viernes, 27 de abril de 2012

LA ESTRELLA DE BOTAFOGO


Enrique Bunster

Eruditos historiadores han precisado cómo fue descubierto el futbolista más grande de todos los tiempos y países. El hecho aconte­ció en la favela das Mariposas Azules de Río de Janeiro, a la sombra del Corcovado. Tití, de diecisiete años y vendedor de periódicos, no había jugado nunca a la pelota hasta el instante en que un impulso misterioso lo hi­zo mezclarse con los muchachos que patea­ban entre nubes de polvo. Repararon en él cuando despidió el balón como un proyectil, de extremo a extremo del campo, con un impacto detonante de su pie descalzo. Inte­rrumpióse el juego y se quedaron contem­plando al mocito de físico esbelto y ojos in­quietos, que parecía el más sorprendido de todos.

- ¡Nadie puede cañonear así! -exclamó un chico de cuyos ojos saltaban lágrimas-. ¡Por Dios, Tití; rompiste la pelota!...

De esta manera se dio a conocer el ilustre moreno que hoy es un recuerdo legendario en el prodigioso Brasil.

Nadie, que sepamos, ha conquistado la gloria como él lo hizo: ¡con un puntapié! De golpe y porrazo pasó a ser el ídolo de la favela. En su primera presentación dominical apabulló al cuadro enemigo por cuenta abru­madora. A los pocos días fueron a buscarlo a su vivienda mísera para llevárselo como un diamante en bruto a las oficinas del Club Botafogo.

Al preguntarle su nombre supieron que no tenía apellidos. Le llamaban Tití por su agili­dad de animalito de la selva. Lo había recogi­do en Pelotas (Río Grande do Sul) una more­na caritativa; de ahí el otro apodo de Recolhido. Le dieron ropa y por primera vez calzó zapatos. También se preocuparon de nutrirlo, pues saltaba a la vista que estaba subalimentado...

Viéndolo expedirse en la cancha, dicen que dijo un experto: "¡Dios mío, qué va a salir de aquí!" Y al terminar la práctica, el entrenador lo besó en la frente, como consa­grándolo.

De inmediato formalizaron la contrata­ción; y entonces descubrieron que era anal­fabeto.

- Tendrás un profesor por cuenta nuestra -expresó el gerente comercial de Botafogo, señor Peixoto de Azevedo. No está de más que un futbolista sepa leer y escribir.

Firmó con una cruz y quedó ganando un sueldo equivalente al de un rector de univer­sidad.

El crack inaudito remontó hacia la fama con rapidez de centella. En cuarenta y ocho horas se esparció la buena nueva: !Ha aparecido el delantero del siglo! Y los místicos del balom­pié invadieron el estadio para presenciar su adiestramiento.

Cuando se anunció su debut, meses des­pués, ya era célebre, y el crítico de O Globo escribió: "Delante de Tití, el gran Pelé hubie­ra parecido un anciano gotoso. El nuevo mo­narca juega como en estado de trance y con sabiduría inexplicable".

La tarde de aquel histórico domingo llovía con exageración. De las nubes bombardea­das por los truenos caía un diluvio que rebo­taba por los barrancos de la jungla incrustada en la ciudad, anegaba las rúas de baldosas serpenteantes y lavaba los rascacielos ador­nados de azulejos y plantas paradisíacas. En el Estadio Maracaná, el más grande do mun­do, doscientas cincuenta mil personas sopor­taban el aguacero a la espera de o Messias do Futebol. Paró de llover cuando la escuadra de Botafogo salió por el túnel, y al aparecer el Recolhido brilló el sol como alegrándose de verlo...

¡Digno saludo de un astro a una estrella!

A los pocos minutos de iniciado el encuen­tro llegó Tití frente al arco de Flamengo y disparó un pelotazo espeluznante que trizó el travesaño y dejó al guardavallas Nilton Coutinho encogido de pavor. A los catorce minutos embistió de nuevo y pateó a boca de jarro: el bólido cortó la red y aturdió a un fotógrafo. El griterío de la concurrencia pare­ció sacudir el embudo de concreto de Mara­caná. Tití era el pateador más potente que hubiérase visto nunca... Pero era además inalcanzable, inatajable e inadivinable.

Co­rría con zancadas de orangután que hacían imposible prever en qué dirección daría el paso siguiente. Cambiaba instantáneamente de velocidad: de la carrera a la marcha y del tranco a la huida, dejando a sus perseguido­res con un palmo de narices. La muchedum­bre lo ovacionaba de pie, mientras el locutor más veloz del idioma relataba:

-Tití toma la pelota/burla a Olinto y pasa a Bubú/recibe otra vez de Bubú/arranca/burla a Faleiro/engaña a Nono/lo mismo a Lalá/Tití avanzando/el público delirante/Cerveza Brahma refresca al Brasil/Tití corriendo con sus brincos de mono y sus gestos raros/con­fusión en Flamengo/locura en tribunas y ga-lerías/suspenso/Tití en el área enemiga/Nil-ton, paralizado/Tití va a patear/va a patear/

¡no lo hace y entra al arco cosa increíble entra al arco arreando la pelota gooooooool gooooooool de Tití sin patear señoras y seño­res gooooooool sin patear entró este hombre en el pórtico de Nilton como Pedro por su casa séptimo gol consecutivo de Tití a los ocho minutos del segundo tiempo Botafogo nueve Flamengo dos tormenta de gritos y risas saludando esta masacre de goles aquí en el Estadio Maracaná!...

Así transcurrió esa jornada memorable. Al sonar el pitazo final volaron sombreros, dia­rios y abanicos. Y al vaciarse el mar humano por las portadas del estadio, cantando y bai­lando el samba, un carnaval espontáneo se armó en las calles de la ciudad más alegre del mundo.

El país experimentó una sensación de for­talecimiento. Era la confianza de que el Brasil podría tremolar invicta su bandera verde, pa­recida a una cancha, con un balón al centro. Se sentía a la patria defendida.

Por eso el nuevo solista del césped con­quistó el amor de decenas de millones de almas. De un día para otro se encontró con­vertido en una especie de imagen de devo­ción. Su retrato en camiseta cubría los quios­cos de revistas y adornaba los escaparates; luego decoró las paredes de los dormitorios infantiles e invadió las casinhas aglomeradas sobre los precipicios.

Si se hubiera podido hacer un registro electrónico, habríase visto que su nombre era pronunciado millares de veces por segundo. Discutían sobre él en las esquinas, en los bares y cafés, en los baños turcos, en los pasillos de la Bolsa, en Copacabana, en las letrinas y en los salones. Rotati­vos y semanarios dedicábanle columnas y pá­ginas: homenaje permanente que el cam­peón absorbía a tropezones con su corto co­nocimiento del silabario.

Lo enfocaban las cámaras de televisión:
- ¿Por qué juega fútbol?
- Porque soy jugador de fútbol. (Risas en el auditorio, y aplausos.)
- ¿Se considera un futbolista intuitivo o cerebral?
- Goleo con la cabeza igual que con los pies. (Salva de risas y de aplausos.)
- La crítica ha afirmado que el boceto de su juego es impresionista, con influencia de Ne­ne; ¿pero no le parece que su ejecución es abstracta?
- Eso se verá en Sao Paulo, donde espero defender los colores de mi cuadro. (Carcaja­das y gritos: ¡Genial! ¡Genial!.)

Vestía deslumbrantes ternos de seda, y se fue adornando con prendedores y colleras de oro, flor en el ojal y monóculo de fantasía a la portuguesa. A la puerta de su departa­mento de la rúa Lord Cochrane se estaciona­ban los admiradores para pedirle autógrafos y estrecharle la mano. Dondequiera que fue­se lo seguía una escolta de curiosos y niños fascinados. Nadie hace caso de nadie en las calles de Río, donde lo usual es ver pasar a lumbreras del mundo en traje de baño; pero al entrever a Tití la gente corría en su persecu­ción para mirarlo de cerca. Encandilado por la visión del ídolo, un chofer entró con su Camión en una peluquería de señoras.

Viajando con Botafogo por los estados, sembró a su paso la euforia de las masas y los alaridos de los locutores. En Sao Paulo hizo rugir al estadio marcando un gol con el estó­mago. En Belo Horizonte, un místico que no consiguió entrada sacó su revólver y asesinó al boletero: En Recife hizo ganar a su escua­dra por 10 a 1. En Bahía, una poetisa morena le llamó en una oda: "Mariposa azul de las canchas, razón de ser de las hojas de laurel, abanderado de la gloria, luz de las favelas, campana de los domingos, recompensa de los niños buenos".

Su celebridad trascendió hasta Londres y un ejecutivo de Arsenal Incorporated voló dispuesto a comprarlo para el equipo cam­peón de las Islas Británicas. AI llegar este financiero al aeropuerto de Galeáo, una tur­ba de mocetones lo recibió con feroz silbati­na. Sir T.Crookes sonrió encantado creyendo que era una manifestación de bienvenida, y sólo salió del error cuando un huevo de aves­truz hizo impacto en su noble faz.

Pero Inglaterra ofrecía más de cuanto paga­ra nunca por un deportista o por un pursang, y las agencias informativas comunicaron que Tití iba a ser transferido.

Sólo esto esperaba el pueblo para echarse a la calle a protestar. Una columna de cinco mil hombres y mujeres desfiló vociferando, mientras que otra poblada rodeaba la casa del cónsul inglés para darle una serenata con música de palanganas y tarros parafineros.

Estos desórdenes cesaron cuando se supo que el Gobierno de Brasilia había mandado suspender las negociaciones. Don Theophilo Peixoto de Azevedo se trasladó a la capital, y en o Palacio da Alvorada tuvo lugar este diálo­go tajante:
- Hemos tomado el acuerdo de prohibir que Tití sea exportado.
- Señor Ministro, la oferta es de trescien­tas mil libras por tres años de contrato...
- No podemos, señor Peixoto, privar al pueblo de su deportista más inspirado. De hacerlo, la impopularidad caería sobre el Go­bierno... en vísperas de elecciones.
- Pero Tití va a ser lesionado en sus intere­ses...
- El jugador no será lesionado, porque el Estado arbitrará medidas compensatorias en el área esterlina. Y a propósito, ¿cuándo vere­mos a Botafogo jugando en Brasilia?...

Nuevamente las multitudes se desborda­ron, pero esta vez en un delirio de alegría. El centro de Río presenció un carnaval pequenino que paralizó el tránsito y obligó a cerrar las oficinas.

Desfilaron las escuelas de samba con su murgas estrepitosas, dos mil futbolis­tas en tenida de cancha, la Academia de Locu­tores de la Universidad y millares de místicos portando banderitas y bailando.

Dos semanas después se celebraron las elecciones generales del Parlamento y las candidaturas gobiernistas triunfaron por abrumadora mayoría.

Sus biógrafos están de acuerdo en que fue entonces cuando Tití tomó el camino de la leyenda. Nadando en libras esterlinas, adqui­rió una mansión a los pies del Pan de Azúcar, a orillas de la ensenada donde descansan los veleros del placer de los magnates. A esta residencia de sueño se llevó a vivir a la more­na que lo recogió en un portal de Río Grande do Sul. Llevóse también a un secretario que contestaba las cartas de los inventores, sa­blistas y niñas casaderas; a un guardaespal­das y al profesor encargado de alfabetizarlo.

Cuando quiso comprar un automóvil, la fá­brica se lo obsequió. Era el vendedor más eficiente y mejor remunerado: recibía sumas increíbles por declarar: "Para mí, cerveza Brahma". El cura de su parroquia le confió el cepillo en la misa de moda: el cepillero de monóculo recogía el dinero en un canasto. De igual modo se agotaban las entradas para el stríp-tease si anunciaban que Tití desabro­charía el portaligas de Miss Pernambuco.

De pronto, la sugestión colectiva comenzó a dar sus frutos de floresta tropical. Un perio­dista, hasta entonces inofensivo, publicó lo siguiente: "Tití ha entrado en los dominios de la armonía pura. Su actuación de anoche pudo haber sido una sonata para piano y pe­lota".

Cierto es también que había hecho filigra­nas y culminó marcando un gol con el trase­ro.

Pero esto no era más que el comienzo. Todo el país oyó hablar del prodigio acaecido en el barrio de Leblón. Un niño que se moría de enfermedad misteriosa balbuceó en su delirio que quería ver a Tití. El enloquecido padre salio a la carrera y una hora después Tití estaba sentado al borde del lecho. El niño miró al dios humano con sus ojos vidriosos de fiebre, y cuando éste tomó sus manos y le sonrió, el pequeño moribundo le devolvió la sonrisa y le dijo:
- Recolhido, ¿harás otro gol con o traseiro?
- Por cierto que sí, y tú lo verás, y el arbitro se tragará el pito de risa.

El enfermito se durmió sonriendo, y tres días después jugaba en el jardín de su casa...

A raíz de este episodio conmovedor e inex­plicable, un pubÍicitario visitó a Tití para ofre­cerle un millón de cruzeiros por acompañar a cierto político en su gira por el estado. La entrevista tuvo lugar a la sombra del toldo de la terraza, mirando hacia la bahía poblada de velas.
- ¿Y para qué tengo que ir con el político?
- Para atraerle gente. Es candidato a una elección de senador.
- ¿Y qué tengo que hacer?
- Nada; bastará con que anunciemos que usted va en la comitiva...

Esperó al público en el muelle del ferryboat. Iban a Niteroi, cuyos rascacielos se api­ñan al otro lado de la rada de Guanabara. Al entrar en el puerto, divisaron un lienzo de bienvenida con este rótulo: RECOLHIDO. Llamó la atención de los pasajeros la enorme cantidad de enfermos, ciegos y paralíticos en sillas de ruedas que esperaban en el embar­cadero.

Trepándose a la tribuna, el estadista excla­mó:
- ¡Electores de Niteroi...!
- ¡Tití! ¡Tití! -gritó la multitud.
- ¡Amigos míos de Niteroi, leales amigos de vuestro leal candidato!
- ¡Tití, devuélveme la vista!
- ¡Tití, tú que sanas a los moribundos, cura a un paralítico!

Espantado de lo que oía, el delantero retro­cedió, y viendo cómo la gente empezaba a rodearlo, emprendió la huida a lo largo del muelle.

- ¡Tití, haz que yo pueda volver a caminar! -gritaba un hombre que corría persiguiéndo­lo.

Sin hallar hacia dónde huir, el fugitivo se lanzó al mar y nadó hasta abordar un ferry que salía para Río. Su última visión de Niteroi fue la del ex inválido que brincaba arrojando las muletas al agua...

Esta experiencia de pesadilla atacó los ner­vios del goleador. A llegar a casa sufrió una crisis histérica y sus servidores tuvieron tra­bajo para calmarlo.

Pero las cosas empeoraron por la noche cuando la radio informó que Tití había reali­zado su segunda curación maravillosa.

- ¡No he curado a nadie! -gritó parándose de la mesa-. ¡Lo que falta es que se me venga todo el mundo encima!

Dicho y hecho. A las diez los fotógrafos y reporteros pechaban a la puerta de la man­sión. El aterrorizado futbolista pasó la noche sin pegar los ojos, y así lo sorprendió la alga­rabía de los papagayos que anunciaban el amanecer en la espesura del Pan de Azúcar.

Con el desayuno le llevaron los diarios ma­tutinos..., y ahí estaba la información sensa­cional en primera plana. El bien informado redactor decía: "En el curso de una visita a Petrópolis, nuestro cañonero accedió a ejer­citar sus dotes pasmosas curando a un polio-mielítico con sólo tocar sus rodillas. A raíz de este milagro, centenares de infelices gestio­naban anoche su traslado a Río en busca de mejoría".        

- ¡Milagros! -gritó Tití saltando fuera del lecho-. ¡Esto no puede ser!

Corrió escaleras abajo llenando la casa con sus voces : ¡Pongan llave a las puertas! ¡Agripinha, baja las persianas! ¡ Napoleáo, llama a la poli­cía!...

Dos horas después la residencia estaba ro­deada por un cordón de guardianes que mantenían a raya a una turba de curiosos. Abriéndose camino a bocinazos llegó Don Theophilo Peixoto de Azevedo, el que entró por la puerta de servicio después de dar el santo y seña convenido: "Ortem e Progresso!"

- ¡ Me tienen sitiado! exclamó Tití al verlo precipitarse en el living. Necesito que me lleven a un refugio secreto.

- No será fácil, meu filho: hay afuera una bandada de cacatúas de la prensa. Si te disfra­zaras de no sé qué, trataría de raptarte no sé adónde.                      


Vistieron al crack con una falda, blusa y pañolón de Agripinha, llenaron rápidamente una maleta y consiguieron escapar despistan­do a los perseguidores.

Cuando tuvo al fugado en su escondite, a cuarenta kilómetros de la ciudad, el señor Peixoto de Azevedo comentó:

- Ahora que estamos solos, ¿cómo haces eso?
- ¿Qué cosa?
- Los milagros...
- ¡Por Cristo, yo no hago milagros!
- Pero es que ya van dos...
- ¡Se mejoran solos!... ¡Esto es espantoso!

Estaban en un bungalow en medio de esa selva caliente, más extensa que Europa, don­de proliferan mosquitos, serpientes, caníba­les y rascacielos de Lecorbusier. El cañonero disfrazado de mucama paseaba por la veran­da como un tigre por su jaula.

- ¿Y dónde estamos, a todo esto? — En la garconniére de campo del Jefe de Policía. Socio de Botafogo, ejem.

- Yo de aquí no me muevo hasta que me aseguren que van a dejarme tranquilo.

- Tienes que volver para el partido con los congoleños...
- Iré cuando me den garantías; de lo con­trario tendrán que buscar un sustituto.

- ¡ Un sustituto de Tití! -rió Don Theophi­lo a grandes voces-. ¿Es que puede haber un nuevo Tití, un nuevo Amazonas, un nuevo Mato Grosso?... Cálmate; te dejo por un par de días; cuando vuelvas a Río no precisarás la pollera de Agripinha.

Fueron dos días deliciosos tendido en la hamaca, bajo el mosquitero, contemplando el furor vegetal de la jungla y asistiendo al carnaval nocturno de grillos y luciérnagas.

En la ciudad habíase desatado el sensacio-nalismo parlante e impreso. Pero la fuga de Recolhido hacía menos ruido que sus cura­ciones portentosas. En el intento de apelar a la cordura del público, el señor Peixoto de Azevedo organizó un foro en la TV; y éste es su texto conservado en cinta magnética:

animador.-Vamos a entrevistar a personas capacitadas para arrojar luz sobre el caso Tití. He dicho "arrojar luz", y por eso se ha ilumi­nado este auditorio con ampolletas de Westinghouse Brasileira Sociedad Anónima. Te­nemos aquí al niño Getulio Barroso, desahu­ciado y vuelto a la vida. Tenemos al señor Juscelino Menezes, paralítico que ahora baila el samba. Está también el célebre sicoanalista doctor Bastos; y nos honramos en presentar al Asesor Eclesiástico, Monseñor Joáo Go­mes. Comenzaremos por nuestro amiguito Getulio. Ponte de pie, monín... Bueno, si prefieres, quédate sentado. Dinos, crianza, lo que recuerdas de cuando Tití fue a verte a tu lecho de enfermo.

getulio.- No fue a verme. Yo soñé con Tití, pero no lo veía bien, como si hubiera poca luz.

animador.- Ah, vamos; no tendrían ampo­lletas Westinghouse.

getulio.- Sí, eran Westinghouse.

animador.- Ejem, siendo de Westinghou­se Brasileira tenían que ser buenas.

getulio.- No, no son buenas. Pestañean y se queman.

animador.-Bien, ejem; prosigamos. ¿Qué puede decirnos el papá del simpático Getulio?                      

sr. barroso.- Tití estuvo en casa. Yo fui a buscarlo. A raíz de su visita empezó a bajar la fiebre. Supongo que mi hijo confunde a cau­sa del delirio.
doctor bastos.- Así es en efecto.

animador.- Queda en claro que la presen­cia de Tití produjo la mejoría... Veamos el otro caso, el de Juscelino Menezes.

getulio.- ¿Puedo irme?

animador.- Sí, sí, por favor. Cuéntenos, Juscelino, su curación en Niteroi.

juscelino.- No sé hablar..., soy un pobre analfabeto.

animador.- No se preocupe: la mitad de la población del país es analfabeta. Primero los estadios, después los estudios. ¿Por qué fue a recibir a Tití?

juscelino.- Porque decían que había resu-citado a un niño. Me puse tan dichoso cuan­do lo vi, que salí corriendo, y él se asustó y se tiró al agua.

animador.- ¿Él no lo tocó? ¿No le habló?

juscelino.- ¿No le estoy diciendo que apre­tó a correr?

animador.- Entonces ha sido la fe la que obró el milagro...

juscelino.- Yo no profeso religión.

animador.- ¿No cree en Dios?

juscelino.- No. Soy del Noreste.

animador.- Bien. Tenemos aquí un hom­bre que no admite los milagros... Segura­mente ustedes querrán saber qué opina al respecto Monseñor Gomes. Monseñor, ten­ga la bondad.

getulio.- ¡Hola! Volví. Fui al urinario.

animador.- Monseñor: los telespectado­res esperan conocer la opinión eclesiástica sobre el caso de Juscelino Menezes, a quien una curación calificada de milagrosa no ha bastado para moverlo a la fe.

monseñor gomes.- ¿Quién la calificó de milagrosa?

animador.-Bueno..., el pueblo, la gente...

monseñor gomes.- ¡Y el animador de la televisión!... Bien: Si desea saberlo, mi opi­nión particular es que estamos ante una per­sona dotada de excepcional cordura y buen juicio, y esa persona es Juscelino Menezes. Este analfabeto, de cuya ignorancia somos todos culpables, ha dado una lección a nues­tros periodistas superficiales y a nuestro pú­blico atacado de infantilismo. (Aplausos.) Juscelino permanece ateo porque instintiva­mente sabe que no hubo milagro. Parece mentira que tenga yo que explicar que su curación no reúne ni una sola de las condi­ciones del hecho milagroso. Tití no es un santo, no tuvo relación mental con el enfermo, no lo conocía, no le dirigió la palabra, no lo tocó, no lo vio hasta después de estar cura­do... ¡La verdad es, queridos hermanos, que Juscelino demuestra mayor discernimiento que muchos creyentes que leen y que escri­ben! (Gritos de adhesión y ardorosos aplau­sos.)

sr. barroso.-¿Por qué el paralítico tiró las muletas y corrió?

doctor bastos.- Se trata de un fenómeno de sugestión o de histeria, producido por el tremendo deseo de mejorarse y por la fanáti­ca admiración que despierta el futbolista.

animador.- ¿Qué habría pasado si Tití hu­biera permanecido delante de los tullidos y sordomudos que había en el muelle?

doctor bastos.- Probablemente algunos de ellos habrían recobrado la salud; o tal vez no…

monseñor gomes.- Es tranquilizador que estos hechos se reduzcan a sus justas propor­ciones. Quisiéramos hacer desde aquí un lla­mado...

animador.-Agradezco a ustedes, en nom­bre de ampolletas Westinghouse  Brasileira...

monseñor.-... un llamado a la conciencia pública...

animador.-... y ponemos fin a este repor­taje de cinco minutos improrrogables auspi­ciados por Westinghouse Brasileira Sociedad Anónima por Acciones...

De esta manera las cosas fueron puestas en su lugar. Pero sucede que la mayoría no ve televisión, y por otro lado, los enfermos no renunciaban a su anhelo de mejoría. Al regre­sar Tití de la selva, encontró su casa como la había dejado: cercada por los guardianes y rodeada de un piño de suplicantes. Al bajar del automóvil, un mudo le gritó:

- ¡R-r-recolhido! Y la multitud aulló:

- ¡ ¡Milagroooo!!...

A partir de entonces la vida fue para Tití una prueba harto difícil de sobrellevar. No pudiendo huir de nuevo, pues ya habían lle­gado los congoleños (tres aviones con juga­dores, corresponsales y místicos), se tuvo que resignar a recluirse en su domicilio, del cual sólo salía para trasladarse al campo de entrenamiento. Sus entradas y salidas daban lugar a tumultos comparables a los que  se producían en las puertas del estadio.

Desesperado, declaró en conferencia de prensa que jugaría por última vez para emi­grar o retirarse a un refugio inaccesible. Na­die le creyó, pero, ¡ay!, estaba próximo el broche final de su brevísima carrera.

El encuentro con los gigantes del Congo había despertado una expectación nunca vis­ta. Cien mil personas quedaron sin entrada, lo que hizo pensar en la necesidad de cons­truir un estadio aún más grande que el de Maracaná. Veinte mil espectadores de gale­rías pasaron la jornada en sus asientos, bajo el sol abrasador, y centenares se introduje­ron con artimañas, con entradas falsas o a puñetazos. Dos niños perecieron en el rau­dal humano y hubo decenas de casos de inso­lación y centenares de robos de billeteras.

Un helicóptero recogió a Tití del jardín de su casa (bloqueada por la muchedumbre) y lo trasladó volando sobre la ciudad acribillada de luces, de parpadeos rojos y verdes y de convoyes de faros que se perseguían a lo largo de las avenidas, caracoleaban por los cerros y desaparecían y reaparecían por las bocas de los túneles.

En medio de esa vorágine lumínica, el coli­seo inmenso semejaba una caldera con la humareda de los cigarros concentrada bajo los haces de los reflectores.

Flameaban las banderas futbolizantes y relucía la malla de acero que protege la vida de los arbitros. El helicóptero descendió con lentitud y se detu­vo a unos metros del suelo; y cuando Botafo­go hacía su entrada a la cancha, a Maravilha do Mundo se descolgó con agilidad por una escala de cuerdas. El gentío compacto se pu­so de pie, batiendo palmas y voceando, a tiempo que racimos de globos y bandadas de papagayos se largaban al aire por las escoti­llas de acceso. A la recepción apoteósica si­guió el aplauso tibio que saludó a los invictos del Congo, gigantones de pies descomuna­les y camisetas rojas que obsequiaron bande­rines pero no sonrisas...

Tarea difícil resumir un partido que cierto diario de Río llamó Jutlandia do céspede.

Desde las primeras evoluciones de las es­cuadras, se echó de ver la aviesa estrategia de los cañoneros africanos. Bebé y Pipo rodaron lesionados, efecto de colisiones intenciona­les, y aprovechando esta ventaja el enemigo batió dos veces consecutivas el arco de Botafogo. Entretanto, un hombre vigilaba al peli­groso Tití, siguiéndolo de cerca sin quitarle de encima su mirada oblicua. Tan pronto el crack arrancó con la pelota entre los pies, este sujeto y dos o tres dé sus conmilitones lanzáronse a interceptarlo; y uno de ellos lo atropello con propósito inequívoco. Tití rodó lejos, y de la violenta caída se levantó dando señales de fuertes dolores. Dio unos pasos, tambaleante, y volvió a caer. La concurrencia saltó de sus asientos -¡un cuarto de millón de almas!-y un clamor indescriptible se ele­vó dentro de ese valle de cemento. Arrojaron botellas y cocos sobre el infractor y sobre el árbitro argentino, que no atinó a censurar la falta.

Con tres de sus hombres arrastrándose por el campo, el disminuido Botafogo movía a lástima en sus desesperados esfuerzos por no dejarse arrollar... Y así terminó la primera etapa de la batalla: Congo 5 — Botafogo 0.

Durante los angustiosos minutos del inter­valo, expertos masajistas trabajaron con ar­dor para ayudar a recuperarse al ídolo desca­labrado, mientras el entrenador enfurecido le daba a beber aguardiente con pólvora. El público guardaba silencio, como si estuviese entregado a la oración; en el gabinete de transmisiones un comentarista llamaba a los africanos "rinocerontes", y al referí, "moni­gote".

Una ovación hizo revivir al estadio cuando Recolhido reapareció andando con ademán de resolución sombría. ¡Ahora verán!, pare­cía decir con su boca apretada...

Sonó el pito y fue como si se desatara una fuerza de la naturaleza. Tití se apoderó de la pelota, corrió con sus zancadas de orangu­tán, ayudado por la mirada de quinientos mil ojos que parecían llevarlo en vilo, y desde veinte pasos "hizo fuego" contra la valla ene­miga. El goalkeeper no tuvo tiempo de pen­sar.                             

- ¡Gooooooooool!! -gritó el Brasil ente­ro.

Uno de los locutores radiales dio comien­zo al alarido más largo que se ha escuchado jamás. En el mismo instante, un cañonazo retumbó del lado de Guanabara. Era la salva de un destructor, disparada en señal de júbi­lo patriótico. Su estampido rebotó en la mole del Pan de Azúcar, en la Mesa del Emperador y en el enhiesto Corcovado donde resplan­decía el Redentor; y siguió multiplicándose en el caos de islas y montañas, como si la flota nacional hubiese entrado en acción. Cuando esos ecos se extinguieron, el alarido del locu­tor continuaba. Parecía que duraría toda la noche. De pronto el artista puso los ojos blancos, giró sobre sí mismo y cayó muerto como un héroe, sin soltar el micrófono.

A partir de entonces la Mariposa Azul de las Canchas revoloteó libando el néctar de las ovaciones. Al minuto siguiente llegó otra vez ante el arco africano y desde dos metros tiró un pelotazo homicida. El guardavallas atajó (por simple casualidad), pero fue a dar al fondo de la red con las manos quebradas y la pelota reventada. A los siete minutos, nueva patada horrísona a una nueva pelota contra el nuevo arquero Moshomba. A los catorce mi­nutos el marcador señalaba el empate y el estadio se volvió un manicomio de gritos, brincos y cosas lanzadas al aire.

Viendo perfilarse la derrota, los congole­ños repitieron la táctica del palitroque, dejando a Pipo y Catete contusos. Una ba­tahola de trompones y puntapiés fue la con­secuencia, y el arbitro no halló nada mejor que expulsar a dos de los jugadores brasile­ños... Patriotas iracundos destruyeron sec­ciones de la malla salvavidas y un coco dio bote en la coronilla del señor Juan Carlos Leguizamón.           

En el tiempo que tardaron Catete y Pipo en reponerse, los arteros africanos batieron otras dos veces la valla de Botafogo. Tormen­tosas rechiflas condenaron esta ventaja in­mérita. Pero la Razón de Ser de las Hojas de Laurel iba ganando en inspiración por mo­mentos y sus divinas jugadas quitaron toda esperanza al, congoleño. Coqueteaba sobre el césped como el lápiz del caricaturista so­bre el papel. La pelota era un colibrí entre sus pies cuando algún iluso intentaba arre­batársela; era una pluma en la borrasca cuando corría con ella burlando intercepto­res; y era una bala de cañón cuando la dispa­raba al arco.

Cosa nunca vista: sus propios contrincan­tes se iban convirtiendo en espectadores. Lo seguían con mirada hechizada, y uno de ellos aplaudió-todo el estadio fue testigo cuando a raíz de una caída la Campana de los Domin­gos marcó el décimo gol desde el suelo.

-¡¡¡Desde el suelo, como lo oyen!!! -au­lló el locutor que sustituía al que había falleci­do-. ¡¡Cayó, retuvo al balón entre los boti­nes, y con patada insospechada derrotó al desprevenido Moshomba!! ¡¡Faltando siete minutos para finalizar el partido, el hombre de Pelotas ha producido el gol más inaudito de la Historia!!...

Todo lo anterior había quedado en la som­bra; por eso aplaudió el africano Lolombo y sus coterráneos mostraron los colmillos en muecas parecidas a sonrisas.

¿Qué más podía verse esa noche? La mu­chedumbre afónica y sudorosa empezó a moverse en demanda de los pasillos, y enton­ces apareció el helicóptero que venía a reco­ger al Abanderado de la Gloria. ¡A llevárselo por el aire, por su nuevo camino: el cielo!

- Descendí hasta unos noventa pies -dijo más tarde el piloto al declarar en el sumario policial-, y me quedé observando el juego que estaba por terminar. Es muy curioso visto desde arriba. Los jugadores parecen pigmeos aplastados contra el suelo y la pelota es laque juega con los hombres... De repente el nº 10 de Botafogo (todos saben que hablo de Tití) corrió a lo largo de la cancha, que semejaba el tapete verde de una mesa de billar, llevan­do entre los pies la bola blanca. Después de eludir a dos o tres individuos, la Luz de las Favelas se encontró ante una compuerta de zagueros y medio zagueros a través de la cual no podía filtrarse. Pero un poco aparte de este grupo, y cerca del pórtico africano, vio al arbitro. Con la rapidez del relámpago calculó y pateó contra el señor Leguizamón. El balón rozó matemáticamente el cuerpo del referí, y cambiando de dirección entró en la valla co­mo una pedrada. Era el primer gol consegui­do en el mundo utilizando al arbitrador. En ese instante terminó el match y se produjo el tumulto. Mientras el estadio enloquecía, los congoleños corrieron a rodear a la Recom­pensa de los Niños Buenos, como también le llamará la posteridad. El fabuloso jugador pa­reció sucumbir entre los rojos uniformes de los gigantes. Divisé su camiseta cuando entre varios se la arrancaban como una reliquia.

Coincidió esto con el derrumbe de la malla de seguridad y la avalancha de místicos con banderitas congoleñas que invadió el campo en medio del griterío selvático. Nada más distinguí de esa escena incongruente hasta que acudió la policía...

¡La policía! Demasiado tarde para advertir a Moshomba y sus piadosos paisanos que lo que estaban haciendo no era costumbre en el país, salvo, naturalmente, en el interior, en los misteriosos territorios de la Amazonia, donde todavía practican las tribus el rito de devorar al enemigo ilustre para posesionarse de sus virtudes de valor e inteligencia con el objeto de elevar el espíritu hacia altas metas de perfección.




jueves, 19 de abril de 2012

Análisis de lecturas recomendadas


Isabel Allende: “Nunca ha habido más esclavos en el mundo que ahora”

En su nueva novela, La isla bajo el mar, Isabel Allende sumerge  de lleno al lector en el drama de la esclavitud, un problema que, en contra de lo que podría pensarse, “no está anticuado” porque, dice la escritora chilena, “nunca ha habido más esclavos en el mundo que ahora”. “Hay 27 millones de personas que actualmente viven en la esclavitud, gente que es retenida contra su voluntad y obligada a trabajar sin remuneración, sobre todo en el sudeste asiático”, recordó hoy Allende en una entrevista poco antes de presentar su nueva novela, publicada por Plaza &Janés en todos los países hispanohablantes.

En poco más de dos semanas, esta novela protagonizada por una mulata que a los nueve años es vendida como esclava al dueño de una importante plantación de azúcar en el Santo Domingo de finales del siglo XVIII, está ya en la lista de los libros más vendidos hasta el punto de que se ha aumentado la tirada inicial de 150.000 ejemplares hasta los 300.000.

En la colonia francesa “había medio millón de esclavos, y era más barato explotarlos a muerte durante cuatro o cinco años que cuidarlos”, afirma la autora de habla hispana con más lectores en el mundo. Ha vendido 51 millones de ejemplares de sus novelas y su obra está traducida a una treintena de idiomas.

La rebelión de los esclavos que hubo en lo que luego se convertiría en Haití “fue la única revuelta de esclavos que triunfó en la historia”, indicó. Costó muchas muertes y no solo entre los negros. “Fue atroz —rememoró— incluso para el ejército de Napoleón. El emperador que había puesto a Europa de rodillas, mandó a Saint-Domingue 30.000 hombres que fueron vencidos por la enfermedad, el clima y las luchas de las tropas africanas”.

I. L ectura
1. ¿En qué contexto se desarrolla la novela de Allende?
2. ¿Qué visión de mundo implica la esclavitud? Justifica.
3. ¿Crees que la esclavitud es válida?

II. Escritura
1. Imagina que la situación anterior ocurre en nuestro país. Infiere las condiciones en las que se encuentran los esclavos, ¿te parece adecuado? Según tu postura, escribe un discurso público en el que la manifiestes.

III. Comunicación oral
1. Imagina que eres víctima de esclavitud, pero eres a la vez el o la líder del movimiento de liberación de tu comunidad. Están a punto de rebelarse y es el momento de darle ánimos al resto. Crea la arenga y pronúnciala frente al curso. Decidan luego quién resultó más convincente.

Un mundo sin Google
Por Jorge Baradit

Los Angeles, 11 de septiembre de 2009 (AP): Las últimas informaciones confirman lo que ya todos saben: Gmail y la red de servicios de Google se encuentran caídos desde hace más de dos horas. La empresa no ha emitido declaraciones pero se sabe de al menos dos emergencias médicas cardíacas y un sinnúmero de ataques de pánico en las oficinas de Google alrededor del mundo, incluso el rumor insistente, surgido a partir de la declaración de testigos, que dicen haber visto saltar desde una ventana del octavo piso de las oficinas de Albuquerque, a un alto ejecutivo de la compañía.

“Lo voy a plantear de esta manera”, señaló un experto en redes sociales, “cuando el Titanic sufrió su accidente, nadie dejó de hacer lo que estaba haciendo: siguieron cenando, escuchando música o conversando junto a la chimenea. Los eventos siguieron una lenta curva descendente pero con aceleración continua hacia el desastre”. “Señores”, levantó la voz, “hemos chocado con un iceberg, sigan con su vida normal, hasta cuando puedan”.

En Chile, los informativos de prensa hablan de preocupación excesiva, de la necesidad de no prestar atención a quienes buscan cámara haciendo declaraciones apocalípticas. De hecho, las personas ya comienzan instintivamente a buscar nuevas vías para mantenerse en contacto: usan Twitter... hasta que se dan cuenta de que no todo el mundo tiene una cuenta y las instrucciones para ordenar un movimiento bancario no caben
en 140 caracteres. Usan Facebook, hasta que descubren lo difícil que es cerrarle el acceso a 500 “amigos” a la información confidencial que están intentando enviarle a ese cliente tan importante. Recurren a los servicios de correo antiguos, como Hotmail o Yahoo para despachar archivos adjuntos, pero se dan cuenta de que hace muchos años dejaron de escribir en papel las direcciones de sus contactos y miles de email addresses se esfumaron en el aire cuando Google sufrió ese único y repentino colapso, que lo hizo retorcerse sobre sí mismo y apagarse en un grito en código binario, verdoso, áspero, mientras caía por el barranco de la Internet.

De pronto millones de voces quedaron mudas, incapaces de hablar, gritando desde cuatro paredes, amarradas de pies y manos. Solos con su humanidad de corto alcance y capacidades reducidas, uno al lado de otro en barrios y edificios, aislados del resto en sus cajas personales limitadas. Lisiados digitales.

Los datos iniciales son confusos, en medios independientes comienza a hablarse de un posible e-11S, es decir: un ejército de hackers fanáticos religiosos inundando la web con proclamas y exigencias, pesadilla que pone los pelos de punta al servicio secreto. Quizá Google no fue bajado, quizá fue secuestrado. Un hijack de la nueva era. O peor: un suicidio digital. Al mediodía del 11 de septiembre, Gmail regresa, pero en blanco, sin ningún correo, ninguna dirección y ningún servicio. Te mira en silencio desde la pantalla, no acepta tus intentos de enviar un correo, se aleja, sientes que te mira con desconfianza. Desaparece a las dos horas llevándose gran parte de la información de cada disco duro […].

1.  ¿Por qué creen que el texto está organizado como una noticia?, ¿qué efecto se busca causar en el receptor?
2.   ¿Por qué creen que, en el último párrafo, se caracteriza a Google con un comportamiento humano?
3.   ¿Qué sentido puede tener la expresión “lisiados digitales”?
4.   ¿Cuál es la visión del autor sobre las relaciones entre la tecnología y el sujeto contemporáneo? Fundamenten su respuesta.

domingo, 15 de abril de 2012

La increíble y triste historia de la cándida Erendira y de su abuela desalmada

Eréndira estaba bañando a la abuela cuando empezó el viento de su desgracia. La enorme mansión de argamasa lunar, extraviada en la soledad del desierto, se estremeció hasta los estribos con la primera embestida. Pero Eréndira y la abuela estaban hechas a los riesgos de aquella naturaleza desatinada, y apenas si notaron el calibre del viento en el baño adornado de pavorreales repetidos y mosaicos pueriles de ter­nas romanas.

La abuela, desnuda y grande, parecía una hermosa ballena blanca en la alberca de mármol. La nieta había cumplido apenas los catorce años, y era lánguida y de huesos tiernos, y demasiado mansa para su edad. Con una parsimonia que tenía algo de rigor sagrado, le hacía abluciones a la abuela con un agua en la que había hervido plantas depurativas y hojas de buen olor, y éstas se  quedaban pegadas en las espaldas suculentas, en los cabellos metálicos y sueltos, en el hombro potente tatuado sin piedad con un escarnio de marineros.

—Anoche soñé que estaba esperando una carta —dijo la abuela.

Eréndira, que nunca hablaba si no era por moti­vos ineludibles, preguntó:

—¿ Qué día era en el sueño ? —Jueves.
—Entonces era una carta con malas noticias —dijo Eréndira—pero no llegará nunca.

Cuando acabó de bañarla, llevó a la abuela a su dormitorio. Era tan gorda que sólo podía caminar apoyada en el hombro de la nieta, o con un báculo que parecía de obispo, pero aun en sus diligencias más difíciles se notaba el dominio de una grandeza anticuada. En la alcoba compuesta con un criterio excesivo y un poco demente, como toda la casa. Eréndira necesitó dos horas más para arreglar a la abuela. Le desenredó el cabello hebra por hebra, se lo perfumó y se lo peinó, le puso un vestido de flores ecuatoriales, le empolvó la cara con harina de talco, le pintó los labios con carmín, las mejillas con colo­rete, los párpados con almizcle y las uñas con esmal­te de nácar, y cuando la tuvo emperifollada como una muñeca más grande que el tamaño humano la llevó a un jardín artificial de flores sofocantes como las del vestido, la sentó en una poltrona que tenía el fundamento y la alcurnia de un trono, y la dejó escu­chando los discos fugaces del gramófono de bocina.

Mientras la abuela navegaba por las ciénagas del pasado, Eréndira se ocupó de barrer la casa, que era oscura y abigarrada, con muebles frenéticos y esta­tuas de cesares inventados, y arañas de lágrimas y án­geles de alabastro, y un piano con barniz de oro, v numerosos relojes de formas y medidas imprevisi­bles. Tenía en el patio una cisterna para almacenar durante muchos años el agua llevada a lomo de indio desde manantiales remotos, y en una argolla de la cisterna había un avestruz raquítico, el único animal de plumas que pudo sobrevivir al tormento de aquel clima malvado. Estaba lejos de todo, en el alma del desierto, junto a una ranchería de calles miserables ardientes, donde los chivos se suicidaban de desola­ción cuando soplaba el viento de la desgracia.

Aquel refugio incomprensible había sido cons­truido por el marido de la abuela, un contrabandista legendario que se llamaba Amadís, con quien ella tuvo un hijo que también se llamaba Amadís, y que fue el padre de Eréndira. Nadie conoció los orígenes ni los motivos de esa familia. La versión más conoci-i lengua de indios era que Amadís, el padre, ha­bía rescatado a su hermosa mujer de un prostíbulo de las Antillas, donde mató a un hombre a cuchilla­das, y la traspuso para siempre en la impunidad del desierto. Cuando los Amadises murieron, el uno de fiebres melancólicas, y el otro acribillado en un plei­to de rivales, la mujer enterró los cadáveres en el pa­tio, despachó a las catorce sirvientas descalzas, y siguió apacentando sus sueños de grandeza en la pe­numbra de la casa furtiva, gracias al sacrificio de la nieta bastarda que había criado desde el nacimiento.

Sólo para dar cuerda y concertar a los relojes Eréndira necesitaba seis horas. El día en que empezó su desgracia no tuvo que hacerlo, pues los relojes te­nían cuerda hasta la mañana siguiente, pero en cam­bio debió bañar y sobrevestir a la abuela, fregar los pisos, cocinar el almuerzo y bruñir la cristalería. Ha­cia las once, cuando le cambió el agua al cubo del avestruz y regó los yerbajos desérticos de las tumbas contiguas de los Amadises, tuvo que contrariar el co­raje del viento que se había vuelto insoportable, pero no sintió el mal presagio de que aquél fuera el viento de su desgracia. A las doce estaba puliendo las últi­mas copas de champaña, cuando percibió un olor de caldo tierno, y tuvo que hacer un milagro para Ilegal corriendo hasta la cocina sin dejar a su paso un di sastre de vidrios de Venecia.

Apenas si alcanzó a quitar la olla que empezaba  a derramarse en la hornilla. Luego puso al fuego un guiso que ya tenía preparado, y aprovechó la ocasión para sentarse a descansar en un banco de la cocina Cerró los ojos, los abrió después con una expresión sin cansancio, y empezó a echar la sopa en la sopera. Trabajaba dormida.

La abuela se había sentado sola en el extremo de una mesa de banquete con candelabros de plata y servicios para doce personas. Hizo sonar la campa nilla, y casi al instante acudió Eréndira con la sopera humeante. En el momento en que le servía la sopa, la abuela advirtió sus modales de sonámbula, y le pasó la mano frente a los ojos como limpiando un cristal invisible. La niña no vio la mano. La abuela la siguió con la mirada, y cuando Eréndira le dio la espalda para volver a la cocina, le gritó:

—Eréndira.

Despertada de golpe, la niña dejó caer la sopera en la alfombra.

—No es nada, hija —le dijo la abuela con una ternura cierta—. Te volviste a dormir caminando.

—Es la costumbre del cuerpo —se excusó Erén­dira.

Recogió la sopera, todavía aturdida por el sueño, y trató de limpiar la mancha de la alfombra.

—Déjala así —la disuadió la abuela—, esta tarde la lavas.

De modo que además de los oficios naturales de la tarde, Eréndira tuvo que lavar la alfombra del co­medor, y aprovechó que estaba en el fregadero para lavar también la ropa del lunes, mientras el viento daba vueltas alrededor de la casa buscando un hueco rara meterse. Tuvo tanto que hacer, que la noche se no encima sin que se diera cuenta, y cuando re-: i la alfombra del comedor era la hora de acos­tarse.

La abuela había chapuceado el piano toda la tarde, cantando en falsete para sí misma las canciones le su época, y aún le quedaban en los párpados los lamparones del almizcle con lágrimas. Pero cuando se tendió en la cama con el camisón de muselina se había restablecido de la amargura de los buenos re­cuerdos.

—Aprovecha mañana para lavar la alfombra de la sala —le dijo a Eréndira—, que no ha visto el sol des­de los tiempos del ruido.

—Sí, abuela —contestó la niña.

Cogió un abanico de plumas y empezó a abani­car a la matrona implacable que le recitaba el código ael orden nocturno mientras se hundía en el sueño.

—Plancha toda la ropa antes de acostarte para que duermas con la conciencia tranquila.

—Sí, abuela.

—Revisa bien los roperos, que en las noches de viento tienen más hambre las polillas. —Sí, abuela.

—Con el tiempo que te sobre sacas las flores al patio para que respiren. —Sí, abuela.

—Y le pones su alimento al avestruz.

Se había dormido, pero siguió dando órdenes, pues de ella había heredado la nieta la virtud de con­tinuar viviendo en el sueño. Eréndira salió del cuarto sin hacer ruido e hizo los últimos oficios de la noche, contestando siempre a los mandatos de la abuela dormida.

—Le das de beber a las tumbas.

—Sí, abuela.

—Antes de acostarte fíjate que todo quede en perfecto orden, pues las cosas sufren mucho cuando no se las pone a dormir en su puesto.

—Sí, abuela.

—Y si vienen los Amadises avísales que no en­tren —dijo la abuela—, que las gavillas de Porfirio Galán los están esperando para matarlos.

Eréndira no le contestó más, pues sabía que em­pezaba a extraviarse en el delirio, pero no se saltó una orden. Cuando acabó de revisar las fallebas de las ventanas y apagó las últimas luces, cogió un can­delabro del comedor y fue alumbrando el paso hasta su dormitorio, mientras las pausas del viento se lle­naban con la respiración apacible y enorme de la abuela dormida.

Su cuarto era también lujoso, aunque no tanto como el de la abuela, y estaba atiborrado de muñecas de trapo y los animales de cuerda de su infancia re­ciente. Vencida por los oficios bárbaros de la jorna­da, Eréndira no tuvo ánimos para desvestirse, sino que puso el candelabro en la mesa de noche y se tum­bó en la cama. Poco después, el viento de su desgra­cia se metió en el dormitorio como una manada de perros y volcó el candelabro contra las cortinas.

Al amanecer, cuando por fin se acabó el viento, em­pezaron a caer unas gotas de lluvia gruesas y separa­das que apagaron las últimas brasas y endurecieron las cenizas humeantes de la mansión. La gente del pueblo, indios en su mayoría, trataba de rescatar los restos del desastre: el cadáver carbonizado del aves­truz, el bastidor del piano dorado, el torso de una es­tatua. La abuela contemplaba con un abatimiento impenetrable los residuos de su fortuna. Eréndira, sentada entre las dos tumbas de los Amadises, había terminado de llorar. Cuando la abuela se convenció de que quedaban muy pocas cosas intactas entre los escombros, miró a la nieta con una lástima sincera.

—Mi pobre niña —suspiró—. No te alcanzará la vida para pagarme este percance.

Empezó a pagárselo ese mismo día, bajo el es­truendo de la lluvia, cuando la llevó con el tendero del pueblo, un viudo escuálido y prematuro que era muy conocido en el desierto porque pagaba a buen precio la virginidad. Ante la expectativa impávida de la abuela el viudo examinó a Eréndira con una auste­ridad científica: consideró la fuerza de sus muslos, el tamaño de sus senos, el diámetro de sus caderas. No dijo una palabra mientras no tuvo un cálculo de su valor.

—Todavía está muy biche —dijo entonces—, tiene teticas de perra.

Después la hizo subir en una balanza para probar con cifras su dictamen. Eréndira pesaba 42 kilos.

—No vale más de cien pesos —dijo el viudo.

La abuela se escandalizó.

—¡Cien pesos por una criatura completamente nueva! —casi gritó—. No, hombre, eso es mucho faltarle el respeto a la virtud.

—Hasta ciento cincuenta —dijo el viudo.

—La niña me ha hecho un daño de más de un mi­llón de pesos —dijo la abuela—. A este paso le harían falta como doscientos años para pagarme.

—Por fortuna —dijo el viudo— lo único bueno que tiene es la edad.

La tormenta amenazaba con desquiciar la casa, y había tantas goteras en el techo que casi llovía aden­tro como fuera. La abuela se sintió sola en un mundo de desastre.

—Suba siquiera hasta trescientos —dijo.

—Doscientos cincuenta.

Al final se pusieron de acuerdo por doscientos veinte pesos en efectivo y algunas cosas de comer. La abuela le indicó entonces a Eréndira que se fuera con el viudo, y éste la condujo de la mano hacia la tras­tienda, como si la llevara para la escuela.

—Aquí te espero —dijo la abuela.

—Sí, abuela —dijo Eréndira.

La trastienda era una especie de cobertizo con cuatro pilares de ladrillos, un techo de palmas podri­das, y una barda de adobe de un metro de altura por donde se metían en la casa los disturbios de la intemperie. Puestas en el borde de adobes había macetas le cactos y otras plantas de aridez. Colgada entre dos pilares, agitándose como la vela suelta de un ba­landro al garete, había una hamaca sin color. Por en­cima del silbido de la tormenta y los ramalazos del agua se oían gritos lejanos, aullidos de animales re­motos, voces de naufragio.

Cuando Eréndira y el viudo entraron en el cober­tizo tuvieron que sostenerse para que no los tumbara un golpe de lluvia que los dejó ensopados. Sus voces no se oían y sus movimientos se habían vuelto distintos; por el fragor de la borrasca. A la primera tentativa del viudo Eréndira gritó algo inaudible y trató de es­capar. El viudo le contestó sin voz, le torció el brazo por la muñeca y la arrastró hacia la hamaca. Ella le re­sistió con un arañazo en la cara y volvió a gritar en si­lencio, y él le respondió con una bofetada solemne que la levantó del suelo y la hizo flotar un instante en el aire con el largo cabello de medusa ondulando en el vacío, la abrazó por la cintura antes de que volviera a pisar la tierra, la derribó dentro de la hamaca con un golpe brutal, y la inmovilizó con las rodillas. Eréndira sucumbió entonces al terror, perdió el sentido, y se quedó como fascinada con las franjas de luna de un pescado que pasó navegando en el aire de la tormenta, mientras el viudo la desnudaba desgarrándole la ropa con zarpazos espaciados, como arrancando hierba, desbaratándosela en largas tiras de colores que ondu­laban como serpentinas y se iban con el viento.

Cuando no hubo en el pueblo ningún otro hom­bre que pudiera pagar algo por el amor de Eréndira, la abuela se la llevó en un camión de carga hacia los rumbos del contrabando. Hicieron el viaje en la pla­taforma descubierta, entre bultos de arroz y latas de manteca, y los saldos del incendio: la cabecera de la cama virreinal, un ángel de guerra, el trono chamus­cado, y otros chécheres inservibles. En un baúl con dos cruces pintadas a brocha gorda se llevaron los huesos de los Amadises.

La abuela se protegía del sol eterno con un para­guas descosido y respiraba mal por la tortura del su­dor y el polvo, pero aun en aquel estado de infortu­nio conservaba el dominio de su dignidad. Detrás de la pila de latas y sacos de arroz, Eréndira pagó el via­je y el transporte de los muebles haciendo amores de veinte pesos con el carguero del camión. Al principio su sistema de defensa fue el mismo con que se había opuesto a la agresión del viudo. Pero el método del carguero fue distinto, lento y sabio, y terminó por amansarla con la ternura. De modo que cuando lle­garon al primer pueblo, al cabo de una jornada mor­tal, Eréndira y el carguero se reposaban del buen amor detrás del parapeto de la carga. El conductor del camión le gritó a la abuela:

—De aquí en adelante ya todo es mundo.

La abuela observó con incredulidad las calles mi­serables y solitarias de un pueblo un poco más gran­de, pero tan triste como el que habían abandonado.

—No se nota —dijo.

—Es territorio de misiones —dijo el conductor.

—A mí no me interesa la caridad sino el contra­bando —dijo la abuela.

Pendiente del diálogo detrás de la carga, Eréndira hurgaba con el dedo un saco de arroz. De pronto en­contró un hilo, tiró de él, y sacó un largo collar de perlas legítimas. Lo contempló asustada, teniéndolo entre los dedos como una culebra muerta, mientras el conductor le replicaba a la abuela:

—No sueñe despierta, señora. Los contrabandis­tas no existen.
—¡Cómo no —dijo la abuela—, dígamelo a mí!
—Búsquelos y verá —se burló el conductor de buen humor—. Todo el mundo habla de ellos, pero nadie los ve.

El carguero se dio cuenta de que Eréndira había sacado el collar, se apresuró a quitárselo y lo metió otra vez en el saco de arroz. La abuela, que había de­cidido quedarse a pesar de la pobreza del pueblo, lla­mó entonces a la nieta para que la ayudara a bajar del camión. Eréndira se despidió del cargador con un beso apresurado pero espontáneo y cierto.

La abuela esperó sentada en el trono, en medio de la calle, hasta que acabaron de bajar la carga. Lo último fue el baúl con los restos de los Amadises.
—Esto pesa como un muerto —rió el conductor.
—Son dos —dijo la abuela—. Así que trátelos con el debido respeto.
—Apuesto que son estatuas de marfil —rió el conductor.

Puso el baúl con los huesos de cualquier modo entre los muebles chamuscados, y extendió la mano abierta frente a la abuela.
—Cincuenta pesos —dijo.
La abuela señaló al carguero.
—Ya su esclavo se pagó por la derecha.

El conductor miró sorprendido al ayudante, y éste le hizo una señal afirmativa. Volvió a la cabina del camión, donde viajaba una mujer enlutada con un niño de brazos que lloraba de calor. El carguero, muy seguro de sí mismo, le dijo entonces a la abuela:
—Eréndira se va conmigo, si usted no ordena otra cosa. Es con buenas intenciones.

La niña intervino asustada.
—¡Yo no he dicho nada!
—Lo digo yo que fui el de la idea —dijo el car­guero.
La abuela lo examinó de cuerpo entero, sin dis­minuirlo, sino tratando de calcular el verdadero ta­maño de sus agallas.
—Por mí no hay inconveniente —le dijo— si me pagas lo que perdí por su descuido. Son ochocientos sesenta y dos mil trescientos quince pesos, menos cua­trocientos veinte que ya me ha pagado, o sea ocho­cientos setenta y un mil ochocientos noventa y cinco.
El camión arrancó.
—Créame que le daría ese montón de plata si lo tuviera —dijo con seriedad el carguero—. La niña lo vale.
A la abuela le sentó bien la decisión del muchacho.
—Pues vuelve cuando lo tengas, hijo —le replicó en un tono simpático—, pero ahora vete, que si vol­vemos a sacar las cuentas todavía me estás debiendo diez pesos.
El carguero saltó en la plataforma del camión que se alejaba. Desde allí le dijo adiós a Eréndira con la mano, pero ella estaba todavía tan asustada que no le correspondió.
En el mismo solar baldío donde las dejó el ca­mión, Eréndira y la abuela improvisaron un tendere­te para vivir, con láminas de cinc y restos de alfom­bras asiáticas. Pusieron dos esteras en el suelo y durmieron tan bien como en la mansión, hasta que el sol abrió huecos en el techo y les ardió en la cara.

Al contrario de siempre, fue la abuela quien se ocupó aquella mañana de arreglar a Eréndira. Le pintó la cara con un estilo de belleza sepulcral que había estado de moda en su juventud, y la remató con unas pestañas postizas y un lazo de organza que parecía una mariposa en la cabeza.

—Te ves horrorosa —admitió— pero así es me­jor: los hombres son muy brutos en asuntos de mu­jeres.

Ambas reconocieron, mucho antes de verlas, los pasos de dos muías en la yesca del desierto. A una orden de la abuela, Eréndira se acostó en el petate como lo habría hecho una aprendiza de teatro en el momento en que iba a abrirse el telón. Apoyada en el báculo episcopal, la abuela abandonó el tenderete y se sentó en el trono a esperar el paso de las muías.

Se acercaba el hombre del correo. No tenía más de veinte años, aunque estaba envejecido por el ofi­cio, y llevaba un vestido de caqui, polainas, casco de corcho, y una pistola de militar en el cinturón de car­tucheras. Montaba una buena muía, y llevaba otra de cabestro, menos entera, sobre la cual se amontona­ban los sacos de lienzo del correo.

Al pasar frente a la abuela la saludó con la mano y siguió de largo. Pero ella le hizo una señal para que echara una mirada dentro del tenderete. El hombre se detuvo, y vio a Eréndira acostada en la estera con sus afeites póstumos y un traje de cenefas moradas.
—¿Te gusta? —preguntó la abuela.
El hombre del correo no comprendió hasta en­tonces lo que le estaban proponiendo.
—En ayunas no está mal —sonrió.
—Cincuenta pesos —dijo la abuela.
—¡Hombre, lo tendrá de oro! —dijo él—. Eso es lo que me cuesta la comida de un mes.
—No seas estreñido —dijo la abuela—. El correo aéreo tiene mejor sueldo que un cura.




—Yo soy el correo nacional —dijo el hombre—. El correo aéreo es ese que anda en un camioncito.
—De todos modos el amor es tan importante como la comida —dijo la abuela.
—Pero no alimenta.
La abuela comprendió que a un hombre que vi­vía de las esperanzas ajenas le sobraba demasiado tiempo para regatear.
—¿Cuánto tienes? —le preguntó.

El correo desmontó, sacó del bolsillo unos bille­tes masticados y se los mostró a la abuela. Ella los cogió todos juntos con una mano rapaz como si fue­ra una pelota.
—Te lo rebajo —dijo— pero con una condición: haces correr la voz por todas partes.
—Hasta el otro lado del mundo —dijo el hom­bre del correo—. Para eso sirvo.

Eréndira, que no había podido parpadear, se qui­tó entonces las pestañas postizas y se hizo a un lado en la estera para dejarle espacio al novio casual. Tan pronto como él entró en el tenderete, la abuela cerró la entrada con un tirón enérgico de la cortina corre­diza.

Fue un trato eficaz. Cautivados por las voces del correo, vinieron hombres desde muy lejos a conocer la novedad de Eréndira. Detrás de los hombres vi­nieron mesas de lotería y puestos de comida, y detrás de todos vino un fotógrafo en bicicleta que instaló frente al campamento una cámara de caballete con manga de luto, y un telón de fondo con un lago de cisnes inválidos.

La abuela, abanicándose en el trono, parecía ajena a su propia feria. Lo único que le interesaba era el or­den en la fila de clientes que esperaban turno, y la exactitud del dinero que pagaban por adelantado para entrar con Eréndira. Al principio había sido tan severa que hasta llegó a rechazar un buen cliente porque le dijeron falta cinco pesos. Pero con el paso de los meses fue asimilando las lecciones de la realidad, y terminó por admitir que completaran el pago con medallas santos, reliquias de familia, anillos matrimoniales, y todo cuanto fuera capaz de demostrar, mordiéndolo que era oro de buena ley aunque no brillara.

Al cabo de una larga estancia en aquel primer pueblo, la abuela tuvo suficiente dinero para com-ir un burro, y se internó en el desierto en busca de os lugares más propicios para cobrarse la deuda. Viajaba en unas angarillas que habían improvisado sobre el burro, y se protegía del sol inmóvil con el paraguas desvarillado que Eréndira sostenía sobre su cabeza. Detrás de ellas caminaban cuatro indios de carga con los pedazos del campamento: los petates de dormir, el trono restaurado, el ángel de alabastro y el baúl con los restos de los Amadises. El fotógrafo perseguía la caravana en su bicicleta, pero sin darle alcance, como si fuera para otra fiesta. Habían transcurrido seis meses desde el incendio cuando la abuela pudo tener una visión entera del negocio.

—Si las cosas siguen así —le dijo a Eréndira— me habrás pagado la deuda dentro de ocho años, siete meses y once días.
Volvió a repasar sus cálculos con los ojos cerrados, rumiando los granos que sacaba de una faltriquera de jareta donde tenía también el dinero, y precisó:
—Claro que todo eso es sin contar el sueldo y la comida de los indios y otros gastos menores.

Eréndira, que caminaba al paso del burro agobiada por el calor y el polvo, no hizo ningún reproche a las cuentas de la abuela, pero tuvo que reprimirse para no llorar.
—Tengo vidrio molido en los huesos —dijo.
—Trata de dormir.
—Sí, abuela.
Cerró los ojos, respiró a fondo una bocanada de aire abrasante, y siguió caminando dormida.

Una camioneta cargada de jaulas apareció espantan­do chivos entre la polvareda del horizonte, y el albo­roto de los pájaros fue un chorro de agua fresca en el sopor dominical de San Miguel del Desierto. Al vo­lante iba un corpulento granjero holandés con el pe­llejo astillado por la intemperie, y unos bigotes color de ardilla que había heredado de algún bisabuelo. Su hijo Ulises, que viajaba en el otro asiento, era un adolescente dorado, de ojos marítimos y solitarios, y con la identidad de un ángel furtivo. Al holandés le llamó la atención una tienda de campaña frente a la cual esperaban turno todos los soldados de la guar­nición local. Estaban sentados en el suelo, bebiendo de una misma botella que se pasaban de boca en boca, y tenían ramas de almendros en la cabeza como si estuvieran emboscados para un combate. El holandés preguntó en su lengua:
—¿Qué diablos venderán ahí?
—Una mujer —le contestó su hijo con toda na­turalidad—. Se llama Eréndira.
—¿Cómo lo sabes?
—Todo el mundo lo sabe en el desierto —con­testó Ulises.


El holandés descendió en el hotelito del pueblo. Ulises se demoró en la camioneta, abrió con dedos ágiles una cartera de negocios que su padre había de­jado en el asiento, sacó un mazo de billetes, se metió varios en los bolsillos, y volvió a dejar todo como es­taba. Esa noche, mientras su padre dormía, se salió por la ventana del hotel y se fue a hacer la cola frente a la carpa de Eréndira.

La fiesta estaba en su esplendor. Los reclutas bo­rrachos bailaban solos para no desperdiciar la música gratis, y el fotógrafo tomaba retratos nocturnos con papeles de magnesio. Mientras controlaba el nego­cio, la abuela contaba billetes en el regazo, los repar­tía en gavillas iguales y los ordenaba dentro de un cesto. No había entonces más de doce soldados, pero la fila de la tarde había crecido con clientes civiles. Ulises era el último.
El turno le correspondía a un soldado de ámbito lúgubre. La abuela no sólo le cerró el paso, sino que esquivó el contacto con su dinero.
—No, hijo —le dijo—, tú no entras ni por todo el oro del moro. Eres pavoso.
El soldado, que no era de aquellas tierras, se sor­prendió.
—¿Qué es eso?
—Que contagias la mala sombra —dijo la abue­la—. No hay más que verte la cara.
Lo apartó con la mano, pero sin tocarlo, y le dio paso al soldado siguiente.
—Entra tú, dragoneante —le dijo de buen hu­mor—. Y no te demores, que la patria te necesita.
El soldado entró, pero volvió a salir inmediata­mente, porque Eréndira quería hablar con la abuela. Ella se colgó del brazo el cesto de dinero y entró en la tienda de campaña, cuyo espacio era estrecho, pero ordenado y limpio. Al fondo, en una cama de lienzo, Eréndira no podía reprimir el temblor del cuerpo, estaba maltratada y sucia de sudor de sol­dados.
—Abuela —sollozó—, me estoy muriendo.
La abuela le tocó la frente, y al comprobar que no tenía fiebre, trató de consolarla.
—Ya no faltan más de diez militares —dijo.
Eréndira rompió a llorar con unos chillidos de animal azorado. La abuela supo entonces que había traspuesto los límites del horror, y acariciándole la cabeza la ayudó a calmarse.
—Lo que pasa es que estás débil —le dijo—. Anda, no llores más, báñate con agua de salvia para que se te componga la sangre.
Salió de la tienda cuando Eréndira empezó a se­renarse, y le devolvió el dinero al soldado que espe­raba. «Se acabó por hoy», le dijo. «Vuelve mañana y te doy el primer lugar.» Luego gritó a los de la fila:
—Se acabó, muchachos. Hasta mañana a las nueve.
Soldados y civiles rompieron filas con gritos de protesta. La abuela se les enfrentó de buen talante pero blandiendo en serio el báculo devastador.
—¡Desconsiderados! ¡Mampolones! —gritaba—. Qué se creen, que esa criatura es de fierro. Ya quisiera yo verlos en su situación. ¡Pervertidos! ¡Apatridas de mierda!
Los hombres le replicaban con insultos más gruesos, pero ella terminó por dominar la revuelta y se mantuvo en guardia con el báculo hasta que se lle­varon las mesas de fritanga y desmontaron los pues­tos de lotería. Se disponía a volver a la tienda cuando vio a Ulises de cuerpo entero, solo, en el espacio va­cío y oscuro donde antes estuvo la fila de hombres. Tenía un aura irreal y parecía visible en la penumbra por el fulgor propio de su belleza.
—Y tú —le dijo la abuela—, ¿dónde dejaste las alas?
—El que las tenía era mi abuelo —contestó Uli­ses con su naturalidad—, pero nadie lo cree.
La abuela volvió a examinarlo con una atención hechizada. «Pues yo sí lo creo», dijo. «Tráelas pues­tas mañana.» Entró en la tienda y dejó a Ulises ar­diendo en su sitio.
Eréndira se sintió mejor después del baño. Se ha­bía puesto una combinación corta y bordada, y se es­taba secando el pelo para acostarse, pero aún hacía esfuerzos por reprimir las lágrimas. La abuela dor­mía.
Por detrás de la cama de Eréndira, muy despacio, Ulises asomó la cabeza. Ella vio los ojos ansiosos y diáfanos, pero antes de decir nada se frotó la cara con la toalla para probarse que no era una ilusión. Cuan­do Ulises parpadeó por primera vez, Eréndira le pre­guntó en voz muy baja:
—Quién tú eres.
Ulises se mostró hasta los hombros. «Me lla­mo Ulises», dijo. Le enseñó los billetes robados y agregó:
—Traigo la plata.
Eréndira puso las manos sobre la cama, acercó su cara a la de Ulises, y siguió hablando con él como en un juego de escuela primaria.
—Tenías que ponerte en la fila —le dijo.
—Esperé toda la noche —dijo Ulises.
—dijo Eréndira—. Me siento como si me hubieran dado trancazos en los riñones.
En ese instante la abuela empezó a hablar dor­mida.
—Va a hacer veinte años que llovió la última vez —dijo—. Fue una tormenta tan terrible que la lluvia vino revuelta con agua del mar, y la casa amaneció llena de pescados y caracoles, y tu abuelo Amadís, que en paz descanse, vio una mantarraya luminosa navegando por el aire.
Ulises se volvió a esconder detrás de la cama. Eréndira hizo una sonrisa divertida.
—Tate sosiego —le dijo—. Siempre se vuelve como loca cuando está dormida, pero no la despierta ni un temblor de tierra.
Ulises se asomó de nuevo. Eréndira lo contem­pló con una sonrisa traviesa y hasta un poco cariño­sa, y quitó de la estera la sábana usada.
—Ven —le dijo—, ayúdame a cambiar la sábana.
Entonces Ulises salió de detrás de la cama y co­gió la sábana por un extremo. Como era una sábana mucho más grande que la estera se necesitaban va­rios tiempos para doblarla. Al final de cada doblez Ulises estaba más cerca de Eréndira.
—Estaba loco por verte —dijo de pronto—. Todo el mundo dice que eres muy bella, y es verdad.
—Pero me voy a morir—dijo Eréndira.
-—Mi mamá dice que los que se mueren en el de­sierto no van al cielo sino al mar —dijo Ulises.
Eréndira puso aparte la sábana sucia y cubrió la estera con otra limpia y aplanchada.
—No conozco el mar —dijo.
—Es como el desierto, pero con agua —dijo Ulises.
—Entonces no se puede caminar.
—Mi papá conoció un hombre que sí podía —dijo Ulises—pero hace mucho tiempo.
Eréndira estaba encantada pero quería dormir.
—Si vienes mañana bien temprano te pones en el primer puesto —dijo.
—Me voy con mi papá por la madrugada —dijo Ulises.
—¿Y no vuelven a pasar por aquí?
—Quién sabe cuándo —dijo Ulises—. Ahora pa­samos por casualidad porque nos perdimos en el ca­mino de la frontera.
Eréndira miró pensativa a la abuela dormida.
—Bueno —decidió—, dame la plata.
Ulises se la dio. Eréndira se acostó en la cama, pero él se quedó trémulo en su sitio: en el instante de­cisivo su determinación había flaqueado. Eréndira le cogió de la mano para que se diera prisa, y sólo enton­ces advirtió su tribulación. Ella conocía ese miedo.
—¿Es la primera vez? —le preguntó.
Ulises no contestó, pero hizo una sonrisa desola­da. Eréndira se volvió distinta.
—Respira despacio —le dijo—. Así es siempre al principio, y después ni te das cuenta.
Lo acostó a su lado, y mientras le quitaba la ropa lo fue apaciguando con recursos maternos.
—¿Cómo es que te llamas?
—Ulises.
—Es nombre de gringo —dijo Eréndira. —No, de navegante.
Eréndira le descubrió el pecho, le dio besitos huérfanos, lo olfateó.
—Pareces todo de oro —dijo— pero hueles a flores.
—Debe ser a naranjas —dijo Ulises. Ya más tranquilo, hizo una sonrisa de compli­cidad.
—Andamos con muchos pájaros para despistar —agregó—, pero lo que llevamos a la frontera es un contrabando de naranjas.
—Las naranjas no son contrabando —dijo Erén­dira.
—Éstas sí—dijo Ulises—. Cada una cuesta cin­cuenta mil pesos.
Eréndira se rió por primera vez en mucho tiempo.
—Lo que más me gusta de ti —dijo— es la serie­dad con que inventas disparates.

Se había vuelto espontánea y locuaz, como si la inocencia de Ulises le hubiera cambiado no sólo el humor, sino también la índole. La abuela, a tan esca­sa distancia de la fatalidad, siguió hablando dormida.
—Por estos tiempos, a principios de marzo, te trajeron a la casa —dijo—. Parecías una lagartija en­vuelta en algodones. Amadís, tu padre, que era joven y guapo, estaba tan contento aquella tarde que man­dó a buscar como veinte carretas cargadas de flores, y llegó gritando y tirando flores por la calle, hasta que todo el pueblo se quedó dorado de flores como el mar.

Deliró varias horas, a grandes voces, y con una pasión obstinada. Pero Ulises no la oyó, porque Eréndira lo había querido tanto, y con tanta verdad, que lo volvió a querer por la mitad de su precio mientras la abuela deliraba, y lo siguió queriendo sin dinero hasta el amanecer.

Un grupo de misioneros con los crucifijos en alto se había plantado hombro contra hombro en medio del desierto. Un viento tan bravo como el de la desgracia sacudía sus hábitos de cañamazo y sus barbas cerri­les, y apenas les permitía tenerse en pie. Detrás de ellos estaba la casa de la misión, un promontorio co­lonial con un campanario minúsculo sobre los mu­ros ásperos y encalados.

El misionero más joven, que comandaba el gru­po, señaló con el índice una grieta natural en el suelo de arcilla vidriada.
—No pasen esa raya —gritó.

Los cuatro cargadores indios que transportaban a la abuela en un palanquín de tablas se detuvieron al oír el grito. Aunque iba mal sentada en el piso del pa­lanquín y tenía el ánimo entorpecido por el polvo y el sudor del desierto, la abuela se mantenía en su alti­vez. Eréndira iba a pie. Detrás del palanquín había una fila de ocho indios de carga, y en último término el fotógrafo en la bicicleta.
—El desierto no es de nadie —dijo la abuela.
—Es de Dios —dijo el misionero—, y estáis vio­lando sus santas leyes con vuestro tráfico inmundo.

La abuela reconoció entonces la forma y la dic­ción peninsulares del misionero, y eludió el encuen­tro frontal para no descalabrarse contra su intransi­gencia. Volvió a ser ella misma.
—No entiendo tus misterios, hijo.
El misionero señaló a Eréndira.
—Esa criatura es menor de edad.
—Pero es mi nieta.
—Tanto peor —replicó el misionero-—. Ponía bajo nuestra custodia, por las buenas, o tendremos que recurrir a otros métodos.
La abuela no esperaba que llegaran a tanto.
—Está bien, arijuna —cedió asustada—. Pero tarde o temprano pasaré, ya lo verás.

Tres días después del encuentro con los misione­ros, la abuela y Eréndira dormían en un pueblo próximo al convento, cuando unos cuerpos sigilo­sos, mudos, reptando como patrullas de asalto, se deslizaron en la tienda de campaña. Eran seis novi­cias indias, fuertes y jóvenes, con los hábitos de lien­zo crudo que parecían fosforescentes en las ráfagas de luna. Sin hacer un solo ruido cubrieron a Eréndira con un toldo de mosquitero, la levantaron sin des­pertarla, y se la llevaron envuelta como un pescado grande y frágil capturado en una red lunar.
No hubo un recurso que la abuela no intentara para rescatar a la nieta de la tutela de los misioneros. Sólo cuando le fallaron todos, desde los más dere­chos hasta los más torcidos, recurrió a la autoridad civil, que era ejercida por un militar. Lo encontró en el patio de su casa, con el torso desnudo, disparando con un rifle de guerra contra una nube oscura y soli­taria en el cielo ardiente. Trataba de perforarla pa­ra que lloviera, y sus disparos eran encarnizados e inútiles pero hizo las pausas necesarias para escuchar ala abuela.

—Yo no puedo hacer nada —le explicó, cuando acabó de oírla—, los padrecitos, de acuerdo con el Concordato, tienen derecho a quedarse con la niña hasta que sea mayor de edad. O hasta que se case.
—¿Y entonces para qué lo tienen a usted de alcal­de? —preguntó la abuela.
—Para que haga llover —dijo el alcalde.

Luego, viendo que la nube se había puesto fuera de su alcance, interrumpió sus deberes oficiales y se ocupó por completo de la abuela.
—Lo que usted necesita es una persona de mu­cho peso que responda por usted —le dijo—. Al­guien que garantice su moralidad y sus buenas cos­tumbres con una carta firmada. ¿No conoce al senador Onésimo Sánchez?
Sentada bajo el sol puro en un taburete demasia­do estrecho para sus nalgas siderales, la abuela con­testó con una rabia solemne:

—Soy una pobre mujer sola en la inmensidad del desierto.

El alcalde, con el ojo derecho torcido por el ca­lor, la contempló con lástima.
—Entonces no pierda más el tiempo, señora —dijo—. Se la llevó el carajo.

No se la llevó, por supuesto. Plantó la tienda frente al convento de la misión, y se sentó a pensar, como un guerrero solitario que mantuviera en esta­do de sitio una ciudad fortificada. El fotógrafo am­bulante, que la conocía muy bien, cargó sus bártulos en la parrilla de la bicicleta y se dispuso a marcharse solo cuando la vio a pleno sol, y con los ojos fijos en el convento.
—Vamos a ver quién se cansa primero —dijo la abuela—, ellos o yo.
—Ellos están ahí hace 300 años, y todavía aguan­tan —dijo el fotógrafo—. Yo me voy.
Sólo entonces vio la abuela la bicicleta cargada.
—Para dónde vas.
—Para donde me lleve el viento —dijo el fotó­grafo, y se fue—. El mundo es grande. La abuela suspiró.
—No tanto como tú crees, desmerecido.

Pero no movió la cabeza a pesar del rencor, para no apartar la vista del convento. No la apartó duran­te muchos días de calor mineral, durante muchas no­ches de vientos perdidos, durante el tiempo de la me­ditación en que nadie salió del convento. Los indios construyeron un cobertizo de palma junto a la tien­da, y allí colgaron sus chinchorros, pero la abuela ve­laba hasta muy tarde, cabeceando en el trono, y ru­miando los cereales crudos de su faltriquera con la desidia invencible de un buey acostado.

Una noche pasó muy cerca de ella una fila de ca­miones tapados, lentos, cuyas únicas luces eran unas guirnaldas de focos de colores que les daban un ta­maño espectral de altares sonámbulos. La abuela los reconoció de inmediato, porque eran iguales a los ca­miones de los Amadises. El último del convoy se re­trasó, se detuvo, y un hombre bajó de la cabina a arreglar algo en la plataforma de carga. Parecía una réplica de los Amadises, con una gorra de ala algo volteada, botas altas, dos cananas cruzadas en el pe­cho, un fusil militar y dos pistolas. Vencida por una tentación irresistible, la abuela llamó al hombre.
—¿No sabes quién soy? —le preguntó.

El hombre la alumbró sin piedad con una linterna de pilas. Contempló un instante el rostro estraga­do por la vigilia, los ojos apagados de cansancio, el cabello marchito de la mujer que aun a su edad, en su mal estado y con aquella luz cruda en la cara, hubiera podido decir que había sido la más bella del mundo. Cuando la examinó bastante para estar seguro de no haberla visto nunca, apagó la linterna.
—Lo único que sé con toda seguridad —dijo— es que usted no es la Virgen de los Remedios.
—Todo lo contrario —dijo la abuela con una voz dulce—. Soy la Dama.

El hombre puso la mano en la pistola por puro instinto.
—¡Cuál dama!
—La de Amadís el grande.
—Entonces no es de este mundo —dijo él, ten­so—-. ¿Qué es lo que quiere?
—Que me ayuden a rescatar a mi nieta, nieta de Amadís el grande, hija de nuestro Amadís, que está presa en ese convento.
El hombre se sobrepuso al temor.
—Se equivocó de puerta —dijo—. Si cree que so­mos capaces de atravesarnos en las cosas de Dios, us­ted no es la que dice que es, ni conoció siquiera a los Amadises, ni tiene la más puta idea de lo que es el matute.

Esa madrugada la abuela durmió menos que las anteriores. La pasó rumiando, envuelta en una manta de lana, mientras el tiempo de la noche le equivocaba la memoria, y los delirios reprimidos pugnaban por salir aunque estuviera despierta, y tenía que apretar­se el corazón con la mano para que no la sofocara el recuerdo de una casa de mar con grandes flores colo­radas donde había sido feliz. Así se mantuvo hasta que sonó la campana del convento, y se encendieron las primeras luces en las ventanas y el desierto se sa­turó del olor a pan caliente de los maitines. Sólo en­tonces se abandonó al cansancio, engañada por la ilusión de que Eréndira se había levantado y estaba buscando el modo de escaparse para volver con ella.

Eréndira, en cambio, no perdió ni una noche de sueño desde que la llevaron al convento. Le habían cortado el cabello con unas tijeras de podar hasta de­jarle la cabeza como un cepillo, le pusieron el rudo balandrán de lienzo de las reclusas y le entregaron un balde de agua de cal y una escoba para que encalara los peldaños de las escaleras cada vez que alguien las pisara. Era un oficio de muía, porque había un subir y bajar incesante de misioneros embarrados y novi­cias de carga, pero Eréndira lo sintió como un do­mingo de todos los días después de la galera mortal de la cama. Además, no era ella la única agotada al anochecer, pues aquel convento no estaba consagra­do a la lucha contra el demonio sino contra el desier­to. Eréndira había visto a las novicias indígenas des­bravando las vacas a pescozones para ordeñarlas en los establos, saltando días enteros sobre las tablas para exprimir los quesos, asistiendo a las cabras en un mal parto. Las había visto sudar como estibado­res curtidos sacando el agua del aljibe, irrigando a pulso un huerto temerario que otras novicias habían labrado con azadones para plantar legumbres en el pedernal del desierto. Había visto el infierno terres­tre de los hornos de pan y los cuartos de plancha. Había visto a una monja persiguiendo a un cerdo por el patio, la vio resbalar contra el cerdo cimarrón aga­rrado por las orejas y revolcarse en un barrizal sin soltarlo, hasta que dos novicias con delantales de cuero la ayudaron a someterlo, y una de ellas lo de­golló con un cuchillo de matarife y todas quedaron empapadas de sangre y de lodo. Había visto en el pa­bellón apartado del hospital a las monjas tísicas con sus camisones de muertas, que esperaban la última orden de Dios bordando sábanas matrimoniales en las terrazas, mientras los hombres de la misión pre­dicaban en el desierto. Eréndira vivía en su penum­bra, descubriendo otras formas de belleza y de ho­rror que nunca había imaginado en el mundo estrecho de la cama, pero ni las novicias más monta­races ni las más persuasivas habían logrado que dije­ra una palabra desde que la llevaron al convento. Una mañana, cuando estaba aguando la cal en el bal­de, oyó una música de cuerdas que parecía una luz más diáfana en la luz del desierto. Cautivada por el milagro, se asomó a un salón inmenso y vacío de pa­redes desnudas y ventanas grandes por donde entra­ba a golpes y se quedaba estancada la claridad des­lumbrante de junio, y en el centro del salón vio a una monja bella que no había visto antes, tocando un oratorio de Pascua en el clavicémbalo. Eréndira es­cuchó la música sin parpadear, con el alma en un hilo, hasta que sonó la campana para comer. Des­pués del almuerzo, mientras blanqueaba la escalera con la brocha de esparto, esperó a que todas las novi­cias acabaran de subir y bajar, se quedó sola, donde nadie pudiera oírla, y entonces habló por primera vez desde que entró en el convento. —Soy feliz —dijo.

De modo que a la abuela se le acabaron las espe­ranzas de que Eréndira escapara para volver con ella, pero mantuvo su asedio de granito, sin tomar ninguna determinación, hasta el domingo de Pentecostés. Por esa época los misioneros rastrillaban el desierto persi­guiendo concubinas encinta para casarlas. Iban hasta las rancherías más olvidadas en un camioncito decré­pito, con cuatro hombres de tropa bien armados y un arcón de géneros de pacotilla. Lo más difícil de aque­lla cacería de indios era convencer a las mujeres, que se defendían de la gracia divina con el argumento verí­dico de que los hombres se sentían con derecho a exigirles a las esposas legítimas un trabajo más rudo que a las concubinas, mientras ellos dormían despernancados en los chinchorros. Había que seducirlas con recursos de engaño, disolviéndoles la voluntad de Dios en el jarabe de su propio idioma para que la sin­tieran menos áspera, pero hasta las más retrecheras terminaban convencidas por unos aretes de oropel. A los hombres, en cambio, una vez obtenida la acepta­ción de la mujer, los sacaban a culatazos de los chin­chorros y se los llevaban amarrados en la plataforma de carga, para casarlos a la fuerza.

Durante varios días la abuela vio pasar hacia el convento el camioncito cargado de indias encinta, pero no reconoció su oportunidad. La reconoció el propio domingo de Pentecostés, cuando oyó los co­hetes y los repiques de las campanas, y vio la muche­dumbre miserable y alegre que pasaba para la fiesta, y vio que entre las muchedumbres había mujeres en­cinta con velos y coronas de novia, llevando del bra­zo a los maridos de casualidad para volverlos legíti­mos en la boda colectiva.

Entre los últimos del desfile pasó un muchacho de corazón inocente, de pelo indio cortado como una totuma y vestido de andrajos, que llevaba en la mano un cirio pascual con un lazo de seda. La abuela lo llamó.
—Dime una cosa, hijo —le preguntó con su voz más tersa—. ¿Qué vas a hacer tú en esa cumbiamba?
El muchacho se sentía intimidado con el cirio, y le costaba trabajo cerrar la boca por sus dientes de burro.
—Es que los padrecitos me van a hacer la prime­ra comunión —dijo.
—¿Cuánto te pagaron? —Cinco pesos.
La abuela sacó de la faltriquera un rollo de bille­tes que el muchacho miró asombrado.
—Yo te voy a dar veinte —dijo la abuela—. Pero no para que hagas la primera comunión, sino para que te cases.
—¿Y eso con quién?
—Con mi nieta.

Así que Eréndira se casó en el patio del conven­to, con el balandrán de reclusa y una mantilla de encaje que le regalaron las novicias, y sin saber al me­nos cómo se llamaba el esposo que le había compra­do su abuela. Soportó con una esperanza incierta el tormento de las rodillas en el suelo de caliche, la pes­te de pellejo de chivo de las doscientas novias emba­razadas, el castigo de la Epístola de San Pablo marti­llada en latín bajo la canícula inmóvil, porque los misioneros no encontraron recursos para oponerse a la artimaña de la boda imprevista, pero le habían prometido una última tentativa para mantenerla en el convento. Sin embargo, al término de la ceremo­nia, y en presencia del Prefecto Apostólico, del alcal­de militar que disparaba contra las nubes, de su es­poso reciente y de su abuela impasible, Eréndira se encontró de nuevo bajo el hechizo que la había do­minado desde su nacimiento. Cuando le preguntaron cuál era su voluntad libre, verdadera y definitiva, no tuvo ni un suspiro de vacilación.

—Me quiero ir —dijo. Y aclaró, señalando al esposo—: Pero no me voy a ir con él sino con mi abuela.

Ulises había perdido la tarde tratando de robarse una naranja en la plantación de su padre, pues éste no le quitó la vista de encima mientras podaban los árbo­les enfermos, y su madre lo vigilaba desde la casa. De modo que renunció a su propósito, al menos por aquel día, y se quedó de mala gana ayudando a su padre hasta que terminaron de podar los últimos naranjos.

La extensa plantación era callada y oculta, y k ca«a de madera con techo de latón tenía mallas de co­bre en las ventanas y una terraza grande montada so­bre pilotes, con plantas primitivas de flores intensas. La madre de Ulises estaba en la terraza, tumbada en un mecedor vienes y con hojas ahumadas en las sie­nes para aliviar el dolor de cabeza, y su mirada de in­dia pura seguía los movimientos del hijo como un haz de luz invisible hasta los lugares más esquivos del naranjal. Era muy bella, mucho más joven que d marido, y no sólo continuaba vestida con el camisón de la tribu, sino que conocía los secretos más anti­guos de su sangre.

Cuando Ulises volvió a la casa con los hierros de podar, su madre le pidió la medicina de las cuatro, que estaba en una mesita cercana. Tan pronto como él los tocó, el vaso y el frasco cambiaron de color. Luego tocó por simple travesura una jarra de cristal que estaba en la mesa con otros vasos, y también la lira se volvió azul. Su madre lo observó mientras tomaba la medicina, y cuando estuvo segura de que no era un delirio de su dolor le preguntó en lengua guajira:

—¿Desde cuándo te sucede?
—Desde que vinimos del desierto —dijo Ulises, también en guajiro—. Es sólo con las cosas de vidrio.
Para demostrarlo, tocó uno tras otro los vasos que estaban en la mesa, y todos cambiaron de colo­res diferentes.
—Esas cosas sólo suceden por amor —dijo la madre—. ¿Quién es?
Ulises no contestó. Su padre, que no sabía la len­gua guajira, pasaba en ese momento por la terraza con un racimo de naranjas.
—¿De qué hablan? —le preguntó a Ulises en ho­landés.
—De nada especial —contestó Ulises.
La madre de Ulises no sabía el holandés. Cuando su marido entró en la casa, le preguntó al hijo en gua­jiro:
—¿Qué te dijo?
—Nada especial —dijo Ulises.
Perdió de vista a su padre cuando entró en la casa, pero lo volvió a ver por una ventana dentro de la oficina. La madre esperó hasta quedarse a solas con Ulises, y entonces insistió:
—Dime quién es.
—No es nadie —dijo Ulises.
Contestó sin atención, porque estaba pendiente de los movimientos de su padre dentro de la oficina. Lo había visto poner las naranjas sobre la caja ce caudales para componer la clave de la combinad Pero mientras él vigilaba a su padre, su madre lo vigi­laba a él.
—Hace mucho tiempo que no comes pan —ob­servó ella.
—No me gusta.

El rostro de la madre adquirió de pronto un; vacidad insólita. «Mentira», dijo. «Es porque estás mal de amor, y los que están así no pueden comer pan.» Su voz, como sus ojos, habían pasado de la sú­plica a la amenaza.
—Más vale que me digas quién es —dijo—. doy a la fuerza unos baños de purificación.
En la oficina, el holandés abrió la caja de cauda­les, puso dentro las naranjas, y volvió a cerrar la puerta blindada. Ulises se apartó entonces de la vea -tana y le replicó a su madre con impaciencia.
—Ya te dije que no es nadie —dijo—. Si no me crees, pregúntaselo a mi papá.

El holandés apareció en la puerta de la oficina en­cendiendo la pipa de navegante, y con su biblia des­cosida bajo el brazo. La mujer le preguntó en caste­llano:
—¿A quién conocieron en el desierto?
—A nadie —le contestó su marido, un poco en las nubes—. Si no me crees, pregúntaselo a Ulises.

Se sentó en el fondo del corredor a chupar la pipa hasta que se le agotó la carga. Después abrió la biblia al azar y recitó fragmentos salteados durante casi dos horas en un holandés fluido y altisonante.

A media noche, Ulises seguía pensando con tanta intensidad que no podía dormir. Se revolvió en el chinchorro una hora más, tratando de dominar el dolor de los recuerdos, hasta que el propio dolor le cío la fuerza que le hacía falta para decidir. Entonces se puso los pantalones de vaquero, la camisa de cua­dros escoceses y las botas de montar, y saltó por la ventana y se fugó de la casa en la camioneta cargada de pájaros. Al pasar por la plantación arrancó las tres naranjas maduras que no había podido robarse en la urde.

Viajó por el desierto el resto de la noche, y al amanecer preguntó por pueblos y rancherías cuál era el rumbo de Eréndira, pero nadie le daba razón. Por fin le informaron que andaba detrás de la comitiva electoral del senador Onésimo Sánchez y que éste debía de estar aquel día en la Nueva Castilla. No lo encontró allí, sino en el pueblo siguiente, y ya Erén­dira no andaba con él, pues la abuela había consegui­do que el senador avalara su moralidad con una carta de su puño y letra, y se iba abriendo con ella las puertas mejor trancadas del desierto. Al tercer día se encontró con el hombre del correo nacional, y éste le indicó la dirección que buscaba.

—Van para el mar —le dijo—. Y apúrate, que la intención de la jodida vieja es pasarse para la isla de Aruba.

En ese rumbo, Ulises divisó al cabo de media jor­nada la carpa amplia y percudida que la abuela le ha­bía comprado a un circo en derrota. El fotógrafo errante había vuelto con ella, convencido de que en efecto el mundo no era tan grande como pensaba, y tenía instalados cerca de la carpa sus telones idílicos. Una banda de chupacobres cautivaba a los clientes de Eréndira con un vals taciturno.

Ulises esperó su turno para entrar, y lo primero que le llamó la atención fue el orden y la limpieza en el interior de la carpa. La cama de la abuela había re­cuperado su esplendor virreinal, la estatua del ángel estaba en su lugar junto al baúl funerario de los Amadises, y había además una bañera de peltre con patas de león. Acostada en su nuevo lecho de mar­quesina, Eréndira estaba desnuda y plácida, e irra­diaba un fulgor infantil bajo la luz filtrada de la car­pa. Dormía con los ojos abiertos. Ulises se detuvo junto a ella, con las naranjas en la mano, y advirtió que lo estaba mirando sin verlo. Entonces pasó la mano frente a sus ojos y la llamó con el nombre que había inventado para pensar en ella: —Arídnere.

Eréndira despertó. Se sintió desnuda frente a Ulises, hizo un chillido sordo y se cubrió con la sá­bana hasta la cabeza.
—No me mires —dijo—. Estoy horrible.
—Estás toda color de naranja —dijo Ulises. Puso las frutas a la altura de sus ojos para que ella compa­rara—. Mira.
Eréndira se descubrió los ojos y comprobó que en efecto las naranjas tenían su color.
—Ahora no quiero que te quedes —dijo.
—Sólo entré para mostrarte esto —dijo Ulises—. Fíjate.

Rompió una naranja con las uñas, la partió con las dos manos, y le mostró a Eréndira el interior: cla­vado en el corazón de la fruta había un diamante le­gítimo.
—Éstas son las naranjas que llevamos a la fronte­ra—dijo.
—¡Pero son naranjas vivas! —exclamó Eréndira. —Claro —sonrió Ulises—. Las siembra mi papá.

Eréndira no lo podía creer. Se descubrió la cara, cogió el diamante con los dedos y lo contempló asombrada.
—Con tres asile damos la vuelta al mundo —dijo Ulises.
Eréndira le devolvió el diamante con un aire de desaliento. Ulises insistió.
—Además tengo una camioneta —dijo—. Y ade­más... ¡Mira!
Se sacó de debajo de la camisa una pistola arcaica.
—No puedo irme antes de diez años —dijo Eréndira.
—Te irás —dijo Ulises—. Esta noche, cuando se duerma la ballena blanca, yo estaré ahí fuera, cantan­do como la lechuza.

Hizo una imitación tan real del canto de la lechu­za, que los ojos de Eréndira sonrieron por prime­ra vez.
Es mi abuela —dijo.
—¿La lechuza?
—La ballena.
Ambos se rieron del equívoco, pero Eréndira re­tomó el hilo.
—Nadie puede irse para ninguna parte sin per­miso de su abuela.
—No hay que decirle nada.
—De todos modos lo sabrá —dijo Eréndira—: ella sueña las cosas.
—Cuando empiece a soñar que te vas, ya estare­mos del otro lado de la frontera. Pasaremos como los contrabandistas... —dijo Ulises.

Empuñando la pistola con un dominio de atar-bán de cine imitó el sonido de los disparos para em­bullar a Eréndira con su audacia. Ella no dijo ni que sí ni que no, pero sus ojos suspiraron, y despidió a Ulises con un beso. Ulises, conmovido, murmuró:
—Mañana veremos pasar los buques.

Aquella noche, poco después de las siete, Eréndi­ra estaba peinando a la abuela cuando volvió a soplar el viento de su desgracia. Al abrigo de la carpa esta­ban los indios cargadores y el director de la charanga esperando el pago de su sueldo. La abuela acabó de contar los billetes de un arcón que tenía a su'alcance, y después de consultar un cuaderno de cuentas le pagó al mayor de los indios.
—Aquí tienes —le dijo—: veinte pesos la sema­na, menos ocho de la comida, menos tres del agua, menos cincuenta centavos a buena cuenta de las ca­misas nuevas, son ocho con cincuenta. Cuéntalos bien.

El indio mayor contó el dinero, y todos se retira­ron con una reverencia. —Gracias, blanca.

El siguiente era el director de los músicos. La abuela consultó el cuaderno de cuentas, y se dirigió al fotógrafo, que estaba tratando de remendar el fue­lle de la cámara con pegotes de gutapercha.
—En qué quedamos —le dijo—, ¿pagas o no pa­gas la cuarta parte de la música?

El fotógrafo ni siquiera levantó la cabeza para contestar.
—La música no sale en los retratos.
—Pero despierta a la gente las ganas de retratarse —replicó la abuela.
—Al contrario —dijo el fotógrafo—, les recuer­da a los muertos, y luego salen en los retratos con los ojos cerrados.
El director de la charanga intervino.

—Lo que hace cerrar los ojos no es la música —dijo—, son los relámpagos de retratar de noche.
—Es la música —insistió el fotógrafo.

La abuela le puso término a la disputa. «No seas truñuño», le dijo al fotógrafo. «Fíjate lo bien que le va al senador Onésimo Sánchez, y es gracias a los mú­sicos que lleva.» Luego, de un modo duro, concluyó:
—De modo que pagas la parte que te corres­ponde, o sigues solo con tu destino. No es justo que esa pobre criatura lleve encima todo el peso de los gastos.
—Sigo solo con mi destino —dijo el fotógrafo—. Al fin y al cabo, yo lo que soy es un artista.

La abuela se encogió de hombros y se ocupó del músico. Le entregó un mazo de billetes, de acuerdo con la cifra escrita en el cuaderno.
—Doscientas cincuenta y cuatro piezas —le dijo— a cincuenta centavos cada una, más treinta y dos en domingos y días feriados, a sesenta centavos cada una, son ciento cincuenta y seis con veinte.

El músico no recibió el dinero.
—Son ciento ochenta y dos con cuarenta —dijo—. Los valses son más caros.
—¿Y eso por qué?
—Porque son más tristes —dijo el músico.
La abuela lo obligó a que cogiera el dinero.
—Pues esta semana nos tocas dos piezas alegres por cada vals que te debo, y quedamos en paz.

El músico no entendió la lógica de la abuela, pero aceptó las cuentas mientras desenredaba el enredo. En ese instante, el viento despavorido estuvo a punto de desarraigar la carpa, y en el silencio que dejó a su paso se escuchó en el exterior, nítido y lúgubre, el canto de la lechuza.

Eréndira no supo qué hacer para disimular su turbación. Cerró el arca del dinero y la escondió de­bajo de la cama, pero la abuela le conoció el temor en la mano cuando le entregó la llave. «No te asustes», le dijo. «Siempre hay lechuzas en las noches de vien­to.» Sin embargo no dio muestras de igual convic­ción cuando vio salir al fotógrafo con la cámara a cuestas.

—Si quieres, quédate hasta mañana —le dijo—, la muerte anda suelta esta noche.
También el fotógrafo percibió el canto de la le­chuza pero no cambió de parecer.
—Quédate, hijo —insistió la abuela—, aunque sea por el cariño que te tengo.
—Pero no pago la música —dijo el fotógrafo.
—Ah, no —dijo la abuela—. Eso no.
—¿Ya ve? —dijo el fotógrafo—. Usted no quiere a nadie.
La abuela palideció de rabia.
—Entonces lárgate—dijo—. ¡Malnacido!
Se sentía tan ultrajada, que siguió despotricando contra él mientras Eréndira la ayudaba a acostarse. «Hijo de mala madre», rezongaba. «Qué sabrá ese bastardo del corazón ajeno.» Eréndira no le puso atención, pues la lechuza la solicitaba con un apre­mio tenaz en las pausas del viento, y estaba atormen­tada por la incertidumbre. La abuela acabó de acos­tarse con el mismo ritual que era de rigor en la mansión antigua, y mientras la nieta la abanicaba se sobrepuso al rencor y volvió a respirar sus aires esté­riles.
—Tienes que madrugar —dijo entonces—, para que me hiervas la infusión del baño antes de que lle­gue la gente.
—Sí, abuela.
—Con el tiempo que te sobre, lava la muda sucia de los indios, y así tendremos algo más que descon­tarles la semana entrante.
—Sí, abuela —dijo Eréndira.
—Y duerme despacio para que no te canses, que mañana es jueves, el día más largo de la semana.
—Sí, abuela.
—Y le pones su alimento al avestruz.
—Sí, abuela —dijo Eréndira.

Dejó el abanico en la cabecera de la cama y en­cendió dos velas de altar frente al arcón de sus muertos. La abuela, ya dormida, le dio la orden atra­sada.
—No se te olvide prender las velas de los Amadises.
—Sí, abuela.

Eréndira sabía entonces que no despertaría, por­que había empezado a delirar. Oyó los ladridos del viento alrededor de la carpa, pero tampoco esa vez había reconocido el soplo de su desgracia. Se asomó a la noche hasta que volvió a cantar la lechuza, y su instinto de libertad prevaleció por fin contra el he­chizo de la abuela.

No había dado cinco pasos fuera de la carpa cuando encontró al fotógrafo que estaba amarrando sus aparejos en la parrilla de la bicicleta. Su sonrisa cómplice la tranquilizó.
—Yo no sé nada —dijo el fotógrafo—, no he vis­to nada ni pago la música.
Se despidió con una bendición universal. Eréndi­ra corrió entonces hacia el desierto, decidida para siempre, y se perdió en las tinieblas del viento donde cantaba la lechuza.

Esa vez la abuela recurrió de inmediato a la auto­ridad civil. El comandante del retén local saltó del chinchorro a las seis de la mañana, cuando ella le puso ante los ojos la carta del senador. El padre de Ulises esperaba en la puerta.
—Cómo carajo quiere que la lea —gritó el co­mandante— si no sé leer.
—Es una carta de recomendación del senador Onésimo Sánchez —dijo la abuela.

Sin más preguntas, el comandante descolgó un rifle que tenía cerca del chinchorro y empezó a gritar órdenes a sus agentes. Cinco minutos después esta­ban todos dentro de una camioneta militar, volando hacia la frontera, con un viento contrario que borra­ba las huellas de los fugitivos. En el asiento delan­tero, junto al conductor, viajaba el comandante. De­trás estaba el holandés con la abuela, y en cada estri­bo iba un agente armado.
Muy cerca del pueblo detuvieron una caravana de camiones cubiertos con lona impermeable. Varios hombres que viajaban ocultos en la plataforma de carga levantaron la lona y apuntaron a la camioneta con ametralladoras y rifles de guerra. El comandante le preguntó al conductor del primer camión a qué distancia había encontrado una camioneta de granja cargada de pájaros.

El conductor arrancó antes de contestar.
—Nosotros no somos chivatos —dijo indigna­do—. Somos contrabandistas.
El comandante vio pasar muy cerca de sus ojos los cañones ahumados de las ametralladoras, alzó los brazos y sonrió.
—Por lo menos —les gritó— tengan la vergüen­za de no circular a pleno sol.

El último camión llevaba un letrero en la defensa posterior: Pienso en ti, Eréndira.

El viento se iba haciendo más árido a medida que avanzaban hacia el norte, y el sol era más bravo con el viento, y costaba trabajo respirar por el calor y el polvo dentro de la camioneta cerrada.

La abuela fue la primera que divisó al fotógrafo: pedaleaba en el mismo sentido en que ellos volaban, sin más amparo contra la insolación que un pañuelo amarrado en la cabeza.

—Ahí está —lo señaló—; ése fue el cómplice. Malnacido.
El comandante le ordenó a uno de los agentes del estribo que se hiciera cargo del fotógrafo.
—Agárralo y nos esperas aquí —le dijo—. Ya volvemos.

El agente saltó del estribo y le dio al fotógrafo dos voces de alto. El fotógrafo no lo oyó por el vien­to contrario. Cuando la camioneta se le adelantó, la abuela le hizo un gesto enigmático, pero él lo con­fundió con un saludo, sonrió, y le dijo adiós con la mano. No oyó el disparo. Dio una voltereta en el aire y cayó muerto sobre la bicicleta con la cabeza destrozada por una bala de rifle que nunca supo de dónde le vino.

Antes del mediodía empezaron a ver las plumas. Pasaban en el viento, y eran plumas de pájaros nue­vos, y el holandés las conoció porque eran las de sus pájaros desplumados por el viento. El conductor co-rrigió el rumbo, hundió a fondo el pedal, y antes de media hora divisaron la camioneta en el horizonte.

Cuando Ulises vio aparecer un carro militar en el espejo retrovisor, hizo un esfuerzo por aumentar la distancia, pero el motor no daba para más. Habían viajado sin dormir y estaban estragados de cansancio y de sed. Eréndira, que dormitaba en el hombro de Ulises, despertó asustada. Vio la camioneta que esta­ba a punto de alcanzarlos y con una determinación candida cogió la pistola de la guantera.

—No sirve —dijo Ulises—. Era de Francis Drake.
La martilló varias veces y la tiró por la ventana. La patrulla militar se le adelantó a la destartalada ca­mioneta cargada de pájaros desplumados por el vien­to, hizo una curva forzada, y le cerró el camino.

Las conocí por esa época, que fue la de más gran­de esplendor, aunque no había de escudriñar los pormenores de su vida sino muchos años después, cuando Rafael Escalona reveló en una canción el desenlace terrible del drama y me pareció que era bueno para contarlo. Yo andaba vendiendo enci­clopedias y libros de medicina por la provincia de Riohacha. Alvaro Cepeda Samudio, que andaba también por esos rumbos vendiendo máquinas de cerveza helada, me llevó en su camioneta por los pueblos del desierto con la intención de hablarme de no sé qué cosa, y hablamos tanto de nada y toma­mos tanta cerveza que sin saber cuándo ni por dón­de atravesamos el desierto entero y llegamos hasta la frontera. Allí estaba la carpa del amor errante, bajo los lienzos de letreros colgados: Eréndira es mejor. Vaya y vuelva. Eréndira lo espera. Esto no es vida sin Eréndira. La fila interminable y ondulante, com­puesta por hombres de razas y condiciones diversas, parecía una serpiente de vértebras humanas que dor­mitaba a través de solares y plazas, por entre bazares abigarrados y mercados ruidosos, y se salía de las calles de aquella ciudad fragorosa de traficantes de paso. Cada calle era un garito público, cada casa una cantina, cada puerta un refugio de prófugos. Las nu­merosas músicas indescifrables y los pregones grita­dos formaban un solo estruendo de pánico en el ca­lor alucinante.

Entre la muchedumbre de apatridas y vividores estaba Blacamán el bueno, trepado en una mesa, pi­diendo una culebra de verdad para probar en carne propia un antídoto de su invención. Estaba la mujer que se había convertido en araña por desobedecer a sus padres, que por cincuenta centavos se dejaba to­car para que vieran que no había engaño y contesta­ba las preguntas que quisieran hacerle sobre su des­ventura. Estaba un enviado de la vida eterna que anunciaba la venida inminente del pavoroso murcié­lago sideral, cuyo ardiente resuello de azufre habría de trastornar el orden de la naturaleza, y haría salir a flote los misterios del mar.

El único remanso de sosiego era el barrio de tole­rancia, a donde sólo llegaban los rescoldos del fragor urbano. Mujeres venidas de los cuatro cuadrantes de la rosa náutica bostezaban de tedio en los abandona­dos salones de baile. Habían hecho la siesta sentadas, sin que nadie las despertara para quererlas, y seguían esperando al murciélago sideral bajo los ventiladores de aspas atornilladas en el cielo raso. De pronto, una de ellas se levantó, y fue a una galería de trinitarias que daba sobre la calle. Por allí pasaba la fila de los pretendientes de Eréndira.
—A ver —les gritó la mujer—. ¿Qué tiene ésa que no tenemos nosotras?
—Una carta de un senador —gritó alguien.
Atraídas por los gritos y las carcajadas, otras mu­jeres salieron a la galería.
—Hace días que esa cola está así —dijo una de ellas—. Imagínate, a cincuenta pesos cada uno.
La que había salido primero decidió:
—Pues yo me voy a ver qué es lo que tiene de oro esa sietemesina.
—Yo también —dijo otra—. Será mejor que es­tar aquí calentando gratis el asiento.

En el camino, se incorporaron otras, y cuando llegaron a la tienda de Eréndira habían integrado una comparsa bulliciosa.

Entraron sin anunciarse, espan­taron a golpes de almohadas al hombre que encon­traron gastándose lo mejor que podía el dinero que había pagado, y cargaron la cama de Eréndira y la sa­caron en andas a la calle.
—Esto es un atropello —gritaba la abuela—. ¡Cáfila de desleales! ¡Montoneras! —Y luego, contra los hombres de la fila—: Y ustedes, pollerones, dón­de tienen las criadillas que permiten este abuso con­tra una pobre criatura indefensa. ¡Maricas!

Siguió gritando hasta donde le daba la voz, re­partiendo tramojazos de báculo contra quienes se pusieran a su alcance, pero su cólera era inaudible entre los gritos y las rechiflas de la muchedumbre.

Eréndira no pudo escapar del escarnio porque se lo impidió la cadena de perro con que la abuela la en­cadenaba de un travesaño de la cama desde que trató de fugarse. Pero no le hicieron ningún daño. La mos­traron en su altar de marquesina por las calles de más estrépito, como el paso alegórico de la penitente en­cadenada, y al final la pusieron en cámara ardiente en el centro de la plaza mayor. Eréndira estaba enrosca­da, con la cara escondida pero sin llorar, y así perma­neció en el sol terrible de la plaza, mordiendo de ver­güenza y de rabia la cadena de perro de su mal destino, hasta que alguien le hizo la caridad de tapar­la con una camisa.

Esa fue la única vez que las vi, pero supe que ha­bían permanecido en aquella ciudad fronteriza bajo el amparo de la fuerza pública hasta que reventaron las arcas de la abuela, y que entonces abandonaron el desierto hacia el rumbo del mar. Nunca se vio tanta opulencia junta por aquellos reinos de pobres. Era un desfile de carretas tiradas por bueyes, sobre las cuales se amontonaban algunas réplicas de paco­tilla de la parafernalia extinguida con el desastre de la mansión, y no sólo los bustos imperiales y los re­lojes raros, sino también un piano de ocasión y una vitrola de manigueta con los discos de la nostalgia. Una recua de indios se ocupaba de la carga, y una banda de músicos anunciaba en los pueblos su llega­da triunfal.

La abuela viajaba en un palanquín con guirnaldas de papel, rumiando los cereales de la faltriquera, a la sombra de un palio de iglesia. Su tamaño monumen­tal había aumentado, porque usaba debajo de la blu­sa un chaleco de lona de velero, en el cual se metía los lingotes de oro como se meten las balas en un cinturón de cartucheras. Eréndira estaba junto a ella, ves­tida de géneros vistosos y con estoperoles colgados, pero todavía con la cadena de perro en el tobillo.
—No te puedes quejar —le había dicho la abuela al salir de la ciudad fronteriza—. Tienes ropas de rei­na, una cama de lujo, una banda de música propia, y catorce indios a tu servicio. ¿No te parece esplén­dido?
—Sí, abuela.
—Cuando yo te falte —prosiguió la abuela—, no quedarás a merced de los hombres, porque tendrás tu casa propia en una ciudad de importancia. Serás li­bre y feliz.

Era una visión nueva e imprevista del porvenir. En cambio no había vuelto a hablar de la deuda de ori­gen, cuyos pormenores se retorcían y cuyos plazos aumentaban a medida que se hacían más intrincadas las cuentas del negocio. Sin embargo, Eréndira no emitió un suspiro que permitiera vislumbrar su pen­samiento. Se sometió en silencio al tormento de la cama en los charcos de salitre, en el sopor de los pue­blos lacustres, en el cráter lunar de las minas de talco, mientras la abuela le cantaba la visión del futuro como si la estuviera descifrando en las barajas. Una tarde, al final de un desfiladero opresivo, percibieron un vien­to de laureles antiguos, y escucharon piltrafas de diá­logos de Jamaica, y sintieron unas ansias de vida, y un nudo en el corazón, y era que habían llegado al mar.

—Ahí lo tienes —dijo la abuela, respirando la luz de vidrio del Caribe al cabo de media vida de destie­rro—. ¿No te gusta?
—Sí, abuela.

Allí plantaron la carpa. La abuela pasó la noche hablando sin soñar, y a veces confundía sus nostal­gias con la clarividencia del porvenir. Durmió hasta más tarde que de costumbre y despertó sosegada por el rumor del mar. Sin embargo, cuando Eréndira la estaba bañando volvió a hacerle pronósticos sobre el futuro, y era una clarividencia tan febril que parecía un delirio de vigilia.

—Serás una dueña señorial —le dijo—. Una dama de alcurnia venerada por tus protegidas, y complacida y honrada por las más altas autoridades. Los capitanes de los buques te mandarán postales desde todos los puertos del mundo.

Eréndira no la escuchaba. El agua tibia perfuma­da de orégano chorreaba en la bañera por un canal alimentado desde el exterior. Eréndira la recogía con una totuma impenetrable, sin respirar siquiera, y se la echaba a la abuela con una mano mientras la jabo­naba con la otra.
—El prestigio de tu casa volará de boca en boca desde el cordón de las Antillas hasta los reinos de Holanda —decía la abuela—. Y ha de ser más impor­tante que la casa presidencial, porque en ella se dis­cutirán los asuntos del gobierno y se arreglará el des­tino de la nación.
De pronto el agua se extinguió en el canal. Erén­dira salió de la carpa para averiguar qué pasaba, y vio que el indio encargado de echar el agua en el canal es­taba cortando leña en la cocina.
—Se acabó —dijo el indio—. Hay que enfriar más agua.

Eréndira fue hasta la hornilla donde había otra olla grande con hojas aromáticas hervidas. Se envol­vió las manos en un trapo, y comprobó que podía le­vantar la olla sin ayuda del indio.
—Vete —le dijo—. Yo echo el agua.
Esperó hasta que el indio saliera de la cocina. En­tonces quitó del fuego la olla hirviente, la levantó con mucho trabajo hasta la altura de la canal, y ya iba a echar el agua mortífera cuando la abuela gritó en el interior de la carpa:
—¡Eréndira!
Fue como si la hubiera visto. La nieta, asustada por el grito, se arrepintió en el instante final.
—Ya voy, abuela —dijo—. Estoy enfriando el agua.
Aquella noche estuvo cavilando hasta muy tarde, mientras la abuela cantaba dormida con el chaleco de oro. Eréndira la contempló desde su cama con unos ojos intensos que parecían de gato en la penumbra. Luego se acostó como un ahogado, con los brazos en el pecho y los ojos abiertos, y llamó con toda la fuer­za de su voz interior: —Ulises.

Ulises despertó de golpe en la casa del naranjal. Había oído la voz de Eréndira con tanta claridad, que la buscó en las sombras del cuarto. Al cabo de un instante de reflexión, hizo un rollo con sus ropas y sus zapatos, y abandonó el dormitorio. Había atra­vesado la terraza cuando lo sorprendió la voz de su padre:
—Para dónde vas.
Ulises lo vio iluminado de azul por la luna.
—Para el mundo —contestó.
—Esta vez no te lo voy a impedir —dijo el ho­landés—. Pero te advierto una cosa: a dondequiera que vayas te perseguirá la maldición de tu padre.
—Así sea —dijo Ulises.

Sorprendido, y hasta un poco orgulloso por la resolución del hijo, el holandés lo siguió por el na­ranjal enlunado con una mirada que poco a poco em­pezaba a sonreír. Su mujer estaba a sus espaldas con su modo de estar de india hermosa. El holandés ha­bló cuando Ulises cerró el portal.
—Ya volverá —dijo— apaleado por la vida, más pronto de lo que tú crees.
—Eres muy bruto —suspiró ella—. No volverá nunca.

En esa ocasión, Ulises no tuvo que preguntarle a nadie por el rumbo de Eréndira. Atravesó el desierto escondido en camiones de paso, robando para comer y para dormir, y robando muchas veces por el puro placer del riesgo, hasta que encontró la carpa en otro pueblo de mar, desde el cual se veían los edificios de vidrio de una ciudad iluminada, y donde resonaban los adioses nocturnos de los buques que zarpaban para la isla de Aruba. Eréndira estaba dormida, en­cadenada al travesaño, y en la misma posición de ahogado a la deriva en que lo había llamado. Ulises permaneció contemplándola un largo rato sin des­pertarla, pero la contempló con tanta intensidad que Eréndira despertó. Entonces se besaron en la oscuri­dad, se acariciaron sin prisas, se desnudaron hasta la fatiga, con una ternura callada y una dicha recóndita que se parecieron más que nunca al amor.

En el otro extremo de la carpa, la abuela dormida dio una vuelta monumental y empezó a delirar.
—Eso fue por los tiempos en que llegó el barco griego —dijo—. Era una tripulación de locos que ha­cían felices a las mujeres y no les pagaban con dinero sino con esponjas, unas esponjas vivas que después andaban caminando por dentro de las casas, gimien­do como enfermos de hospital y haciendo llorar a los niños para beberse las lágrimas.
Se incorporó con un movimiento subterráneo, y se sentó en la cama.
—Entonces fue cuando llegó él, Dios mío —gri­tó—, más fuerte, más grande y mucho más hombre que Amadís.
Ulises, que hasta entonces no había prestado atención al delirio, trató de esconderse cuando vio a la abuela sentada en la cama. Eréndira lo tranquilizó.
—Tate quieto —le dijo—. Siempre que llega a esa parte se sienta en la cama, pero no despierta.
Ulises se acostó en su hombro.
—Yo estaba esa noche cantando con los marine­ros y pensé que era un temblor de tierra —continuó la abuela—. Todos debieron pensar lo mismo, por­que huyeron dando gritos, muertos de risa, y sólo quedó él bajo el cobertizo de astromelias. Recuerdo como si hubiera sido ayer que yo estaba cantando la canción que todos cantaban en aquellos tiempos. Hasta los loros en los patios cantaban.

Sin son ni ton, como sólo es posible cantar en los sueños, cantó las líneas de su amargura: Señor, Señor, devuélveme mi antigua inocencia para gozar su amor otra vez desde el principio.

Sólo entonces se interesó Ulises en la nostalgia de la abuela.
—Ahí estaba él —decía— con una guacamaya en el hombro y un trabuco de matar caníbales como lle­gó Guatarral a las Guayanas, y yo sentí su aliento de muerte cuando se plantó enfrente de mí, y me dijo: le he dado mil veces la vuelta al mundo y he visto a todas las mujeres de todas las naciones, así que tengo autoridad para decirte que eres la más altiva y la más servicial, la más hermosa de la tierra.

Se acostó de nuevo y sollozó en la almohada. Ulises y Eréndira permanecieron un largo rato en si­lencio mecidos en la penumbra por la respiración descomunal de la anciana dormida. De pronto, Eréndira preguntó sin un quebranto mínimo en la voz:
—¿Te atreverías a matarla? Tomado de sorpresa, Ulises no supo qué con­testar.
—Quién sabe —dijo—. ¿Tú te atreves?
—Yo no puedo —dijo Eréndira—, porque es mi abuela.
Entonces Ulises observó otra vez el enorme cuerpo dormido, como midiendo su cantidad de vida, y decidió:
—Por ti soy capaz de todo.

Ulises compró una libra de veneno para ratas, la re­volvió con nata de leche y mermelada de frambuesa, y vertió aquella crema mortal dentro de un pastel al que le había sacado su relleno de origen. Después le puso encima una crema más densa, componiéndolo con una cuchara hasta que no quedó ningún rastro de la maniobra siniestra, y completó el engaño con setenta y dos velitas rosadas.

La abuela se incorporó en el trono blandiendo el báculo amenazador cuando lo vio entrar en la carpa con el pastel de fiesta.
—Descarado gritó—. ¡Cómo te atreves a po­ner los pies en esta casa!
Ulises se escondió detrás de su cara de ángel.
—Vengo a pedirle perdón —dijo—, hoy día de su cumpleaños.
Desarmada por su mentira certera, la abuela hizo poner la mesa como para una cena de bodas. Sentó a Ulises a su diestra, mientras Eréndira les ser­vía, y después de apagar las velas con un soplo arra-sador cortó el pastel en partes iguales. Le sirvió a Ulises.
—Un hombre que sabe hacerse perdonar tiene ganada la mitad del cielo —dijo—. Te dejo el primer pedazo, que es el de felicidad.
—No me gusta el dulce —dijo él—. Que le apro­veche.

La abuela le ofreció a Eréndira otro pedazo de pastel. Ella se lo llevó a la cocina y lo tiró en la caja de la basura.

La abuela se comió sola todo el resto. Se metía los pedazos enteros en la boca y se los tragaba sin masticar, gimiendo de gozo, y mirando a Ulises des­de el limbo de su placer. Cuando no hubo más en su plato se comió también el que Ulises había despre­ciado. Mientras masticaba el último trozo, recogía con los dedos y se metía en la boca las migajas del mantel.

Había comido arsénico como para exterminar una generación de ratas. Sin embargo, tocó el piano y cantó hasta la media noche, se acostó feliz, y concilio un sueño natural. El único signo nuevo fue un rastro pedregoso en su respiración.

Eréndira y Ulises la vigilaron desde la otra cama, y sólo esperaban su estertor final. Pero la voz fue tan viva como siempre cuando empezó a delirar.
—¡Me volvió loca, Dios mío, me volvió loca! —gritó—. Yo ponía dos trancas en el dormitorio para que no entrara, ponía el tocador y la mesa con­tra la puerta y las sillas sobre la mesa, y bastaba con que él diera un golpecito con el anillo para que los parapetos se desbarataran, las sillas se bajaban solas de la mesa, la mesa y el tocador se apartaban solos, las trancas se salían solas de las argollas.

Eréndira y Ulises la contemplaban con un asom­bro creciente, a medida que el delirio se volvía más profundo y dramático, y la voz más íntima.

—Yo sentía que me iba a morir, empapada en su­dor de miedo, suplicando por dentro que la puerta se abriera sin abrirse, que él entrara sin entrar, que no se fuera nunca pero que tampoco volviera jamás, para no tener que matarlo.

Siguió recapitulando su drama durante varias ho­ras, hasta en sus detalles más ínfimos, como si lo hu­biera vuelto a vivir en el sueño. Poco antes del ama­necer se revolvió en la cama y la voz se le quebró con la inminencia de los sollozos.
—Yo lo previne, y se rió —gritaba—, lo volví a prevenir y volvió a reírse, hasta que abrió los ojos aterrados, diciendo, ¡ay reina!, ¡ay reina!, y la voz no le salió por la boca sino por la cuchillada de la gar­ganta.
Ulises, espantado con la tremenda evocación de la abuela, se agarró de la mano de Eréndira.
—¡Vieja asesina! —exclamó.
Eréndira no le prestó atención porque en ese ins­tante empezó a despuntar el alba. Los relojes dieron las cinco.
—¡Vete! —dijo Eréndira—. Ya va a despertar.
—Está más viva que un elefante —exclamó Uli­ses—. ¡No puede ser!
Eréndira lo atravesó con una mirada mortal.
—Lo que pasa —dijo— es que tú no sirves ni para matar a nadie.
Ulises se impresionó tanto con la crudeza del re­proche, que se evadió de la carpa. Eréndira continuó observando a la abuela dormida, con su odio secreto, con la rabia de la frustración, a medida que se alzaba el amanecer y se iba despertando el aire de los pája­ros. Entonces la abuela abrió los ojos y la miró con una sonrisa plácida.
—Dios te salve, hija.

El único cambio notable fue un principio de de­sorden en las normas cotidianas. Era miércoles, pero la abuela quiso un traje de domingo, decidió que Eréndira no recibiera ningún cliente antes de las once, y le pidió que le pintara las uñas de color gra­nate y le hiciera un peinado de pontifical.
—Nunca había tenido tantas ganas de retratarme —exclamó.

Eréndira empezó a peinarla, pero al pasar el peine de desenredar se quedó entre los dientes un mazo de cabellos. Se lo mostró asustada a la abuela. Ella lo exa­minó, trató de arrancarse otro mechón con los dedos, y otro arbusto de pelos se le quedó en la mano. Lo tiró al suelo y probó otra vez, y se arrancó un mechón más grande. Entonces empezó a arrancarse el cabello con las dos manos, muerta de risa, arrojando los puñados en el aire con un júbilo incomprensible, hasta que la cabeza le quedó como un coco pelado.

Eréndira no volvió a tener noticias de Ulises has­ta dos semanas más tarde, cuando percibió fuera de la carpa el reclamo de la lechuza. La abuela había em­pezado a tocar el piano, y estaba tan absorta en su nostalgia que no se daba cuenta de la realidad. Tenía en la cabeza una peluca de plumas radiantes.
Eréndira acudió al llamado y sólo entonces des­cubrió la mecha de detonante que salía de la caja del piano y se prolongaba por entre la maleza y se perdía en la oscuridad. Corrió hacia donde estaba Ulises, se escondió junto a él entre los arbustos, y ambos vie­ron con el corazón oprimido la llamita azul que se fue por la mecha del detonante, atravesó el espacio oscuro y penetró en la carpa.
—Tápate los oídos —dijo Ulises.
—Es un buen anuncio —mintió—. Los pavorreales de los sueños son animales de larga vida.
—Dios te oiga —dijo la abuela—, porque esta­mos otra vez como al principio. Hay que empezar de nuevo.

Eréndira no se alteró. Salió de la carpa con el pla­tón de las compresas, y dejó a la abuela con el torso embebido de claras de huevo, y el cráneo embadur­nado de mostaza. Estaba echando más claras de hue­vo en el platón, bajo el cobertizo de palmas que ser­vía de cocina, cuando vio aparecer los ojos de Ulises por detrás del fogón como lo vio la primera vez de­trás de su cama. No se sorprendió, sino que le dijo con una voz de cansancio:
—Lo único que has conseguido es aumentarme la deuda.

Los ojos de Ulises se turbaron de ansiedad. Per­maneció inmóvil, mirando a Eréndira en silencio, viéndola partir los huevos con una expresión fija, de absoluto desprecio, como si él no existiera. Al cabo de un momento, los ojos se movieron, revisaron las cosas de la cocina, las ollas colgadas, las ristras de achiote, los platos, el cuchillo de destazar. Ulises se incorporó, siempre sin decir nada, y entró bajo el co­bertizo y descolgó el cuchillo.

Eréndira no se volvió a mirarlo, pero en el mo­mento en que Ulises abandonaba el cobertizo, le dijo en voz muy baja:
—Ten cuidado, que ya tuvo un aviso de la muer­te. Soñó con un pavorreal en una hamaca blanca.
La abuela vio entrar a Ulises con el cuchillo, y haciendo un supremo esfuerzo se incorporó sin ayu­da del báculo y levantó los brazos.
—¡Muchacho! —gritó—. Te volviste loco.
—Es un buen anuncio —mintió—. Los pavorreales de los sueños son animales de larga vida.
—Dios te oiga —dijo la abuela—, porque esta­mos otra vez como al principio. Hay que empezar de nuevo.
Eréndira no se alteró. Salió de la carpa con el pla­tón de las compresas, y dejó a la abuela con el torso embebido de claras de huevo, y el cráneo embadur­nado de mostaza. Estaba echando más claras de hue­vo en el platón, bajo el cobertizo de palmas que ser­vía de cocina, cuando vio aparecer los ojos de Ulises por detrás del fogón como lo vio la primera vez de­trás de su cama. No se sorprendió, sino que le dijo con una voz de cansancio:
—Lo único que has conseguido es aumentarme la deuda.

Los ojos de Ulises se turbaron de ansiedad. Per­maneció inmóvil, mirando a Eréndira en silencio, viéndola partir los huevos con una expresión fija, de absoluto desprecio, como si él no existiera. Al cabo de un momento, los ojos se movieron, revisaron las cosas de la cocina, las ollas colgadas, las ristras de achiote, los platos, el cuchillo de destazar. Ulises se incorporó, siempre sin decir nada, y entró bajo el co­bertizo y descolgó el cuchillo.

Eréndira no se volvió a mirarlo, pero en el mo­mento en que Ulises abandonaba el cobertizo, le dijo en voz muy baja:
—Ten cuidado, que ya tuvo un aviso de la muer­te. Soñó con un pavorreal en una hamaca blanca.

La abuela vio entrar a Ulises con el cuchillo, y haciendo un supremo esfuerzo se incorporó sin ayu­da del báculo y levantó los brazos.
—¡Muchacho! —gritó—. Te volviste loco.

Ulises le saltó encima y le dio una cuchillada cer­tera en el pecho desnudo. La abuela lanzó un gemi­do, se le echó encima y trató de estrangularlo con sus potentes brazos de oso.

—Hijo de puta —gruñó—. Demasiado tarde me doy cuenta que tienes cara de ángel traidor.
No pudo decir nada más porque Ulises logró li­berar la mano con el cuchillo y le asestó una segunda cuchillada en el costado. La abuela soltó un gemido recóndito y abrazó con más fuerza al agresor. Ulises asestó un tercer golpe, sin piedad, y un chorro de sangre expulsada a alta presión le salpicó la cara: era una sangre oleosa, brillante y verde, igual que la miel de menta.

Eréndira apareció en la entrada con el platón en la mano, y observó la lucha con una impavidez cri­minal.
Grande, monolítica, gruñendo de dolor y de ra­bia, la abuela se aferró al cuerpo de Ulises. Sus bra­zos, sus piernas, hasta su cráneo pelado estaban ver­des de sangre. La enorme respiración de fuelle, trastornada por los primeros estertores, ocupaba todo el ámbito. Ulises logró liberar otra vez el brazo armado, abrió un tajo en el vientre, y una explosión de sangre lo empapó de verde hasta los pies. La abue­la trató de alcanzar el aire que ya le hacía falta para vivir, y se derrumbó de bruces. Ulises se soltó de los brazos exhaustos y sin darse un instante de tregua le asestó al vasto cuerpo caído la cuchillada final.
Eréndira puso entonces el platón en una mesa, se inclinó sobre la abuela, escudriñándola sin tocarla, y cuando se convenció de que estaba muerta, su rostro adquirió de golpe toda la madurez de persona mayor que no le habían dado sus veinte años de infortunio. Con movimientos rápidos y precisos, cogió el chale­co del oro y salió de la carpa.

Ulises permaneció sentado junto al cadáver, ago­tado por la lucha, y cuanto más trataba de limpiarse la cara, más se le embadurnaba de aquella materia verde y viva que parecía fluir de sus dedos. Sólo cuando vio salir a Eréndira con el chaleco del oro tomó conciencia de su estado.

La llamó a gritos pero no recibió ninguna res­puesta. Se arrastró hasta la entrada de la carpa, y vio que Eréndira empezaba a correr por la orilla del mar en dirección opuesta a la de la ciudad. Entonces hizo un último esfuerzo para perseguirla, llamándola con unos gritos desgarrados que ya no eran de amante sino de hijo, pero lo venció el terrible agotamiento de haber matado a una mujer sin ayuda de nadie. Los indios de la abuela lo alcanzaron tirado bocabajo en la playa, llorando de soledad y de miedo.

Eréndira no lo había oído. Iba corriendo contra el viento, más veloz que un venado, y ninguna voz de este mundo la podía detener. Pasó corriendo sin volver la cabeza por el vapor ardiente de los charcos de salitre, por los cráteres de talco, por el sopor de los palafitos, hasta que se acabaron las ciencias natu­rales del mar y empezó el desierto, pero todavía si­guió corriendo con el chaleco del oro más allá de los vientos áridos y los atardeceres de nunca acabar, y jamás se volvió a tener la menor noticia de ella ni se encontró el vestigio más ínfimo de su desgracia.