA. ¡Querido padre!
D. JERONIMO. ¿Qué es esto? ¡Picarones, infames!
LEANDRO. (Se arrodilla con D.a PAULA a los pies de D. JERONIMO.)
Esto es enmendar un desacierto. Habíamos pensado irnos a Buitrago y desposarnos allí, con la seguridad que tengo de que mi tío no desaprueba este matrimonio; pero lo hemos reflexionado mejor. No quiero que se diga que yo me he llevado robada a su hija de usted, que esto no sería decoroso ni a su honor ni al mío. Quiero que usted me la conceda con libre voluntad, quiero recibirla de su mano. Aquí la tiene usted, dispuesta a hacer lo que usted la mande; pero le advierto que si no la casa conmigo, su sentimiento será bastante a quitarla la vida; y si usted nos otorga la merced que ambos le pedimos, no hay que hablar de dote.
D. JERÓNIMO. Amigo, yo estoy muy atrasado y no puedo...
LEANDRO. Ya he dicho que no se trate de intereses.
D.a PAULA. Me quiere mucho Leandro para no pensar con la generosidad que debe. Su amor es a mí, no a su dinero de usted.
D. JERÓNIMO. (Alterándose.) ¡ Su dinero de usted!, ¡su dinero de usted! ¿Qué dinero tengo yo, parlera? No he dicho ya que estoy muy atrasado? No puedo dar nada, no hay que cansarse.
LEANDRO. Pero bien, señor, si por eso mismo se le dice a usted que no le pediremos nada.
D. JERÓNIMO. Ni un maravedí.
D.a PAULA. Ni medio.


D. JERÓNIMO. Y bien, si digo que sí, ¿quién os ha de mantener, badulaques?
LEANDRO. Mi tío. ¿Pues no ha oído usted que aprueba este casamiento?
¿Qué más he de decirle?
D. JERÓNIMO. ¿Y se sabe si tiene hecha alguna disposición?
LEANDRO. Sí, señor; yo soy su heredero.
D. JERÓNIMO. ¿Y qué tal, está fuertecillo?
LEANDRO. ¡Ay!, no, señor, muy achacoso. Aquel humor de las piernas le molesta mucho, y nos tememos que de un día a otro...
D. JERÓNIMO. Vaya, vamos, ¿qué le hemos de hacer? Conque... (Hace que se levanta y los abraza. Uno y otro le besan la mano). Vaya, concedido, y venga un par de abrazos.
LEANDRO. Siempre tendrá en mí un hijo obediente.
D.a PAULA. Usted nos hace completamente felices.
BARTOLO. Y a mí, ¿quién me hace feliz? ¿No hay un cristiano que me desate?
D. JERÓNIMO. Soltadle.
LEANDRO. Pues ¿quién le ha puesto a usted así, médico insigne?
(Desatan los criados a BARTOLO.)
BARTOLO. Sus pecados de usted, que los míos no merecen tanto.
D.a PAULA. Vamos, que todo se acabó, y nosotros sabremos agradecerle a usted el favor que nos ha hecho.
MARTINA. ¡Marido mío! (Se abrazan BARTOLO y MARTINA.) Sea
enhorabuena, que ya no te ahorcan. Mira, trátame bien, que a mí me debes la borla de doctor que te dieron en el monte.
BARTOLO. ¿A ti? Pues me alegro de saberlo.
MARTINA. Sí, por cierto, Yo dije que eras un prodigio en la medicina.
GINES. Y yo, porque ella lo dijo, lo creí.
LUCAS. Y yo lo creí porque lo dijo ella.
D. JERÓNIMO. Y yo porque éstos lo dijeron lo creí también, y admiraba cuanto decía como si fuese un oráculo.
LEANDRO. Así va el mundo. Muchos adquieren opinión de doctos, no por lo que efectivamente saben, sino por el concepto que forma de ellos la ignorancia de los demás.

FIN

VERANENADO EN ZAPALLAR. Eduardo Valenzuela.


La escena representa el último patio de la casa de don Procopio Rabadilla. En primer término, a ambos lados, puertas que dan ac¬ceso a habitaciones interiores. Al fondo, el muro blanqueado y cu¬bierto de tejas. Hay una escala apoyada en el muro. Alegran el pa¬tio diversas plantas, y principalmente, tanto en la decoración como al natural, numerosas matas de zapallo, con sus frutos destacándo¬se visiblemente.

Al levantarse el telón, don Procopio, que es un hombre sencillo y bonachón, está sentado en una mecedora, leyendo atentamente el diario; doña Robustiana, que es una señora presuntuosa y ridícula, examina unos figurines de modas, junto a una mesita de bambú.

Hay varias sillas en amable desorden. La acción se desarrolla en Santiago. Época actual. Hora del atardecer. Se supone que han de comer hace poco rato.


PROCOPIO: (Leyendo en un diario.) “Se encuentra veraneando en Zapallar el talentoso jurisconsulto don Procopio Rabadilla, su dis¬tinguida esposa doña Robustiana Jaramillo, y sus encantadora hijas Amparo, Consuelo y Esperanza...”. ¡Qué tal el parrafito!, ¿eh...? No se podrá decir que escasean los adjetivos. ¡Ah, Robustiana, cómo se nota que has metido la mano en esto...!

ROBUSTIANA: Procopio..., no me saques de mis casillas. En lugar de agradecerme lo que hago por prestigiar nuestro nombre..., por ase¬gurar el porvenir de nuestras hijas..., por darte brillo...

PROCOPIO: Sí..., ya lo tengo en la tela de mis trajes.

ROBUSTIANA: Intentas burlarte de mí... Procopio vulgar, hombre inútil.

PROCOPIO: Mujer, no me insultes, si no quieres que...

ROBUSTIANA: Infame. Abogado sin pleitos...

PROCOPIO: (Sin hacerle caso.) ...Veraneando en Zapallar... Afortu¬nadamente no mentimos porque este último patio de la casa os¬tenta unas hermosas matas de esa sabrosa legumbre. Pero no sé de dónde se te ocurrió metermos en este berenjenal, o, más propia¬mente dicho, en este Zapallar. Ya que no podíamos salir a la costa, o al campo, debido a la inflación, con habernos quedado en San¬tiago —como lo estamos— y haber vivido la vida de costumbre, lo habríamos pasado bien. Pero se te metió entre ceja y ceja el anunciar por los diarios que habíamos salido fuera de la capital, y estamos condenados a prisión hasta principios de marzo.

ROBUSTIANA: Claro. Muy justo. Muy natural. ¿Qué habrían dicho las amistades del Barrio Alto si hubieran sabido que nos quedába¬mos en Santiago...? Se habrían burlado de nosotras. Habríamos sido el hazmerreír de todas nuestras distinguidas relaciones.

PROCOPIO: Eres insoportable, mujer, con tus pretensiones ridículas. Tan bien que estaría yo a estas horas dándome un paseo por los jardines del Parque Cousiño, por las frescas avenidas del Santa Lucía o por las piscinas...

ROBUSTIANA: ...Atisbando a las polluelas, a las amas de cría... Sí, te conozco, Procopio. Sí, sé que eres un eterno enamorado.

PROCOPIO: Exageras, mujer. Lo que hay es que soy aficionado a la geometría, y estudio en el terreno las rectas, las curvas, los catetos y las hipotenusas.

ROBUSTIANA: Pues, si quieres estudiar geometría, no tienes más que encerrarte en tu cuarto.

PROCOPIO: ¡Ay, la suspirada libertad! Y se dice que las mujeres no mandan. Yo no sé qué más pretenden las señoras con sus teorías feministas.

ROBUSTIANA: Nosotras somos las mártires del deber.

PROCOPIO: Y nosotros los mártires para pagar las cuentas de la modis¬ta, del zapatero, del sombrerero, del lechero, del casero y de todo. ¡Ah!, esta vida es horrible, desesperante. (En alta voz y paseán¬dose a grandes pasos.) ¡Cómo encontrar consuelo, cómo hallar una esperanza, en dónde buscar amparo a esta crítica situación!

AMPARO: (Entrando.) ¿Nos llamabas, papá?

CONSUELO: (Entrando.) Aquí estamos...

ESPERANZA: (Entrando.) ¿Qué desea?

PROCOPIO: (Primero extrañado y recordando después.) Ah, de ve¬ras. Me olvidaba, hijas mías, que os llamáis Amparo, Consuelo y Esperanza, aunque precisamente sois la antítesis de esos dulces nombres.

AMPARO: ¿De qué conversabais...?

ROBUSTIANA: ¿De qué ha de ser, hijas mías...? De nuestra situación: de que tu padre no cesa de protestar por el encierro voluntario a que nos hemos sometido para guardar las apariencias.

CONSUELO: Es una situación atroz...

ESPERANZA: Horrible.

CONSUELO: (A don Procopio.) ¿Cómo no lograste, papá, juntar di¬nero para salir a las playas...?

PROCOPIO: Porque los juicios son pocos. Ya la gente no litiga como antes. Ya se está convenciendo de la verdad de ese aforismo de que “más vale un mal arreglo que un buen pleito”. Y porque final¬mente todo os lo habéis gastado vosotras en trajes, sombreros, bailes, etcétera.

AMPARO: (Escandalizada.) ¿Has oído, mamá?

ROBUSTIANA: No le hagas caso. Por él, ojalá salierais vosotras con trajes de percal, o sin trajes. Vuestro padre no sabe de lujo, ni de distinción. (Despreciativamente.) Desciende de la familia de los Rabadilla... mientras que yo soy de noble y de antigua estirpe... (Con mucha dignidad y orgullo.) Soy de los Ja-ra-mi-llos...

Entre mis antepasados se encuentran un general y un obispo. Sería pedir peras al olmo pedirle a tu padre distinción, chic, savoir faire:.., confort. No pertenecerá jamás a la élite.

PROCOPIO: ¿Quieres traerme el diccionario, Amparo, para ir tradu¬ciendo lo que me dice tu madre...? Es una suerte que me insulte en francés, porque así no me entero inmediatamente,

LUCHITO: (Entrando.) ¿Hay dificultades?

PROCOPIO: Sí, hijo mío, tu madre...

ROBUSTIANA: Tu padre era el que...

LUCHITO: En fin, la paz se ha restablecido. Me alegro.

PROCOPIO: ¿Estabas estudiando?

LUCHITO: Sí, papá. Inglés. Es difícil, pero... ya me va gustando.

PROCOPIO: Muy bien. Es un ramo útil. Sobre todo para entender¬se con los gringos. Tú sabes que siempre andan como nube por todas partes.

ROBUSTIANA: ¿Y cómo andan los repasos de geografía?

LUCHITO: Te diré: de la geografía no me preocupo mucho, porque se está modificando constantemente.

CONSUELO: (Siguiendo la conversación que ha mantenido con sus hermanas en un grupo aparte; en primer término.) ¿Qué será de Carlos?

AMPARO: ¿Y de Ernesto...?

ESPERANZA: Es terrible NO tener noticias de nuestros novios.

CONSUELO: De seguro que irán a Zapallar por vernos.

AMPARO: Y al no encontrarnos, ¿se pondrán a cortejar a otras?

ESPERANZA: ¡Por Dios, no quiero figurármelo! (Siguen conversan¬do entre sí, animadamente).

PROCOPIO: (A Luchito.) Es una vergüenza. Reprobado en tres exá¬menes. Y en cada uno con “tres negras”.

ROBUSTIANA: Si hubiera sido una solamente, habrías pasado bien.

LUCHITO: Lo mismo digo yo. Mi ideal habría sido salir con una sola negra... (Aparte.) Con una negra picara: la Teresita, que me quiere mucho. En fin, echaremos un vistazo a la ciudad. Treparemos al observatorio. (Trepa en una escala que está apo¬yada en el muro.) ¡Caracoles! ¿Qué es eso? ¿Una humareda en la casa vecina...?

PROCOPIO: (Temeroso.) ¡Ay, Dios mío!

ESPERANZA: Ampáranos, Virgen de los afligidos.

LUCHITO: ¡Qué situación más ridícula!

PROCOPIO: (A Luchito.) Corre. Grita. Llama a las bombas.

ROBUSTIANA: NO... NO TODOS: ¿Eh...?

PROCOPIO: Pero, mujer, ¿qué pretendes?

ROBUSTIANA: Nada. Que no podemos salir. (Imperiosamente.) ¡Que no sale nadie!

PROCOPIO: Pero, ¿estás loca, mujer?

ROBUSTIANA: Nosotros no estamos aquí. Estamos en Zapallar, ¿en¬tiendes? Si la casa se quema, nos quemaremos en ella.

PROCOPIO: No me agrada la perspectiva.

AMPARO: Pero, ¿qué hacemos?

CONSUELO: Hay que pensar algo.

ESPERANZA: Yo me siento mal.

LUCHITO: Yo protesto.

ROBUSTIANA: Chit. Ni una palabra. El ridículo sería espantoso. A ver, Luchito. Sube al observatorio. Ve si cunde el incendio.

LUCHITO: No. El humo disminuye. Parece que el fuego ha sido so¬focado por los propios moradores.

CONSUELO: ¡Gracias, Dios mío!

PROCOPIO: Respiro.
AMPARO: San Antonio bendito ha hecho un milagro.

ESPERANZA: No. Ha sido San Expedito, santo que hace las cosas ligerito.

AMPARO: Yo le hice una manda.

ESPERANZA: Y yo también.

AMPARO: Yo un paquete de velas para su altar.
ESPERANZA: Y yo otro.

AMPARO: Bueno, papito. Danos la plata para comprar las velas.

PROCOPIO: Pero, entonces, ¿qué gracia tiene que ustedes hagan la manda?

AMPARO: Es que nosotras ponemos la intención, pero tú pones la plata...

PROCOPIO: Lo de siempre: yo soy el eterno pagador. Bueno, niñas. Ya se está oscureciendo y es conveniente que os dediquéis a hacer vuestras labores. ( Se van Amparo, Consuelo y Esperanza. A Luchito ) : Tú, estudiante reprobado, a repasar tus libros. A ver cómo sales en marzo. (Se va Luchito. A su mujer.) Tú, querida Robustiana, a zurcirme los calcetines. En estos tiempos de estabilización no se pueden comprar nuevos. Y yo me largo a la calle.

ROBUSTIANA: ¿Eh?

PROCOPIO: Claro, mujer. A comprar provisiones para el día de ma¬ñana. Tú sabes que esta operación debo hacerla sigilosamente, sin que nadie se entere. Tengo que hacer las compras en otro barrio, donde nadie me conozca.

ROBUSTIANA: De veras. Me olvidaba. Bueno. Puedes salir, pero vuel¬ve luego.

PROCOPIO: ¡Ah, claro! Anda, tráeme el sombrero y el sobretodo. Se va Robustiana.

PROCOPIO: (Solo) Al fin. Voy a respirar aire puro en libertad, lejos del dominio inclemente de esta reina del hogar. Compraré las provisiones de costumbre, las dejaré encargadas donde un amigo de confianza –en casa de Jerez-, enseguida iré a echar una modesta cana al aire y a beber unas copitas con unos buenos amigos que están veraneando como yo. Este Jerez es muy diablo. Anoche me facilitó para los efectos de esta aventura una barba postiza, con la cual podré andar tranquilo, sin que nadie me reconozca. (La saca del bolsillo y la examina.) Por cierto que no le he dicho ni una palabra a mi mujer de este disfraz. (Hace aspavientos y habla, mientras oculta la barba en su bolsillo.)

ROBUSTIANA: (Entrando y sorprendiéndolo.) ¿Qué es eso? ¿Qué estás hablando solo? ¿Qué significan esos movimientos?

PROCOPIO: Problemas, hija mía. Problemas.

ROBUSTIANA: ¡Ah!

PROCOPIO: (Después de ponerse el sobretodo y el sombrero.) Bue¬no, mujer. Hasta luego.

ROBUSTIANA: No tardes, ¿eh? Y mucha discreción.

PROCOPIO: Pierde cuidado. Hasta luego, esposa mía. Robustianita...

ROBUSTIANA: Válgame Dios. Lo que cuesta mantener el prestigio de nuestra posición social.

AMPARO: (Entrando.) ¿Y papá?

ROBUSTIANA: Salió ya, hija mía.

AMPARO: ¡Qué contrariedad! Yo tenía que hacerle unos encargos y...

ROBUSTIANA: Los dejas para mañana, entonces. No hay más remedio.

AMPARO: ¡Qué rabia me da no poder salir a la calle; pasar al correo, ver si hay cartas!

ROBUSTIANA: ¿Cartas de quién?

AMPARO: De las amigas, naturalmente. (Aparte.) Y si hay alguna del novio, tanto mejor. ¿Qué será de Ernesto?

ROBUSTIANA: ¿Cómo Ernesto? ¿No es tu novio Agamenón?

AMPARO: No es: era.

ROBUSTIANA: ¿Cómo así? Explícate, porque yo francamente no me doy cuenta de estos cambios tan repentinos. Por lo demás, eres poco expansiva con tu madre. ¿Quién es ese Ernesto? ¿Dónde lo conociste?

AMPARO: En casa de los Gómez. Tú sabes que todos los martes tie¬nen sus reuniones. Pues en una de ellas fui presentada a él. Sim¬patizamos en el acto. Es un mozo muy guapo, viste muy bien, está empleado en un ministerio. En fin, es un excelente partido. Yo no he querido decirte nada antes porque no tenía seguridad de sus intenciones, ni de si todo iba a reducirse a simples conversaciones; pero parece que Ernesto piensa seriamente.

ROBUSTIANA: Me alegro mucho, hija mía. Pero Agamenón... ¿Qué irá a decir Agamenón?

AMPARO: Nada. ¿Qué puede decir? No me gusta ese hombre. No tiene dónde caerse muerto. Es muy antipático. Y luego el nombre que lleva, tan largo y tan feo: A-ga-me-nón... Agamenón. Hágame el favor, mamá, de no hablarme más de él.

ROBUSTIANA: Pero de todos modos, habría que darle alguna expli¬cación.

AMPARO: Ninguna, mamá. Porque has de saber también que a tu candidato Agamenón se lo ha visto cortejando a la Rosa del Cam¬po, a la Violeta del Valle, a la Hortensia de los Ríos, a la Margarita Montes, a la...

ROBUSTIANA: (Interrumpiéndola.) Basta, hija mía. Se ve que ese individuo no es un hombre: es un picaflor. Es un pájaro de cuen¬tas. Has hecho bien en darle calabazas.

CONSUELO: (Entrando.) No. Si quien las ha dado ha sido él.

ROBUSTIANA: ¿Cómo es eso? ¿Estabas escuchando? Eso es muy feo.

ESPERANZA: (A Consuelo.) Faltas a la verdad. He sido yo la que lo ha despedido. No soy como tú, que te desesperas porque no en¬cuentras un novio a tu gusto. A mí me sobran.

CONSUELO: (Irónicamente.) Las ganas.

ROBUSTIANA: Pero, ¡qué barbaridad! Parece que los sentimientos fraternales desaparecen al tratarse de estos asuntos.

ESPERANZA: Es que son muy delicados.

AMPARO: Bueno. Basta. Será como ustedes quieran. Pero es un he¬cho que yo seré la primera en contraer nupcias. Porque lo que es tú (refiriéndose a Consuelo), no te fíes de tu cadetito.

CONSUELO: ¿Te da envidia?

AMPARO: Lástima. Porque suponiendo que te fuera bien hasta la terminación de sus estudios —lo que sería un milagro—, cuando ingresara al Ejército habría que pedir permiso al gobierno para que se pudiera casar contigo. Son muchos trámites. Hay que gustarles a los padres, a los hermanos, a los tíos, a todos los parientes, y todavía hay que gustarle al gobierno. Es terrible.

ROBUSTIANA: Podríais aprender lo que vuestra hermana menor. Tiene más sentido práctico.

ESPERANZA: Sí, mamá. Yo no deseo jóvenes arrogantes, guapos o con vistosos uniformes. Prefiero un señor de edad.

AMPARO: ¡Qué horror!

CONSUELO: ¡Qué atrocidad!

ESPERANZA: Un señor de edad, pero con dinero, que me dé lujo, que me dé gusto en todos mis deseos, que me compre joyas, trajes, carruaje y abono a la ópera. No desespero encontrarlo.

AMPARO: ¿Pero no te atrae el amor, la juventud, la simpatía que emana de las miradas cariñosas, la emoción que experimentamos al ver de improviso al ser amado?

ESPERANZA: Sí. Todo eso es muy lindo, muy encantador, muy poé¬tico. Pero no se encuentra fácilmente y, sobre todo, a nuestro alcance, un novio que sea al mismo tiempo joven y rico, guapo e inteligente, y en la imposibilidad de encontrar las cosas al gusto de una, opto por lo práctico, por un señor de edad que tenga dinero.

CONSUELO: Lo que desea ésta (señalando a Esperanza) es quedar viuda, joven y con plata. Un partido ventajoso, como dicen los hombres.

ROBUSTIANA: Bueno. Basta de charlas, y a descansar. Está un poco fría la noche, y no conviene estar al sereno. Fácilmente se puede coger un resfrío.

CONSUELO: Está bien, mamá. Nos vamos. Se van todas a sus habitaciones.

LUCHITO: (Saliendo en puntillas de su habitación, y con el sombre¬ro en la mano, en actitud de marcharse.) Nadie. No hay nadie, afortunadamente. Lo que es yo, me escurro con todo sigilo. Estoy harto de inglés, de matemáticas y de geografía... Se va sin hacer ruido.

AMPARO: (Entrando pensativa.) ¿Qué será de Ernesto? La última vez que lo vi fue a la salida de misa. (Se oye un ruido en el patio de una de las casas vecinas. Alarmada) : ¿Quién podrá ser si no hay nadie allí ahora? ¿Habrá entrado algún ladrón?

ERNESTO: (Asomando arriba del tejado, por la casa vecina.) Soy yo, Ernesto.

AMPARO: Cielos, ¡qué placer! ¿Tú aquí? Pero, ¿a qué se debe esta sorpresa? ¡Qué vergüenza me da al mismo tiempo!

ERNESTO: Amor mío, a Zapallar me dijiste que te ibas, y a Zapallar fui. No estabas. Entonces dije: “Estará en otro Zapallar”. Y, efec¬tivamente, aquí te veo.

AMPARO: Pero, ¿cómo..., cómo has sabido?

ERNESTO: Por una casualidad. Verás. Rondaba frente a tu casa, ima¬ginándome verte en los balcones, fresca como una rosa y encanta¬dora como siempre, cuando con gran asombro mío veo salir sigi¬losamente a tu hermano Luis; ¡late!, me dije. Aquí hay gato encerrado. Y como tocó la coincidencia de que la casa vecina es¬taba desocupada, aquí me tienes.

AMPARO: Bueno, Ernesto; pero no vaya a verte alguien en esa pos¬tura, con lo cual nos comprometerías. Voy a abrirte la puerta de calle y conversaremos unos pocos minutos con más tranquilidad.

ERNESTO: (Asustado.) ¡Ay!

AMPARO: ¿Qué es eso?

ERNESTO: Que me parece que tiembla.

AMPARO: ¡De veras! ¡Por Dios, bájate!
ERNESTO: Hasta luego.

Ernesto desaparece tras el tejado.

CONSUELO: (Entrando.) ¡Mamá, mamá, está temblando...!

ESPERANZA: ¡Dios mío, qué susto!

CONSUELO: ¡Amparo...!

ESPERANZA: ¡Lucho...!

CONSUELO: ¡Salgamos a la calle!

ROBUSTIANA: ¡No. A la calle, no. Por nada del mundo!

CONSUELO: Yo me siento mal.

ESPERANZA: Las piernas no me sostienen.

AMPARO: Y parece que sigue todavía.

CONSUELO: Con seguridad que va a venir otro remezón. Nunca vie¬ne uno solo.

ESPERANZA: Siempre me acuerdo del terremoto de...

CONSUELO: (Asustadísima.) ¿No le decía? Otra vez... y con un rui¬do infernal.

AMPARO: ¡Corramos a la calle!

CONSUELO: ¡Salgamos, sí! (Llamando.) ¡Lucho... Lucho...!

ESPERANZA: Parece que no está. ¿Habrá salido?

ROBUSTIANA: (Imperativamente.) Bajad la voz, y estaos quietas. Aprended de vuestra madre. (Aparte.) Que tampoco las tiene to¬das consigo. ¿No veis? Ya pasó. (Pequeña pausa.) ¡Ea! A recogeros, niñas, que ya es hora de entregarse al reposo. En cuanto a ese insubordinado de Lucho, mañana arreglaremos cuentas.

CONSUELO: Cualquiera duerme tranquila.

ESPERANZA: Esta vida es insufrible.

ROBUSTIANA: Basta de rezongos. Es necesario que os convenzáis de que todos estos sacrificios tienen por objeto mantener el rango social, de manera que deben hacerse con gusto, y no formulando protestas a cada rato. Al fin y al cabo, yo lo hago por vosotras, porque os caséis bien, porque encontréis buenos partidos.

CONSUELO: Cualquiera encuentra marido con esta situación.

ESPERANZA: Nadie quiere casarse.

CONSUELO: Todos dicen que están cesantes, o a medio sueldo.

ROBUSTIANA: Paciencia, hijas mías. Esto pasará. Y a recogerse, he dicho, que ya es tarde.

CONSUELO: Buenas noches, mamacita.

ESPERANZA: Que reposes bien.

ROBUSTIANA: Lo mismo digo, hijitas. Hasta mañana. Se van primero Consuelo, Amparo y Esperanza por distintas puer¬tas; luego, Robustiana.

AMPARO: (Saliendo de su cuarto y entrando a escena de puntillas.) El pobre Ernesto debe estar esperándome. Voy a abrirle la puerta y charlaremos un momento. En seguida, cada mochuelo a su oli¬vo, y yo contenta de haber podido conversar con mi novio.

Se va. Pequeña pausa. Vuelve acompañada de Ernesto.

AMPARO: Chit... Calladito. Que nadie se entere.

Ernesto: Nadie, alma de mi alma. (Le declara cómicamente su amor).

AMPARO: ¿Y cuentas ya con algo para nuestra boda?

ERNESTO: ¡Cómo no! Cuento con la muerte de mi tío y padrino Sebastián, quien, como no tiene familia y me profesa un cariño entrañable, me instituirá su único heredero.

AMPARO: ¿Y tendremos que esperar que fallezca para ver realiza¬dos nuestros ideales? ¡Qué triste y fúnebre es eso!

ERNESTO: La vida es así. (Filosóficamente.) “De la muerte nace la vida, en una constante renovación...”, que será largo explicarte porque los minutos son preciosos. Me quieres mucho, ¿verdad?

AMPARO: ¿Y me lo preguntas, ingrato? Te amo locamente. Pienso en ti a todas horas. Sueño contigo casi todas las noches.

ERNESTO: ¿Qué sueñas? Dime.

AMPARO: Sueño que estoy toda vestida de blanco, tú de frac, correc¬tísimo, y frente a nosotros... el sacerdote bendiciéndonos. Cin¬cuenta automóviles lo menos, esperando afuera en la Alameda la salida de la concurrencia,

ERNESTO: Yo sueño lo mismo, pero en otro lugar: en una parroquia humilde, sin boato, sin ostentación, poéticamente. (Aparte.) As se gasta menos.

AMPARO: ¡Qué ocurrencia! Y, ¿el qué dirán?
ROBUSTIANA: (Dentro.) ¡Auxilio! ¡Amparo! ¡Consuelo! ¡Esperanza!

AMPARO: Virgen Santa. ¿Qué ocurrirá? Escóndete aquí. En seguid saldrás. Yo te avisaré. ¿Qué pasará? (Ernesto se oculta entre la plantas.) ¡Ay, qué susto!

CONSUELO: (Entrando.) ¿Qué ocurre?

ESPERANZA: (Entrando.) ¿Qué pasa?

ROBUSTIANA: (Entrando rápidamente, con bata y gorro de dormir presa de un verdadero pánico.) ¡Hijas mías, algo terrible...! No puedo hablar...

AMPARO: Pero, ¿qué sucede? Explícate, por favor.

ROBUSTIANA: (Con palabras entrecortadas.) Sucede que hay ladro¬nes, hay ladrones en la casa.

CONSUELO: ¡Dios mío!

ESPERANZA: (Asustadísima.) Huyamos.

ROBUSTIANA: (Prosiguiendo su relato.) Un bandido, barbudo y si¬niestro, quiso introducirse en mi dormitorio.

AMPARO: ¡Qué horror!

CONSUELO: ¿Y dónde está?
ROBUSTIANA: (Desfallecida.) No lo sé, hijas mías. No he tenido fuerzas sino para salir afuera, para llamaros.

ESPERANZA: Y, ¿qué hacemos? No hay ningún hombre en la casa. Lucho salió. Papá lo mismo.

CONSUELO: ¿Cómo registramos las habitaciones y prendemos al la¬drón? ¡Salgamos a la calle!

ESPERANZA: ¡Llamemos a la policía!

ROBUSTIANA: (Sobreponiéndose a su propia turbación.) No. Eso no. Sería para que el ridículo cayera sobre nosotras. Ustedes sa¬ben que no estamos aquí. ¿Entienden? Estamos en Zapallar, de manera que si nos roban, debemos dejamos robar.

AMPARO: Pero, mamá...

CONSUELO: Debemos hacer algo.

ROBUSTIANA; ¡Si hubiera un hombre a quién acudir!

ERNESTO: (Presentándose bruscamente, al oír las últimas palabras.) A sus órdenes, señora.

CONSUELO: ¡Uy, el ladrón! (Corre desesperada).

ESPERANZA: Huyamos.

Consuelo y Esperanza se van, dando gritos. Doña Robustiana cae desmayada en un sillón. Ernesto no halla qué hacer. Amparo está toda confundida.

ERNESTO: Pero, Amparo mía, ¿qué ocurre?

AMPARO: (Sobresaltada.) Ocurre que... hay ladrones en casa, y no hallamos cómo expulsarlos. Estamos solas. Toca la casualidad que Lucho y papá salieron. ¿Qué hacer?

ERNESTO: Ante todo, serenidad, calma. Yo lo prenderé.

AMPARO: ¡Gracias, Ernesto mío! ¡Gracias!

ROBUSTIANA: (Volviendo en sí.) ¿Se fue el ladrón ya?

ERNESTO: (Respetuosamente.) Señora.

ROBUSTIANA: (Cayendo nuevamente en el sillón.) Por favor, no me mate usted.

ERNESTO: No, señora. Si no pienso en matarla. Usted está equivoca¬da. Yo soy Ernesto, quien ama a su hija Amparo, y he venido aquí a salvar a usted y a los suyos de la audacia de los bandoleros.

ROBUSTIANA: ¿Es verdad, hija mía?

AMPARO: Sí, mamacita. Es mi novio.

ROBUSTIANA: ¡Oh, caballero! ¿Cómo le podremos pagar este fa¬vor? Busque usted al ladrón y échelo fuera..., sin que se entere la policía, sin que se entere nadie.

ERNESTO: Bien, señora. Acato sus órdenes. Voy a proceder al regis¬tro de las habitaciones. Mientras tanto, ocúltese usted, con Ampa¬ro, y no salga hasta que yo la llame.

ROBUSTIANA: Bueno. (Aparte.) Estoy más muerta que viva. Se van Amparo y Robustiana.

ERNESTO: Lo malo es que no traigo arma alguna. (Se registra los bolsillos.) ¿Y si el bandido lleva puñal? (Pausa.) ¡Ea! Ánimo, re¬solución. (Dirigiéndose a una puerta y retrocediendo.) Pero no, no me atrevo... ¡Qué falta me hace mi revólver! Hay que tener presente que está empeñado... mi amor propio, mi honor de caba¬llero. Debo, pues, afrontar la situación. ¿Qué hacer? La verdad es que yo, al salir de casa, no me figuré el lío en que iba a meterme. Pero, por ella, estoy dispuesto a todo. Moriré por ella como un paladín de los tiempos heroicos. (Transición.) El escándalo que voy a formar si el ladrón pretende atacarme no va a ser para con¬tarlo. La verdad es que tengo miedo de penetrar en las habitacio¬nes. Yo preferiría esperarlo aquí, en el patio. Aquí hay más can¬cha, más campo para la lucha..., y para huir en caso necesario. Pero no. Huir no. ¿Qué diría de mí Amparo? Debo mostrarme ante sus ojos como un valiente. Venga, pues, mi revólver improvi¬sado: la llave de mi casa. Con ella apuntaré al bandido, si se atre¬ve a presentarse.
AMPARO: ¿Lo encontraste, Ernesto?

ERNESTO: No, todavía no; pero estoy buscándolo. Debe estar escon¬dido, ¿sabes? Posiblemente me ha visto y ha dicho para sí “ voy a tener que habérmelas con un hombre... ésta no es conmigo”... Y se ha ocultado.

ROBUSTIANA: (Entrando.) ¿Encontró usted al bandido ya?

ERNESTO: Todavía no, señora, pero estoy buscándolo. Debe haberse escondido, posiblemente debajo de las camas, porque no se ha puesto al alcance de mi vista.

ROBÜSTIANA: Búsquelo pronto, señor, para salir de esta situación angustiosa.

AMPARO: Sí, Ernesto mío, búscalo, pero no arriesgues tu vida. Tú sabes que ella me pertenece.

ERNESTO: Voy, amada mía, voy. (Con gesto heroico.) Empiezo a registrar las habitaciones... (Aparte) y empiezo a sentir un tem¬blor de piernas que no puedo sostenerme. (Entra por una puerta lateral).

AMPARO: ¡Tranquilízate, mamá, por Dios! Ya ves. Ahora no esta¬rnos solas. Tenemos quién nos defienda. Y Ernesto es un valiente, no cabe duda.
ROBUSTIANA: (Asustadísima.) ¡Escóndete, hija mía! ¡Escóndete!

AMPARO: ¿Qué hay?

ROBÜSTIANA: El bandido... ¿ves?... El bandido... el hombre barbudo. Se refiere a Procopio, que entra pensativo a escena, sin verlas.

AMPARO: (Corriendo a ocultarse con su madre en el costurero.) ¡Virgen Santa!

PROCOPIO: (Entrando. Trae puesta la barba postiza, el cuello del sobretodo levantado, lleno de tierra; en una palabra, está irreco¬nocible. Viene bastante bebido.) Yo no sé qué le ha dado a mi mujer por huir de mí. El hecho de que yo haya tomado unas copitas no es motivo suficiente para que huya así. La verdad es que bebí mucho. Cosas de Jerez, que me retuvo en su casa más de lo que yo pensaba.

ERNESTO: (Entrando.) ¡Caracoles! ¡Aquí está el ladrón...! (Dirigién¬dose a Procopio). ¡Miserable! (Apuntándole con la llave.) ¡Salga usted, o de lo contrario hago fuego!

PROCOPIO: Pero, hombre, ¿quién es usted? ¿Por qué está usted aquí?

ERNESTO: Eso es lo que yo te pregunto a usted, so bandolero...Y no se acerque más, porque disparo...

PROCOPIO: Habráse visto.

ERNESTO: ¡Salga de esta casa inmediatamente!

PROCOPIO: (Aparte.) Pero, ¿estoy soñando? ¿O me habré equivoca¬do de casa? Como veo medio turbio... Pero no. Por el zapallar la reconozco.

ERNESTO: (Aparte.) Vacila, tal vez, entre fugarse o atacarme; ¿Irá a sacar sus armas?

PROCOPIO: (Bruscamente.) ¡Caballero tendrá usted que explicarme cómo se encuentra aquí!

ERNESTO: (Retrocediendo.) ¡No tengo que explicarle nada! ¡Salga usted a la calle!

CONSUELO: (Entrando.) Por aquí.

ESPERANZA: (Entrando.) Pase usted.

CARABINERO: (Entrando.) ¿Dónde está el ladrón?

PROCOPIO: (Señalando a Ernesto.) Ahí.

ERNESTO: (Señalando a Procopio.) Éste es.

CARABINERO: ¿En qué quedamos? ¿A cuál me llevo preso?

CONSUELO: (En la duda.) Llévese a los dos.

AMPARO: (Entrando.) No. Eso no. Carabinero, el ladrón es ese hom¬bre barbudo. ¿Verdad, mamá?

ROBUSTIANA: (Que ha entrado con Amparo.) Sí, carabinero. Ese hombre es el que quiso introducirse en mi cuarto.

PROCOPIO: Naturalmente.

CARABINERO: Entonces hay circunstancias agravantes: robo noc¬turno, con premeditación y alevosía.

PROCOPIO: (Aparte.) ¿Pero es que estoy soñando? No, la culpa la tiene Jerez que me hizo tomar tanto.

ERNESTO: Concluyamos.

ROBUSTIANA: Sí, sáquelo usted fuera (aparte al carabinero) y déje¬lo en libertad. No queremos que se pase parte.

CARABINERO: (Aparte.) Éste es un tío.

PROCOPIO: (A Robustiana.) Bueno. Dejémonos de bromas y vamos a acostamos, hijita.

ROBUSTIANA: ¿Otra vez?

ERNESTO: Yo lo mato. (Apunta con la llave).

AMPARO: (Interponiéndose.) ¡No! ¡No lo mates! ¡Por favor Ernesto mío!

PROCOPIO: ¡Ah!, con que “Ernesto mío”, ¿eh? Muy bien, muy bien.

ROBUSTIANA: (Aparte.) Esa voz...

CARABINERO: ¡Basta de escándalos! ¡Vamonos para la comisaria! (Toma a Procopio de un brazo).

ERNESTO: Sí. Eso es.

PROCOPIO: Pero, Robustina, ¿permites que me lleven preso?

CONSUELO: (Extrañada.) Sabe su nombre.

PROCOPIO: ¿No me conoces? Soy tu marido.

ROBUSTIANA: (Dudosa.) ¿Procopio? ¿Pero esa barba?

PROCOPIO: De veras. No me la había quitado. (Se la quita.) Ha sido un olvido. Como tengo la cabeza trastornada...

ROBUSTIANA: ¿Era postiza?

PROCOPIO: (Aparte a Robustiana.) Sí, me la puse para que no me reconocieran; para guardar el incógnito, por obedecerte.

ERNESTO: (Aparte.) ¡Su padre! ¡Buena la he hecho!

CONSUELO: Era papá.

ESPERANZA: Pero está todo revolcado.

PROCOPIO: Sí, hijas mías. Sí. Me caí. Las calles están muy oscuras; como según el calendario debía haber luna, la Municipalidad quiere ahorrarse el alumbrado y deja la ciudad en tinieblas.

ERNESTO: (Aparte.) ¿Cómo explicar? (Queda pensativo).

PROCOPIO: (A Robustiana.)Y luego, hija mía, que la verdad se ha de decir: pasé a tomar unas copitas solo, ¿eh?, enteramente solo y se me pasó la mano. Me achispé, como se dice vulgarmente. Me perdonas, ¿no es cierto, Robustiana?

ROBUSTIANA: ¿Y el susto que me has dado?

PROCOPIO: Se pasará. Pasará. Como a mí también se me pasará... la borrachera.

ERNESTO: (Aparte a Amparo.) ¿Y qué hago yo en esta situación?

AMPARO: (Aparte a Ernesto.) Pedirle perdón, naturalmente, y en segui¬da pedirle mi mano. (Aparte para sí.) La ocasión la pintan calva.

ERNESTO: (Aparte para sí.) No me queda otro recurso. (Arrodillán¬dose.) Perdón, papá.

PROCOPIO: ¿Cómo es eso de “perdón, papá”?

ERNESTO: Sí, señor. Yo amo a su hija locamente. Yo deseo hacerla mi esposa, ante Dios y ante los hombres, con todos los requisitos legales.

PROCOPIO: (Indignadísimo.) Sinvergüenza. ¿Y quería asesinarme y echarme a la calle? Carabinero, lléveselo preso.

El carabinero intenta llevarse a Ernesto.

AMPARO: (Interponiéndose.) ¡No, eso no, papacito lindo! ¡Perdóna¬lo! Si no nos perdonas... si no consientes en nuestra unión... ¡mo¬riremos!...

ROBUSTIANA: Perdónalos, Procopio. En lo que solicitan, llevan la penitencia.

PROCOPIO: Pero ¿usted cuenta con algo?

ERNESTO: Sí, señor, cuento con... Bueno, le diré. Yo soy de familia rica y, aparte de esto, estoy ocupado en el ministerio. Luego me van a ascender, tengo personas influyentes que podrán conseguir¬me un puesto de importancia, con una renta apreciable, y nada nos faltará.
PROCOPIO: Vaya, vaya. Los perdonaré. ¡Qué hemos de hacerle! (Los abraza).

CARABINERO: ¿De manera que no hay ladrones ni hay nada?

ERNESTO: Sí, los hay. (Por Amparo.) Esta niña, que me ha robado el corazón.
PROCOPIO: (Refiriéndose a Robustiana.) Y esta mujer, que me roba la libertad.

CARABINERO: Bueno, dejarse de bromas, que no estoy para pláti¬cas. Yo voy a pasar el parte...

ROBUSTIANA: ¡No! ¡No! (A Procopio.) Pásale algo para que no se arme un escándalo. Es preciso que todos ignoren lo que ha ocurri¬do aquí.

PROCOPIO: (Al carabinero.) Tome, joven. (Le pasa dinero.) Para cigarros, y para un trago si a mano viene.

CARABINERO: Se agradece. Buen dar con las cosas que pasan.

ROBUSTIANA: Bueno. Adiós. Y mucho silencio.

PROCOPIO: (Dirigéndose a Robustiana.) Y ahora, hija mía, conven¬drás conmigo en que así no se puede vivir.

CONSUELO: Pasamos en constante zozobra.

ESPERANZA: En perpetua alarma.

AMPARO: Incendio, temblores, ladrones... Es un martirio estar encerrada. Volvamos a Santiago, mamá. Es decir, ya que estamos en él, volvamos “socialmente” por medio de los periódicos

CONSUELO: Claro.

ROBUSTIANA: Bueno. Ya está. ¡Qué ha de hacérsele! Acepto. (A Consuelo.) Escribe, hija mía. (Consuelo se sienta a la mesa, toma un block y se dispone a escribir. Dictándole): “Han regresado de Zapallar el eminente jurisconsulto don Procopio Rabadilla, su dis¬tinguida esposa doña Robustiana Jaramillo y sus encantadoras hijas Amparo, Consuelo y Esperanza”.