jueves, 16 de mayo de 2013

Cuento "Piedra callada" de Marta Brunet


Cuando Esperanza dijo que quería casarse con Bernabé, la madre, en respuesta, le dio una paliza, manera bastante simple, pe­ro que ella estimaba infalible, para quitarle la idea de la cabeza. La muchacha no dio un grito y en cuanto pudo escapó a contarle a la patrona sus cuitas.

—iHasta cuándo no me va' ejar casarme! Cada vez que tengo un pretendiente me lo espanta. Al mocetón de los Machuca lo corretió a lo qu' es piedra de honda. Y sin contar con las apaliaduras que me da. Hable su mercé con ella y llámela a razón. Ando en los veinte años. ¿Es que me quere ejar pa vestir santos?

La patrona la miraba vagamente reflexiva. No era extraño que tuviera pretendientes, linda, bien enseñada, casi como una sirvientita pueblerina, que siempre había vivido allegada a las casas, bajo su protección.

—Pero ¿qué te dice ella?

—Agora no me ijo na. Me apalió no más. Pero otras veces ice qu' ella no mi'ha criado como una flor para que me coma el más burro. Cosas de veterana... Porque, al fin y al cabo, pue, patro­na, yo no soy más que una huasita pa casarse con uno d'estos laos.

—¿Y quién te pretende ahora?

Esperanza vaciló un segundo antes de responder:

—Bernabé, el de los Villares, el más guaina, el que trabaja en el palo parao, en los cercos.

—Pero si es una bestia... —exclamó la patrona después de una pausa para recordar al mozo.

—Yo lo quero harto... Claro qu'es así, medio lerdo, pero güeno y trabajaor como ni'uno. D'esto puee dar fe cualesquiera en el fun­do. Y sin vicios. Arreglao pa toas sus cosas. Es lerdo no más. Eso es too.
La patrona la miraba en suspenso, sin saber qué resolución to­mar, porque no era la primera vez que se le presentaba el caso que la muchachita venía a pedir auxilio para defenderse de la madre, que no admitía más voluntad que la suya. Y no era posi­ble que sistemáticamente se opusiera a que Esperanza se casara. Celos de madre que no tenía sino esa hija, viuda y bregando como una desesperada para criarla, ayudante del molinero al morir el marido, que por años sirvió ese puesto, y desempeñándose ella con tal pericia que en verdad era quien dirigía los trabajos.

Ambición de madre que tal vez quería un hombre con mayores posibilidades para marido de la muchacha y no aquellos cachazu­dos peones que nunca serían otra cosa. Pero ¿dónde hallar ese marido? Su mundo, lógicamente, tenía que ser aquél de campo entre montañas. Su destino, casarse con un mocetón allí nacido. Tener un rancho propio. ¿Qué más? Si, porque más que eso, que los mocetones hijos de los inquilinos, no había en el fundo hom­bre alguno soltero. ¿Dónde, entonces, encontrar un marido para Esperanza, que en verdad era superior inmensamente a su medio?

Y cansada de haber cavilado tanto sobre un asunto que le im­portaba un poco, no mucho, no estaba segura si mucho o poco, la patrona hizo una pregunta que creyó definitiva:

—¿Pero tú estás segura de querer a ese Bernabé? Esperanza hizo el gesto clásico de arrollar y desarrollar la punta del delantal y contestó sin ambages:           

—Patrona, de toos es el que más hei querío. A los otros los hei querío así no más. A éste lo quero harto. Es güeno y me quere harto tamién. Claro qu'es lerdo... —concluyó con apuro, porque la patrona la miraba sostenidamente, como si quisiera verle el fon­do del alma. Y en realidad no la miraba, entregada, como siempre, a sus propios vagos pensamientos.

—Bueno, bueno. Hablaré con tu madre.

—Claro que su mercé —y se puso muy zalamera y era así un en­canto, con los ojitos pequeños y muy rebrillosos, y con dos hoyue­los que se le marcaban en las mejillas tan de melocotón pelusiento, y tan arremangada la nariz, y por boca un mohín de niña que se sabe linda y especula con su lindeza— podía irle diciendo al patrón que nos diera rancho, porque así mi mamita no hallaría tanto que icir y ya teniendo rancho seguro, a Bernabé no lo mi­raría en menos naiden y es claro que too andaría al tiro mejor... Su mercé se lo ice al patrón, ¿no?

—Si, sí... Ya te conozco... Con lo buena que eres para los arrumacos... Ándate tranquila...

Se quedó pensando, así, yendo de una a otra nebulosa de ideas, que era su manera de pensar, que tal vez podía llevarse a Espe­ranza, a la ciudad, como sirvienta, o mandarla a la escuela, o que ayudara a la enfermera que cuidaba a su madre. Hizo un gestó con la mano, como si borrara algo frente a los ojos. No, resultaba aquello mucha responsabilidad. Con lo linda que era la mucha­cha... A lo mejor, en vez de casarla... —y de repente pensó en el chofer, tan excelente hombre, que tenía su hermana, soltero, que podía enamorarse de Esperanza y casarse con ella—; si, en vez de casarla, pasaba cualquiera de esas cosas feas, que se cree que sólo existen en las novelas o en los films y que de repente .se hallan también en la vida... Y la madre, la vieja Eufrasia, no iba nunca a dejarla irse, así fuera con ella. Y es claro que con la vieja. Eufra­sia y con Esperanza no iba a cargar. Aunque a lo mejor la vieja servía para lavandera o para hacer dulces o para abrir la verja cuando llegaban los coches. Volvió a hacer el gesto de borrar algo ante los ojos, algo que estaba allí sin forma. Y terminó por irse muy de prisa a su habitación, que de pronto recordó que era la hora del episodio radial tan lleno de inesperados acontecimientos.

Por cierto que olvidó hablar con Eufrasia. Pero Esperanza vino a la tarde siguiente y no cejó hasta conseguir que llamara a la madre y tuviera con ella una explicación. De la cual no se sacó nada, porque ese día la patrona estaba más en las nubes que de costumbre, perdida en su limbo, y la vieja quedó triunfante con sus respuestas y sus argumentos.

Era una vieja alta, huesuda, con el perfil corvino y una boca fina, apretados los labios y el inferior sellando una voluntad que sabía su meta, pero que sabía también llegar a ella por atajos, gateando, entre largas esperas, si el camino derecho se ponía di­ficultoso de obstáculos.

De regreso al molino, sin mayores explicaciones, le dio una pali­za a Esperanza. Con lo que ésta entendió que tenía que buscar otro apoyo si quería casarse con Bernabé.

Fue entonces a verse con el patrón, estampa de viejo cuño. Señor que parecía la réplica del abuelo que guerreara en la independen­cia. Le dijo Esperanza lo mismo que ya le había dicho a la patro­na. E inmediatamente el patrón hizo venir a Eufrasia. Diez minu­tos después salía del escritorio una vieja asequible que se cruzaba con Bernabé —también mandado a llamar por el patrón—, al que saludaba con frío comedimiento:

—Güenas tardes.

A lo que el hombre sólo atinó a contestar con un gruñido inin­teligible. Adentro el patrón le dijo:

—Bien. La Eufrasia está conforme con que te cases con la Espe­ranza. Eres serio y trabajador. Como el casado casa quiere, te voy a dar el rancho de don Valladares en la laguna. Valladares quiere venirse para acá, para estar cerca de la escuela y educar a su par­vada de chiquillos, deseo que me parece muy sensato. Te casas y te vas para arriba. El rancho es nuevo. Y allá tienes trabajo para años, qué todavía queda por cercar todo ese lado que linda con las termas. Ya hablaré con el administrador sobre las condiciones en que te irás. Y ahora a ser un hombre cabal y a portarse muy bien con la Esperanza.

Contestó Bernabé con otro gruñido ininteligible, dio dos o tres vueltas a la chupalla entre sus manazas, agachó la cabeza y como embistiendo se dirigió a la puerta. Parecía casi rectangular, con los hombros, horizontales y unos enormes píes cuyas puntas sé voltea­ban hacia afuera, colgantes los brazos y todo él anudado de fuer­tes músculos. Sobre ese cuerpo de gigante, la cabeza pequeña, re­donda, se alzaba sobre el cuello desproporcionadamente delgado, con la nuez enorme y temblona. Una frente estrecha, el pelo duro de escobillón, unos ojillos sesgados y apenas lucientes bajo los pe­sados párpados cautelosos, una boca de labios gruesos, un cutis lam­piño y entre todo ese conjunto negativo en que el espíritu parecía no hallar albergue, la inusitada belleza de unos albos dientes brillosos.

Al llegar al molino. Eufrasia dijo fría y firme a la hija, que la esperaba recelosa y ansiosa:

—El patrón quere que te casis con Bernabé. Te podís casar cuan­do se te antoje. Pero desde ese día no tenis más madre.

Fue un corto noviazgo entre los hoscos silencios de Eufrasia, la chachara de pájaro enloquecido de sol de la hija y el otro silencio del hombre, presencia que enardecía en ira a aquélla y que para Esperanza significaba dos oídos atentos a sus palabras, la acepta­ción de todos sus propósitos, una defensa latente para —¡al fin!— realizar su voluntad, haciendo caso omiso de la madre.

Bernabé fue al rancho, ya desalojado por don Valladares. Volvió diciendo, con sus palabras tartajosas, que estaba muy bien, que no necesitaba arreglo alguno, que el menaje que llevara a lomo de mula había llegado sanito.

Se casaron en el pequeño pueblo cercano, y ahí mismo —tan sólo los habían acompañado los testigos y padrinos, que Eufrasia fue terminante para decir que no quería festejos— enrumbaron los re­cién casados para el rancho, junto a la órbita azul de la laguna, en­tre las estribaciones de la cordillera.

Eufrasia se hizo más dura, más recóndita, más ahincada en su trabajo. Nada se sabía de la nueva pareja. La laguna quedaba en un extremo del fundo. El camino era tan sólo transitable hasta cierta altura por vehículos, y desde ese punto en que se entraba de lleno por desfiladeros entre montañas vírgenes, había una huella para caballares, tortuosa, vadeando torrenteras, yendo de uno a otro lado del río que lentamente cobraba caudal, hasta llegar al fondo de aquel anfiteatro de picachos, arremansándose para formar la tersa extensión de la laguna. De un lado la bordeaba la mon­taña, espesa, caída hasta dentro del agua; del otro se abría un an­gosto valle, y allí, en un altozano, estaba asentado el rancho, edifi­cio de madera, chato, rodeado de cobertizos y casillas. La laguna parecía ciega. Pero en un extremo las montañas curvaban un reco­do, se abrían estrechamente en un tajo y por ahí, fragorosamente, entre líquenes y enredaderas, en un ambiente de verde humedad, el agua se arrojaba precipicio abajo para, sobre el fondo de un nuevo cauce, seguir su tumultuosa búsqueda del mar.

Del lejano rancho no podía nadie traer noticias. Eufrasia parecía no aguardarlas. Nunca mentaba a la hija. Con un sordo rencor ha­cia ella. Con un sordo resentimiento hacia los patrones, que le impusieran ese matrimonio. Que fuera feliz o desgraciada le era igual. Se abroquelaba en esa indiferencia.

—No me importa .. . No me importa na ... Que sufra si es que tiene que sufrir.. . ¿Pa qué se casó? Ella bien sabía lo que hacía ...

Pero el "Que sufra ..." era la repetida cantinela de su corazón, ritmo de su sangre, rueda como la del molino, jamás detenida y siempre moliendo renovado grano

Ni siquiera tenía Bernabé necesidad de venir a las casas para proveerse, porque en aquel fundo enorme, encomienda que fuera en tiempos coloniales, había cinco mayordomías bajo el mandato de una administración general y el hombre estaba ahora a las ór­denes del mayordomo de la hijuela Primera y allí debía llegarse para su abastecimiento y todo lo concerniente al trabajo. Hacía un viaje cada tantos meses. Y una vez al año el mayordomo iba hasta la laguna para echar una mirada a los cercos. De las venidas de Bernabé a la hijuela Primera poco se sacaba, que el hombre seguía siendo callado y a las preguntas contestaba con atrope­lladas palabras y no muchas. Era el mayordomo el que traía noticias:

—¡Ta de canija la Esperanza! ¡Parece palo di'ajo! .Con tanto chiquillo, tamién, no es pa menos. Y sin salir nunca del rancho. Trabajaora, eso sí, lo mesmo qu' él. ¡Bestia igual no si' ha visto! Viera, vieja, el muelle que si'há hecho en la laúna y un bote de lo más encachao, y como hay tanta pesca, se las arregla lo más bien pa tener toos los días su caldillo de trucha o de salmón. ¡Viera! Y el rancho lo más acomodao. Porqu'ella es tan señorita, la Esperanza, da gusto. Si no estuviera tan flaca. La mocosa ma­yor es igualita a ella, a la Esperanza: los mesmos ojos y lo mesmito e donosa ...

La mujer del mayordomo, doña Cantalicia, inventaba viaje a las casas, especialmente para contarle estas novedades a Eufrasia. Que apretaba los labios, remarcando ese gesto que la semejaba a una máscara voluntariosa; que endurecía el filo de la mandíbula, ce­rrando con el labio inferior el otro desaparecido bajo su presión. Pero no hacía comentario alguno, para grande enojo de doña Cantalicia. 
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"Porque hasta a las bestias les debe gustar saber de sus crías...", se decía muy alborotada por dentro. Y se desquitaba en intermina­bles chacharas con el otro mujerío de las casas.

Eufrasia cumplió treinta años en el molino. ¡Treinta años! Una vida. El patrón la llamó y con su manera recta y sin discusión, le dijo que se la jubilaba con sueldo íntegro y que podía elegir entre seguir en el molino, en el departamento que había ocupado siem­pre, pero sin intervención alguna en el trabajo, o vivir en las pro­pias casas de los patrones, en algunas piezas que se le destinarían y haciendo lo que quisiera. ¡Que bien ganado tenía el derecho al descanso!

—No estoy cansa. No preciso descanso —protestó, agregando en seguida rápidamente—: Pero si su mercé ha dispuesto ya lo que quere qui'haga..., no hay más que agachar la cabeza y decir amén ...

—¿Quiere quedarse en el molino?

—Pa mí el molino es el trabajo. No tengo pa qué quearme allá si voy' estarme mano sobre mano.


—Hable entonces con mi mujer y arreglen el traslado. Hay dos piezas en el último patío, que le serán cómodas.

—Gracias —dijo la vieja secamente, y obligándose a una mayor amabilidad añadió—: Muchas gracias por too.

Se instaló en esas dos piezas que le asignaban. Pasó días de días hoscamente encerrada en ellas y en sí misma. Pero al cabo empezó a abandonar su rincón y a tomar parte en las actividades de la enorme casa. Un día, sin que nadie se lo pidiera, limpió, sin ayu­da alguna y en la forma más prolija, todos los vidrios de la galería. Otro se fue con un colchón a cuestas hasta un extremo del patío y allí organizó un verdadero taller, escarmenando lana, lavando telas, rellenando, cosiendo. Apenas daba término a una de estas labores, oteaba por la casa y sus dependencias hasta dar con otra.

Los años no le desgastaban la energía. Esos mismos años que en los demás habían ido acentuando características, y así la patrona, dulce y distraída, exclamaba al verla trajinando, con un acento cantante como ritornelo:

—¡Qué perla es esta Eufrasia! ¡Qué perla es esta Eufrasia! De regreso de sus paseos a caballo, al caer la tarde, el patrón solía encontrarla ayudando a rodear los chanchos o los terneros, manejando la honda para avivar a los rezagados:

—¡A ése, Eufrasia! ¡Buen tiró! —y con una de sus súbitas sonri­sas agregaba con la voz autoritaria que no resquebrajaba el tiem­po—: Pero no' ponga piedras grandes, que de repente va a dejar rengo a un animal...

Un día llegó doña Cantalicia. Como siempre, con su alforja de novedades. 
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La Esperanza ta harto enferma. Tanto chiquillo y tanto aborto, no es pa menos, así ice mi viejo. Y Bernabé no quere saber na de llevarla pa'l pueblo pa que la vea el doutor. ¡Tan bestia el pobre! Con razón usté no fue gustaora d'este matrimonio. Pero el caso es que la Esperanza ta en los puros güesos; a veces pasa días sin poder levantarse, y cuando se levanta, anda a la pura rastra no más. Yo sé que a usté no le gusta na que li'hablen  d'estás cosas, pero a mí se me le hace pecao no venir a icírselas.

—Gracias por lo comedía —contestó Eufrasia, y se volvió de per­fil, dando por terminada la conversación. Aquello le hurgaba adentro como un cominillo: "Enferma.. En cama... A la rastra...". Pero se volvía furiosa consigo misma y se imponía la vieja frase rencorosa: "iQue sufra! iQue sepa lo qu'es güenol...¡Que se friegue!..." Pero la frase no podía tomar su antiguo ritmo de estribillo, ahogada por las olas de inquietud, cada vez más fuertemente repercutiendo en su interior, acantilado en tormenta.

Poco tiempo después la llamó el patrón.

—Mire, Eufrasia, me avisa el mayordomo de la hijuela Primera que Bernabé pasó para el pueblo con la Esperanza enferma. Está en el hospital. Los chiquillos quedaron solos en el rancho. Creo conveniente que se vaya a cuidarlos.
—Yo no voy onde naiden me llama...
—Pero va donde la manda su patrón. —Se hallaron sus ojos y la vieja al fin desvió los suyos, como siempre, ante esa voluntad de hombre y de señor.
—Ta bien, patrón.
—Arregle sus cosas. Ya di orden para que mañana al alba vaya un mozo a dejarla. Se van en cabriolé hasta la hijuela Primera, de ahí siguen a caballo y llevan su equipaje en una mula. Vea allá cómo están las cosas, quédese el tiempo que estime conveniente. Ya hablé por teléfono con el mayordomo, para decirle que advier­ta a Bernabé que usted estará cuidando a los niños por  orden mía.

—Gracias —pareció aliviada, como si las olas que continuaban pegándole en el pecho se hubieran de pronto vuelto mansas. No habló una palabra más.

El mozo que hizo con ella el camino la miraba de soslayo, un poco incómodo con esa compañía silenciosa, admirado al propio tiempo por la entereza de Eufrasia, que aguantaba barquinazos, polvo y viento, calor, sed y fatiga, sin una protesta.

Doña Cantalicia tenía noticias nuevas.

—Mi viejo telefoneó p'al hospital, por orden del patrón, no se le imagine que por novedosear nosotros. Habló con la Madre Superiora, que le'i jo, después de muchas demoras pa consultar al doutor, que a la Esperanza tenían que operarla del interior, usté sabe, y que icía el doutor que una vez que la operaran tenía por lo menos pa un mes de cama y que después d'ese mes él vería si la ejaba o no irse pa'l rancho. Que no es bien grave lo que tiene, pero qu'es grave.

La vieja apretó los labios, presentó el perfil por sobre el cual sintió que pasaba un hálito de pozo, y no dijo nada.

No parecía haberle hecho mella el cansancio al llegar a la laguna. Inmediatamente ordenó el revoltijo que era todo, sucio y despatarrado. Empezando por Venancia y los cinco hermanitos. Que, llenos de azoro, no sabían qué actitud tomar ante esa abuela que aparecía sin anuncio previo y de cuya existencia tenían tan vagas noticias. Una abuela que los miraba sostenidamente, que so­bre la cabeza de cada cual fue poniendo una mano con gesto que no alcanzaba a ser una caricia, sino una especie de toma de posesión, a la par que le preguntaba el nombre. En seguida examinó rancho y dependencias y empezó a dar órdenes, a trabajar ella misma, con ese método que obraba el milagro de la rapidez.

Antes de irse al amanecer del otro día, el mozo vio un rancho en perfecto aseo y unos chiquillos limpios y sumisos al mandar de la abuela. Y llevaba una lista de cosas absolutamente necesa­rias, lista que Eufrasia enviaba al patrón con una carta, pidiendo que se las comprara a su propia cuenta y que por favor se las hi­ciera llegar en seguida. A más de otras cosas de su propio menaje. Y el patrón entendió aquello e hizo que el mozo volviera con una recua cargada. Así fue cómo los niños por primera vez vieron una máquina de coser y cada cual durmió en su cama y tuvieron ropa a la que se pudiera llamar tal y no andrajos.

Una semana después llegó Bernabé. Ya había digerido, pero ma­lamente, la noticia que le dieran en la hijuela Primera. Saludó con un gruñido, a la vieja. Que le contestó con otro similar. Y se quedaron mudos, pensando él hombre que no le hablaría de la Esperanza si ella no le preguntaba, empecinada la vieja en no pre­guntar nada si él no daba espontáneamente noticias.

Fue Venancia la que intervino:
—¿Ta mejor la mamita?
—Ta mejor, más alivia —y no agregó otro detalle.
—¿Se levanta ya?

—No ... y no más preduntas. Cébame un mate...

El hombre paseaba por el rancho una lenta mirada de soslayo. Parecía aquello como cuando la Esperanza estaba sana, en un tiem­po tan lejano que no alcanzaba a precisarlo. Cuando recién se ca­saron, Por ahí... Y no había tanto chiquillo. La verdad era que los chiquillos lo habían arruinado todo. Porque la culpa de la en­fermedad de la Esperanza la tenían los chiquillos, tantos chiquillos. Parir y parir. ¡Pobrecital... Y le temblequeó la nuez en una sú­bita emoción. Lo que faltaba era que fuera a morirse no más. Estaba tan flaquita, tan blanca, tan sin fuerzas cuando se despidió de ella. El doctor le había dicho que volviera a verla pasado un mes. Bueno... Así era la vida... Y la vieja ahora en el rancho. ¿Por qué el patrón se metía en cosas que no le importaban? ¿Por qué había mandado a la vieja al rancho? Su rancho era suyo. Faltaba más... Echó otra mirada en contorno, sostenida, detenién­dose en cada cosa. Cuando llegó a la máquina, sin volverse, dijo despaciosa y trabajosamente:

—Parece que se trajo toas sus pilchas. ¿Que se le imagina que va a vivir pa siempre en el rancho?
—Mientras el patrón no mande otra cosa...
Él hombre masculló algo y siguió mirando.

También era cierto que él, solo con la chiquillería y con aquella Venancia que no sabía hacer nada, tan quedada para todo, tan sin asunto... Miraba ahora, ceñudo, el candil que la vieja en­cendía.

—No soy gustoso d' esos lujos —dijo atascado con las palabras más que nunca, porque estaba furioso.

—Los pago yo —contestó la vieja firmemente.

Una semana después vino un recadero de la hijuela Primera. Habían avisado del hospital que Esperanza estaba gravísima. Par­tieron ambos, el recadero y Bernabé, y días después regresaba el, hombre, como si de golpe la cabeza se le hubiera enterrado entre los hombros y los brazos colgantes. Esperanza había muerto.

La vida giró por un tiempo en torno a la ausente. Se hablaba de la difunta los niños tenían largas confidencias con la abuela y hasta el hombre, alguna vez en que el recuerdo lo ahogaba, decía algunas palabras en que volcaba su tristeza.

Pero en la abuela el reconstruir lo que había sido la existencia de Esperanza en esos años, hecho a través de las historias intermi­nables de los niños, se convirtió en palos, virutas, estopas, montón al cual ella sentía, con una especie de frío miedo, que en cualquier momento iba a prender el fuego de su viejo rencor, que era ahora odio por el hombre.

Decía un niño:

—Allí, en la montaña, ebajo del roble con copigües, enterraba el taita a las guagüitas. O decía Venancia:

—Si se lo pasaba encima d'ella y despué era el lamientarse por­que s'embarazaba. Y otro de los niños añadía:
—A veces ella lloraba harto y gritaba. ¿Te acordái?
—Y la vez que la Venancia jue y le gritó: "Ejela, éjela, no ve que s'está muriendo".
—Y la tunda qu'él le dio.
—¿A quén? —preguntó la abuela.
—A la Venancia, pus, por intrusa.

Eufrasia no hablaba de irse. Bernabé no decía que se fuera. De las casas no había noticia alguna.
Empezó el invierno. Viento que bajaba de la cordillera, afilado y silbante, cortando las hojas y burlándose de las desnudas ramas de los árboles. No se oía el insistente barullo de las cachañas y tan sólo algún lento pájaro de presa rayaba el cielo con la rúbrica amenazante de su vuelo. Pájaros que no contaban con Eufrasia, su honda y su prodigiosa puntería que los alcanzaba, y era entonces la algarada de los niños buscando el ave muerta por valle y montaña.

Las nubes llegaban del norte, negras, grises, blancas; se confun­dían, hacían y deshacían arquitecturas monstruosas, se iban. Pero a veces se amalgamaban hasta formar una sola nube gris y baja, y entonces la lluvia caía, persistente, interminable, desesperante. Acla­raba; apenas si había un día, dos; tres a lo sumo, de bonanza, y de nuevo empezaba el juego del viento y de las nubes, hasta que otra tormenta hacia desaparecer en los hilos de lluvia la mon­taña y la laguna, aislando a la familia en el encierro del rancho, en lentas, interminables horas, días, semanas, indistintos, abruma­dores hasta la atonía.

Para la abuela siempre había actividad. Quehaceres domésticos. Costuras. Tejidos. Enseñar a los niños. El hombre Se iba a uno de los cobertizos y con el hacha en un constante revoleo brilloso, pi­caba leña para el hogar, que debía mantenerse siempre encendido, evitando que el frío se metiera en los huesos hasta entumecer. Pero todo trabajo cobraba mecanismo. Se hacía sin gusto, sin dis­gusto también. Se hacía. Lo demás era el tozudo caer de la lluvia, el grito del viento, el retumbo de un árbol derribado en la mon­taña. Y esperar que la lluvia se hiciera menos agresiva, que la rastra del viento sur se llevara los nubarrones.

La peor tempestad empezó dentro del rancho una tarde en que la abuela dijo:

—Cuando usté se güelva'casar... —mirando al hombre bien de frente.

Bernabé removió la cabeza, tortuosamente en los movimientos y en las ideas.

—¿Golverme a casar?

—Sí, es claro. Un viudo no sirve pa na. Usté es joven entuavia. Un hombre con rancho tiene que tener mujer propia.

—¡Je! —gruñó, quedándose perplejo.

—Ya le tendrá echao el ojo' alguna —continuó la abuela, liando un cigarrillo.    

—Las cosas...

Pero Eufrasia cometió la imprudencia de mostrar sus cartas.

—Por los chiquillos no s' aflija. Yo me los llevo pa las casas a toos, a la Venancia tamién, y usté quea librecito, mesmamente que si juera soltero.

El hombre terminó despaciosamente de sorber el mate y se lo entregó a Venancia, que, de pie, aguardaba inmóvil.

—Los chiquillos son míos y del rancho no se los lleva naiden. ¡Faltaba másl...

—Pa usté sería una ventaja...

—Ya le ije que los chiquillos no salen del rancho. ¿Entiende? Eufrasia terminó despaciosamente de liar el cigarrillo, agarró las tenazas y sacó un tizón del hogar, haciendo nacer una súbita pi­rotecnia que iluminó sus facciones de tierra dura y resquebrajada, como de secano.
         
—¿Y usté se le imagina que va' hallar mujer que quera enterrarse en estos andurriales, pa hacerse cargo más encima de seis chiqui­llos? Las cosas...

Por el pecho del hombre empezó a crecer la violencia, como algo vivo que le anduviera en la sangre, que temblara en sus músculos, que refulgiera en la mirada torva fija en el fuego.

—Y usté no es hombre pa pasarse sin mujer. Lo que me parece raro es qu'entuavía no haya salió a buscar alguna. Claro que otra como la Esperanza no va'hallar...

La oía sin entender el sentido exacto de todas las palabras, en­sordecido por la violencia que ahora le golpeaba en el cerebro. De repente sintió, sí, la necesidad de hacer algo: remecer el rancho hasta destruirlo, agarrar a la vieja y echarla de cabeza a la la­guna... 
                                         
Bruscamente una de sus manos se extendió haciendo saltar el mate que Venancia le ofrecía.

—¿Quere callarse? ¿Quere callarse su boca? ¿Quere no meterse en lo que no l' ímporta?

Eufrasia se volvió de perfil, apoyó los codos sobre las rodillas, juntó las manos dejándolas caer casi hasta tocar el suelo y se quedó muda e inmovilizada, con el cigarrillo colgando en un ángulo de la boca, adherido allí y de pronto marcando la punta roja de su fuego.

El hombre movía la cabeza de uno a otro lado, mascullando pa­labrotas, echando aviesas miradas de furor en contorno. Venancia recogió el mate, rodado en un rincón, la bombilla en otro sitio. Pero ¿cómo recoger la yerba desparramada? Se volvió a la abuela, que no le dio los ojos, aunque bien sabía que la estaba mirando y que, desesperadamente, la consultaba: en una mano el mate, en la otra la bombilla. Se volvió tímidamente al padre y al fin preguntó:

—¿Le cebo otro mate?
                            
—No. Y naiden más toma mate esta noche. A la cama toos... Los cinco chiquillos que pelaban papas en el corredor, un ins­tante levantaron la cabeza y por la puerta atisbaron dentro, donde ya la noche alquitranaba el cuarto y el fuego ponía la mancha de sus largas lenguas humosas.

Uno le dio con el codo a otro y murmuró:

—¡Tá p' apaliario!
—Cállate...
—Menos mal que l' agüela...
—Cállate...

El hombre gritó, como si la violencia lo anegara de nuevo con su corrosivo veneno:

—A la cama hei dicho... ¿Qué no entienden?

Los chiquillos entraron la batea con las papas peladas, el balde con las papas sin pelar; amontonaron las cascaras, guardaron los cuchillo.

La abuela gritó sin enojo, sorprendiéndolos:

—Ya saben qui' hay que lavar los cuchillos. Condenaos porfíaos... Los cinco pares de ojos, azorados y tiernos, se volvieron a mirar­la. Sonrieron, sacaron los cuchillos, los lavaron y los guardaron  de nuevo.

—¡A la cama! —insistió el hombre, obsesionado con su idea—, ¡Qué más se demoran!

Entraron de soslayo, atropellándose, y desaparecieron por la puerta que daba a la habitación en que estaban los pequeños ca­tres de campaña y en un rincón el otro más ancho en que dormía la abuela con Venancia.

El hombre se puso de pie y se llegó a la puerta de entrada, ce­rrándola de un golpe que retembló en el rancho entero. Se volvió, miró a la vieja, siempre inmóvil, y dijo, a empellones con las palabras:

—Ya una vez me salí con la mía. Y me casé con la Esperanza... No se le imagine que agora se va a salir con la suya y se va a llevar los chiquillos. Los chiquillos se quean en el rancho. La que sobra en el rancho sos vos... Ya lo sabís... —y se volvió a la otra puerta, que marcaba su dormitorio, donde, pomposamente, cam­peaba la' marquesa, regalo de casamiento de la patrona y orgullo del menaje.

La vieja no contestó ni hizo un movimiento. Roía su rencor. ¡Se la había ganado una vez! Bueno: a ver quién ganaba ahora... Pero a la par que tragaba ésas migajas acres, estaba atenta a los ruidos que venían del dormitorio. Cuando se hizo el silencio que justificaba tan sólo el crepitar de la leña dentro del rancho y el insistente silbido del viento en el exterior,. Eufrasia se levantó pa­sito, cebó el mate, sacó pan y empezó a ir y a venir como alima­ña nocturna con elástica precisión, sirviendo a los niños, silencio­sos y encantados con la aventura.

La violencia ya no salió del pecho del hombre. Estaba siempre allí, persistente. A veces, en medio de un trabajo, en ese revoleo del hacha sobre su cabeza, la sentía tan viva qué, desconcertado, con esa tarda comprensión que era la suya, dejaba de lado la herramienta y se quedaba mirándose las manos, porque allí, como en el pecho, sentía efectivamente que le andaba algo, un hormi­gueo que lo impulsaba a empuñarlas y a pegar. Apenas hablaba con los suyos. Uno que otro gruñido para dar una contestación. Una o dos palabras para impartir una orden. Vivía reconcentrado. Odiaba a la vieja. Odiaba a los hijos. Odiaba al patrón. Odiaba a la Esperanza, tan endeble, tan poco hembra, incapaz de resistir un embarazo, incapaz de parir... Y que había muerto dejándolo solo, con la chiquillería y con la vieja... Dejándolo solo, sin mu­jer, que era lo principal, porque él necesitaba mujer, para eso era hombre, para ayuntarse y tener hijos. Irse a morir la Esperanza... Y aquella vieja que le quería quitar los chiquillos. ¿Por qué, si eran suyos? Intrusa... Los chiquillos eran suyos, para que él hiciera con ellos lo que le diera la gana. Todos. Los chiquillos y la Venancia. Para apalearlos si se le antojaba. Para dejarlos sin comer. Iba a aprender la condenada vieja aquélla...

Se le hizo costumbre pegar a los niños. Por cualquier cosa. Por nada. Tremendas palizas con sus manazas como martillos. La vieja al principio no quiso intervenir. Cuando lo hizo, el hombre la miró enfurecido y le gritó:

—Acuérdese cuando le pegaba a la Esperanza...

—Ojalá qué la hubiera matao entonces. No hubiera vivió la vía e perros que vos le diste, bandío...

El hombre avanzó hacia ella amenazante. Pero la vieja se irguió con los ojos tan llenos de llamas de odio, tan dura la boca, tan tremendamente iracunda, que el hombre dejó a medio hacer el gesto.

—Anímate a tocarme y veris lo que te pasa...

No sabía qué podía pasarle al hombre, capaz de aniquilarla sin otra ayuda que sus poderosas manos. No sabía el hombre qué podía hacerle de dañino la vieja. Pero el caso es que repentina­mente agachó la cabeza, se volvió con los brazos colgantes y aban­donó el rancho.

Había ganado esta vez. No sabía Eufrasia en gracia de qué. Pero ¿y otras veces?

Afuera seguía la lluvia, con las bonanzas más largas y más se­guidas. El viento era siempre el mismo, duro y tajante. A veces parecía acallarse, adormecerse en una inesperada tibieza, en una especie de momentáneo relente de claras nubes. Una mañana amaneció el cielo limpio y el sol hizo brillar en quebradizos cristales, en repentinas irisaciones, todo el hielo que el frío escarchara con la complicidad de la noche.

Los niños corrían enloquecidos por la blanca superficie resbala­diza. Venancia se estiraba como un gato, con los ojos cerrados, dejando que el sol le recorriera la cara en escorzo. Eufrasia traji­naba, presta y silenciosa. Bernabé estaba lejos, revisando el em­barcadero, el puente tendido sobre el tajo y que unía las dos la­deras de la montaña por sobre el fragor de las aguas, los cercos de paloparado, troncos de árboles fraccionados y enterrados uno junto a otro, en interminables filas para demarcar potreros.

Volvió el hombre a media tarde, malhumorado y por excepción comunicativo.

—Del. muelle han queao tan sólo unas estacas. Hay qui' hacerlo too de nuevo. Menos mal que las cercas y el puente no han sufrió mucho. Hay trabajo pa rato con el muelle...

Uno de los chiquillos dijo:

—¿Me lleva mañana pa la montaña pa que li 'ayude, taita?
—Y a nosotros tamién..., por favorcito... —dijeron los demás a coro y en el mayor alborozo.
Eufrasia, sentada en su habitual sitio junto al fuego, silenciosa y de perfil, apretó los labios, marcando la arista de su disgusto.

—A mí tamién, taitita... —agregó Venancia, acercándose al hom­bre, zalamera, risueña porque los hoyuelos estaban siempre allí, en las, mejillas marcándose, risueña aunque la risa no se dibujara en la boca. Y le rebrillaban los pequeños ojitos perdidos entre la franja negra de las pestañas, largas y arqueadas. Igual a la madre.

—Esperanza... —murmuró el hombre, y se la quedó mirando con la boca abierta y temblorosa la nuez—. Esperanza…, por Dio­sito que se le parece, da susto... —añadió como hablando para sí mismo.

La vieja, siempre de perfil; lo espiaba de reojo, .Los chiquillos y Venancia gritaron a coro:

—Nos lleva..., nos lleva...

El hombre parecía seguir algo que ocurría en su interior. Se miró las manos, donde empezaba a hurgarle la violencia. Las em­puñó y de repente se echó sobre los chiquillos, espantándolos a golpes que caían indistintamente sobre cualquiera de ellos. Sobre Venancia. La niña empezó a sangrar por la nariz, llorando a gri­tos. Y no atinó a huir como los otros.

—¡Válgame Dios! —dijo la abuela, y se alzó a auxiliarla. Pero el hombre se había quedado de nuevo mirándose las ma­nos y, también de súbito, sintió que en el pecho algo se deshacía en una tibia avalancha, como si llorase por dentro. Igual: una marejada caliente. Y se acercó a Venancia, casi al mismo tiempo que la abuela.    .             .
- —Bestia..., déjala... Un día vai a salir acriminándote con uno de tus hijos...    
                                
El hombre se revolvió, porque la violencia regresaba y le corría por los músculos, anidándose allí, juntó a la garganta, y que le hormigueaba en las manos. Gritó
—Pa eso es m' hija... Pa hacer con ella lo que se me le ocurra... Con ella, con los chiquillos y con vos tamién... —Esta vez alcan­zó a darle un puñetazo, pero no más, porque la vieja, prodigiosa­mente ágil, más rápida de pensamiento que él, se esquivó en se­guida y salió del rancho.

Se fue al cobertizo del horno y allí se acurrucó, dura, con la cabeza ladeada, de perfil, ardida la mejilla donde recibiera el golpe. Pero más le ardía la ira por dentro. Los palos, las estopas, los leños acumulados. Ya no eran un peso, sino una llamarada. ¿Qué estaría haciendo en el rancho la Venancia? ¿Le estaría pegando el muy criminal? No, porque no se oían gritos y ella podía separar ruidos, clasificarlos, labor necesaria a su trabajo de antes en el molino, que con sentir su jadeo sabía si andaba bien, si andaba mal y dónde entonces ubicar la falla. Los chiquillos esta­ban lejos, jugando en la ladera, olvidados de los golpes. A la niña le sangraba la nariz. Pero, ¿qué estaba haciendo allí, sangrando? La chiquilla, que se parecía tanto a la Esperanza, ¿no? Bueno. Pero ¿por qué no salía a juntarse con ella? ¿Qué hacer? Brusca­mente se decidió. Volvió al rancho.

La chiquilla se restregaba la nariz con un trapo. Bernabé estaba derrengado en una silla, lelo y más que nunca le temblaba la nuez.

No pareció darse cuenta de la presencia de Eufrasia.
De frente si era posible. Si no por caminos tortuosos, gateando.
Una vez había perdido, sí. Pero esta vez ganaría. De frente era irse a las casas y contarle al patrón lo que pasaba en el rancho. Y que él interviniera, le quitara los chiquillos al hombre y se los diera a ella. No necesitaba más piezas, que aquellas dos en el pa­tio del fondo eran harto grandes y podían todos acomodarse per­fectamente. Era la única salvación.
El tiempo sé iba lentamente afirmando en la bonanza, las aguas también lentamente bajaban y en dos semanas más sería posible irse hasta la hijuela Primera. ¡Claro que el hombre no iba a que­rer acompañarla, y ese camino era tan malo! Aunque las bestias saben mejor que nadie buscar la huella. Se iría. Era lo mejor. Pero resultaba tremendo dejar a los chiquillos solos. ¡Si se pudiera ir a escondidas con la Venancia! Imposible. La Venancia, tan ler­da, tan arrevesada y que ahora le tenía un terror pánico al padre, después que le pegara... ¿Y si ella se iba sola y pasaba algo en el rancho? Pero ¿qué iba a pasar, qué? Nada...,. y se encogía de hombros. Algo pavoroso, obscuro y latente la inmovilizaba allí. No sabía qué. Miedo a algo impreciso. Un irrazonado miedo.

En la siguiente trifulca, otra tarde en que Bernabé les pegó a todos, incluso a ella, sin motivo aparente, sino por satisfacer el hombre aquello que le hurgaba en las manos y que a veces le ha­cían doler los ijares. Eufrasia le gritó a tiempo de huir:

—Ya arreglaris cuentas con el patrón....

Y se quedó petrificada al oírlo contestar, mordiendo y ahogán­dose con las palabras, las manazas colgantes y los ojos perdidos en la carnosidad de los párpados:               
—El patrón... Cuando me vea... Con agarrar a los chiquillos y mandarme muar pa otro lao. El patrón. .. Tanto cuco con el patrón… Que se meta en sus cosas el patrón. ..

Se había hecho costumbre en Eufrasia, ahora que el tiempo es­taba despejado, irse a sentar bajo el cobertizo del horno. Llevaba una banqueta, la costura del tejido, y allí se estaba las horas, solitaria, en espera de que regresaran el hombre y los niños, por­que también en él se había hecho costumbre llevárselos para el trabajo desde el alba. Lo que a los chiquillos llenaba de jolgorio, olvidados de los golpes y de las palabrotas en cuanto se trataba de irse por la laguna para atravesar a la montaña frontera o que­darse esperando que picara el salmón o ayudando al padre en la tarea de elegir los árboles que habría de derribar para fraccionarlos y hacer después con ellos los cercos, o si no aquella otra aven­tura, maravillosa, que consistía en atravesar haciendo equilibrios el puente tendido sobre el tajo, pasarela primitiva y peligrosa.

Regresaban hambrientos y cansados. Eufrasia tenía la comida, que servía Venancia desmañadamente, y luego el hombre daba or­den de acostarse. Y estaban los chiquillos tan rendidos, tan abso­lutamente rendidos con la caminata, el aire y el sol, tan ahitos de comida, que caían como piedras al fondo del sueño, sin que la abuela pudiera obtener de ellos la más mínima información de lo que habían hecho en el .día.
Otra vez ganaba el hombre... Y ella allí, como una buena tonta, trabajando el día entero para que su mercé hallara el pan dorado, el sabroso caldillo, las papas asadas y el agua hirviendo para cebar el mate. Y la ropa limpia y el rancho como una pla­ta. .. Tonta...                   

Empezó a merodear por los contornos. Hacía sigilosos viajes por el sendero hasta enfrentar el puente sobré el tajo. Se perdía en la maraña de los árboles, de los arbustos y enredaderas, apa­reciendo súbitamente frente al rancho, buscando rectas entre el puente y su sitio habitual, bajo el cobertizo del horno. Desahogaba su mal humor en los pájaros, hasta los más chiquitos, tocados siem­pre por la piedra de su honda. Merodeos sin testigos, porque aguardaba siempre para realizarlos que el eco no le trajera seña alguna de la presencia de los otros, lejanos por las montañas.
Volvían del bosque de araucarias. En la mañana había él hombre dejado tendida la red y estaban los chiquillos impacientes por ver la pesca. Venancia se había hecho una corona de peque­ñas hojas y venía delante. Atravesó la primera el puente, como si los pies descalzos adhirieran al tronco rugoso, firme y segura. Pasó un chiquillo, silbando, sin darle importancia al abismo que estaba abajo, profundo, verde, tonante. Los demás niños venían con el hombre, que cargaba el hacha. Pareció que iba a pasar primero. Pero les cedió el paso a los hijos, que atravesaron, unién­dose a los demás y echando a correr en dirección al embarcadero y a ver la red.

El hombre puso el pie en el puente. Como los chiquillos, pa­recía adherido a la piel del árbol. Pero en la mitad, de súbito vaciló, herido por la piedra en la frente; vaciló, osciló y desapareció entre las paredes del tajo, sumido en lo húmedo, en lo fra­goroso.        
Los niños .lo esperaron en el embarcadero.
—Si' habrá ido derecho pa'l rancho —dijo uno.
—¿Veímos la red? —propuso el otro.
—La veímos no más —dijo Venancia—, y si s'enoja, que s'enoje...

Trajinaron un rato. Sacaron el pescado. Lo pasaron por largas ramas de plantas acuáticas para formar sartas. Y echaron a andar camino del rancho con su carga. La abuela los aguardaba sosegadamente bajo el cobertizo del horno, con las manos cruzadas sobre la costura.
—Mire, agüela, truchas y un salmón chico.
—¿Y el taita? —preguntó uno de los chiquillos.
—Aquí no ha llegao —dijo la abuela, y se volvió de perfil.
—¡Bah! Se li' habrá olvidao algo y golvió pá la montaña.
—¿Por qué no lo van a catear? Es harto tarde y vendrá con hambre.
Regresaron al rato. El padre no estaba. ¿Qué hacían? ¿Lo iban a buscar al otro lado del puente?

—No —dijo la abuela—. Se hizo noche ya. Dentren a comer. Ya llegará...       

Comieron y esta vez fue la abuela quien en seguida dio orden dé que se acostaran. Se caían de cansancio. Se caían de cansancio medio a medio del sueño.

La abuela se quedó un largo rato en su otro sitio habitual, en el de las tremendas noches invernales, cercana al fuego, volteada la cabeza sobre un hombro, garduña en acecho, con el perfil fijo en la penumbra, en la mano el cigarrillo, despaciosamente liado, despaciosamente encendido y que, de rato en rato, marcaba un punto rojo.

De pronto se volvió a la puerta que daba a la habi­tación del hombre.

Agora gané yo... y pa siempre... ¡Je! —lo dijo, creyó decirlo, pero de la boca cerrada, como trancada por el labio inferior, no se movió un músculo ni salió un sonido.

Entonces se alzó a cerrar la puerta de entrada.

Pero no la cerró, la dejó abierta. Abierta porque para los otros el hombre todavía podía volver.
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APLICACIÓN DE LA LECTURA.

1. Escriba una breve biografía de Marta Brunet, destacando su importancia como escritora nacional.

2. Ordene alfabéticamente las siguientes palabras y elabore un vocabulario: mocetón – bregar – ambages – sesgado – líquenes – abroquelar – hijuela – candil – barullo – amalgamar – bonanza – atonía – aviesas – soslayo – atisbar – iracunda – ahíto.

CUESTIONARIO.

1. ¿Por qué motivo acude Esperanza don de su patrona?
2. ¿ De qué manera ayudó la patrona a Esperanza?
3. Describia físicamente a Esperanza.
4. Describia físicamente a Bernabé.
5. Describia físicamente a doña Eufracia.
6. ¿Quién permitió que se casará la Esperanza y el Bernabé?
7. ¿Dónde se fue a vivir Esperanza con Bernabé? Describa.
8. ¿Cuál fue la actitud de doña Eufracia después del matrimonio?
9. ¿Quién le traía noticias a doña Eufracia de Esperanza y su esposo?
10. ¿Qué ocurrió con Eufracia cuando cumplió 30 años de trabajo?
11.  ¿Qué permitió que doña Eufracia llegara a la casa de Esperanza?
12. ¿Qué cambios se dieron en la casa de Bernabé con la llegada de la vieja?
13. ¿Quiénes fueron los mas beneficiados con esta visita y por qué?
14. ¿Cómo muere Esperanza?
15. ¿Qué fue sabiendo Eufracia después de la muerte de Esperanza?
16. ¿ Cuál fue la reacción de Bernabé al oir a doña Eufracia decirle que debería volver a contraer matrimonio?
17. ¿ Por qué Bernabé golpeó a doña Eufracia?
18. ¿ De que manera se vengó Eufracia de Bernabé?
19. ¿Cómo termina este cuento?