jueves, 24 de abril de 2014

MARÍA NADIE


...nadar sabe mi llama la agua fría...
Quevedo.

EL PUEBLO


El camino serpeaba por la montaña, tallado en la roca, angosta cornisa siguiendo el curso de un río disminuido por el verano, pero que de súbito, en lo profundo del tajo, atestiguaba su existir con un espejeante remanso. Así que el camino subía, la presencia del bosque era mayor, compacta, húmeda, perfumada, rumorosa e íntima. Porque a esa hora, inminente la noche, los arreboles creaban increíbles dorados en lo alto de los árboles; pero hacia abajo, en archipiélagos de sombra, la vida de infinitos mínimos seres cobraba un sostenido tono menor, de llamados, de arrullos, de admoniciones, de despedidas, todo como, mullendo el silencio para hacerlo más silencio aún.
Dura la roca del camino. En tantos años ni las llantas de las tardas carretas ni el paso de los automotores habían mordido su superficie gris-azulenca. Igual al muro que le servía de respaldo, de sujeción al vértigo que a veces producía la hondonada.
El camino nacía de los aledaños del pueblo, y era una invitación que a ciertas horas solían aceptar los enamorados y, a toda hora, los niños a caza de aventuras que iban desde trepar riscos siguiendo huellas de animales salvajes, a adormilarse en la lenta caza de lagartijas; de trepar alto en procura de nidos, a sencillamente atiborrarse de dihueñes, maqui, moras o murtillas.
Por el camino, a la vista ya del pueblo, bajaba, rápido y sigiloso, un chiquillo. Parecía todo él de bronce dorado, hasta el pelo colorín, y las pecas diseminadas no sólo en la cara, sino en todo el cuerpo, acentuaban el tono de la piel tensa de salud, cubriendo largos, apretados músculos. Un hermoso cuerpo de chiquillo en que la cabeza altiva sobre los hombros conquistaba por la belleza expresiva del rostro.
La cuesta parecía tirar de él, irlo sumiendo en la sombra que a su vez subía de la tierra. Le era la caminata ejercicio habitual y no le jadeaba la respiración, pero había ansiedad en sus ojos al escrutar el pueblo, íntegro a la vista abajo, mostrando sus calles simétricas, damero con una plaza al centro, su estación a un costado, su escuela, su calle del comercio, sus edificios principales rodeados de vastos sitios y, también en vastos sitios, los edificios menores. Pueblo igual a todos los pueblos del sur, junto a un río, en un valle entre montañas, como de juguete, con casas de maderas pintadas de colores, encaperuzadas de tejuelas, condicionado por una excesiva geometría. Sí, pueblo como de juguete para gentes felices.
Varios hacendados se unieron a la poderosa Compañía Maderera de Colloco para que se creara un paradero en la línea de ferrocarril ya existente, no tanto para ir y venir de pasajeros, como para llevar hacia el norte los productos de la zona.
Así nació la estación, perdida en la red de desvíos, vagones, tinglados, rumas de maderas elaboradas, ir y venir de carretas, de camiones, de autos, de coches. Perdida como un corazón normal en el cuerpo de un gigante. Preciosa y precisa, marcando su ritmo con el tictac del reloj. Metódica, eficaz e incansable.
El pueblo se hizo necesario de inmediato. Y nació, no como nacen los pueblos generalmente, poco a poco, sino simultáneamente: porque mientras un terrateniente edificaba sus galpones, las casas necesarias a su administración y a sus obreros, los otros no le iban en zaga, y todo crecía a la vez, como brote de yemas en una primavera sin atraso.
Había urgencias vitales: nació el pequeño comercio. Había chiquillos: se levantó una escuela. Había una peonada flotante: apareció a la vera de la estación un puesto de empanadas. Otro le hizo competencia, ofreciendo además arrollado y pebre. Pero molestaban en esa periferia y se los obligó a retirarse. Así hubo una fonda y una tocinería.
No, no era un pueblo de juguete, ni sus gentes tenían la vida plácida.
El chiquillo seguía en su rápido descenso. Alcanzó a ver cómo se encendían las luces de las calles; luego en las casas se iluminaron ventanas. Terminaba el camino de piedra. Un minuto después estaba en el plano, con los pies levantando polvo. Tomó por un atajo quebrado en agudos ángulos. Un grillo colocó cautelosamente en el silencio sus repetidas notas metálicas. El chiquillo se detuvo en seco. Con idéntica cautela otro grillo contestó igual grupo de notas. Posiblemente un grillo auténtico no sorprendió la farsa. De entre unos renovales avanzó otro chiquillo.
--Eres loco..., ¡cómo puedes haberme esperado hasta tan tarde! --exclamó Cacho, el que bajaba.
--No me importa lo que pase... ¿Conseguiste algo? --contestó premioso Conejo.
--La traigo en el bolsillo. Es una tenquita.
--¡Oh! ¡Qué suerte! ¿Te costó mucho agarrarla?
--Un poco. Estaba alto el nido. Pero es de linda... ¿Y tú?
--Yo --dijo la voz de Conejo--, yo sólo pude conseguir unas violetas --y con un desconsuelo que asordó los sonidos--: Siempre le tengo lo mismo...
Cacho le echó un brazo por el cuello y dijo con un temblor de ternura en la voz que era habitualmente alta y timbrada :
--Pero si a ella le gustan tanto... No te aflijas por eso... --y con un brusco cambio de tono--: ¡La que nos espera! Son las mil y, quinientas. Ándate ligero, y hasta mañana temprano en la cueva.
Echó a correr por un nuevo atajo que llevaba al pueblo. El otro iba lo más ligero que podía, que no era mucho, porque una renguera congénita balanceaba penosamente su figura magra.



2


El reloj marcó la media hora.
Ernestina dejó el tejido en el regazo, cruzó sobre él las manos y con la cabeza ladeada puso atención al interior de la casa, buscando oír cualquier ruido delatador. Cuando oyó el chapoteo del agua en el baño, aflojó la angustia de la espera, miró de nuevo el reloj, movió la cabeza, enarcó las cejas, suspiró y con lento ademán volvió a su trabajo.
Entró Cacho. De haberse lavado a escape las manos, cara y cabeza, y haberse secado de cualquiera manera a restregones, daban fe las gotas que le brillaban en la crespa pelambrera dorirroja, el cuello mojado de la camisa y la humedad de las manos. Los enormes ojos marrones con puntos dorados vieron a la madre sola y perdieron la ansiedad que el posible atraso había puesto en ellos. Se acercó modoso a besarla.
--Buenas tardes.
--Buenas tardes. Buenas tardes --repitió desabrida la madre--. Buenas noches, querrás decir. ¿Son éstas horas para llegar? ¿Te parece sensato? Si está aquí tu padre, ¡buen castigo que te llevas! Y con toda razón.
--Perdóname, mamá. Se me vino la noche encima, sin saber cómo.
--Por los riscos, igual que las cabras. Rompiéndote los mamelucos hasta que te rompas la cabeza. ¡Dios, qué niño! ¿Hiciste tus tareas?
--Sí, mamá.
--¿Dejaste tu escritorio en orden?
--Sí, mamá.
--¿Y dejaste el baño como una charca?
Sí, mamá --repitió con el mismo tono de cantinela.
La madre algo iba a preguntar de nuevo, pero la desarmó la mirada del chiquillo, fija en ella, un tanto risueña, infinitamente tierna.
--Vas a terminar conmigo... --Pero ya estaba el chiquillo abrazado a ella, tapándole la cara a besos. Y haciéndose la dura, iba diciendo, como podía, defendiéndose mal que bien de ese alud--: Colorín asqueroso... Tunante... No me ahogues...
Pero el tierno pugilato, el besuqueo, las palabras dulceamargas, la risa contenida del cosquilleo, todo cesó al oírse la imperiosa, dura voz de Reinaldo, que preguntaba desde el pasillo:
--¿Está lista la comida?


La pieza era amplia y rectangular, bella en sus proporciones. La presidía la chimenea de piedra con un choapino extendido al frente y un pequeño sofá a cada lado. Entre ambos había una mesa enana con alguna revista, una caja de cigarrillos y unos ceniceros. La misma manida decoración, hecha a base de motivos simétricos, llenaba el resto del living. Pero el gris que pintaba los muros y el amarillo oro de las cortinas de lino, las maderas claras de los muebles contrastando con el marrón dorado del tapiz de sofás y sillones, perdían su convencionalismo gracias a la profusión de plantas en tachos de cobre, al revoloteo de un canaria en su jaula esférica; a una dosificación de las luces en simples pies de botellones verdes, veladas por pantallas de papel apergaminado. Era una habitación para vivir en ella gratamente, a toda hora y en todo tiempo.
Siempre con la presencia de la montaña a través de los ventanales abiertos en ángulo sobre el paisaje espléndido.


Reinaldo entró malhumorado al living. Repitió la pregunta
-- ¿Está lista la comida?
--Esperábamos que llegaras para servir. Buenas noches. --No había retintín en las palabras de Ernestina, pero el marido, quisquilloso, contestó con aire de reto:
--Buenas noches. ¿Y qué?
-- ¿Qué? Nada. Te he dicho que te esperábamos para servir y dado las buenas noches. Niño, dale las buenas noches a tu padre.
--Buenas noches, papá --dijo Cacho, como repitiendo una lección.
--No está mal que tenga tu madre que decirte lo que debes, el tratamiento que debes dar a tu padre. Se perfecciona el sistema de educación familiar...
-- ¿En qué momento querías que te saludara? --intervino Ernestina.
--Perdona. Sí. Ya lo sé. Al príncipe no hay que tocarlo. Mis excusas.
Ernestina lo miró con esa firmeza, serena que tenía el poder de desarmarlo.
Adentro tintineó una campanilla.
--Vamos --dijo la madre--. Está' servido.
La siguieron en silencio. En el pequeño comedor, ya sentados los tres alrededor de la mesa redonda, los rostros en sombra por la luz muy baja, cuya pantalla de seda verde casi tocaba las flores del centro, el chiquillo levantó los ojos del plato en que cuchareaba golosamente y se quedó atónito mirando la solapa del padre, una solapa de chaqueta de trabajo, gris, a cuyo ojal asomaban curiosamente los ojitos descoloridos de dos violetas silvestres.
--Violetas... --dijo involuntariamente:
El padre lo miró, y con su acento combativo habitual contestó:
--Si, -violetas --y de pronto, relajado, con algo como una sonrisa en los ángulos de la boca, añadió--: Me las regalo --y calló bruscamente, deteniendo una de esas frases que dentro de él cristalizaban su estado sentimental. Porque iba a decir: "Me las regaló la montaña, como se las regala a ella".



3


El cuarto entre siete hermanos, Reinaldo no tuvo en su familia, atenida a ciertas leyes inmutables, ni los derechos del primogénito ni las regalías del benjamín. Fue un ignorado fiel de la balanza, sin gloria ni pena. Heredó los trajes y los libros de estudios de los hermanos mayores, más los juguetes que desdeñaba el menor. Las dos hermanas formaban un pequeño mundo de rubias trenzas; y lazos de seda, delantales almidonados, reverencias y sonrisas estereotipadas y ciertas frases dichas con cierto tono que les concedía un misterio de clave. Un mundo sellado hasta para la propia madre, que no se inquietaba por entrar en él, obsesionada por ser la buena esposa de su excelente marido y la madre ejemplar del hijo mayor y del hijo menor.
El excelente maridó llegaba a casa demasiado cansado de despachar cetas en la farmacia para dedicarse a resolver problemas familiares, máxime cuando atañían a los niños, "cuya educación debe estar siempre a cargo de la madre". Ganar dinero, economizar, formarse una situación sólida, educar convenientemente a los hijos, dar una carrera a los hombres y casar ventajosamente a las mujeres, era un plan de vida que lentamente iba desarrollando. La farmacia acreditada, la casa cómoda, ya las poseía. Entonces -- ¡qué demonios!--, no fregar con, que si Reinaldo hizo esto a esto otro.
Reinaldo hacía "cosas" con la esperanza de que a fuerza de hacerlas se le diera en el hogar un sitio preferente, se ocuparán, alguna vez que fuera, de su persona. Cuando se convenció de que la madre silenciaba sus "cosas" con la intención de no molestar al padre, que los hermanos lo miraban desdeñosamente, que las hermanas se encerraban en su circulo de frías sonrisas, que no. hallaban eco sus "cosas", entonces buscó otra escenario para realizar el magnífico destino que creía ser el suyo.
Desgraciadamente en la escuela fue un alumno moroso que a gatas logró completar sus estudios primarios. Y sus "cosas", las "cosas" de Reinaldo, comenzaron por ser un motivo jocoso para sus compañeros, pero después lo oyeron sin mucha paciencia, terminando por deshacerse de é entre rechiflas y empellones. ¿Las "cosas" de Reinaldo? Fanfarronadas, aventuras en que se hallaba siempre mezclado, en las cuales era héroe que repartía definitivas trompadas, que decía frases lapidarias, ganador siempre de la partida. ¡"Cosas" de Reinaldo! Mítica narración de hazañas, que jamás nadie pudo atestiguar.
Las notas de la escuela eran una certeza tan clara para el padre como el endiablado grafismo de las recetas. No se hizo ilusiones y matriculó a Reinaldo en una escuela industrial. Que fuera lo que pudiera: obrero, capataz, técnico. Ya que le gustaba arreglar los timbres, que componía los juguetes desechados por los hermanitos y hasta a veces lograba hacer andar el viejo reloj de la cocina, decidió que el porvenir de Reinaldo era la mecánica. Y Reinaldo --que por ese entonces sentía en sí mismo arder una llama de conductor de masas-- tuvo que resignarse a atornillar y desatornillar tuercas y pernos.
Porque en verdad un muchacho como él, alto, fuerte, rectangulares los hombros, saliente el pecho, con largos brazos y largas piernas, firme en grandes pies, con las manos de dedos tan largos y anchos, con una cabeza de gran mandíbula y un mentón como proa hendiendo el porvenir, con una noble frente y unos ojos pequeños de cauteloso mirar, con la sonrisa parca sobre los dientes deslumbradores, sano, rubicundo, lleno de inquietudes sociales, un muchacho como Reinaldo, así visto por mis propios ojos y según su propia opinión, no podía estar destinado sino al estudio de las leyes, antesala de los comités políticos que llevan a los ciudadanos a las Cámaras legislativas como representantes del pueblo.
Para llegar a la facultad de leyes, a esa antesala, había que pasar por el liceo. Y cuando se pasa a gatas por la escuela primaria, la pasada al liceo se hace problemática. Fue lo que sintetizó el padre cuando Reinaldo quiso dar su opinión, rebatiendo la idea de mandarlo a la escuela industrial.
--Déjese de proyectos imposibles para su meollo y confórmese con ir donde su padre ha dispuesto.
Era para Reinaldo letra muerta lo teórico, pero en la práctica terminaba por entender y ser infinitamente hábil. Con una especie de memoria muscular, una exacta repetición de movimientos, una asociación de ideas hecha a base de realidades, una memorización de formas, y no de nombres, acabó por ser un buen mecánico.
Al término de sus estudios pretendió Reinaldo que el padre lo mandara a Estados Unidos a perfeccionarse. Ya no soñaba en lo íntimo en ser un conductor de masas, pero sí revolucionar la industria de los motores con sus invenciones. En respuesta a aquellas pretensiones el padre le buscó y halló trabajo, y así ingresó en la Compañía Maderera de Colloco.
Siempre le gustó gallardear con las muchachas, seguirlas, pararse en la esquina cercana a sus casas, esperando que asomaran a la ventana o a. la puerta. Pasearles la vereda de enfrente en la misma espera. Con buen éxito o sin él, no le importaba, porque mientras tanto se sentía él feliz protagonista de la mejor aventura de amor, con muchachitas tras las persianas, entre cortinas mirándolo a escondidas, sufriendo penas y castigos, mirándolo a él, tan erguido, tan impecable, con los hombros tan cuadrados y la barbilla en alto hendiendo el porvenir, tan fachoso, tan hombre.
En sus últimos años de estudiante, tampoco había logrado amigos. Aburría a sus compañeros con baladronadas y a los maestros con su lentitud mental. Lo curioso era que no sufría con el aislamiento, habituado a ese frío clima desde la infancia. No sólo no sufría, sino que le parecía una especie de homenaje a su capacidad, a su inteligencia, a sus dotes. Unos por no entenderlo y otros por envidia, lo dejaban solo. Bueno... Y sacaba pecho, afianzando más los grandes pies en la tierra para lanzar al porvenir el mentón agresivo.
En sus escarceos amorosos tuvo igual suerte. Las muchachitas lo miraban, solían sonreírle, alguna salió al balcón, otras le fueron presentadas, pero ninguna se interesó realmente por él. Bailaba mal. Sus grandes manos al saludar daban apretones que las dejaban doloridas. Hablaba demasiado de sí mismo.
No tenía casi urgencias sexuales, otro motivo para enorgullecerse, porque en vez de encharcarse en sucias aventuras con rameras, por mandato providencial permanecía virgen, conservando íntegra su fuerza viril para transmutarla en memorables hechos. El masturbarse alguna vez no tenía importancia.
Oír música revela buen gusto. En cuanto pudo compró un radio, y aunque le entretenían los programas frívolos y en especial las obras de teatro en series, se las escatimaba, obligándose a escuchar largos conciertos que al fin le resultaron propicios al sueño, fondo para deliciosas siestas. Sus lecturas eran obras de peso, volúmenes que llevaba siempre bajo el brazo y que mostraba agresivamente.
--Estos son libros constructivos y no toda esa hojarasca que anda por ahí envenenando el mundo.
Su biblioteca contenía títulos definitivos: "Cómo Dominar a las Masas", "Hacia un Porvenir Radiante", "El Poder por la Voluntad".
Reinaldo iba y venía metódicamente de la casa a su trabajo. Oía música, leía, hacía largos paseos cumpliendo su, programa de andar diariamente cuarenta cuadras, forma de llegar a viejo en perfecto dominio muscular.
Tiempo adelante a Reinaldo le consultó su jefe si le interesaba irse a Colloco, el pueblecito que crecía rápidamente, tan nuevo, tan hermoso en la palma del valle, tan prometedor de una situación expectable, sobre todo para un hombre joven, deseoso de prosperar. Tendría mayor atribuciones, mejor sueldo; se le edificaría una casa. Una casa.
Fue el padre el que aceptó la propuesta. La madre advirtió, descubriendo de súbito que tenía obligaciones que cumplir con este hijo:
--Un hombre no puede irse a vivir solo en esos andurriales. Tiene que ir con su mujer.
Tenía ella buen ojo para descubrir futuros yernos y nueras. En casa del ferretero quedaba una hija soltera, Ernestina, jovencita, plácida, linda, discreta, bien educada, gran dueña de casa, prolija tejedora de chalecos y bufandas, calcetines y mitones.
Reinaldo entró impensadamente en una vida llena de sorpresas. Viajó, fue y vino desde el pueblo --pueblo, pero capital de provincia--.al otro pueblo --Colloco, chiquito y recién nacido-- en que su vida habría de seguir desarrollándose. Viajó, tuvo que apresurarse para no perder los trenes, tuvo que hacer y deshacer maletas, que dar órdenes, que elegir terreno, planos, pinturas, papeles, muebles. Tuvo que visitar la casa del ferretero en plan de amigo, de enamorado, de novio. Tuvo que vestirse con una ropa incómoda e ir a la iglesia con la madre y el padre, esperando a la puerta --hacía un fuerte viento que lo despeinaba, dándole una penosa certidumbre de incorrección--, esperando con cierta angustia que le enfriaba las manos. Hasta que vio llegar a la novia, tan serena en su velo, sus azahares y su traje de refulgente raso, como si todos los días de su vida hubiera ensayado la ceremonia nupcial.
Tardó mucho en habituarse a la casa nueva que olía a pintura; a las montañas cerradas alrededor del valle; al impresionante silencio de las noches que el silbido de los vientos solía turbar, cuando no el lento o agresivo caer de la lluvia; a su trabajo, que lo llevaba de aserradero en aserradero, pues la Compañia tenía varios distribuidos la zona. Pero a lo que más le costó acostumbrarse fue a la presencia de la mujer, a esa evidencia, a ese cuerpo que parecía siempre esperar el suyo, sin prisa, sin manifestación, alguna de reclamo. Ese cuerpo que en el día se desplazaba por la casa con suavidad, organizando un mundo de comodidades, el orden, la limpieza, le buena comida, la ropa pulcra, las plantas, los pájaros, las flores. Hablaba lo necesario sonreía, más gasea los labios, con sus grandes ojos dorados. A Reinaldo le parecía vivir el sueño que nunca tuvo, que jamás se le ocurrió soñar. La miraba pensativo. Esta era su mujer y ambos estaban en su casa. Y él tenía un trabajo en el cual era eficiente y todos lo estimaban; empezaban a llamarle "el ingeniero". Le daban ganas de tocar a la mujer y tocar las paredes para cerciorarse de que aquello era la realidad y no el sueño que nunca soñó. Porque, en verdad, ¡era todo tan simple! No acababa de confesarse que era feliz, natural y sencillamente feliz.
Porque no lo era.
A veces, en la noche, extendía suavemente la mano hasta encontrar el cuerpo tibio, la piel tersa y fresca de Ernestina. Nunca pudo recordar, apartar de un cúmulo de múltiples sensaciones de los primeros días de casado, cómo había llegado a acostarse con ella, cómo su sexo había hallado el camino de ese otro sexo que se ofrecía pasivamente. El, que se había preparado tanto para el gran momento, que había leído concienzudamente "Los Deberes del Joven: Esposo", no sabía ciertamente cómo había obrado, de segura contra todo lo que allí se aconsejaba; pero Ernestina había gemido con una pequeña voz de arrullo y él se había perdido en el vértigo de un imponderable remolino.
Le hubiera gustado hablar con Ernestina de "eso", pero en la noche, después de la posesión, ella se dormía plácidamente, y al siguiente día los afanes cotidianos significaban otros intereses. Se hacía el propósito iniciar la conversación a esa hora nocturna en que el cuerpo de la mujer se hacía presente y poderoso, hecho para incitar subrepticiamente al suyo. Ese cuerpo que estaba ahí, tendido con una especie de laxitud, quieto como una alimaña en espera de presa. El estaba cansado, no quería voluntariamente hacer "eso". No porque no se sintiera capaz de ello, sino por probarse a sí mismo que era dueño de sus actos. No quería hacerlo. Se obligaba al reposo, llamaba al sueño, muy abiertos los párpados en la obscuridad, las manazas inertes sobre el pecho.
El aire empezaba a enrarecerse y el corazón a darle grandes golpes. La boca se le llenaba de saliva. El cuerpo de Ernestina parecía crecer, avanzar a tocar el suyo. Alargaba una mano callosa de trabajador y encontraba la suavidad tibia de los pechos. La mujer, no hacía un movimiento. Y él se lanzaba a su cavidad profunda como enceguecido, hasta ése momento en que la oía gemir un tierno arrullo bajo su bronco jadear de gozo.
Después el cuerpo de Ernestina volvía a su laxitud y en silencio caía en el sueño.
El quería reflexionar en cómo era "eso". Aplicando sus conocimientos librescos. Lo que no lograba entender era la autonomía del deseo que obraba, contra su voluntad, con una avasalladora fuerza propia.
Nunca sacaba conclusiones, sumido también él de súbito en un sueño mineral.
Lo desconcertaba hasta dejarlo atónito la dualidad que representaba Ernestina. ¿Cómo unificar a la suave mujer que de día tan eficientemente se ocupaba de su casa, daba órdenes, cumplía obligaciones sociales, creaba a su alrededor una atmósfera de placidez, una silenciosa cordialidad, correcta y serena, con esa otra criatura como en acecho en la noche hasta lograr su presa? ¿Ésta que de día jamás hubiera él osado besar sino en la frente y que en la noche aceptaba con naturalidad primaria su mano, su boca y su sexo?
¿Cómo serían las otras mujeres?
Se enredaba en este interrogante, un poco asustado de formulárselo; con una curiosidad que se hacía por momentos más ávida.
Porqué él, hecho para grandes destinos, que había sacrificado su porvenir en aras de sus sentimientos filiales, ajustando su vida a lo que el padre había determinado, olvidando sus posibilidades políticas; él, que aspiraba a un hogar tranquilamente feliz, en el cual sería amo y señor, haciendo de su mujer un reflejo de su propia personalidad y de sus futuros hijos criaturas modelos; él, que había anulado el impulso de su juventud para convertir su virilidad en una fuerza capaz de conmover al mundo; él, sí, estaba convertido en una especie de garañón, entregado esta "burra de mujer".
La primera vez que la frase se le presentó en toda su brutal grosería; tuvo un sobresalto, dando tal frenazo al pensamiento, que por días se quedó dolorido, como si el frenazo lo hubiera recibido no sólo la mente, sine también la carne.
Se preguntaba si la quería. ¿Cómo era el amor? Esa felicidad inenarrable que describían sus libros, realmente, aun observándose bien, él no la sentía. Tan confortablemente estaba antes, en la casa paterna, como ahora en la suya. Allí había una mujer, su madre, que hacía el ambiente grato, que ordenaba, que era la organizadora cotidiana del gran horario por cumplirse. Aquí, Ernestina hacía lo mismo. ¿Entonces? Su trabajo ahora y antes le daba satisfacciones, claro que en la actualidad disponía de casa propia, de mayores dineros, de libertad de acción. Pero debía confesarse que estaba más tranquilo entonces, en ese antes sin responsabilidades, sin obligaciones, hilando soberbios proyectos, oyendo música, leyendo las grandes obras que son pan para el espíritu y andando las cuarenta cuadras necesarias para llegar a viejo con los músculos en perfectas condiciones.
¿Cómo serían las otras mujeres?
Cuando Ernestina sintió los primeros síntomas de embarazo, no hubo otro remedio, para sus constantes malestares, para sus vómitos incoercibles, que llevarla a casa de los padres de Reinaldo, donde su madre --para eso son las madres-- se acomodó a la presencia doliente de la nuera y a cuidar de su salud. Reinaldo iba y venía de Colloco al pueblo, de mal talante, cansado de la preocupación que implicaba el estado de Ernestina, de las complicaciones que su propia casa sin gobierno le creaba con las entrañas crispadas en una especie de angurria sexual, tenso, porque Ernestina se había convertido en otra mujer, ausente, como si no fuera ella, entregada al sopor de una dificultosa gestación, animalizada, asordados los sentidos, torpe el andar, empañados los ojos, como desbordada de sus límites y con las bascas cosquilleándole constantemente el estómago.
La miraba rencorosamente. Sin ninguna piedad, rencorosamente. Haber creado en él la necesidad de su cuerpo para ahora hacerlo conocer esta otra humillación: el desearla --a pesar de la modorra, de la hinchazón, de la indiferencia--, sin poder ni siquiera acercarse a ella, porque una noche que enloquecido lo intentó, en el esfuerzo por rechazarlo, Ernestina vomitó sobre él bocaradas de bilis.
¿Cómo serían las otras mujeres?
El punto de partida de sus experiencias fue la Cochoca, mujer de un viejo capataz, realizando esas extrañas parejas tan comunes en los campos sureños, en que la jovencita se casa con el hombre de años que tiene buena situación. Los dramas que la disparidad de edades engendra suelen ser la añadidura de estos matrimonios.
De cómo podían ser las otras mujeres tuvo la primera experiencia medio a medio de la montaña, en un quilantral, junto al río. La Cochoca andaba por ahí tendiendo una red para pescar salmones y él pasaba a caballo de regreso de un aserradero. También todo aquello era una confusión de sensaciones, porque sobre las hojas que mullían el suelo, bajo la comba de las quilas dobladas en infinitos entreverados túneles que salpicaban puntos de luz, recalentado el ambiente por una siesta de canícula, con el olor de la menta y de la hierbabuena como un filtro erótico, y los pájaros arriba enloquecidos de trinos y el misterioso rumor de in-advertidos insectos chirriando, removiendo, crujiendo; sobre todo eso, bajo todo eso, estaba el frenesí de la Cochoca, como lagartija eléctrica, aferrada a él, incitante, activa, revuelta de cabellos y de gemidos, con una acometividad de macho, más que poseída, poseyéndolo.
Nunca Ernestina le había dejado una semejante sensación de vacío. Cuando siguió camino, el paso del caballo le hacía doler las ingles y con un movimiento mecánico se tocó el sexo absurdamente pensando que podía haber quedado entre los duros muslos de la mujer. Le pareció tan grotesco todo, que una sonrisa sin alegría le deformó la boca.
Conoció cómo eran otras mujeres. La Cochoca, mozuelas montañesas, prostitutas, una adolescente viciosa, más prostitutas, una mujer otoñal que aún en la cama hablaba de problemas sociales. Mujeres, muchas mujeres. Parecía que su virilidad se vengaba de los años inactivos con un deseo incontenible. Tan incontenible como insatisfecho.
Cuando Ernestina con un hijo de meses volvió a su casa, encontró esperándola a un marido extremadamente nervioso, violento, queriendo imponer su voluntad a gritos, sin atender razones.
Ernestina lo miró desde el comienzo a los ojos, serena, firme, sin ceder en lo que creía justo. Reinaldo la miraba también fijamente, con una especie de desafío, de recóndita sorna. Pero podía más la serena firmeza de Ernestina y se iba con un último portazo y un último grito que era una amenaza. Se iba a buscar otras mujeres, porque esta suya, por un rencor de obscuras raíces subconscientes, se le había hecho indeseable.
Nunca más fue su mujer.
Para Ernestina el hecho al comienzo fue un descanso en la tensión con que había regresado. Porque ese retorno al hogar, después de nueve meses de padecimientos y de un padecimiento aún mayor en el parto --que requirió una operación cesárea--, podía significar otro proceso semejante. Y no quería más hijos. Todos los medios para, evitarlos le parecían buenos. Pero jamás imaginó que Reinaldo haría caso omiso de ella. Preparada para imponer condiciones, la actitud del marido fue una inesperada solución. Después, a la larga, esa actitud le pareció la evidencia de una querida.
Pensó aliviada: "Con tal que me deje tranquila"...
Y como en verdad en ese aspecto la dejaba tranquila, se acomodó a esta nueva manera de vivir, entregada por entero a la crianza y educación hijo.



4


Con las manos sumidas en el agua desbordante de un artesa, la Petaca dividía en ocho trozos, concienzudamente, la cebolla que contenía su mano Era una forma de librar los ojos del escozor que el trabajo; hecho a manera tradicional criolla, le producía y que se le había tornado intolerable. Una de las bases de su negocio eran las empanadas. Las famosas "caldeas" de la Petaca.
Partía las cebollas concienzudamente, incapaz de traicionar la perfección de su trabajo. Un delantal blanco protegía el traje de percal floreado y un repasador protegía a, su vez el delantal.
Se le hubiera dicho joven y bonita si la gordura no la deformara. Textil en su favor dos cosas: la piel tersa, fina, morena clara, y los ojos negros de una materia que parecía preciosa, húmedos, relampagueantes. Tan enormes, tan sesgados, tan bordeados de largas pestañas crespas, que aun en la cara en que la grasa había invadido los carrillos y las líneas de la mandíbula desaparecían en la papada, aun, en, esa cara, los ojos seguían siendo enormes y de una cabal belleza.
Andaba por el filo de los treinta años. La gordura no le había echo perder agilidad, ni había aplacado su genio vivo. La Petaca manejaba sin titubeos el almacén, el restaurante, la casa propia, el marido, el hijo, el peón, la mozuela sirvienta, los clientes, los proveedores y, en suma., el pueblecito todo de Colloco. Porque sus ojos, con ciento cuatro kilos de mujer repartidos en una altura mediana, imponían siempre, y más aún en arrebatadoras cóleras, una autoridad de basilisco irresistible.
Terminó de partir las cebollas. Tiró el agua en una canaleta de desagüe. Colocó la sartén sobre la cocina, echó la grasa. Removió los tizones.
--Rita -gritó.
--Mande --y apareció una mozuela desmañada.
--Échame leña al fuego.
--Ta bien --y cogió unos leños para cumplir la orden.
-- ¿Qué está haciendo el patrón?
--Ta con gente. Recién llegaron unos del lao e Vitoria --y no supo qué hacer: si seguir esperando más preguntas o revolver el rescoldo.
-- ¿Y el Conejo?
--No lo vide. Ta na.
--Rita --llamó la voz del patrón desde el almacén.
-- ¿Qui'hago? --preguntó la mozuela, que vivía amedrentada, con aire de animalillo que va a emprender la fuga, temiendo las borrascas de la patrona.
--Que se las arregle... También tú, que nunca vas a aprender a encandilar un fuego.... Bueno. Échate a un lado. Y anda a ver qué quiere "ese".
"Ese" era el patrón, el marido, don Lindor.
Rita la miró de reojo. Con su instinto de criatura primaria intuía que el tiempo iba para malo.
La Petaca terminó el frito; tapó la sartén, colocándola en lo alto de una alacena; y arrimó al fuego la olla de la sopa y la otra en que cocerían los chocles. La vaharada del fuego le pealaba de transpiración la frente. Salió de la cocina, y se fue al patio, a lavarse cara y manos en el agua de un medio barril, junto a la bomba. Se alisó el cabello, negro y crespo; se quitó el repasador, y a la sostenida luz del crepúsculo, sureño, alargado más allá de lo presumible por la remota vecindad de la Antártida, observó si en el delantal había manchas. Tironeó la blusa sobre la comba abundante de los senos, rehizo el moño del delantal en la cintura y se dirigió de nuevo a la casa, rumbo al almacén.
En un ángulo de la amplia habitación, alrededor de una mesa sobre la que caía la luz de una lámpara ya encendida, conversaban sentados los hombres, mientras tomaban un trago entre bocanada y bocanada de humo. Tan enredados en el tema que no vieron entrar a la Petaca por la puertecilla que daba a la casa, para instalarse en su sitio habitual tras el mostrador, semioculta por la vitrina que guardaba las vituallas.
--Pa el caso es lo mesmo --hablaba un viejo como San José de nacimiento criollo--, sean radicales o no, toítos tienen la mesma cantinga hasta que llegan a la Presidencia. O al Congreso. O a'onde sea. En cuanti no más se avecinan las eleuciones, ya sabimos que recuerdan la gente'el campo y vienen como locos a ofrecernos de un too. En los años que me gasto, ya hei oío tanta la lesera que me la sé e memoria.
--Pero usted no podrá negar, don, que desde que era mozo hasta ahora ha ganado bastantes ventajas. No me va a decir que no vive mejor, gana más plata y tiene más garantías para su trabajo --contestó un joven, cuyo atuendo ciudadano desentonaba con las mantas colorinches y las chaquetillas cortas de los demás.
-- ¿Cuáles? --preguntó tozudamente el viejo--. Gano más plata, es cierto, pero ¡pa la pucha que me sirve! Entuavía no la recibo cuando se me le va como sal en l'agua. Si no alcanza ni pa manutención. Lo mesmito qui antes. La mesma jeringa con otro bitoque.
--Porque ustedes no quieren entender que hay que agremiarse, que si no se unen, jamás van a lograr reivindicaciones--pronunció la palabra última cerrando los ojos para mejor memorizarla--; la gente del campo es muy porfiada y no quiere entender.
-- ¿Entender qué? Entendamos lo que entendamos, los pobres hemos nacío pa'l trabajo y pa jodernos. Eso es too. Con sinditaco o sin sindicato --y pausadamente el viejo dio término a su gran vaso de vino.
--Los hombres jóvenes pensamos de otra manera. Cuando uno va a la escuela y estudia y trata de educarse, entiende las cosas mucho mejor que otros... --arguyó el joven.
--Lo que pasa es que aquí en el campo --intervino un mocetón-- Uno se embrutece. Hay que tirar pa'l pueblo, pa la capital, si se puede. Eso es lo bueno.
--Toos habimos tirao alguna vez pa'l pueblo --y aunque la boca no sonreía, algo en los ojos del viejo como una sombra alegre brilló-- Mire amigazo: no se crea que siempre he sío veterano... Tamién tuve mi ventolera que me agarró pa'l lao e la capital. Allá. hice de un too. Cargué sacos en la estación. Tuve en el mataero. Jui de la di aseo. Me pasié por las calles. Jui al tiatro. Me emborraché con litriao y remolí con unas putas recaras. Y me golví pa mi querencia aburrío e vivir como un chinche, en un conventillo asqueroso, de comer mal y andar con las tripas a las carreras, de estar cansao como bestia y no poer siquiera dormir una siestita a la sombra di un árbol. Y aquí me queé y muy contento. Tengo mi puebla, tengo mi mujer y mis chicuelos; sí, hei pasao mis crujías, pero nunca mi'ha faltao con qué mantener la familia y hasta a veces me ha sobrao pa festejar a los amigos.
-- ¿Usted no cree que la puebla que ahora tiene, con más comodidades, la escuela para mandar a sus chicuelos, el horario de trabajo más humano y el mejor salario, no son obra de los políticos y de los sindicatos? --dijo el joven, acentuando el tono interrogativo.
--Yo creo qui'hay algo, una juerza, no sé cómo se llamará, qui hace que las cosas mejoren un poco, no mucho, pero, en fin, algo. Yo toy viejo pa cambiar y menos pa cambiar el mundo --y para afirmar su convicción, levantó una ceja en un raro gesto que se la dejó como pegada a las luengas greñas blanquecinas.
--Por suerte los derrotistas como usted son pocos. La juventud tiene ahora mucha fe en sí misma, sabe lo que quiere y cómo debe hacer para llegar a lo que quiere.
--Yo quiero mi puebla, mi mujer, mis chicuelos y mi trabajo --afirmó el viejo con una. voz de cantinela, mientras la ceja bajaba a su altura habitual--, y que me dejen morir tranquilo.
Don Lindor los oía con los ojos entrecerrados, como era su costumbre, ladeada coquetamente la cabeza sobre un hombro y las manos aferradas a las solapas.
--La verdad es --intervino-- que la juventud de ahora, con su pasión por el deporte, está como embrutecida. Y olvida la sal de la vida. Ni más ni menos... --y entrecerró más aún los ojos, sonriendo misteriosamente a gratas evocaciones.
-- ¡ Ay! Don Lindor, usted siempre tan picaronazo --comentó otro de los mocetones--. Ya veo que nos quiere contar uno de sus cuentos.
--Protesto por eso de embrutecida --exclamó apasionadamente el que había sostenido el diálogo con el viejo--. Somos mucho más limpios que ustedes, don Lindor. La generación suya no pensó nada más que en francachelas, en remoliendas, en mujeres. Nosotros le damos un sentido más noble a la existencia: estudiamos, nos perfeccionamos en nuestro trabajo, tratamos de que la vida sea más grata para la colectividad, elevamos su nivel. Todo eso lo hace la política, la conciencia social que hay en cada uno de nosotros, y en cuanto al deporte, es la manera de sacar al pueblo de la cantina y del prostíbulo.
--Usted va a llegar a diputado --intervino respetuosamente alguien. --Con too eso no somos más felices --aseguró con su habitual tozudez el viejo.
Don Lindor pareció salir de su cielo color de rosa, volteó la cabeza sobre el otro hombro y dijo con la voz melosa que él estimaba su arma seductora
--Yo cambio todo eso por una rubia platinada. De esas falsas flacas que uno las ve vestidas y parecen tan estrellas de cine, y bueno, cuando uno las halla en la cama, tienen cada teta así de grande...
No pudo indicar cómo eran de grandes, porque desde su observatorio, detrás del mostrador y de la fiambrera, la Petaca tronó:
--Inmundos... Chanchos de hombres... Sólo saben hablar de putas... Parecen bestias... Peores que bestias, que al fin ellas tienen su celo y después se quedan tranquilas y ustedes se pasan el año corriendo detrás de cuanta mujer se lea cruza... Chanchos...
--Pero, Petronila, ¡por, favorcito! --balbuceó don Lindor.
-- ¿Para qué se las agarra con nosotros? Si es su gusto, peléese con él, dígale lo que se le ocurra. Pero déjenos a nosotros tranquilos. Ni nos conoce. Estamos aquí esperando que nos sirva y no para que nos insulte. Habráse visto... --protestó un mocetón, afirmando su protesta con recios golpes sobre la mesa.
--Más vale que se calle --murmuró el viejo, dándole un codazo.
-- ¿Y qué se mete usted? Yo tengo derecho a no dejarme insultar-- contestó el mocetón belicosamente.
--Aquí yo digo lo que se me da la: gana. A usted y a todos. Para eso estoy en mi casa. Y si no le gusta, se va. Se van todos --.y con ira creciente, con los ojos echando brasas y una especie de hálito emanando de ella, poderosa como una fuerza de la naturaleza--se van todos, a buscar mujeres, a revolcarse con ellas. Si no saben, les puedo decir dónde las encuentran, en los barracones, a la salida del pueblo por el lado del río, y la otra, la rubia, platinada como artista de cine, ésa también puedo decirles dónde, está... Puedo decirlo... --Cayó ahogada por el borbotón colérico, hasta tomar de nuevo aliento y repetir dando a las palabras una fuerza de maza--: Puedo decirlo...
Los hombres la miraban cohibidos. En los mocetones recién llegados; aun en el que protestara había una expresión de pasmo, El viejo daba suaves golpecitos sobre la mesa, como marcando un ritmo a las palabras. El joven que amaba la política y abogaba por los sindicatos buscaba la recóndita vertiente de esa ira. Don Lindor se aferraba más sólidamente a sus solapas para no caerse.
En ese nuevo respiro de la mujer apareció Conejo. Flaco, la cara inundada por los ojos enormes, tan iguales a los de la Petaca, en forma, en negror, en sombreado de pestañas, pero tan dulces, tan dulce, tan animalito nacido, tan dadores de terneza, tan esperanzados de recibirla por igual.
--Buenas noches --dijo buscando afianzar la voz, anhelante por el apuro del camino.
Los ojos de la Petaca cambiaron de expresión al verlo. Perdieron dureza, resplandor iracundo. Parecieron reflejar la mansa' entrega de amor que había en los otros. Y dijo con reproche, pero sin acritud, algo parecido a lo que había dicho la otra madre:
--¡Qué horas de llegar! Hasta que un día te pase algo andando de noche por esas calles.
--Perdón, mamá --y atravesó el almacén, desapareciendo por la puertecilla. Lo siguió un gato, buscando restregarse contra sus piernas.
El silencio se adensó hasta sentirse vivo el hervor del agua en la cocina.
Y lentamente se elevó también el hervor de la conversación de los hombres, que se reanudaba cautelosa.



5


Lindor y la Petaca se conocieron en el pueblo --no en Colloco, sino en el otro, en la capital de la provincia--, siendo él mozo de la mejor confitería y ella cocinera en casa de una familia acomodada, dueña de grandes fundos madereros. Buena la pinta, aficionado al cine, a la lectura de revistas populares y con una excelente memoria, Lindor aspiraba a ser artista de teatro, pero nunca pasó de desempeñar en una compañía de aficionados papeles que resultaban la caricatura de su oficio. Sacar lleno de dengues a escena bandejas con refrescos, cafés y comidas de guardarropía, réplica grotesca de lo que en la vida diaria hacía eficientemente. La buena memoria le fallaba en cuanto enfrentaba al público, haciéndose famoso por sus furcios. Pero esta afición le valió encontrar a la Petaca, limitada a los dieciocho años a un volumen apetitoso de redondeces, sonriente, picaresca, polvorilla, celosa, bailando con gran desparpajo unas cuecas llenas de malicia, integrante del cuadro folklórico que en aquella compañía de aficionados matizaba en forma ruidosa las obras teatrales. Se enamoró fulminantemente, y como la muchacha no aceptaba "ni un besito en la-punta de un dedito" si no se pasaba antes por el civil y la iglesia, se casó con ella y empezó una vida mucha más llena de comedias y dramas que las que pretendió vivir en el teatro.
A él le hubiera gustado seguir de mozo en la confitería. Era una manera de estar siempre entre gente de categoría. Y que Petronila para él siempre fue Petronila-- y no esa vulgaridad de sobrenombre: la Petaca--siguiera en la casa en que servía, donde la rodeaban de tantas consideraciones. La señora tendría que avenirse a que él fuera a buscarla después de la comida para llevarla a la pensión en que vivía. Y donde también tantas consideraciones tenían con él las dueñas de casa, unas señoritas venidas a menos. Pero la Petaca no aceptó esta vida fraccionada, le hizo renunciar a la confitería y al alojamiento, lo impuso en la casa como mozo, exigió para ambos una buena habitación con puerta independiente a la calle atravesada y allí instaló su feudo.
La señora solía decir con aire de víctima a sus amigas:
--Claro que es una cocinera espléndida. Pero hay que aguantarle todo: marido, guagua y sabe Dios cuánto más.
La Petaca se las arreglaba para todo. La casa tenía fama por su buena mesa. Lindor vivía en una especie de alerta, poniendo un pie frente a otro por la raya que ella demarcaba. Era un excelente mozo. También la señora solía reconocerlo suspirando. Y la guagua, un niñito debilucho de grandes ojos tristes, era un modelo de aseo y de buena crianza.
Pero esta buena época no duró mucho. Porque la Petaca resolvió ante sí y por sí dejar la casa e instalarse por cuenta propia con un puesto en el mercado.
A Lindor no le gustaba ese medio ordinario. Como no le gustaban las piezas, parte de una vieja casa, en que vivían. Pero la Petaca había empezado a adquirir kilos y mal genio, a celarlo hasta de la sombra de una pollera, y no le quedaba otro remedio que acomodarse a cualquier norma, si no quería caer en medio de trifulcas que en su fuero interno calificaba "como mar proceloso", frase de una comedia que fuera la predilecta, de sus mocedades.
Si la Petaca aumentaba en kilos, en celos y en viveza de carácter, el negocio también aumentaba en ganancias. Dos años después el puesto convirtió en un almacencito. Lindor no sabía cómo se las arreglaba la mujer para que todo en sus manos se multiplicara. Era infatigable. Compraba, vendía. Ahorraba. Tenía audacias que lo dejaban frío. Como aquella vez en que, tranquila y segura, fue a pedirle a su antigua patrona un préstamo para ampliar y modernizar el almacencito. Préstamo que la señora le concedió sin mayores trámites.
La gente hacía cola loa jueves y los domingos para, esperar que salieran las hornadas de empanadas. En verano se añadían las humitas y las fuentes de greda con pastel de choclo. Comenzó a hacer dulces: alfajores, empolvados, cocadas, hojuelas con huevo mol, cajitas de almendra. Cuando fue a devolver el dinero del préstamo, el señor, por casualidad presente en la entrevista, le pregunté con afectuoso interés:
--Dígame, Petaca, ¿no le gustaría irse con su familia a Colloco? El pueblecito es lindo, ha crecido mucho y necesitamos allá un almacén., haríamos una casa cómoda, con sitio, con luz eléctrica y agua. Se la venderíamos a largo plazo. Lo que necesitamos son pobladores trabajadores, honrados, capaces de hacer prosperar el pueblo. Le aseguro que es negocio para una persona como usted, con espíritu emprendedor. La escuela ya funciona. Hay correo y telégrafo. Pero necesitamos un almacén bien surtido y bien llevado donde pueda proveerse la gente del pueblo y nosotros mismos, la gente de los fundos vecinos, de los. Aserraderos. Le doy mi palabra de que es un buen negocio.
Como viera a su marido realmente interesado, la señora añadió el argumento que fue definitivo:
--Y el clima le sería muy favorable a su niño.
A Lindor el cambio no le agradó ni pizca. Menos aún que el cambio de mozo de confitería a mozo de casa particular y de mozo particular a puestero de mercado. ¡Demonio de mujer! ¿Y quién iba a contrariarla cuando decidía algo? Porque ahora el almacencito era chiquito siempre, pero había que ver lo bien alhajado que estaba, con mostrador con mármol y todo, y espejos y fiambrera esmaltada y tarros de metal y frascos de vidrio relucientes. ¿Y la clientela? ¡Bueno! Venían allí desde la señora del gobernador hasta la tía del diputado, sin hacer remilgos, muy llanas, muy afectuosas, interesándose por Conejo --alguien había dicho cuando era guagua que parecía un conejito y se quedó con el apodo--, por la Petaca, por Lindor, por las empanadas, los dulces, los postres, los helados. Por todo lo que salía de las manos infatigables de la Petaca para transformarse en dinero.
Y ahora a la loca se le ocurría irse a un pueblo desgraciado, en medio de montañas, donde el diablo perdió el poncho, y ni él mismo supo decir dónde había sido... A Colloco...
Pero la Petaca imponía su ritmo de trabajo donde fuera y sus manos seguían comprando y vendiendo, ganando y ahorrando. Engordaba, el genio se hacía por días más colérico. Y Lindor, sin saber cómo, se halló dueño de una casa, de un almacén, de un restaurante. Se lo llamaba don Lindor. Pero, vaya uno a saber por qué, a ella nadie la designó por doña Petronila, sino que siempre fue la Petaca, y así se la conocía en la región, famosa por su mano para las comidas. El almacén de la Petaca. Las empanadas de la Petaca. Los dulces de la Petaca.
Copita va para el frío, copita viene para la calor, vasito para hacer salud con el viejo cliente, potrillo para sellar la buena amistad con los recién conocidos, a don Lindor el trago se le fue haciendo costumbre. Nunca llegó a borracheras mayores, pero vivía en un achispamiento crónico, suelta la lengua en largas historias picantes, diciendo misteriosamente comenzarlas, luego de asegurarse que su mujer no podía oírlo: "Esto pasó a un amigo mío muy amigo...", en la esperanza de que los oyentes le adjudicaran la aventura. Siempre de amores, de artistas de cine o de teatro, y hasta de bellezas como huríes de Mahoma: "Un caballero con toda la barba que tenía mil mujeres..."
Fue también entonces cuando adquirió la costumbre de aferrarse de las solapas de su chaqueta, voltear la cabeza sobre un hombro y hablar a media voz, entornando los párpados. La verdad era que la Rita no resultaba muy apta para pellizcos. Porque una aventurilla sin consecuencias, de cocina adentro, no sería desdeñable, si es que la Petronila --para él era siempre la Petronila-- se distraía al punto de dar tiempo para ella. Pero ¿qué se podría hacer con la Rita, que parecía palo de ajo?
Había vivido años como subsidiario de la mujer. Queriéndola a matarse, con una fidelidad ejemplar, dándole gusto en todo. Aguantando cuanto de ella viniera. Pero -- ¡caramba!-- él tenía también derecho a "vivir su vida".
Empezó a vivirla dando por pretexto para sus salidas el ir a la estación a la hora de la pasada del tren del norte, a comprarle revistas infantiles al niño.
-- ¿Por qué no se lleva al Conejo? --preguntaba la Petaca.
--Es que se cansa --argüía él--; yo voy de una carrera y vuelvo de otra.
La Petaca lo vio salir al comienzo sin hacer mayores reparos. Pero las demoras, el que las ausencias se hicieran más prolongadas y no tuviera el hombre cómo justificarlas, empezaron a crear entre ellos un clima constante de tempestuosas discusiones, mejor dicho, crearon en la Petaca un aluvión de protestas, que don Lindor soportaba encogido, aferrado sus solapas, con la cabeza ladeada, entrecerrados los párpados, diciéndose en lo íntimo que aquélla sería su última escapada, que él no tenía derecho a enojar así a su mujer, a su adorada Petronila. Propósitos que no duraban mucho. Poco después, en cuanto la mujer se abstraía en su trabajo, con el propósito firme de dar sólo una vueltecita, salía de nueva don Lindor escapado rumbo a la estación, donde había encontrado un auditorio para sus cuentos, y a la vuelta de la esquina, en la cocinería do don Rubio, otro grupo de amigotes para jugar brisca y beber unas copitas entre mozuelas de servicio, que éstas sí eran para retozos.
-- ¡Dios! Tanta gente y Lindor sin llegar --exclamó rabiosamente Petaca un anochecer en que bullía la clientela en el almacén, sin que alcanzaran a atenderla entre ella, la Rita y el mozo.
Y habían llegado los altos jefes del aserradero grande, con don Reinaldo, y pedían trago y empanadas. Y Lindor en la luna, paseando el pueblo como si tuviera la edad de Conejo.
-- ¡Porra de hombre! ¿Para dónde habrá agarrado? --gruñó dientes.
--Tará onde on Rubio --dijo la Rita, sin saber que prendía fuego a la mecha de una bomba.
--Donde don Rubio... ¿Y por qué donde don Rubio?
--Tará jugando a la baraja --contestó la Rita con la misma inconciencia.
--Jugando a la baraja... --repitió la Petaca, reconcomiéndose las sílabas.
Pudo comprobar que el marido jugaba brisca. Jugaba dinero. ¡Era tan fácil sacarlo del cajón del mostrador! Pudo comprobar que tenía patota de amigotes en la estación --mozos, obreros flotantes, con los cuales se iba de jarana donde don Rubio. A revolcarse con chinas mugrientas. Donde don Rubio, que se decía dueño de una fonda, que bien merecía su negocio el nombre de casa de remolienda. ¡A eso había llegado Lindor! Mientras ella se deslomaba haciéndole una situación, ganándole dinero, dándole comodidades, creándole un nombre honrado. ¡A eso!
Era el motivo dominante en sus peleas, en las tremendas peleas que estallaban a diario, con justo motivo, porque Lindor seguía escapándose, deslizándose subrepticia e irresistiblemente hacia eso que él seguía llamando "su derecho a vivir su vida". Broncas que estallaban a toda hora, porque con tal de escapar, Lindor se iba en cualquier momento propicio. Broncas que sólo la presencia de Conejo silenciaba, porque la Petaca no quería que su hijo supiera la vergüenza que era la vida del padre. Ante los demás no tenía pudor alguno y los insultos salían de su boca como pedrea. Lindor se aferraba a sus solapas, ladeaba la cabeza, entornaba los párpados y esperaba mudo, esperaba que la mujer callara, ahogada en ira y en el tumultuoso latir de su corazón, perdido en capas de grasa.
Lindor advirtió que la presencia del niño enmudecía a la madre. Fue entonces cuando comenzó a esperar que Conejo estuviera en casa para hacer su entrada pacífica. Llegaba como si nada hubiera pasado. Decía:
--Buenas noches --y buscando su antiguo empaque de mozo de confitería principal, se disponía a atender a los parroquianos.
Porque con trifulcas y sin trifulcas, el negocio prosperaba.
Rita vivía mirando de reojo a la Petaca, deteniéndose medrosa en su ceño tempestuoso. El mozo pensaba:
"Viejo maula...", con bastante envidia y no poca admiración, porque a él, como a la Rita, lo empavorecía la cólera de la patrona. Conejo no sabía nada, perdido en su mundo de maravillas.



6


Misiá Melecia tenía a su cargo el correo. Desde que enviudara, al filo de la cincuentena, había decidido ser vieja, fea y desagradable. Y esto nada más que por fidelidad a un principio: "Un Dios y un marido". Para lo cual se había transformado con total éxito en una espantahombres. En una época en que hasta la chinita más lejana de toda civilización se echa "su manito de gato" y puede prescindir de cualquier cosa menos de los polvos para la cara y del rojo para los labios, misiá Melecia aparecía con el rostro lavado, descolorido, con los labios exangües y una mata de pelo entrecano tirante y enroscada atrás en un gran moño espinudo de horquillas. Usaba trajes negros hasta el tobillo, con mangas largas y escotes monacales, hechos con una deliberada falta de gracia. En invierno usaba pañolones negros de rebozo. En verano, manteletas de seda con flecos. Y en todo tiempo una cinta le rodeaba el cuello, colgando de ella un medallón de oro y esmalte negro, en medio del cual lucía un diminuto diamante y que contenía el retrato de "su adorado finadito".
Su hermana Liduvina, poco menor que ella y defendiéndose con heroicidad de los años, llena de melindres y caireles por dentro y por fuera, le decía siempre:
--No veo por qué hay que vestirse de mamarracho para guardar la memoria del marido. Lo mismo se puede ser respetable vestida como gente.
--Maneras de pensar. Y no veo tampoco por qué te metes en mis cosas cuando yo jamás me he permitido hacerte una observación. No crea que te gustaría mucho que te dijera lo que pienso de tu forma de vestirte, de comportarte y menos de lo que pienso de tus amistades... --Ya salieron las amistades...
--Cuando me buscan me encuentran. Yo soy muy prudente, pero no hay que pedir que sea santa y aguante todo...
Las dos eran viudas y habían resuelto vivir juntas, porque uniendo las pequeñas rentas lograban darse mejor vida. Y además completábanse sus trabajos: porque una era empleada de correos y la otra telegrafista. Moviendo las viejas relaciones de familia siempre se referían con modestia respetuosa al tío abuelo obispo--, habían logrado que las destinaran a Colloco, donde tenían toda suerte de ventajas: casa nueva, poco trabajo, independencia y las mil regalías con que se las rodeaba: que leche, mantequilla y queso, que un saco de porotos, que una gallina, que empanadas, que una pierna de cordero, que huevos, que otro saco de porotos.
Era una ganga.
Y además y principalmente: ¡qué entretenido!
Un correo así, chiquito, permite saberlo todo. Claro que hay que tener maña. Saber recalentar hasta cierto punto un filo de gillette para levantar sellos, manejar el vaho del agua caliente para abrir sobres. ¡Y qué apasionante es la vida de la gente vista por dentro! ¡Y qué satisfacción es poder anunciar la llegada de los señores, el nacimiento de u niño, la muerte de un pariente del senador, el pedido de una prórroga en el banco! Claro es que hay que saber lo que puede decirse abiertamente y lo que debe decirse entre líneas y lo que no debe decirse nunca, comentándose sólo entre ellas. Eso es prudencia y buena educación. Saber que la mujer del administrador tiene un amante, así, sin remilgos, un amante, que le escribe a nombre de la sirvienta. ¡Buena frasca mujer del administrador! Saber que a la pobre señora del dueño de los fundos más valiosos, del más millonario terrateniente del sur, cuando la operaron y le dijeron que era apendicitis, lo que le sacaron fue un cáncer y no le dieron vida sino para seis meses. Y como ya se cumple esa fecha trágica, ellas están esperando que de un momento a otro llegue el telegrama anunciando la defunción. Ellas lo saben todo.
Parecen buitres pulcramente devorando carroñas. Un buitre disfrazado de buitre y un buitre disfrazado de lorita real.
El desastre empezó para ellas cuando un buen día --día nefasto hubiera dicho don Lindor-- apareció el administrador de la Compañía Maderera de Colloco con Reinaldo, anunciándoles sin mayores ambages que estaba acordado crear allí una oficina de teléfonos, que los trabajos empezarían de inmediato y que, para mayor comodidad, la telefonista viviría allí, independizándole parte de la casa, tan grande para dos personas. Como todo parecía estar previsto y la sorpresa las paralizó, dieron la callada por respuesta.
Y al día siguiente apareció el capataz de construcciones. Ya habían logrado sacar voz y quisieron protestar:
--Pero esto es un atropello. Vamos a escribir inmediatamente a la Dirección de Correos y Telégrafos para presentar nuestra queja.
--Yo sólo cumplo órdenes.
--Pero ¿qué van a hacer?
--Independizar todo el lado que da a la calle atravesada. La esquina queda como siempre para oficina. Es harto grande y perfectamente se puede instalar a un costado la mesa conmutadora. Y a ustedes les quedan para casa habitación todo el frente y las dos piezas de los altos. No creo que vayan a sufrir mucho porque les quiten estas piezas del costado, que al fin las tienen cerradas.
--Pero es un atropello. Ni la consultan a una. Ni nada. Y le meten gente extraña en su casa.
--Piense lo que será si la telefonista viene con familia, si tiene marido y niños. Los niños son siempre mal educados. No es agradable.
--Es una falta de respeto.
--De consideración.
--Y sin siquiera que le manden aviso por conducto regular.
--Ya está todo resuelto --afirmó perentoriamente el capataz, que recorría la casa con ellas a la siga, abriendo y cerrando puertas, calculando ubiques y anexos, para hacer de aquellas tres amplias habitaciones una casita confortable.
Porque a la Compañía le gustaba que sus empleados, que los que de cerca o de lejos dependían de ella, por lo menos no tuvieran que quejarse en cuanto a buen alojamiento. Era un gasto mínimo que redundaba en prestigio.
Parecía que todos tenían prisa por completar el trabajo. Aparecieron obreros de la telefónica que en breves días dejaron hecha la conexión colocaron junto a la ventana de la oficina --justo la que daba a la calle principal y era observatorio espléndido-- la mesa conmutadora. Del aserradero trajeron un mostrador y unas mamparas, éstas hasta con los vidrios puestos, creando un pequeño recinto privado en torno a la mesa.
Las tres habitaciones fueron el centro de otras habitaciones. Se fraccionó una galería, se abrió una puerta a la calle, se dividió el patio. Y la casa quedó lista, bastante cómoda, aunque pequeña.
Nadie sabía quién vendría a habitarla. Por primera vez la correspondencia era muda a la curiosidad de las hermanas.
Ya estaban tendidas muchas de las líneas que unían las casas de los fundos, los aserraderos, las bodegas, las casas de los empleados principales, a la pequeña mesa conmutadora, misteriosa y obsesionante en espera de quien debía manejarla. Cuyo arribo era inminente. Porque algunos bultos habían ya llegado por ferrocarril y aguardaban en la bodega a sus propietarios.
La Liduvina había ido a la disimulada a echarles un vistazo. Por su parte, misiá Melecia hizo sus investigaciones, más íntimas, porque a ella no le importaba nada de nada y no hizo como la hermana, fisgonear de lejos. Ella entró en la bodega, miró cosa por cosa, supuso qué contenías cada bulto y pudo así predecir una porquería de menaje que, eso sí -- ¡lo que les esperaba!--, contenía una radio. Pero ¿qué gente era que les iban a mandar?
Don Lindor dio su opinión donde don Rubio:
--Un equipaje de pordioseros.
Pero la que llegó fue considerada por todos como una joven princesa.



7


-- ¿A usted le parece decente no usar polleras ni por casualidad? Yo no le conozco otra pollera que la que traía cuando llegó. Después se puso los pantalones. ¡Si hasta para dormir los usa! Nada de vestirse como se visten las demás mujeres. Ella tiene que ser distinta en todo...
--Yo no me extraño de eso, misiá Melecia, porque, al fin y al cabo, ya ve usted que los tiempos han cambiado y que nosotras andábamos a caballo con ropón y ahora hasta las mujeres del campo, para montar; usan los pantalones viejos del marido o de quien sea. Y usted ve en las revistas: en las playas, en los deportes, también se ven hartas mujeres con pantalones. --La señora del jefe de estación hablaba siempre conciliando buscando excusas a todo, comprensiva y bonachona.
--Pero no en una oficina --arguyó belicosa misiá Melecia--. Una oficina es algo respetable. Una debe vestirse como corresponde. Que se ponga lo que le dé la gana en su casa, que no se ponga nada, que se empiluche al sol, pero que para ir a su trabajo se vista como persona decente.
-- ¿Pero es que se empilucha? No puedo creerlo...
--Estos dos ojos la han visto. Y quise morirme. Tirada en el patio sobre una toalla, como Dios la echó al mundo. Para morirse...
-- ¿Pero no tenía tapado nada?
--Nada..., ¿para qué?
--Creería que no iban a verla.
--La decencia es la decencia. Así se lo digo yo a la Liduvina, que a veces tira para el lado de ella. Y que la defiende. Todo porque la fresca se la ha ganado celebrándole sus vestidos. Como si una no se diera cuenta de que es para pitársela.
--Para ustedes, acostumbradas en tantos años a la independencia, tiene que resultarles pesada la vecindad.
--La convivencia. Diga mejor así. Tener que aguantarla el día entero metida en la oficina, soportar la radio todito el día, oírle conversar de cuanta cosa una puede imaginarse con el mundo entero. Y nadie sabe nada de ella. ¡Porque es de ladina para no contar cosa de su vida! Como muerta. ¿Creerá que desde que llegó nunca ha recibido una carta ni un telegrama? Es para morirse de rabia...
--Dicen que pasea mucho.
--De repente le agarra la loca y las echa para la montaña. A la hora de la siesta. ¿Cree usted que se puede andar por los caminos con el sol rajante? Yo un día la seguí de lejitos, ¡y de repente se me perdió, como si se la hubiera tragado la tierra! Para desesperarse. Casi me morí del sofoco.
-- ¿La llamarán por teléfono?
--La tenemos bien vigilada. Nunca le hemos oído nada personal. Nunca. Pero ya caerá...
--Es mucha cosa...
--Sí, es mucha cosa. Y "todos" loquitos con ella. La oficina parece ahora choclón. Todos los hombres metidos allá, con la disculpa de las cartas, de los telegramas, de las comunicaciones. Y ella haciéndose la lesa, como si nada pasara...
-- ¡Vaya por Dios!...
--Y no nos queda más que aguantar y comernos las uñas. Pero yo le tengo dicho a la Liduvina que a mí no me la pega nadie. Porque en todo esto hay gato encerrado.
-- ¡La casa dicen que la tiene de linda!
--Yo me moriría antes de poner el pie en ella, pero la Liduvina suele dar por allá sus vueltitas y me cuenta. Y como vive con todo abierto, una sin querer tiene que mirar y verlo todo.
--A mí me da curiosidad a veces y me dan ganas de hacerle visita. Es bueno tener criterio formado.
--Sería muy mal visto. Usted sabe bien que nadie ha ido a visitarla. Nunca ha recibido una visita. ¡Es de hipócrita! Una mujer sola, sin familia, es siempre sospechosa. Sabe Dios qué pájara será ésta. Y para colmo se llama María López. ¡Miren qué nombre y qué apellido!
-- ¿Y qué tiene? --preguntó sinceramente sorprendida la otra.
--María López --y alargando el morro muy fruncido, siguió hablando llena de ascos-- es como llamarse María Nadie. Un nombre tan vulgar y un apellido que lo tiene cualquiera. Los nombres empiezan por hacer a las personas --y la miró al sesgo, porque éste era sayo que podía ponerse la mujer del jefe, que se llamaba Juana, otro nombre tan vulgar.
Hubo un silencio.
--Pero tampoco se puede formar juicio sin que haya motivos --insistió la que se llamaba Juana, con cierta impaciencia, desusada en su carácter.
-- ¿Y le parece poco? Una loca suelta, vestida con pantalones y una chomba que le deja todo a la vista. Y con ese pelo color de choclo... --insistió también misiá Melecia.
--No parece pintado --interrumpió. Pero no pudo atajar el torrente que eran las palabras de la otra.
--Es que yo creo que lo decente, si se tiene ese pelo natural, es pintárselo de un color como el de todos. Negro, rubio, castaño. Una mala pájara, eso tiene que ser y nada más, convénzase, doña Juana. Y por nada del mundo vaya a hacerle visita.
Llevaba misiá Melecia dos meses aferrada a ese tema. La vida se le había transformado en un atisbar, un deducir, un hilar sospechas, un hacer y deshacer urdimbres de suposiciones, porque en resumidas cuentas, al cabo de largas semanas, sabía tanto de la muchacha como el primer día. Claro era que desde el primer día había tomado ella una actitud de mutismo agresivo frente a "ésa". Que parecía ignorarla. Y la Liduvina, tan tonta, tan incapaz de preguntas, de esas preguntas que se hacen como si se estuviera distraída y que son anzuelos para pescar peces gordos. Si no fuera por mantener su palabra, gritaba y juraba, de que nunca cruzaría palabra con "la tal". ¡Las cosas que sabría de su vida, de todo cuanto pudiera concernirle! ¿Pero con la tonta de la Liduvina de puente? ¡Qué sólo sabía decirle sandeces a la muchacha: que era linda y qué crema usaba para la cara, y cuál era el color más de moda! Para matarla a la Liduvina.



8


Reinaldo, desde el primer momento, le pidió al administrador que se ocupara de recibir a la telefonista.
--Aquí hay una carta de la central. Léala y por favor solucione el asunto.
Por encargo a su vez del "señor" --el dueño de los aserraderos y antiguo patrón de la Petaca--, el gerente pedía que se esperara en fecha determinada a la señorita María López, la telefonista, allanándole cualquier inconveniente que pudiera tener en su instalación.
Reinaldo fue a esperarla, fastidiado con el encargo, que estimó subalterno. Dudó al verla bajar del tren de si sería o no la persona que esperaba, y tuvo que rendirse a la evidencia cuando la oyó preguntar si no había un mozo que pudiera llevarle el equipaje a la oficina nueva de teléfonos.
Se acercó entonces, presentándose.
Fue el comienzo de otro sueño que tampoco había soñado nunca. Pero que esta vez sí era el amor.
Lo sabía porque al abrir los ojos y cobrar conciencia súbitamente, sin vacilaciones entre lo negro del profundo dormir mineral que seguía siendo el suyo y la primera habitual flotante indecisión de la vigilia, ahora, de golpe, el día estaba teñido de dicha, porque en algún momento oiría su voz y la vería.
Ir por la montaña manejando el auto o a caballo, rumbo al trabajo, sintiendo en el aire enrarecido de la madrugada una sensación de plenitud vital, de íntegro entendimiento con la naturaleza, sin porqué ni cuándo, ajeno a treinta y cinco años de existencia desperdigada en vaciedades e suciedades, en una especie de torpe gestación, larva que de pronto se encuentra con alas.
Los árboles ofrecían su contorno indistinto, mezclando frenéticamente sus verdes, liados por parasitarias y enredaderas que apretaban y hacían a veces compacto como un muro el perfil del bosque. Los pájaros cruzaban insistentes trinos y la algarabía de las cachañas, comadres impenitentes, lo hacía voltear la cara buscando la bandada y sonriendo como pudiera sonreírle a misiá Melecia y a la Liduvina, sorprendidas en cotorreo similar. El sol empezaba a forrarlo en su tibieza. Un sol recién asomado por sobre la cordillera rosada, azulenca, amarillosa, malva, teñida desde hacía rato por la luz en mil tonalidades borrando sombras. Una luz que preparaba la triunfal llegada del sol.
Fino aire en roce de terneza. Monocordes las ranas en la hondonada echando su rosario matutino. Y a lo lejos, insistente y tremendo, se levantaba un relincho de potro galopando su reclamo por los potreros, abiertos los hollares y las crines erizadas por el temblor de la piel vahorosa.
Era como encontrar nuevo el mundo en cada amanecer. Y todo porque existía una muchacha, y a cualquier hora, con el pretexto de una llamada, podía él oír su voz al final del hilo metálico, en frases convencionales, su voz siempre enronquecida, articulando nítidamente cada sílaba en una suerte de cantinela, tan viva y cargada de su presencia, que a veces se quedaba estupefacto mirando el fono, por si algún milagro podía haberse realizado y estuviera ella allí en carne y hueso, diciendo:
--Hable. Lista su comunicación.
Multiplicaba los llamados por el simple placer de escuchar esas frases. Nunca cambió con ella otras que las necesarias. Le bastaba. Como le bastaba en las tardes ir al correo y demorarse viéndola y oyéndola, eficiente, centro de un corrillo de hombres que a esa hora, después del paso del tren del norte, se había hecho habitual, teniendo para cada interlocutor una respuesta apropiada, segura y sencilla, sin darle importancia al interés con que todos la rodeaban, a la curiosidad latente, sorteando preguntas directas, con un especial tino para ser accesible a todos sin diferenciaciones que crearan posibles intimidades, escamoteando una directa o sesgada alusión a sí misma, toda explicación de su propia vida. Como si antes del día en que llegó a Colloco no hubiera existido para ella el tiempo.
Un corrillo de hombres.
Lo que era habitual en ese pueblo en que los hombres, pasado el horario de trabajo, no tenían otro sitio donde reunirse si no era la estación, el correo, el almacén de la Petaca, la cocinería de don Rubio, la fonda de las Larrondo y algún otro lugar rotativo en que solían juntares a remoler con mujerzuelas transeúntes.
Pero claro es que antes, cuando en el correo imperaba el morro mal humorado de misiá Melecia y la Liduvina haciendo melindres para lucir su traje nuevo, nadie se demoraba allí sino lo imprescindible.
Podía verla y oírla. Entrar al círculo mágico de su presencia, en que el aire vibraba en corrientes perceptibles sólo para él, nacidas de su vos y de sus gestos, de su mirada de porcelana azul, del lino de los cabellos en la corta melena de paje. Tan fina, tan cimbreante. Cerca y lejanas Lejana como si siempre estuviera al fin de otro mundo, donde la llevaran invisibles hilos de inexistentes teléfonos.
La felicidad de verla vivir y adorarla.
La rutina del trabajo, lo chirriante de su vida hogareña, la falta de ambiciones que un porvenir seguro había hecho nulas, los días indiferenciados por la costumbre, todo, hasta el imperativo sexual, había desaparecido, gráfico en un pizarrón borrado por mano experta. Como criatura nueva, al borde de la esperanza, asordado de revelaciones, confuso, sin saber aún qué quería, qué esperaba, sólo consciente de la certeza de su amor.



9


Como el padre, el chiquillo se llamaba Reinaldo. Posiblemente alguna vez, en sus deliquios de ternura, la madre le dijo "Cachito de cielo", y de ahí le quedó el nombre: Cacho, Cachito, el Cacho.
Porque habían quedado de juntarse al otro día de madrugada en la cueva, apenas apareció el sol ya estaban ambos, por distintos caminos, yendo hacia la cita: Cacho y Conejo.
Ernestina conocía a la Petaca desde los tiempos en que servía en el pueblo. Cuando la encontró de nuevo en Colloco se alegró de su vecindad, de contar con su colaboración y, más que nada, se alegró de poder serle útil a su vez, ayudándole a criar al niño debilucho.
Que era de la misma edad que el suyo. Pero distinto. Eran distintos y como hechos el uno para el otro. Porque si Cacho podía ser el trasunto de la salud, el pobrecito rengo era una miseria de criatura que hasta los tres años parecía que cada hora era la última de su existencia. Conejo, incapaz de otra cosa que estarse sentadito mirando, oyendo, sin protestas, sin molestar, antes bien tratando de pasar inadvertido, un poco ensimismado, lejano. Pero bastaba mirarlo para que los grandes ojos de cabal belleza, misteriosamente advertidos, se alzaran llenos de tan rebosante amoroso ruego, que hasta los más endurecidos, el propio Reinaldo, no tenían otro remedio que trocar amor por amor. Lo adoraban todos. Lo que para la Petaca era un descanso, un íntimo orgullo y una especie de consuelo. Nadie ignoraba a Conejo.
De la mano de Ernestina, Cacho vino a verlo apenas llegado a Conoce. Por entonces tenían ambos seis años. El niño sano miró al niño lisiado, se anegó en la expresión doliente, en el llamado a compasión, en el pedido de esa infancia que quería el complemento de otra infancia. Y de inmediato, junto con el libro de estampas que la madre le había dado para que se lo trajera de regalo, antes que el libro de estampas, dejando éste de lado sobre la mesa, puso en la manito de Conejo su más preciado bien: un diminuto caracol.
--Si lo arrimas a tu oreja, vas a oír el mar.
Era difícil hacerlo. Tan chiquito, tan pulida era la superficie trabajada por las olas mejor que por el más extraordinario artífice.
Conejo oyó el maravilloso mensaje y aseguró enfático:
--Se oye también cantar una sirenita.
Poco tiempo tenía ahora la Petaca para ocuparse del niño. Don Lindor era el llamado a pasearlo, a darle las medicinas, a distraerle las largas horas de inmovilidad. Antes, en el pueblo, había más recursos: la plaza en que tocaba la banda de músicos, el cine en que sábados y domingos se ofrecían programas de películas infantiles, el parque municipal en que giraba un carrusel y en la laguna los cisnes paseaban su interrogante gracia. Pero ¿qué iba a hacer don Lindor en Colloco sino comprarle revistas y libros de estampas para que mirara los monos? Don Lindor, que había resuelto "vivir su vida".
Ernestina fue una providencia para Conejo.
--Creo que es un error lo que están haciendo con su niño, Petaca. No es posible dejarlo el día entero sentado. Hay que obligarlo a hacer ejercicio, hay que estimularlo para que se mueva y juegue juntándolo con otros niños. Usted misma me dice que lo que tiene es una simple renguera. Pero, por desgracia, como ha sido debilucho, la renguera se ha impuesto, y de esta criatura, entre todos, se ha hecho un inválido. Esto no puede seguir así --hablaba por boca de Ernestina la sabiduría vieja como el mundo del instinto materno.
--No me diga... Yo me desespero con esto. ¿Qué quiere que haga? El niño, en cuanto anda un poco, se queja de dolores en las caderas. Lo llevo al doctor y éste me da remedios. Cuando chiquito me lo tenían como criba con las inyecciones. Se le pusieron rayos, de esos violetas. ¡No le diré lo que he gastado en doctores y en botica!... Y así seguimos. Yo me desespero y no sé qué rumbo tomar, porque mucho tiempo no me queda para ocuparme del pobrecito. Usted no puede darse idea de lo que es el almacén, la cocina, la casa y todo el resto. Porque la verdad es también que Lindor mucho no me desempeña y todo tengo que verlo y hacerlo yo --contestó la Petaca.
-- ¿Quiere usted que hagamos la prueba por un tiempo y me ocupe del Conejo? Me lo pueden ir a dejar por la mañana a la casa. Si es mucho trabajo, yo veré de que alguien pase a buscarlo y en la tarde yo misma con el Cacho se lo traigo. Siempre salgo a esta hora a dar una vueltita para estirar las piernas.
--Pero, doña Ernestina; no hallo qué decirle. ¡Que Dios me la bendiga!
Unos años de paciencia bastaron para que Conejo se convirtiera en el niño de ahora, flaco y fuerte, rengo y ágil, despierto y capaz. Buen alumno de la escuela. No tanto como Cacho, pero buen alumno. Lector infatigable. Desbordante de fantasía. Creador de un mundo superior al de Alicia, viviendo con Cacho toda suerte de imprevisibles aventuras, impermeable a la realidad, si esta realidad era posterior a la inocencia del Paraíso del Buen Dios de los cielos.
Su mundo estaba hecho de círculos concéntricos separados por muros de cristal. En el primero estaba Cacho. Luego, en el otro, la madre y mamá Ernestina. Después el padre. Y la maestra. Algunos compañeros en el otro. Y enseguida, como en una réplica del arca de Noé, todos los seres del reino animal: pájaros, bichos, alimañas, peces y reptiles. Y también, para sustentarlos debidamente, la montaña y el valle con río y piedras y la comba azul de su cielo. Todo sazonado de seres maravillosos, que iban desde la Cenicienta y su perdido zapatito hasta los creados por cuenta propia o en colaboración con su inseparable compañero.
En el primer círculo, junto con Cacho, quedó instalada María López, que bien podía ser en carne y hueso la niña de los cabellos de oro.



10


El muro de piedra que bordeaba el camino, aún con el pueblo a la vista, comenzaba a verdear de humedad, mulléndose de musgo, y un hilo de agua viboreaba en la muesca que con paciencia de años había logrado trazar. Una cortina de enredaderas cubría la entrada de la cueva y adentro se sentía caer una gota con persistencia de eternidad. El pequeño cuenco que la recibía desbordaba en el fino hilo que afuera delataba su presencia.
Camino arriba era improbable que la sed acuciara a los viandantes. Camino abajo la cercanía del pueblo prometía algo mejor para su posible ansia. Alguna vez un pájaro, a saltitos, con la cabeza de un lado a otro inquiriendo peligros, sumía el pico en el agua, en los pocitos minúsculos del regato, pero nunca se atrevió a pasar la cortina de lianas y madre-selvas, llegándose a la vertiente viva y a su ojo transparente.
Cacho y Conejo sí que se habían atrevido, descubriendo algo más: las rocas en el fondo se separaban, formando un largo, estrechísimo desfiladero en ascenso, por el cual se llegaba a un abra, en plena montaña, una suerte de gran círculo de musgos rodeado de apretada vegetación, sin otra vista que árboles y cielo y de tan impresionante soledad que a veces los niños se sobrecogían misteriosamente.
Ese era el ignorado escenario de sus aventuras mayores. Los piratas, los pieles rojas, los cruzados, las carabelas de Colón, el paso de los Andes por San Martín, la carga de Rancagua, la travesía del Mar Rojo, las aventuras de Tom Sawyer, las domas de potros, las corridas de toros, los abordajes, los terremotos, todo cabía allí merced a la vara mágica de la imaginación infantil. Todo: hasta la presencia de María López. Que les pareció tan natural que inmediatamente la sumaron al juego:
--A vuestros pies, digna princesa. ¿Qué mandáis a vuestro esclavo? La muchacha, sorprendida y encantada, dio la réplica sin vacilaciones siguiendo la farsa.
Pero había una hora para ella en que debía irse. Conejo la hubiera visto desvanecerse en el aire sin mucha sorpresa. Fue Cacho quien preguntó con desparpajo:
-- ¿Y usted, quién es? ¿Y cómo pudo llegar hasta aquí? Nadie, nada más que nosotros dos sabemos el camino. Aquí no viene nadie más que nosotros.
Conejo intervino:
--Ella puede venir. Ella es la niña de los cabellos de oro.
Fue el nombre que aceptó feliz. A los niños no les importó mucho quién era, cómo se llamaba, de dónde había salido. La veían llegar sorpresivamente --la esperaban siempre como al milagro--, fina, espigada, dulce el azul de las pupilas, el pelo color de paja, tan niña como ellos, liada a aventuras, aportando nuevos temas. Buscaban para ella piedrezuelas a las que asignaban propiedades taumatúrgicas, varillas que bien podían ser la de la virtud, frutos y flores, algún pájaro, algún lebrato. Con su voz ronquita les decía largos romances de princesas cautivas y fieros guerreros, cuentos en que florecía una belleza poética primaria. A veces cantaba, simples rondas, dulces canciones de cuna. Era la felicidad; el misterio. Ellos tenían su hada, su niña de los cabellos de oro, viva maravillosa.
--No hay que decírselo a nadie. Lo que pasa en el abra es secreto de tres. Ahora somos tres para un secreto. Tres. Tres. Tres --y solemnemente extendían las mano sellando una y otra vez el pacto.
Y mantenían su palabra. Los tres. Nadie en el pueblo conocía la existencia del pasillo en el fondo de la cueva y del abra en la montaña.
A Cacho le hurgaba esa mañana la pregunta y al fin la formuló:
-- ¿Tú la has visto alguna vez?
-- ¿A quién? --preguntó Conejo, que desde hacía días estaba en trabajo de labrar un trompo.
--A la niña...
-- ¿Verla dónde? ¿Aquí? Mira la lesera que preguntas... --No, no verla aquí. Verla en el pueblo.
-- ¿Cuándo querías que la viera? Si no sabemos siquiera dónde vive
--Es tan raro... Yo te contaría algo, algo... No sé cómo decirte... Mira, ¿tú crees que ella pueda darle a alguien las cosas que nosotros le damos a ella?
-- ¿Como qué?... No entiendo lo que me quieres decir... --Cosas... Como algo que le diera yo... Que le buscara yo para darle gusto. O que le buscaras tú..., que tú le consigues porque sabes que le gusta..., como, como violetas, por ejemplo...
-- ¿Y por qué iba a dárselas a otro? ¿A quién?
Cacho dudó, se rascó enérgicamente la cabeza, y por fin dijo, porque era demasiado pesada para él la sospecha que lo agobiaba desde la noche anterior:
--Tú le diste anteayer violetas. ¿Te acuerdas? --Conejo asintió con graves cabezazos
-- Las violetas silvestres son escasas. Hay que buscarlas por la montaña. Eso bien lo sabemos nosotros. Y anoche mi papá... -- lo dijo como quien confiesa una vergüenza--, mi papá, ¿sabes?, andaba con unas violetas en la solapa. Yo le pregunté. Y me dijo que se las habían regalado. Y no dijo más. Y yo no me animé a preguntarle más... --y como se prolongara el silencio en que Conejo hacía trabajosamente sus deducciones, interrogó impaciente--: ¿Ah? ¿Tú no crees que ella se las dio? ¿Ah?
-- ¡Ah! --dijo el otro con desaliento, con un escozor que empezaba a hurgarle la garganta y a licuársele en los ojos.
Cacho afirmó con mucha energía:
--Desde hoy no más regalos.
Conejo agachó la cabeza, sintiendo que la pena lo diluía en lagrimones. El, que días enteros rastreaba bajo los matojos, buscando muchas veces, más que con la vista con el olfato, las pequeñas violetas de un descolorido malva, minúsculas, que avaramente entrega la montaña. Las que ella recibía entre alegres exclamaciones y se prendía al pecho, cerca del cuello, cerca del hombro y que, levantando un poco éste, era gesto habitual suyo quedárselas oliendo para decir después:
--No hay violetas en el mundo que tengan este perfume.
Y las regalaba. Se las regalaba a don Reinaldo. Porque ni las violetas ni Conejo le importaban nada. O porque le importaban las violetas, pero más le importaba don Reinaldo, y por eso se las daba. ¿Y a quién le habría dado la piedrita azul con una sombra en el centro que parecía una mariposa y a quién el otro trompo de ulmo que había él labrado?
Por primera vez se le presentaba el misterio de la vida de la muchacha, de su verdadera vida, vivida como él y como Cacho, en una casa donde sus horas tenían un sentido que por completo se escapaba a sus presunciones. ¿Dónde vivía? ¿Con quién? ¿Quién era? Ni siquiera sabía cómo se llamaba. Era la niña de los cabellos de oro; lo afirmaba ella, feliz y risueña, canturreando en un estribillo: "¡Yo - no - soy - yo! Soy - la - niña - de - los - cabellos - de - oro", y lo repetían ellos, Cacho y Conejo, como motivo único de sus actuales conversaciones.



11


Por primera vez, en años, un zanjón de silencio se abrió entre los niños. Cacho había pensado que a su revelación seguiría una interminable charla, deduciendo cómo las violetas habían ido a parar a la solapa de su padre, planeando una red detectivesca, destinada a lograr la verdad. Cacho necesitaba saber la verdad. Esa fue su idea frente al hecho que consideraba una traición a los pactos jurados por los tres.
Preguntárselo a ella, lisa y llanamente, no podía proponerlo, seguro de que Conejo no iba a aceptarlo. Intuía que en su compañero las reacciones eran más complicadas. El iba siempre directamente hacia su objetivo. Conejo se demoraba en contemplaciones, dudas, vacilando en si debía o no hacerlo, en si era su derecho, en si lastimaría sentimientos, en si no heriría susceptibilidades. Jamás iba a permitir que le preguntara a la niña de los cabellos de oro qué había hecho con las violetas.
Claro que formularle la pregunta así, en su pensamiento, era fácil. Comprendía que hasta para su habitual manera de lanzarse con arrojo a lo que fuera, iba a resultar difícil la pregunta. La niña llegaría en cualquier momento --si es que aparecía esa tarde--, surgiendo de la hendidura del desfiladero, con gotas de agua en la cabeza, las alpargatas atadas una con otra colgando en un hombro y los pantalones arremangados, sucios los pies de barro. Luminosa y reidora.
--La hemos tratado siempre como si fuera un compañero --dijo Cacho a media voz, porque el silencio se tornaba intolerable--; no hemos tenido con ella secreto alguno. Si tú lo piensas bien, le hemos contado nuestras vidas, todo lo tuyo y lo mío. No es que haya tratado de sacarnos secretos, se los hemos dado de regalo junto con las piedritas, las violetas, los pájaros y los bichitos. La hemos tratado como un compañero, y ya ves... -- ¿Ah? --preguntó imperativamente, viendo que el otro seguía en su mutismo.
--Nunca la miré como a un compañero --dijo Conejo al fin con un hilillo de voz, agachada la cabeza sobre la madera que pulía--. Yo no sé bien lo que pensaba de ella... Que era algo distinto, que podía ser un hada, que se nos aparecía porque éramos capaces de entenderla y quererla...
--Creo que hemos sido unos buenos tontos... --aseguró Cacho sin vacilaciones.
Conejo cayó de nuevo en su trabajo silencioso.
--Unos buenos tontos --repitió al cabo--, y que no tenemos por qué afligirnos, ¿no te parece? Si nos ha traicionado, la que sale perdiendo es ella. ¿No te parece?
No dijo lo que le parecía, pero como le temblaban las manos, dejo el
trompo sobre la yerba y buscó ocultar la cara de la urgente inquisición de Cacho.
-- ¡Ah! No. No te vas a poner a llorar como antes. Eso ya pasó. Mira: en cuanto no más llegue, se lo vamos a preguntar, así, cara a cara. Y que diga la verdad, Pero, por favor, no te aflijas... No me aflijas... ¿Se lo preguntas tú? ¿Quieres que se lo pregunte yo? ¿O es que quieres que de hombre a hombre yo se lo pregunte a mi padre? --Sacaba pecho, seguro en aquel momento de que sería capaz de cualquier acción heroica.
--No quiero nada. Déjame, por favor...--Se puso en pie trabajosamente, deshecho por la sensación de desposeimiento.
Cacho lo vio alejarse rumbo a la boca del desfiladero. Con el balanceo acentuado, como si en la pierna renga revivieran todas las penurias pasadas, gacha la cabeza por la carga de esta nueva forma del sufrimiento. Este de ahora, que era como si el corazón se le hiciera de plomo y la amargura lo anegara en acíbar, sollamándole los ojos el rodar de las lágrimas.
--Porra de niña --exclamó Cacho, y furiosamente abrió a tirones la tapa de la cajita en que estaba la tenca, dejando que ésta trazara su vuelo en la radiante luminosidad matinal.
Conocían en tal forma las sinuosidades del desfiladero que muchas veces jugaban a pasarlo con los ojos cerrados. Ahora Conejo lo seguía a trastabillones, rasmillándose las piernas, deliberadamente dejándose llevar por la desesperación a un abandono, a un deseo de sumirse a la tierra, de desaparecer en un tembledal, diluyéndose no sabía bien de qué manera. Un paso en falso, un rasmillón más profundo, lo hizo gemir, y del tajante dolor físico le nació una sensación de gozo, una sorpresiva certeza de felicidad, porque toda su pena, su angustia, su desolación, su dolor, lo que padecía su corazón y lo que sobrellevaba su cuerpo, eran por ella, y nadie, nadie --de eso estaba seguro--, nadie podría ofrecerle un presente mejor.
Por años alimentado de soledad, desarrollando silenciosamente su caudal de terneza; por otros años alimentado de cuentos y narraciones, de libros, de cine y de radio, con la sensibilidad agudizada, poseedor de un idioma literario --bueno o malo-- madurado hacia lo ficticio intuitivamente, buscando allí la bondad, el premio para los buenos, la equidad en la justicia, la correspondencia en el amor. En ese mundo, palabras y hechos cobraban un sentido especial. Porque al hablar de crimen y muerte no significaba nada. Ninguna objetividad concedía a esas palabras su trágica, lamentable realidad. Un hereje, un pirata, un cowboy, un ogro, eran seres que en sus juegos solían cobrar vida, como a veces se humanizaban en las figuras del cine o en los dibujos de las historietas. Era un mundo que podía existir, pero tan lejano, tan absolutamente remoto, como esa estrella que existía y cuya luz aún no había tocado la tierra.
De ese mundo creyó llegada la niña de los cabellos de oro. La presencia de un pirata tampoco lo hubiera sorprendido. Pero no era un pirata el que apareció una tarde en el abra: era la niña y su latente seducción de mujer.
De haber tenido un temperamento místico, la hubiera creído una transmutación celestial. En el pueblo, de chiquito, la Petaca hacía que don Lindor lo llevara a misa los domingos, deber que éste cumplía muy solemnemente, mientras la mujer se arrebolaba junto al horno criollo de las empanadas. En Colloco, sin iglesia, se prescindió sin mayores escápulas de este mandamiento. Y por ende, de otros. En casa de Ernestina no existía una mayor fervorosidad religiosa y la escuela premunía de una- enseñanza religiosa equitativamente dosificada entre las demás materias de estudio, pequeña siembraque no fructificó en los niños, dado uno a la ensoñación y el otro a la actividad, como eran Conejo y Cacho.
En la cueva junto al ojo de agua, se quedó un rato Conejo alargando la sensación de amargura, de abandono, de real sufrimiento. El rasmillón, corto y profundo, manaba sangre y escocía. Aun así la sentía manar con doloroso placer. Con la espalda apoyada en la pared licuosa, los pies en el agua, incómodo, ardida la cabeza, helándose en la atmósfera subterránea, dejó pasar un largo rato. No sabía qué hacer. No quería volver al abra. No quería irse a casa de mamá Ernestina a esperar a Cacho. ¿Como explicar su llegada sin su compañero? Irse por los caminos, por las calles, no tenía objeto. Tal vez lo mejor sería regresar a su casa, entrar por el portillo del fondo y quedarse a obscuras en su pieza, pudiendo allí, sin que nadie lo viera, dar rienda suelta a su pesar.
Se lavó, alisó los cabellos, prestó oído a que nadie viniera por el camino y apareció de pronto en medio de este, rengueando --como antes hubiera afirmado Cacho--, molido, con agujetas que le clavaban las espaldas encogidas y una aguja mayor ardiéndole en la herida que seguía sangrando.



12


La madre y Ernestina pasaron dos días al borde de la cama de Conejo. La fiebre le hacía castañetear los dientes y pintaba redondeles rojos en sus mejillas. Pero él se sentía dichoso en ese trasmundo en que flotaba llevado de la mano de la niña de los cabellos de oro, sin sobresaltos, por extensas superficies en subidas y bajadas que no oprimían el pecho, mecidos por apenas perceptibles melodías, entre globos de colores inmovilizados o meciéndose en leves cabeceos.
Dos días de fiebre con la Petaca y Ernestina anhelantes de angustia, sin saber a qué achacar la enfermedad. Inexplicable, porque había salido al alba, como siempre en vacaciones, en busca de Cacho. Cuando ambos se separaron, Conejo no se quejaba de nada. Cuando la madre lo encontró a mediodía en su pieza, estaba hecho un ovillo, tiritando y con los anchos ojos desbordando fulgores.
¡Y en ese pueblo sin médico ni practicante, atenido a los remedios que vendía la propia Petaca en su almacén y que no iban más allá de purgantes y analgésicos, parches porosos y sudoríficos!
Ernestina, la prudente Ernestina, poseía un botiquín de emergencia y era la providencia de todos.
--Y la gente se admira de que me mate trabajando --decía la Petaca esa mañana en que el niño amaneció sin fiebre, volviendo deshecho a enfrentarse con la realidad--. Si no pienso en otra cosa que en juntar mis pesos para llevarme a esta criatura a la capital, para que me lo examinen los mejores médicos y ver si de una vez por todas me lo mejoran.
--Una fiebre le da a cualquier niño --contestó sosegadamente Ernestina--; yo creo que ha tenido un gran enfriamiento y que esto ha sido una especie de gripe fulminante. En otro par de días va a estar como nuevo.
--Pero yo no voy a quedarme tranquila, créame, señora. No voy a estar tranquila hasta que pueda irme de este pueblo... A veces se me le imagina que es una condenación tener que vivir aquí...
--Por de pronto, el niño está mejor. Ahora hay que cuidar mucho que no se enfríe; déle cositas livianas, jugo de frutas, y déjelo tranquilito, sin mucha conversación. Yo me voy. Hasta luego, caballerito --y puso una mano blandamente cariciosa en la frente de Conejo, despidiéndose.
La Petaca la acompañó por el pasillo, asomándose a la puerta que daba al almacén, para llamar:
--Lindor. Venga a despedirse de la señora... Lindor...
--Ta na --contestó la Rita.
La Petaca se sofocó de indignación. Y queriendo disimular lo que consideraba una grosería, dijo muy ligero:
--Lindor salió --para continuar conmovida--: Y muchas gracias por lo que ha hecho por mi niño. Yo sólo le puedo decir que Dios me la bendiga. Se lo he dicho tantas veces, pero nunca lo he deseado más desde el fondo de mi corazón.
-- ¡Vaya, Petronila! Ya sabe lo que quiero al Conejo. Es como si fuera algo mío. Despídame de Lindor.
--Lindor... --y estallando--: Lindor me tiene hasta la coronilla... Es el colmo que en estos momentos, en vez de estar aquí, se largue para la calle con sus famosos amigotes y amiguitas:... El colmo. Me tiene como loca...
-- ¡Vaya, Petronila! A los hombres hay que dejarlos. No se haga mala sangre. Cada una de nosotras tiene que soportarlos como puede. Yo también pienso que una no es perfecta, y que ellos tienen a su vez que soportarnos a nosotras.
--No es lo mismo. Y yo no estoy para aguantar a nadie. Y menos a Lindor.
--Cálmese. Y vaya a descansar. También usted está rendida de dos malas noches.
-- ¡Cómo estará usted, señora!
--Vaya a recostarse. Y ya todo se arreglará. Las cosas, hasta las peores, siempre terminan por arreglarse... Tenga paciencia... Yo volveré después de almuerzo. No creo que pase nada, pero si le nota cualquier cosa al niño, llámeme inmediatamente.



13


Lindor encontró al señor Lorena en la estación, recién llegado en el tren del sur, proveniente de la capital de la provincia, liado en una conversación con el jefe y sin que de ella sacara nada positivo.
--Mire, don Lindor --llamó el jefe--, creo que nadie mejor que usted puede ayudar al señor, al señor, ¿cuánto me dijo?
--Lorena, Pedro Lorena, representante de la Compañía de Comedias Olimpia Lorena.
Para don Lindor fue caer en un delirio dichoso.
La compañía estaba en esa capital terminando una temporada que había sido un gran éxito. Debía seguir rumbo al norte, para debutar a fin de semana en otra ciudad. Estos días vacíos de compromisos, pretendía llenarlos el señor Lorena con una gira por los pueblos de la zona, yendo de uno a otro, siempre que hubiera ambiente propicio. ¿Qué opinaba don Lindor?
Don Lindor empezó hablando de sus mocedades, de sus aficiones, de sus triunfos, de las obras en que había intervenido. Recitó una estrofa de "Don Juan Tenorio", dijo una larga tirada de "Espinas de una Flor" y prometió encargarse de todo, todo, todito. El se hacía responsable del buen éxito.
El señor Lorena lo miraba dudoso, juzgándolo un pelma, un borrachito cariñoso y nada más.
Pero el jefe le aseguró formalmente:
Si don Lindor asume la responsabilidad, puede usted descansar tranquilo, anunciar su función y tener un lleno.
Don Lindor trazó un plan, y, por primera providencia, llevó al señor Lorena al correo, presentándoselo a María López, a misiá Melecia, a Liduvina, orden de precedencia que engarabitó a las hermanas. Lo llevó donde don Rubio, donde las Larrondo, y, en el colmo del entusiasmo, lo llevó a su almacén, con el resultado de una trifulca mayúscula con la Petaca, que no porque aún Conejo convaleciente estaba en su pieza y podía oírla, acalló sus gritos, terminados como terminaban ahora, no por la presencia del niño, sino porque el corazón empezaba a tabletearle ahogándola.
La gerencia, con la intervención de Reinaldo, facilitó uno de sus grandes galpones para improvisar un teatro. El propio Reinaldo se encargó de la iluminación. Don Lindor y una comisión de señoritas, entre las que se contaba Liduvina --desafiando los vinagres reprobatorios de misiá Melecia--, vendieron las entradas yendo de casa en casa. Los artistas fueron alojados donde las Larrondo, y por la tarde del gran día reinaba en el pueblo una agitación desusada, un ir de mozos de las casas al galpón llevando sillas, un asomarse caras curiosas a puertas y ventanas para ver tanto traqueteo, gentes que llegaban de los fundos en toda suerte de carruajes, en filas de caballos y hasta en las sólidas mulas montañesas de firme paso.
Ni siquiera para las elecciones se había visto en Colloco una animación igual.



14


La enfermedad de Conejo había ensanchado el zanjón tan inesperadamente abierto entre los niños. Del lado de allá estaban los años resplandecientes en el compañerismo confiado, limpio de toda reserva. Del lado de acá estaban ambos cohibidos, sin saber cómo conversar de cosas que fueran sin importancia, acuciados por la necesidad de hablar de la niña de los cabellos de oro y sin atreverse ninguno a tocar el tema que les ardía en la mente.
Mientras Conejo estuvo enfermo, Cacho no se movió de su casa, imperativamente prohibido por Ernestina de abandonarla, temiendo la madre que ambos hubieran cogido una fiebre infecciosa y que en su hijo pudiera aparecer de repente. Ya mejor Conejo, reponiéndose en una lenta convalecencia que parecía haberlo devuelto a su época de reposo, perdido en ensoñaciones, Cacho iba a acompañarlo, pero cuando no Ernestina, estaba presente la Petaca o la Rita y hasta don Lindor, llamado a instantáneas constricciones y vanos propósitos de enmienda par alguna reciente pelotera conyugal.
Conejo demoraba reanudar la existencia de antes. No le interesaba si campo, ni la montaña, ni la sellada vida en el abra. Sólo aspiraba a quedarse quieto en un sillón, junto a la ventana de su pieza, o en la galería; o en el corredor que daba al huerto, o, cuando más, bajo los robles del fondo del patio, cercanos a la tapia y al portillo de sus escapadas.
Seguía deleitándose con sus pensamientos íntimos, pulpa amarga de humillaciones, monólogo interminable referente a la niña de los cabellos de oro, pero dirigido a ese pobre ser presuntuoso que era él mismo, ¡un desgraciado que creyó ser con Cacho su único compañero. Un flacuchento, un rengo deforme, un bicho para arrastrarse por el suelo. Capaz sólo de sufrir por ella, sin que jamás llegara ella a saberlo. Porque nunca volvería a verla, de eso estaba seguro. Nunca volvería al abra. Su pata renga iría adelgazándose por días, perdiendo fuerzas, y sería tan lindo morirse, quedarse dormido y no despertar nunca. No despertar con la randa de luz amarillenta en la ventana y los pájaros frenéticos de canto en espera del sol; despertar un tanto confuso, subconscientemente sabiendo que al moverse en la vigilia algo iba a dolerle. Nada, de nada serviría ese día vacío de esperanzas. ¿Por qué esforzarse en ponerse en pie, apoyar la pierna y avanzar, balanceándose, un paso? ¿Rumbo a qué? Vestirse trabajosamente, hacer los pequeños deberes hogareños que la madre exigía e irse a casa de mamá Ernestina, ¿a qué? A sufrir viendo a Cacho que también sufría, que iba de un lado a otro, que lo miraba dubitativo, que de repente exclamaba:
-- ¡Porra! Hay que inventar algo.
Manera suya de zambullirse en el juego, en la lectura, en el estudio, en lo que fuera, pero que esta vez bien sabían ambos que sólo respecto a una cosa había que inventar algo. Y además --creándole un pan de hielo en el estómago-- estaba el pavor de encontrarse con don Reinaldo poseedor del secreto clave de su desdicha.
Al correr de las horas, los simples hechos iban deformándose: la niña de de los cabellos de oro era más que una aparición radiante, que la compañera adorable de sus juegos: era la novia en un cielo de limpia. ternura, sin que jamás hubieran cambiado palabra al respecto; pero el sabía cómo era de certero el sentimiento que le llenaba el corazón "para la vida entera" y cómo ella recibía ese silente mensaje, lo comprendía y lo aceptaba, muy serios los ojos, réplica del azul de los nomeolvides, por la boca estampada una sombra de sonrisa.
La novia para ir por la vida de la mano, abra inmensa, con césped: mullendo los pasos y en torno, lejana y presente, la polifonía del viento los pájaros en los árboles. ¡Qué importaba la diferencia de edad! Ya crecería, él estudiaría, sería un hombre.
Eso era lo que ella había traicionado. Sus flores, sus pobres violetas prendas de amor, las desdeñaba entregándolas a cualquiera. Nunca puso en duda que las violetas vistas en la solapa de don Reinaldo fueran las suyas.
Sumía la cabeza en los hombros enflaquecidos, dando vueltas y más vueltas al calidoscopio alucinante en que todas las imágenes se teñían de sombrías tonalidades.
Abandonado a sus propias iniciativas, Cacho se dedicó a buscar por el pueblo a la niña de los cabellos de oro. "Porque no iba a comérsela la tierra", se decía, repitiendo sin saberlo la frase de misiá Melecia. Fue a la estación al paso de todos los trenes, sitio donde se organizaba un paseo, donde las señoras y las muchachitas del pueblo iban a lucir sus galas, a curiosearse unas a otras, a saber quién se iba y quién llegaba, y, en esa época de vacaciones, a ver a los dueños de los fundos, a las señoras y sus invitados, a las niñitas que habían crecido tanto, a los muchachos ya de pantalón largo, gozosamente recibiendo el halo de esa otra vida mundana y opulenta.
Cacho fue a toda hora, hallándose allí con compañeros de colegio a los que no le ligaba mayor amistad, exclusivista como era la suya con Conejo. No iba a hacerles preguntas que los pusieran sobre una pista.
Se asomó a la cocinería de don Rubio, a la fonda de las Larrondo, dio vueltas por el pueblo, calle arriba, calle abajo, concienzudamente recorriéndolas todas. Hasta que una tarde en que vio muchos autos y coches alineados en la cuadra del correo y no pocos caballos atados a los palenques cercanos, se coló en la oficina de rondón por entre el grupo de hombres para encontrarse con la niña de los cabellos de oro, de pie tras el mostrador, con el aparato de los auriculares en una mano y en la otra un lápiz, mientras oía a un señor que algo estaba explicándole. Oyéndolo distraídamente, vagando sus ojos por el apretujado gentío en espera de que misiá Melecia abriera el ventanillo y repartiera la correspondencia. Se encontraron sus miradas.
Cacho muy pasmado. Ella sorprendida.
"¡Porra! Es la telefonista...", se dijo el chiquillo.
Ella lo miró seria y, queriendo continuar el juego, lentamente se llevó el lápiz hasta los labios, cruzándolo allí junto con el índice alzado en un gesto de silencio... Cacho bajó los párpados asintiendo, se deslizó de nuevo entre la concurrencia y a todo correr tomó rumbo hacia la casa de Conejo.
Soltó como una bomba la noticia:
--Es la telefonista, ¿sabes? La telefonista, la que mandaron al correo..., es ella misma...--Pero calló cohibido porque la expresión de Conejo cambiaba, se contraía, se hacía dura, y también duramente su voz contestó:
-- ¿Y a mí qué me importa? Nada de todo eso me importa, ¿entiendes? No me importa nada...
Bajó la cabeza y se sumió en la contemplación de una hormiga que trabajosamente arrastraba un trozo de azúcar.
Cacho lo miraba a hurtadillas a la vez que cavaba un hoyo en el suelo con la punta del zapato. ¡También a este porfiado quién iba a sacarle palabra cuando no quería decirla! ¡Que se fregara entonces! ¡Por chinche! Pero inmediatamente se sobrepuso el viejo compañerismo.
-- ¿Quieres que juguemos al ludo? Voy de una carrera a buscarlo a tu pieza.
--No quiero nada --contestó el otro desabridamente--; quiero que me dejen solo reventar en paz.
-- ¡Porra! --y al rato, como lo viera seguir con la cara gacha-- : Bueno: me voy para mi casa. Hasta luego.
Y se fue por el portillo, arrastrando los zapatos, rabioso, desolado, sin saber qué hacer. Porque algo había que hacer, pero en verdad no sabía qué.
Al cerrar el portillo se volvió a mirarlo. Lo angustió aún más el aflojamiento muscular de la figura desplomada en el sillón.
--¡Porra! ¡Y más porra! --y siguió arrastrando los zapatos cuando no dando puntapiés iracundos a las guijas, camino de su casa.



15


La víspera de la función hubo en el almacén una escena inusitada. Don Lindor sacó pecho y voz, bajó las manos de las solapas y las metió en los bolsillos, abrió mucho los párpados y anunció a la Petaca que iba a traer a comer a varios amigos, viejos compañeros de sus escarceos teatrales, a los que quería festejar.
--Aquí no viene esa mugre --contestó perentoriamente la mujer.
--Mire, Petronila, ya me estoy cansando de aguantarle sus ideas. No abuse. A estos amigos ya los invité y usted no puede hacerme quedar mal. Un plato de sopa, unas empanadas, su postrecito y un trago no se le niegan a nadie... Ya está, Petronila, ¡no sea así!
--Aquí no viene esa mugre. Se lo digo por última vez. Esta es mi casa y aquí mando yo.
--Creo que también es la casa mía --dijo don Lindor con altivez, pero chillando para que no se le aflojara el tono--. Y si usted manda, también mando yo.
--Atrévase... So holgazán, como si algo hiciera de provecho. Era lo que me faltaba por oír. Salga para allá, váyase con sus amigotes y déjeme tranquila.
Don Lindor no se iba. Y de repente, chillando como un condenado, quiso hacerle frente y amilanarla:
--En esta casa soy el dueño, el hombre. Mando yo. Estoy hasta aquí de que no me considere nadie. Peor que perro. Como basura. Sin tener derecho ni siquiera para convidar un amigo. Voy a mandar yo, entiende, yo, y a hacer lo que se me le dé la gana... Hasta la coronilla estoy con usted y sus malos modos...
--Atrévase a seguir gritando. De un sopapo lo dejo en la calle. Sin vergüenza, asqueroso... Salga de aquí...
A don Lindor le dio miedo verla avanzar resueltamente, hecha una ventolera, con los ojos estrábicos y en la boca un gesto feo que le atirantaba el labio superior, mostrando los dientes como perro al cargar. Tuvo miedo. Sacó las manos de los bolsillos, se aferró a las solapas y retrocedió, arrinconándose en un ángulo de la cocina, rumiando su fracaso. Al poco se deslizó hacia la calle y no volvió hasta el amanecer, completamente borracho.
La Petaca lo esperaba en vela, dando vueltas silenciosas por la casa, atenta a rumores, ahogada, furiosa y proyectando empezar al día siguiente mismo a vender todo aquello, deshacerse como fuera del almacén, de la casa, de todo, e irse a la capital, manera que estimaba única para librar al marido de una completa perdición y de hallar para el niño una posible mejoría, dándole además la educación que ella quería darle.
Al día siguiente fue a consultarse con Ernestina, paño de lágrimas de todos sus calvarios.
--Yo no había querido tomar ninguna resolución por flojera, señora. Una acaba por acostumbrarse hasta a las peores cosas. Pero este hombre se está rematando. Yo no quiero que el niño sepa de estas cosas. Lindor agarró esto del trago y cada vez está peor. Anoche me llegó como cuba. Mejor dicho: llegó hoy con día claro. Y con Conejo otra vez enfermo, y yo que no me aguanto, no voy a poder seguir tapándole al viejo asqueroso. ¡Ay! ¡Señor!, ni sé lo que digo...
--No es cosa que se pueda hacer de un día para otro, Petronila. Vender su negocio no es fácil, porque usted ahí tiene metida mucha plata y no va a tirarla por la ventana con los apuros. Usted también lo ve todo a la desesperada. Puede ser que esta lesera se le pase a Lindor. Tenga paciencia.
--No quiero tener paciencia. Ya se me acabó la paciencia. Lo que quiero es irme. Me ha dado como una desesperación, señora. Fíjese: el marido tomando, el hijo otra vez enfermo y yo como una bestia de carga, trabaja y trabaja, peor que mula de noria, sin atender al niño ni al padre. A veces me hago el cargo de que los dejo muy abandonados, pero es que el almacén se me vuelve un quintral si yo no lo atiendo y se me le va al hoyo. Y yo quiero plata, juntar harta plata para poder irme.
--¿Por qué no busca un buen empleado, una persona que la ayude en todo?
--¿Para tener otra boca que quiera vivir de mí? No, señora, ya sé para lo que sirven. De estorbo.
--Es que usted no puede seguir haciéndolo todo, Petronila. Se está matando. Tiene que darse a la razón.
--Lo que sé es que quiero irme. ¿Usted qué me aconseja? Usted tiene criterio formado y sabrá aconsejarme.
Ernestina la miró pensativamente. Deforme, como hinchada, vestida limpia, pero de cualquier manera, sin coquetería alguna, las facciones perdidas en napas de grasa, en los ojos un temblor que no dejaba un instante fija la mirada, las manos haciendo gestos nerviosos, anhelante la respiración y un feo jadear en el pecho.
--Creo que ante todo usted debe cuidarse, Petronila. No le hallo buen aspecto. ¿Por qué no suprime por un tiempo el restaurante, la fiambrería, los dulces? Eso solo la aliviaría mucho. Un par de meses con ese descanso la haría otra. Está con los nervios rotos. Y creo también que debe ir al pueblo a consultar médico. Esta gordura suya me parece sospechosa. Usted misma dice que no es comedora. Entonces tiene que ser algo que no le funciona bien. Por de pronto, coma sin sal, tome poco líquido. No me atrevo a darle ningún remedio. Y en cuanto al almacén, creo que lo mejor es que le consultemos a Reinaldo y que éste hable con el patrón. Ya sabe que al patrón le gusta elegir él mismo la gente que viene a radicarse en el pueblo.



16


--¿Qué estás haciendo aquí? Yo creía que te habías ido a acompañar al Conejo --preguntó Ernestina horas después, al hallar a Cacho en si pieza, hojeando distraído una revista.
--El Conejo está de mañoso y no quiere que lo acompañe --murmuró con mal modo Cacho.
--¡Vaya por Dios! Lo que falta es que a los años hallen gusto en pelearse. El pobrecito no puede estar muy contento. Una gripe deja muy apaleado. Hay que acompañarlo, distraerlo, ir a jugar con él, llevarle algún regalito. Yo tengo que ir al centro, me acompañas y de paso vemos en la cigarrería si hay alguna cosita que pueda serle de agrado. Una linda caja de lápices de colores. O un cortaplumas que le sirva para sus trompos.
Cacho se quiso hacer rastras, pero en el fondo padecía ese estado de ánimo en que se desea que otro inicie la actividad. Roído por las dudas, hilvanando en cada momento un proyecto más descabellado que el otro: ir donde la niña de los cabellos de oro y enrostrarle airadamente su proceder, contarle todo a su madre, que con esa manera suya, tan blandamente serena, era capaz de hallarle arreglo al asunto, aunque en él estuviera metido el padre. Volvía a su primera idea de hablar con la niña de los cabellos de oro. Pedirle que fuera subrepticiamente por el portillo a ver a Conejo, a darle una explicación. Inmediatamente pensaba que lo más acertado era recurrir a su madre y que ésta indagara el origen de las violetas. Se perdía en cavilaciones, andando con los mismos pasos sobre la misma curva hasta cerrar el círculo y en el punto inicial desesperarse. No es lo mismo librar batallas contra hordas de salvajes ni saltar a la cubierta de empavesados barcos piratas que entenderse con un ser real, como Conejo, empecinado en demorarse, en permanecer en su desgracia.
Ernestina hizo sus compras en el centro, y asesorada por Cacho adquirió un espléndido cortaplumas con diversas hojas de distintos tamaños, de nácar por fuera y en un estuche de cuero. Una joya que Cacho apretaba en su mano, en el fondo del bolsillo, adjudicándole un poder de vara de la virtud, capaz de hacer volver a Conejo instantáneamente a la salud, al buen humor, a las carreterías gloriosas, borrando lo pasado, volviendo la vida al punto exacto en que se había echado a perder. Ni más ni menos.
"Varita de la virtud, por tu poder vas a hacer que el Conejo sea el de antes", se decía, andando muy formalito al lado de la madre, que iba lindamente sonriendo a los conocidos. Y también él, mecánicamente sonriéndoles, y, a la par que ella, saludándolos.


Conejo estaba en la galería con don Lindor, recién salido éste del sueño de la borrachera, melindroso, cargado de reproches propios y ajenos, que no sólo la Petaca había dicho lo que le correspondía, con una inusitada mesura, trasunto de los consejos de Ernestina, y que tuvo el don de conmoverlo hasta las lágrimas, sino que hasta la Rita le había dicho al pasar, con mucho apuro, asustada ella misma de su atrevimiento:
--Ta güeno que la corte, patrón...
Y Conejo, tras mucho mirarlo, terminó por murmurar dulcemente, anegándolo en el hondo amoroso resplandor de sus ojos, enormes en la carucha adelgazada:
--Por favor, no la haga sufrir a la mamá...
Con lo que a don Lindor se le derrumbó el castillo de naipes tras el cual se había parapetado siempre, convencido de que Conejo nada sabía de sus andanzas. Y se sintió miserable en descubierto, como desnudo, sin saber qué hacer, con ganas de echarse al suelo como un perro y lloriquear su humillación o hacer un foso con sus propias manos y enterrarse allí para siempre. ¡Dios mío! ¿Qué hacer? ¿Qué decir? ¿Qué contestar a Conejo? ¿A Conejo, que había dicho esas palabras, sacándolas trabajosamente de su deseo de no herir al padre, de proteger a la madre, de ser parcial e imparcial, cierto de que no debía callar más haciendo como que no sabía ni oía debilidades y reyertas, pero también de súbito convencido de que no podía dejar a la madre debatiéndose sola contra su infortunio?
Del almacén llegó Ernestina con Cacho y la Petaca. Muy sonreídos y charladores. Con una fuerza vital que borró la angustia en que se ahogaban padre e hijo.
--Los paso a buscar yo en el coche. No me va a negar este gusto, Petronila. No me diga que no, porque no lo acepto. Una ocasión como ésta no la vamos a perder --decía Ernestina con una vehemencia ajena a su carácter, imponiendo su voluntad y queriendo disimularla con ese jovial impulso de entusiasmo.
--Pero, ¿y el almacén? Le había dado ya permiso a la Rita y al Venancio para que fueran ellos a la función --contestó la Petaca.
--El almacén se cierra. ¡Que se vaya al diablo! Usted se me viste con los trapitos del fondo del baúl, don Lindor se pone el traje nuevo, al Conejo me lo arregla como usted sabe arreglarlo, yo me emperifollo como corresponde. De Reinaldo y el Cacho me ocupo de que vayan como soles y hacemos una entrada triunfal en el teatro. Misiá Melecia va a tener para hablar un año y un día de nosotros.
Don Lindor la oía embelesado. Esta señora era un tesoro. No era ya que él la quisiera y la respetara: la reverenciaba. Todo se le ocurría. Hasta convencer a la Petronila de que había que ir al teatro. Una reina. Eso era. La reina de Inglaterra.
La Petaca sonreía complaciente, ganada por ese entusiasmo. Conejo sabía que ese tono, en mamá Ernestina, era ficticio. ¿Por qué toda esa farsa? Cacho esperaba impaciente el momento de ofrecer su regalo.
Conejo dijo:
--Yo no quisiera salir. Me puedo quedar en la casa, me entretengo con algún libro. No quisiera salir.
--Usted va a salir, caballerito, va a ir con nosotros a ver, ¿cómo se llama lo que dan?
--Usted debe saberlo, don Lindor, la comedia esa --continuó Ernestina con el mismo tono retozón.
--"Amores y Amoríos" --apuntó don Lindor, muy almibarado.
--Eso mismo. Y nosotros los venimos a buscar. Ya está todo dicho y todo resuelto.
--Mira, para ti --dijo Cacho, colocando el cortaplumas en la mano de Conejo.
Que lo miró con un súbito relámpago de gozo. Que deliberadamente al sentirse alegre, se dejó resbalar a la tristeza, dándole las gracias con una sonrisa de desvanecida melancolía.



17


En Reinaldo el amor por la muchacha había superado la era contemplativa. No se contentaba ya con mirarla de lejos, cambiando con ella el convencionalismo de frases hechas a través del teléfono y las otras frases no menos rituales que se cruzaban en el correo, entre la gárrula presencia del gentío, la inquisitiva mirada de misiá Melecia, siempre en acecho, y una especie de complacencia de la Liduvina en el interés creado en torno a María López, y a cuyo retortero se ufanaba como de algo que le perteneciera.
Hacía tiempo que no se preguntaba Reinaldo cómo serían las otras mujeres. Había conocido tantas y de todas había sacado igual ceniza de hastío. Ese conocimiento le servía para cumplir un rito viejo como el hombre. Respecto a María López no se formulaba pregunta alguna. Su estupefacta primera reacción fue recrearse en la certidumbre de su amor por ella, desde una distancia en que ni la sombra de un pensamiento pecaminoso rozó la sombra de la muchacha. Fue una larga época de bienaventuranza, éxtasis lindante al arrobo místico.
De estratos desconocidos empezaron a aflorar en su conciencia deseos al principio vagarosos, nieblas que se fueron uniendo a otras nieblas hasta darle la certeza de su ansia de abordarla, de acercarse a ella, de conocer su vida, de ofrecerle su compañía, su amistad. La concreción de ese deseo lo desazonaba profundamente y se esforzaba por ahuyentarlo, por hacerlo desaparecer en los profundos meandros de donde había surgido. Pero sabía que el ansia estaba ahí, como ente en un ámbito obscuro, peligro de asalto que obliga a la tensa inmovilidad y al otro pavor aún mayor de chocar en cualquier movimiento con su geografía ilimitada, hecha de no se sabe qué ignorados elementos.
Conscientemente se decía que esa amistad era imposible. ¿Cómo llegar hasta ella? El único camino que le parecía hacedero era introducir a la muchacha en su propio hogar, haciendo que ella y Ernestina se amistaran. Proyecto que desechaba al recordar desalentado la cortesía de su mujer, su buena educación, su sonrisa bondadosa, su largueza para prestar servicios y su cerrazón absoluta a amistarse con nadie. Ella vivía limitada por natural disposición a las fronteras de su hogar, a una existencia sin amigos. Y él directamente, ¿qué podía hacer? ¿En qué plano, haciendo gala de qué afinidad podía llegarse a María López? Se daba cabal cuenta de lo que significaría en el pueblo cualquier acercamiento entre ellos. ¿Dónde iba a verla? ¿En medio del campo? ¿En casa de ella?
La muchacha tenía por hábito salir después de almuerzo, a veces del lado del río en el valle, con el aparejo de pescar a cuestas, dándose luego a la paciente espera de un-salmón que picara; otras veces tomaba montaña arriba para volver cargada de flores, de hierbas, de plantas, con pajillas o pinochas en el pelo, y los tobillos, cuando no las alpargatas, cubiertos de barro. Lo que lo hacía suponer que se deslizaba por el barranco hasta el río, en que el fondo de la hondonada cobraba su belleza mayor.
A caballo o en auto podía a veces seguirla de lejos. Un día pudo más en él su ansia que toda prudencia y se le acercó saludándola y preguntándole si no podía llevarla en el coche a donde fuera. Ella siguió andando con su largo paso gimnástico, volvió la cabeza en escorzo para que le viera a fondo la seria expresión de sus ojos y le dijo que no; que muchas gracias, que lo que deseaba era caminar sola y en paz. Recalcó con una habilidad de actriz las dos palabras: "sola" y "paz"
Para Reinaldo fue como si le hubiera dado un mazazo en la cabeza. No reaccionó por el lado de la humillación ni de la soberbia: se quedo anonadado, reconociendo que tenía ella razón. ¿Con qué derecho iba mezclarse a su vida? ¿Qué podía ofrecerle? En ese medio pueblerino, entrecruzado de chismes, de melindres, de suspicacias, de gentes aburridas dispuestas a sacar provecho de cualquier acontecimiento: ¡qué rica presa, qué suculento trozo para dar en él dentelladas, la noticia de Reinaldo y María López paseando por la montaña amartelados!
La circunstanciada razón, la burguesa medida, los cánones divinos y los convencionalismos humanos estaban en su contra. Los aceptaba, aunque en su yo más íntimo una poderosa voz, tan poderosa que a pesar suyo llegaba a su conciencia, se argüía contra todo ese cúmulo de barreras lanzándoles un reto. Pero la firme decisión de la muchacha, las dos palabras, "sola" y "paz", su tintineo de metal verdadero, le hacían sentir que había muros para siempre entre ellos.
Marta López, que quería estar sola y en paz. No en relación únicamente a él, sino al resto del pueblo y tal vez del mundo, sola y en paz consigo misma, dentro de normas prefijadas por una voluntad sin fallas.
De eso, y no sabía por qué laberínticas deducciones, Reinaldo también estaba seguro.



18


Misiá Melecia pretendía ser la primera en llegar. Desde temprano empezó a urgir a la Liduvina, aturdida con los apurones, oyendo a la hermana repetir con insistencia maníaca:
--No te espero más. Me voy. Me voy. No quiero perderme un detalle.
Misiá Melecia quería irse, estaba por irse, sentía el ímpetu de irse, se iba, pero se demoraba esperando a la Liduvina, porque en el fondo abrigaba la sospecha dé que ésta se retrasaba deliberadamente, con la intención de hacer pareja con la María Nadie del lado, en cuanto ella se fuera.
"Capaz es la necia de hacerlo", se decía para su capote, arreciando al mismo tiempo sus apuros.
Con lo que salieron rumbo al teatro con una hora de anticipación, hallando para su pasmo desierto el pueblo, cerradas persianas y puertas, cerrado el comercio, las aceras sin viandantes y lasa calles libres de vehículos y cabalgaduras.
Apareció al final de una calle, casi en las afueras del pueblo, la bodega empavesada de banderas, banderolas y banderines, con dos focos convergentes que iluminaban el cartel en arco de entrada. Donde, entre arabescos, cuernas de la abundancia y antifaces, dos posibles musas sostenían las letras testimonio de que aquélla era la Compañía de Comedias Olimpia Lorena. Todos los vehículos y las cabalgaduras ausentes de las calles estaban allí estacionados, casi impidiendo el paso, y aun de lejos se sentía bullir en el improvisado teatro una multitud en espera impaciente.
Misiá Melecia creyó morirse del disgusto y toda sofocada quería apurar el paso, reprochar a la Liduvina, indignarse contra los otros. ¿Qué diablo de apuro les había agarrado, si eran las ocho y la función estaba anunciada para las nueve? ¿A qué hora habían comido? ¿O era que estaban con las tripas vacías? Pero ¡qué gente sin consideración! Ella, ¡que esperaba ver la llegada de todos y tener tema para el resto del año! Ya no se podía contar con la buena crianza de nadie. Y todo era culpa de esta desgraciada de la Liduvina que echaba una eternidad en arreglarse, como si al fin no quedara lo mismo de adefesio. Y en su soliloquio le echó una mirada reprobatoria a las zarandajas que por todas partes se había distribuido y a los crespos que tanto tiempo había demorado en hacerse. ¡Tonta presuntuosa!
Luchaba entre su deseo de pararse en medio de la acera y enrostrarle su demora y el deseo de apurarse cada vez más para ganar la bodega, donde --¡gracias a Dios!-- aún se veía gente que llegaba.
Unas cuantas últimas zancadas la dejaron bajo el arco y frente a una improvisada garita en la cual el señor Lorena oficiaba de boletero. Cambiaron una sonrisa, un saludo de fina amistad, y misiá Melecia se quedó esperando que la Liduvina entregara las entradas. La Liduvina esperaba lo mismo de ella, y al fin dijo:
--Pero, Melecia, pásale las entradas al señor.
Con lo que vinieron a darse cuenta de que ninguna las tenía, lo que se reprocharon sin muchos ambages: que yo te las di a ti, que yo las dejé sobre la cómoda para que tú las trajeras, que no sé dónde tienes la cabeza, que vaya por Dios que eres necia, y que mejor te calles y no seas grosera.
Punto en el cual intervino el señor Lorena, diciéndoles que pasaran no más, que él bien sabía que habían tomado entradas y que un olvido, así era excusable y podía ocurrirle a cualquiera.
Misiá Melecia pasó el arco, tropezó en el umbral del portón y ya adentro, pero sin avanzar, fisgoneó rápidamente el panorama.
¡Ya lo había pensado ella! Los de los fundos no habían llegado todavía. Todos los asientos de las primeras filas estaban vacíos. Esos que correspondían a las localidades más caras. En las otras que las seguían en precio, el público dejaba ya pocas ralas, y en los costados se apretujaba una densa multitud en improvisada gradería --tres escalones que no daban una sensación muy firme--, en la cual estaba todo el pueblo, de, medio pelo para abajo. Medida dada por misiá Melecia: obreros, peones, campesinos, todos bulliciosos, endomingados, rebosantes de inocente felicidad y ardidos en curiosidades por aquello que iban a ver, muchos por primera vez, que el conocimiento general llegaba hasta el circo trashumante o el cine portátil.
Dos niños, hijos de los artistas, hacían uno de acomodador y otro vendía chocolates y caramelos, gritando éste su mercancía con un pregón largamente modulado, que tornaba ininteligibles las palabras. Pero era evidente la venta por el cajoncillo que le colgaba del cuello, desbordante de paquetes en sus prometedores envoltorios colorinches que obligan al público a vaciar los bolsillos, acuciados por la golosina.
Misiá Melecia echó una mirada rápida. Y alargó el morrito porque dos nuevas musas que estimó demasiado "piluchas" formaban otro arco al escenario, cerrado por una cortina de terciopelo rojo, cuyas estrías calvas testimoniaban lo lejano de su grandeza.
Se volvió, agarró del brazo a la Liduvina y deshizo camino hasta enfrentar sonriendo al señor Lorena, sorprendido de ver juntos tantos dientes amarillos, y le dijo:
--Vamos a esperar un ratito aquí a unos amigos con quienes tenemos que juntarnos.
Manera de montar guardia y ver la llegada de los que faltaban y que era lo más salado del espectáculo.
Frenó silenciosamente el auto de Reinaldo y empezaron a bajar sus ocupantes: Ernestina y Cacho, la Petaca, don Lindor y Conejo. Reinaldo partió a estacionar el coche en algún sitio, donde pudiera, que cercano estaba todo atestado. El grupo se quedó esperándolo junto a la boletería.
Saludaron las hermanas, contestaron los otros y misiá Melecia se hizo sus reflexiones:
"También eran ideas de esta Ernestina, siempre tan parada y de repente se acompaña con la Petaca. Y todo por la amistad de los chiquillos".
Esas juntas no le gustaban. Como si en el pueblo no hubiera niños más de familia para compañeros de Cacho. Y la pobre Petaca como chancho de gorda, que ya parecía reventar, y tan ordinaria. ¿Y el marido? ¡Qué facha! ¡Y el pobre rengo cada día más esmirriado, una pizca de criatura! La verdad era que la Ernestina parecía a veces loca rematada al presentarse con esa familia. Con tanta buena gente que había para hacer relaciones. ¡Claro! ¡Como ella estaba por encima de todo! ¡Eso se creía la presuntuosa! ¡Era una "creída" y nada más!
Pero no pudo seguir en sus observaciones. Volvía Reinaldo a grandes trancos, coincidiendo con la llegada de María López.
Misiá Melecia por primera vez en su vida no frunció el morrito empujándolo hacia adelante. Abrió grande la boca. La abrió. Se le quedó abierta, caída la mandíbula: porque esto sí que era para abismarse. María López vestida de negro, como Dios manda, con pollera y blusa, con medias, con zapatos de taco alto, lisa la melena bajo un pequeño sesgado pañuelo gris que le sujetaba las crenchas justo a la altura en que nacía el flequillo, con un gruesa cadena de oro alrededor del cuello y en la mano una cartera y un chal también gris. Fina y llena de señorío. ¡Para no creerlo!
Ernestina la miró morosamente, sin curiosidad, como miraba ella todo: comprobando que estaba allí, que era agradable y discreta. ¡Qué mala la gente del pueblo diciendo esto y murmurando lo otro respecto a la muchacha!
Don Lindor entrecerró los ojos, se aferró a sus solapas y esbozó la más fina de sus sonrisas al saludarla. La Petaca la miró sin saber quién era, sin identificarla con la rubia platinada de las alusiones del marido. Reinaldo se detuvo, seca la boca, con una fina aguja clavada en el pecho, saludando torpemente. Cacho balbuceó un enredado:
--Buenas noches.
Todo hubiera pasado naturalmente. Un grupo de personas que en la entrada de un teatro cambia un saludo cortés con una conocida. Pero la muchacha, súbitamente viendo a Conejo escondido tras el volumen de la madre, a Conejo que la había visto, al chiquillo que como el hombre tenía la boca seca y en el pecho un aguja dolorosa atravesándole el corazón, a Conejo que trataba de que ella no lo viera y al que había visto y al que se acercó, incontrolada por la sorpresa, diciendo alegremente:
--Conejo, al fin te encuentro. ¿Cómo estás? ¡Fue todo tan rápido.!
Cacho dio un paso para advertirla de que trasgredía promesas. Conejo alzó la cabeza mirándola admonitivamente. La Petaca preguntó:
--Y usted, ¿quién es?
--La señorita es la señorita telefonista --dijo, hecho merengues, don Lindor.
La Petaca relampagueó sus azabaches en la mirada, preguntando a María López:
--¿De dónde conoce usted al Conejo?
No contestó María López. E hizo el gesto que desató la tempestad: puso una mano sobre el hombro del niño.
--¿Se conocen de dónde? ¿Cuándo has hablado tú con esta mujer? --insistió con creciente ímpetu la Petaca--. Contesta... ¿Dónde? ¿Así que tienes estas amistades a escondidas? Hable, le mando...
--Pero, mamá... --balbuceó Conejo.
--Saque usted su mano, no toque a mi niño... --gritó sin control la Petaca.
--Pero, Petronila, no sea así... --intervino balbuciente don Lindor,
--Soy como me da la gana --contestó la Petaca, siempre gritando No le basta manosear a todos los hombres para también agarrársela os los niños...
--Eso, eso es... --gruñó misiá Melecia desde su recuperado morrito --¡Que al fin haya alguien que le diga las verdades!...
--Pero, señora... --pudo decir María López, que se había quedado desconcertada, sin saber a quién atender y sin saber tampoco por qué le caía encima ese aluvión de palabras.
--Usted se calla, Melecia, y usted también, Petronila --intervino a su vez Reinaldo violentamente, queriendo volverlas a la razón.
En la bodega, algunos habían oído las voces y prestaban oído. Misiá Melecia chilló ya en pleno histerismo:
--Mala pájara, María Nadie, al fin. Habría que echarla del pueblo. Fuera...
Adentro una mujer chilló a su vez:
--Fuego... --Hubo un sobresalto general.
Un hombre quiso aplacar la alarma:
--Por favor, no se muevan. No hay nada. No pasa nada.
Conejo se aferraba a las faldas de la madre, cerrados los ojos, con la angustia de vivir la peor pesadilla. Cacho se le había acercado mirando a uno y a otro sin atinar a explicarse nada.
--Pero cállese, Melecia. Cállese, ¿entiende? Y usted, Petronila ¿Se han vuelto locas? --insistía también a gritos Reinaldo.
--Mala pájara. Que se vaya del pueblo... María Nadie... Habría que echarla... Fuera... Fuera...
--¡Fuego! ¡Fuego! ¡Incendio! --gritó de nuevo la mujer que seguía prestando oído a las deformadas confusas voces que llegaban del exterior. Y en la concurrencia, ya desasosegada, hubo un eléctrico sobrecogerse, un pánico, un levantarse todos simultáneamente, un empujar y gritar y tropezar y caer y no saber nadie lo que pasaba, y un hombre grandote, una especie de hércules montañés, abrirse de brazos en la salida y repeler la multitud vociferando:
--Pedazos de animales, si no pasa nada, si no hay incendio...
Se abrió con violencia el telón y uno de los actores habló inútilmente de que nada pasaba, de que por favor tuvieran calma, de que no había peligro alguno. Que no había fuego. Que no había incendio.
El torrente humano pudo más que el hombre que quería detenerlo con los brazos extendidos y se vació desordenadamente afuera, volteó la casilla de la cual había salido despavorido el señor Lorena. Lloraban los chiquillos; los hombres, entre asustados y cohibidos, enrostraban a las mujeres sus nervios. Había manos magulladas, preguntas, explicaciones, arañazos, una muchacha con un pie a rastras, y adentro, en el escenario, el actor y sus compañeros, ya sin saber qué hacer, mirando el desorden de las sillas derribadas y de los pocos rezagados a los cuales el miedo no contagiara, en un último alarde de serenidad, empezaron temblorosamente a entonar el himno patrio.
--Pero ¿qué ha pasado? --repetía insistentemente alguien.
--Una mujer dijo que había fuego --contestaban varias voces al unísono.
--¡Dios! Jacobita... ¿Dónde estás, criatura? Jacobita... --aullaba una desesperada viejecita.
--Voy, mamita... Voy, ¿dónde está? Mamitaaá...
--Pero, señores, por favor, si no ha pasado nada. Tranquilidad, por favor. Si no ha pasado nada. Nada --aseguraba el señor Lorena, queriendo poner en pie su casilla y que los otros volvieran a entrar.
El torrente humano separó al grupo. De un lado quedó sola María López, del otro el resto. La Petaca seguía gritando en el bullicio general, enronquecida; sin que pudieran acallarla ni siquiera las palabras llamándola a tranquilidad de Ernestina.
--No se lo permito. Que no toque a mi niño. Era lo que faltaba... --se ahogó, ahogada con el intolerable dolor que le atravesó el pecho, que le quedó ahí fijo, corriéndose después por el hombro hasta la mano, quedándose también ahí fijo, toda ella hecha un solo dolor que la hizo vacilar.
--¡Ay! --exclamó Reinaldo acudiendo a sostenerla.
--Juan Alberto, venga, por favor --llamó Ernestina a un muchachón que pasaba con aire ausente--. Hay que tener tranquilidad, hijo. No pasa nada. Ayude a sostener a la Petronila, que se siente mal.
--Ta bien --dijo el muchachón con el mismo acento de la Rita. --¿Dónde está el coche, Reinaldo?
--No muy cerca.
--¿Pasa algo? --preguntó un señor de gafas y aspecto extranjero.
--La Petronila que no se siente bien --logró decir farfullando don Lindor.
--Tengo aquí mismo mi camioneta. En un segundo la acerco --aseguró el señor prestamente.
--Mamá..., mamá... --murmuraba Conejo, apoyándose en su terror en Cacho, no menos transido de espanto.
El tumulto se sosegaba en cuanto a empujones y corridas, en cuanto a pavor, pero seguían todos afuera, llamándose, explicándose cómo había sido aquello, cómo había empezado, por qué cada cual había hecho lo que había hecho. El señor Lorena imploraba en todos los tonos:
--Por favor, entren, no ha pasado nada. Por favor, ocupen sus localidades, por favor...
Lentamente fueron entrando. La cortina se había cerrado entre las musas ligeras de ropa y de tan caricaturesca expresión. Los asientos habían sido rápidamente alineados. Llegaban los rezagados, gente de los fundos que ocupó sus asientos de privilegio, sin saber lo ocurrido. El señor Lorena, cuando sonaron dentro los tres timbrazos que hacían inminente el comienzo de la función, preguntó a misiá Melecia, que seguía firme en su vigía:
--¿No entra, señora?
--Se me perdió mi hermana. Tengo que esperarla.
--Se fue con la señorita López hace rato. Cuando..., cuando...--no se atrevió a precisar cuándo, él, testigo de todo lo pasado.
Misiá Melecia masculló un último:
--¡Mala pájara! --antes de entrar, estirado el morro, semejante a sí misma rumbo al aquelarre.



LA MUJER


Dos palabras para calificarla: mala pájara. Y otras dos --que en su simpleza le había comunicado la Liduvina--, con las que la nombraba misiá Melecia, y por añadidura todos en el pueblo: María Nadie.
¿Qué era peor? ¿Y cuáles calzaban más con ella misma?
¡Mala pájara! Mala. Mala. ¿Por haber sido una rebelde frente a la vida? ¿Por su sublevación profunda desde que tuvo uso de razón frente a cuanto consideró inconducta?
Inconducta de los suyos, familia de un funcionario mediocre, pusilánime, sin iniciativa, aferrado a la costumbre, aterrorizado siempre por la idea de desagradar al jefe, buscando quedar bien con todos, jugando en el balancín de las ideas políticas a estar con la mayoría gobernante; brujuleando un ascenso, obsecuente, listo a la inclinación, si era ella necesaria ante el poderoso, y al propio tiempo con los músculos listos para el paso atrás, si el poderoso en ese mismo instante dejaba de serlo. Batallando entre las letras, los recibos, los protestos, las cuentas, los créditos, las deudas; cercano a la extorsión, bordeando la estafa, especie de araña tejiendo laboriosamente su red en la conciencia de que el plumero, la escoba, el azar abriendo una ventana y dejando entrar el viento, amenazaban en cada momento su meticuloso trabajo.
¿Cómo podía unirse lo que tenía un nombre, una palabra desdeñosa, con la bondad y el cariño? Porque ese mismo hombre rastrero, sin ningún pudor para ocultar sus manejos, antes bien, haciendo de ellos tema de conversación familiar, desbarataba con la mujer y los hijos un inagotable tesoro de comprensión, de generosidad, de buenos sentimientos. Todo lo entendía, para todo poseía una sonrisa, una cordialidad. Jamás negó nada a nadie. Lo que la mujer quería era ley. Lo que los hijos pedían era mandato, siempre que mamita dijera que sí. ¿Hasta dónde llegaba lo bondadoso y comenzaba el cinismo? ¿Y dónde terminaba el cariño y se abría la muelle comodidad?
María López lo miraba en su memoria, que por desgracia tenía una alucinante exactitud de placa fotográfica. Chiquito, farruto, como resecado por la inquietud, así era el padre, con los ojillos de ratón, ancha la frente y el pelo haciendo prolijas eses sobre la calva incipiente, de caballete la nariz y la boca triste sobre unos dientes rectangulares, ahumados del constante cigarrillo en las comisuras de los labios y que tenía la particularidad de mantener allí suspendido, cambiándolo sin tocarlo de un extremo a otro, hablando y sin que se desprendiera. Siempre como acurrucado, como si descansara en una gradería con los brazos entornando las rodillas. Siempre como en atisbo y dispuesto a decir que sí, a complacer a la mujer, a dar agrado a los hijos, a sonreír, a aprobar.
Por contraste, la madre aparecía más espléndida de lo que en verdad era. Con el pelo de un negro denso y brillante, morena, soberbia de cuerpo, con la cabeza en alto con un gesto de "aquí estoy yo, ¿y qué?" y unos ojos almendrados, verdes, sonrientes y burlescos. De familia modesta, ambiciosa e inteligente para cuanto fuera su conveniencia, casó jovencita con Enrique López, empleado fiscal. No gran cosa, pero era un marido, una situación, una ayuda para hacerse un sitio en la pequeña sociedad provinciana y la esperanza de viajar, de ir al albur de ascensos en la carrera del marido, de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, para terminar en la capital. Ella contaba --barajadas esas posibilidades con un obscuro instinto, sutil en sus formas externas, capaz de envolver y convencer al más inteligente-- con el escalafón, los quinquenios y las recomendaciones. Sobre todo con las recomendaciones.
A través de los años, de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad, en el clima y las circunstancias que fueran, jamás dejó de ir por las tardes a buscar al marido a la oficina. Era un rito. Vistosa, atrayente, amable, resultaba una fiesta verla llegar. Nadie eludía el placer de mirarla: los hombres por un natural homenaje y las mujeres por una especie de malsano interés. ¡Se decían tantas cosas de ella! Y ella arrastraba la cola de las suposiciones y de los comentarios con tanta seducción como una reina de opereta puede arrastrar su traje de corte. Tenía una manera especial de interesarse por cada uno, de preguntar justo lo que su interlocutor, fuera hombre o mujer, ansiaba que le preguntaran para contar sus pequeños problemas caseros, sus obsesionantes conflictos sentimentales, sus aspiraciones, sus desengaños, sus enfermedades, sus líos domésticos; su opinión sobre el tiempo. Ella lo oía todo atentamente, con una que otra palabra que incitaba a terminar la confidencia, sostenida la mirada y una seria expresión en la boca abundante que un rojo escarlata ponía en manifiesto como un arrebatador llamado.
Ese era tal vez el secreto de su encanto. Se la discutía, se formaban bandos, se aducían argumentos en pro y en contra de ella. Pero aparecía y aun los más reacios contrarios se entregaban a la magia de su mirar a la delicia de narrarle la historia de su vida.
La cola que arrastraba se habla ido formando en años de ir de un lado a otro, en traslados que siempre significaban ascensos para el marido. De sus amistades con los jefes, de su manera trepadora de hacerse situaciones, resultaba siempre la primera en los directorios de sociedades la organizadora de todas las fiestas, la que se sentaba a la derecha --saltando sobre toda suerte de normas sociales que a veces tocaban protocolos-- de la figura masculina preponderante, a la que monopolizaba y de quien recibía toda suerte de homenajes.
Sí, ésa era ella, la mujer de Enrique López. No había nada que hacer. ¿Cómo se las arreglaba, con qué métodos derribaba barreras y se le concedía ese lugar? ¿Eran cosas pertenecientes al ignoto mundo de las irradiaciones personales, al magnetismo de ciertos seres que logran imponerse, con méritos o sin ellos, en forma incuestionable? La señora de López, por derecho propio, era la primera.
De ahí nacía la urdimbre de su cola, la que estaba a la vista. La trama eran los comentarios, las suposiciones, su amistad con el diputado, su compañerismo en el juego con el senador, su otra larga amistad con el viejo personaje, influyente jefe de partido. Pero comentarios y suposiciones eran hilos febles que nunca lograron tejer una realidad. Nunca nadie pudo afirmar nada concreto.
Enrique López seguía medrando. Con la mujer y cinco hijos, de ascenso en ascenso, llamado por imperativo de la mujer a ocupar una situación social fuera de sus posibilidades económicas, siempre rebasando su presupuesto, acosado por las deudas, achicándose, como disminuyéndose físicamente con los años, terroso, yendo de aquí para allá en busca de una fianza, de una prórroga, con los hombros curvados, la cabeza inclinada, garfio movedizo en busca de terreno donde adentrarse y sin lograr nunca firmeza alguna.


Eso eran sus padres, los padres de María López, o, como la llamaban en el pueblo, de María Nadie.
Si no hubiera tenido desde chiquita ese sentido incómodo de lo absoluto, ¡qué felizmente podía haber vivido en la despreocupación! Niños consentidos ella y los hermanos --en total eran dos hombres y tres mujeres--, entregados a sí mismos, en el patio o en la cocina. ¿Cuántos patios y cuántas cocinas fueron escenarios de su infancia? Ella llegaba a una de estas tantas casas, similares, edificadas absurdamente en torno a un patio, fuera el que fuere el clima en que se alzaran, con habitaciones, una tras otra, dando a una galería y cerrando un cuadrado o un rectángulo. Al fondo se abría otro patio con árboles y alguna vez con un gallinero. Llevaban tras ellos un equipaje miserable: viejos baúles con la ropa y unos grandes fardos con los colchones. La partida coincidía siempre con un remate. Según la madre: "Vida nueva, muebles nuevos". Lo que significaba adquirir íntegro otro menaje, con la lógica consecuencia de los créditos y los vencimientos.
Arribaba ella, María López, a una de estas tantas casas e inmediatamente creaba su ambiente: un rincón para su cama, para su ropa, para sus libros. Un rincón, el más propicio al silencio, para leer y soñar.
Para leer, soñar y mirar la vida.
La faz y la contrafaz del padre, su asquerosa aquiescencia a la madre, su arrastrarse mendigando favores, ¡cuánto mal le hicieron, cómo acibararon sus años de criatura precozmente madura! ¡Y la madre, la madre, la contrafaz de la madre, su también asquerosa manera de quebrar voluntades, de crear intereses, de especular consigo misma en un comercio en que ni siquiera tenía el arrojo de darse íntegra, que todo eran promesas, encandilar deseos, avanzando un pasito para poner más a la vista la pulpa violenta de la boca, oyendo con las pestañas bajas, un tanto anhelante la respiración, lista para el paso atrás, si aún no había madurado la promesa de una ventaja!
¿Cómo había ella conocido toda esa miseria? Entre sirvientas, en una promiscuidad sin secretos de índole alguna. Entre compañeras de escuela, hablando de la vida sin ambages, descubriéndola, suponiéndola, sabiéndola, con una tremenda obsesión de todo cuanto atañe al sexo. Y después: los libros. Y si se tiene una natural inteligencia y se mira descarnadamente en torno, siendo contemplativa y deductiva, lo que se va comprobando es no sólo la cara visible de los seres, sino el dibujo primero borroso, y al final nítido, de otro rostro contrapuesto, alucinante, revelador de tanta desoladora certidumbre.
¡Ella, que ansiaba que fueran puros los seres y los sentimientos, que simplemente aspiraba a que cada ser, cada sentimiento, tuvieran su justo relieve, en una justa proporción, y así poder entregárseles sin reservas o de lo contrario apartarse prudentemente! Pero ¿cómo entenderse con este entrevero que era cada cual, amasijo de afirmaciones y negaciones, en que no podía saberse siquiera qué primaba en ellos?
¿Cómo atreverse a despreciar al padre? ¿Cómo juzgar definitivamente a la madre? ¿Dónde terminaba el bien y empezaba el mal?
En ese medio medró ella, con los hermanos como encarnizados enemigos o como grandes amigos, tampoco hallando asidero en ninguno, palo a la deriva en la correntosa fluencia de un existir, entregado por circunstancias familiares al azar.


Iba rápidamente huyendo del escándalo, de las palabras como piedras cayendo sobre ella, de las gentes enloquecidas por el pavor, de los gritos, de las corridas, de los ojos de Conejo insondables de dolorosa sorpresa y de no sabía, además, qué otro sentimiento, todo tan rápido, todo como un relampaguear de superpuestas imágenes. Cacho, diciendo algo como una súplica; esa mujer gorda, en un frenesí de insultos. Reinaldo, endurecido, también diciendo algo imperioso a la mujer frenética; la gente atropellándose, alguien que tiraba de ella --la Liduvina tal vez-- y un señor que también tiraba de ella, poniéndola a salvo de la multitud. Y por sobre todo, como un refrán persistiendo en dolorosos ecos, la voz que insistía: "Mala pájara, ¡qué se vaya!... Mala pájara... Había de ser María Nadie... ¡Fuera..., María Nadie!..."
Sí, el bodegón, el teatro, las gentes, esos seres fantasmales, la luz enceguecedora de los grandes focos, esas figuras grotescas pintadas en el arco de la entrada, los mascarones, la voz de misiá Melecia, la mujer gorda, don Lindor, Cacho, sí, y otra mujer difuminada, hecha de sombras. Todo, hasta Conejo y su tierna dolorida expresión de reproche --¿por qué?--, todo iba quedando atrás, lejano como algo que se soñó y se pierde lentamente en la recobrada conciencia de la vigilia.
Iba presurosa. Hasta su casa, hacia ese recinto de soledad y paz, siguiendo la veredilla bordeada de pastito y de insistentes llamadas de grillos.
Cerradas las casas, puertas y ventanas, portones, todo estaba cerrado. Fachadas plácidas, arquitecturas simples. Colores grises, blanquecinos, o la violencia de pinturas en audaces contrastes. Elementos nobles; piedra y madera. La montaña con su duro insensible corazón y el árbol sirviendo siempre en su múltiple generosidad. Y adentro, ¿qué? ¿Qué en las casas? Habitualmente todos esos seres, ese mundo del que venía huyendo, despiadado, malévolo, injusto. ¿Es que nunca iba a lograr la paz? ¿Es que no podía tener un ámbito para su cansancio? ¿Nunca?
Se detuvo ante una puerta, grande, lustrada, con una impresionante bocallave, y arriba una mano de bronce, un llamador colonial, alargados los dedos con cautela sobre una esfera, sujetándola con un pequeño gesto de atildada elegancia, un poquitín en alto el dedo meñique, caído sobre el dorso el volado de encaje y una sortija en el anular. La miró y sin saber para qué, alzó su mano, cogió la otra y un golpe metálico y seco retumbó por las calles desiertas. En la casa su eco despertó a un perro, que ladró enérgicamente. Continuaba de pie junto a la puerta, oyendo aún el retumbo perderse, diluirse en la distancia, hacerse carne de silencio nocturno. Oyendo al perro lanzar sus desvelados ladridos.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que Liduvina la seguía, tratando de alcanzarla, incómoda sobre los tacones altos, silenciosa por las tapillas de goma. "Así duran más", aseguraba misiá Melecia.
--María..., por favor... Déjeme que la acompañe..., no puede seguir sola..., por favor...-- rogaba Liduvina con expresión de humilde insistencia.
--También se lo pido por favor, Liduvina, déjeme sola. Déjeme volver sala a casa. --Y como viera que dudaba, que iba a insistir, agregó firmemente--: Deseo estar sola.
La otra, que quería complacerla, que quería serle útil, que no sabía qué hacer entre su sincero deseo de serle útil y de complacerla, farfulló a tropezones con las palabras:
--No son tan malos como parecen, María; perdónelos, están todos como locos. La creen una orgullosa. Cada uno supone algo de usted. No la conocen... Usted tiene cierta culpa... No ha querido ser amiga de nadie. Perdónelos a todos... Esa mujer de la Petaca yo creo que se está muriendo... Vive comida por los celos, creyendo que al marido todas se lo pelean..., a esa basura...
--No quiero saber nada. Liduvina, por favor, déjeme...
--¿Me promete irse para su casa? ¿No hacer ninguna lesera?
--Sí, Liduvina... --sonrió con una súbita reacción y poniendo suavemente una mano sobre el hombro de la mujer, que vio en el gesto una inesperada prueba amistosa, casi de cariño, que la tranquilizó--. Le prometo no hacer ninguna lesera...
--¿Por qué llamó en esta casa? --preguntó con cierta ansiedad. La muchacha se encogió de hombros.
--No lo sé, Liduvina. No sé de quién es esta casa. Pero vi la mano y me pareció que alguien adentro estaba esperando que llamaran. No se asuste, Liduvina. No estoy loca. Y vuélvase al teatro..., por favor...
Sin esperar contestación, siguió andando por el caminito bordeado dé cantos de grillos. Todavía el perro lanzaba hacia desconocidos peligros la advertencia de sus ladridos.


...Entonces había que ir hacia las gentes y decirles, para que la conocieran, para que no la creyeran orgullosa: "No pude entenderme con la manera de vivir de mis padres. Para querer a las gentes necesito estimarlas, y la otra faz de mis padres no era incentivo para que tuviera por ellos la menor estimación. Sí, lo sé; a los padres se los quiere sin abrir juicio sobre ellos. Ese es el axioma sobre el cual se basa el equilibrio familiar. Lo maravilloso es poder juzgarlos y hallar en ellos sólo virtudes, modelo para calcar nuestra propia personalidad. Pero ¿qué se hace si con sólo mirarlos con cierta atención se les encuentran las verrugas de todas las prevaricaciones? ¿Qué se hace? ¿Encostrarles su proceder? ¿Tratar de ser su conciencia? ¿De llamarlos a rectitud?
"Yo no supe ser eso, me contenté con apartarme, continuando mi vida por otros caminos. Ante todo, quise hacerme una situación que me independizara económicamente. Casarme no era mi meta. Estudiar largas carreras, al albur de nuestra vida trashumante, no era posible. Si apenas, de pueblo en pueblo, lográbamos, a fuerza de las recomendaciones que tan diestramente conseguía mi madre, que sin mayores dificultades se nos aceptara en colegios o liceos. Mis hermanos eran los mayores; empezaron a trabajar y se quedaron en pueblos diferentes. Una de mis hermanas se casó. Otra ingresó a una oficina. También yo empecé a trabajar, pero en cuanto tuve dinero suficiente para cubrir mis gastos, sin mayores dificultades impuse mi deseo de tener mi propia vivienda.
"Desde entonces estoy sola.
"Pero no en paz.
"María Nadie..., qué justo el nombre: María anónima. María entre mil Marías.
"María Nadie, en una gran ciudad, en la capital, es una plumilla de vilano, esa cosita infinitesimal en el aire. Una nada. Se vive en una pensión. Del sueldo se hacen unos pequeños montoncitos: para la patrona, para la farmacia, para la locomoción, para juntar el mes que viene con otro montoncito y comprar un género para una pollera, que hace mucha falta. Y se va a la Biblioteca, porque gusta mucho la lectura, pero los libros son muy caros, y caminando como autómata cuarenta cuadras diarias se ahorra el dinero del colectivo y se puede alguna vez ir a un concierto o al cine.
"Porque por reacción la vida familiar ha puesto en pie, trazados en mí para siempre, varios preceptos. Primero y principal: "jamás contraigas una deuda"
"A ustedes, gentes de Colloco, según la Liduvina, tan interesadas por conocer mi vida, posiblemente les resulte un poco pesado oír mi historia de simple empleada de teléfonos, de la sección larga distancia. Ese estar horas de horas quieta con el aro de los auriculares que termina por pesar sobre la cabeza como un suplicio y oír números, números, docenas, cientos de números, y conectar y desconectar y hacer las mismas preguntas con igual tono y no equivocarse, y seguir indefinidamente, en indiferenciado tiempo, que se suma en semanas, meses y años, siempre lo mismo, tomada a veces por el pavor de no ser sino parte de un aparato mecánico, un grotesco ser hecho de madera y metales, de hilo y caucho. Y créanlo ustedes, los que me dicen orgullosa, diez años pueden pasar en ese trabajo embrutecedor. Diez años que la dejan a una al otro lado de la treintena, mirándose en el espejo los ojos fatigados, las comisuras de la boca que tienden a desplomarse y tal vez, aunque se tenga el pelo de color de lino, por las sienes comiencen a blanquear unas canas precoces.
"Pero he querido vivir sola y en paz. Vivo sola, tengo una pequeña holgura. Los montoncitos de dinero a fin de mes dan mayores esperanzas de agrado; a veces puedo comprar un vestido mejor. Logro cosillas para formar un interior agradable. Tengo libros propios, un radio, discos. La soledad no posee un diámetro opresor, se ha enanchado y permite nuevos horizontes para moverse en ellos.
"Amigos, sí, ustedes que han pretendido llamarse mis amigos, los de este pueblo, gentes que tienen variados nombres y tan cabal interés por conocer mi vida: esa a quien llaman María Nadie tuvo soledad. A veces le costó sobrellevarla. Pero lo que no logró nunca fue paz...


Había llegado al radio central del pueblo. La iluminación se hacía más intensa, con focos de un blanco espectral pululantes de insectos. Unos esféricos focos encaperuzados de latón gris que echaban abajo una enorme moneda de luz, pista ideal para duendes y trasgos, o escenario para un monólogo desesperado, o un truculento fin de gran guiñol. Más allá las sombras se adensaban, luego se adelgazaban en un intermedio breve, se espesaban de nuevo y otra moneda de luz ponía en evidencia la falta de personajes de fiebre. En una de las zonas intermediarias, a la puerta de una casa, había un gato echado en el umbral, en una paciente actitud de espera.
María López se detuvo y lo miró, diciéndole:
--¿Te han dejado fuera? ¡Pobre michino!...
El gato levantó la cabeza a esa voz cordial y con cautela mayó una contestación, casi una queja.
María López se sentó a su lado. El gato no se hurtó a la vecindad. Se quedó quieto en la misma postura, echado sobre las cuatro patitas, como sumidas en el cuerpo, y la larga cola sinuosamente a su medio alrededor.
--Te han dejado solo... Pero ya llegarán y te abrirán la puerta... Hay puertas que se abren, puedes creerme. Puedes también creerme que otras puertas no se abren jamás.
El gato mayó otra desvaída queja, sin moverse. María López se quedó quieta y no hizo más preguntas.
Pasó una racha de aire y las hojas susurraron una protesta soñolienta. Los focos cabecearon, moviéndose la luz hasta de nuevo lentamente inmovilizarse. En un alambre de la corriente eléctrica una tira de papel --restos tal vez de un volantín-- siguió un largo rato cosquilleando el silencio. Lejana, lejana se elevó una alarma de perros que se disolvió en la nada. Un gallo trasnochado cantó una falsa amanecida.


"...Pero debo seguir contándoles mi historia. Tal vez para innumerables María Nadie la vida signifique una aceptación, un estirar la mano y recibir lo que en la palma vaya depositando el destino. Yo no acepté eso primordial que es la familia. Creí que la independencia me daría el derecho a elegir el grupo humano que me rodearía. Tendría amigas, amigos. Puede que tuviera un amor.
"¿También quieren ustedes conocer esto? Bueno. Bueno. La soledad en los comienzos, cuando tanto se la ambicionó, es como un aire delgado para pulmones enfermos. Una desesperada ansia de respirarla, de vivir en ella a ventanas abiertas, de sentir cómo por instantes ese aire va rehaciendo células, creando nuevos perfiles, dando a la piel una tersura frutal y a la sangre un ritmo de reconcentrado gozo. Se es feliz animalmente. Porque se logró esa provincia ilimitada para morar en ella libremente.
"Ya les he dicho que cuesta sobrellevar la soledad. Porque a la primera embriaguez de ese aire purísimo sigue el despertar en su helada condición intrínseca. Ni siquiera el Dios de los cielos fue capaz de existir en ella y creó el mundo para su compañía. ¿Cómo María Nadie, en la gran ciudad, podía sobrevivir en el aislamiento?
"Me dirán que María Nadie quiso esa vida. Pero piensen ustedes que su soledad era media soledad, porque ella, la empleada de teléfonos, tiene media vida complicada de deberes, de horarios, de frases repetidas, de números, de esas cifras que se multiplican, del uno al cero, danzando frenéticamente, nunca en el mismo sitio, descomponiendo guarismos en una demoníaca agobiadora danza.
"Entonces hablemos de la otra, de la auténtica media vida de soledad. Aunque tal vez no valga la pena relatarla, tan monótona: hecha de pequeños menesteres caseros, de gestos que por repetidos llegan a parecer, no éste de ahora, sino el de ayer, sin sentido, automatismo que lentamente mella la posibilidad de lo inesperado. Los deseos se desvanecen, las aspiraciones se aquietan.
"Conscientemente le quedan a María Nadie dos boquerones por donde evadirse: la música y la lectura. Y subconscientemente, profundo y dramático, el imperativo del amor.
"Llámese amistad o tenga el tremendo nombre de la pasión.
"Hay destinos de los cuales uno logra evadirse. Yo pude librarme de mi familia. Junto a esa familia viví trabajada por la angustia de juzgarlos y de no estimarlos. De no sentirme en ningún momento ligada a ella. Me evadí de mi familia. Tuve una situación independiente, un haber material que lindaba al correr de los años con la holgura para quien, como yo, no abriga grandes ambiciones. ¡Perdonen! Ya esto se lo había contado. Se lo había dicho antes.
"Empecé a convencerme de que existía un destino ineludible para mí, y era mi imposibilidad de conseguir amigos, fueran ellos hombres o mujeres. Amigos como yo los entendía: seres inteligentes y bondadosos, capaces de darse enteros. Yo seguía viendo la doble faz de las gentes, analizando, pesando, deduciendo, esperando, a veces estremecida, llena de ilusiones ante un ser que me parecía "ése", el que esperaba, lista para intercambiar con él --hombre o mujer-- toda mi ternura, mi abnegación, mi conocimiento, mi mínimo caudal de cultura tan trabajosamente conseguido. Y con el anhelo de la espera, del momento en que ese otro ser se volvería a mí, dando la respuesta a no sé qué pregunta que jamás formulé, siempre el hecho se repitió, calcado uno en otro, como se calcaban los hechos cotidianos en el hogar y en la oficina: las mujeres ni siquiera adivinaban mi ansia y los hombres tan sólo alargaban la mano en busca de mi cuerpo.
"Yo vivía en parte desmaterializada en la música. Pero vivía también en los hechos que la lectura entrega, amalgamada con cuanta pasión puede agitar al ser humano: de la más celestial a la más abyecta. Nada me era extraño. Todo podía vivir en mi comprensión, pero al propio tiempo quedaba al margen de todo, a un costado, mirando, entendiendo, doliente, gozosa, admirada, repelida, capaz de la identificación, pero sin perder jamás mi noción de ser una simple lectora. Como un cuerpo de cristal que se sume en agua, se extrae, se orea y vuelve a su condición primera. Esa terminó por ser mi verdadera vida, mi media vida de soledad, cuando me convencí de que la soledad cordial era para mí definitiva.
"Desde chiquita me habían dicho linda. Más crecida me dijeron irte: interesante. Siempre he tenido la convicción de que físicamente soy una mujer que pasaría inadvertida si no fuera por el color del pelo. Nunca me ocupé de mi persona sino para darle un tratamiento que la hiciera are soportable. Los trajes no tuvieron nunca otro sentido que el muy necesario y modesto de cubrirme. Los adornos no existían para mí. Y nada digo de pinturas...
"Nunca sentí el deseo. Eso que se llama "deseo". Esa vaga o imperiosa urgencia que hace presente el sexo.
"Viví mi vida de independencia, batallando por vivirla en paz, o seas limitando mis aspiraciones tan sólo a lo que me daba mi media vida solitaria.
"Batallando. ¡Qué ironía! Y sin lograrlo..."


Sorpresivamente el gato levantó la cabeza y mayó una nueva pregunta inarticulada.
--Sí, ten paciencia. Ya llegarán tus gentes --contestó al punto.


"... A veces la soledad pesa. Es como un molde que se va ciñendo al propio cuerpo hasta oprimirlo. Hay algo que duele adentro y los músculos envarados no se atreven a un movimiento que delataría su torpeza. Son sensaciones que duran menos que un segundo, pero que dejan la horrible frialdad del vértigo en el pecho y en el corazón un aletear de pájara caído. Entonces se busca alguien alrededor, alguien para alargarle la mano, temerosa de no lograr el movimiento y hallar en la otra palma una certeza de calor vital, una especie de cuenco en que acurrucarse. Esa soledad de pozo húmedo que nos despierta a media noche con el pavor de estar efectivamente en lo hondo de un pozo, desesperadamente mirando arriba el punto de salida inalcanzable. Esa soledad en que empiezan a caer las palabras dichas por una misma a media voz para espantar el intolerable silencio de las horas, que morosos relojes no terminan de enviar nunca al pasado. Ese deseo que asalta y empuja a no hacer siempre lo mismo, a no calcar hoy el gesto que se hizo ayer.
"Pesa la soledad en que un día cualquiera se filtra la miseria física, El que me duele, y no tengo quién me acompañe; el que padezco sed y que la sed de la fiebre me quema, y que nadie me da un vaso de agua, y que la soledad es buena para morir, y que podrida me encontrarán cuando el hedor salga por debajo de la puerta y el mayordomo avise a la policía. Y que nadie se afligirá mucho, y en lejanos pueblos los parientes dirán: "Murió en su ley". Y. --¡ay!-- que cuándo amanecerá, y barra la luz la angustia que teje el desvelo, y que ya estoy mejor, pero que no puedo levantarme y que tendré que avisar a la oficina, y que si aviso yo misma, no creerán lo mal que estoy. ¿Quién podrá avisar entonces? Llamaré a la mujer del portero, y que no me atrevo a hacerlo, no le gusta que la molesten con recados, y si no la llamo, ¿a quién llamo? ¡Ay, Dios! ¡Vivir sola y en paz!"


"No sé si me entienden ustedes, gentes del pueblo, esta deshilvanada historia; tal vez la entiendas tú más que ellos, gatito paciente, buenito como eres, sosegado a la puerta de la casa, esperando que tus patrones regresen, y que sin saberlo has ayudado a una mujer, a una pobre mujer que se creyó más fuerte que la soledad. --El gato levantó la cabeza, mirándola. María López se dijo aún--: Tan absurdo todo. Tan mezclado. Tan no pudiendo a veces separar lo que fue de lo que queríamos que fuera. Pero fue "eso", y "eso" fue "así". Pasó "así". ¿Cómo? Me lo pregunto siempre. Voy a tratar de contarlo como historia ajena. Puede que así vea más ordenada y claramente los hechos."


"...Un día cualquiera, María Nadie tiene que ir a una fiesta. Se casa el jefe de sección y hay que despedirlo de su vida de soltero, darle una comida, ofrecerle un regalo. Hay que asistir. Es el jefe. Claro.
"María Nadie no tiene el hábito de esa bulliciosa compañía. Hay que reunirse, viajar en un enorme colectivo para llegar a una quinta en los alrededores de la capital; llamarse, gritar, ocupar asiento, dar vuelta la cabeza, sofocarse porque alguien no llega, ponerse en pie. Hablar. Reír. Chillar. Hablar de todo, de la fiesta, del novio, del regalo, del tiempo, de lo linda que es la novia. "¿A usted le parece?" Hay que lanzar frases al viento que se desarrolla en rachas, serpentinas cosquilleando sobre el cuello, revolviendo la melena, enfriando las mejillas que arden de un entusiasmo porque sí.
"Ella, María Nadie, está un poco perdida en esa baraúnda. Sin hallar su ritmo, previendo, desolada, unas horas de violencia, de tener que forzarse para ponerse a tono con el ambiente. Al fin se dice: "Qué me importa a mí. Tuve que venir y vine. Que me aguanten como soy".
"El enorme auto está casi completo. Solamente atrás quedan unos asientos vacíos que nadie quiere ocupar. Dos grandes manos calientes se posan sobre sus hombros y una voz dice reidora:
"--A la princesa nórdica me la rapto yo...
"María Nadie protesta, levantando la cara para ver al hombre que está de pie en el pasillo, a su espalda, y encuentra unos ojos joviales, una cara de perfil duro, con la mandíbula acusada, y, sin embargo, el conjunto se aliviana, se hace casi tierno por la expresión de la boca, que, aun seria, parece sonreír en sus comisuras, y por los ojos vivaces, inteligentes, que al reír se vuelven un trazo alargado en que esplende la piedra marrón del iris. Las manos siguen sobre sus hombros.
"Ahí nace la tremenda historia de su instantáneo amor.
"Algo ha dejado de ser en ella. Su voluntad. Se alza. Va hasta el fondo del coche, se instala junto al hombre. Es alto y fuerte, justo su cabeza de ella alcanza su pecho; reclinada allí podría oírle el corazón poderoso. ¡Tac! ¡Tac! Es su propio corazón el que late no sólo en su propio pecho, sino en sus sienes, aturdiéndola.
"Siente las manos frías y sabe que tiene la cara roja porque le arde. El hombre --es algo más que joven, menor que ella, desde luego--, el hombre pregunta siempre desde arriba, porque si bien está ahora sentado, ni estirándose lo más posible alcanzaría ella a reclinar su cabeza en el hombro atlético.
"Pregunta algo. Dice cosas. La obliga a contestar. Ocupa casi todo el doble asiento. Ella se acurruca contra la carrocería, buscando dejarle holgura. El ríe. Y ella empieza a sentir que está adherida a una cadera dura de huesos. Porque ese gigantón no es un fardo de carne. Parece un joven dios. Se lo diría hecho para vivir en un estadio, desnudo al sol, con la jabalina o el disco, o saliendo del agua como un bronce emergiendo de una fuente.
"Después nada tiene sentido. Se ríe. Se habla. El auto parte por calles semiurbanas, entre árboles que forman túneles de sombra perfumada, en busca de la quinta en una altura. Arriba hay miríadas de estrellas de palpitante plata azulenca. Croan las ranas. El olor a humo de las quemazones vespertinas da cabal contorno a la presencia del campo y su vivir sencillo. Una voz canta. Las otras voces se le unen en el coro popular. Ella está ahí, perdida en ese mundo desconocido, adherida a esa cadera cuya presencia hace a veces más insistente un vaivén del coche.
"Se llega. ¿Dónde? Tal vez a la felicidad, porque esa maravillosa sensación de reposo sólo puede existir en el país de la dicha.
"Las grandes manos la bajan. Camina junto a él, chiquita y delgada, elástica. La guía. Es como dejarse llevar por el destino que al fin tiene para ella un rostro. No sabe qué nombre tiene. No importa. Se deja llevar. La instala junto a él. Conversan. Comen. Oyen conceptuosos discursos. Brindan. Conversan. Bailan. Ella protesta. No sabe bailar. "¡Tonterías!" Él asegura que sí sabe. Y baila, llevada por el joven dios que tiene el ritmo sincopado metido en el cuerpo como un demonio alegre. Pasean por el parque. Llegan a la terraza. Se acodan a la balaustrada y miran abajo la ciudad enorme, punteada de luces. El coro canta más allá de los árboles, en el corredor de la casa. Acá están sólo el susurro de las hojas y el fino removerse de los insectos y, a veces, el espectral vuelo de un ave nocturna.
"Ella no es nada. Ni siquiera es ese alguien a quien después llamarán María Nadie. Es algo sin nombre, parte del universo, compenetrada con el oculto sentido de las cosas, perdida en el abrazo del hombre, diluida en la fugacidad de su beso, apenas estampado en su sien.
"--Chiquita --dice él--, pareces tan chiquita que me das un poco de susto.
"Ella sólo sabe alzarse un tanto para alcanzar su hombro.
"Vuelven. Están todos cansados, casi silenciosos. El auto se desliza cuesta abajo, llegando rápidamente a la ciudad. La sombra en la alta noche se hace cómplice para el embotamiento. Está cansada, más que nadie tal vez, gozosamente cansada. No desea otra cosa que seguir así, con la cabeza apoyada en el brazo del hombre que cruza su espalda y vuelca la mano sobre su cintura, mano que a veces sube y lentamente acaricia su pequeño pecho y baja de nuevo a colocarse sobre su cintura. Una mano ancha, caliente. A veces la boca del hombre llega hasta su sien y besa dulcemente el ángulo de su ojo, pasa una dulce lengua sobre las pestañas estremecidas. Luego vuelve a la inmovilidad. Y el camino desciende, entra en las calles, semiurbanas, se desliza por el asfalto de las grandes avenidas y a los pocos minutos está en el centro, frente a la oficina de teléfonos, impecablemente junto al cordón de la vereda, dando término a este viaje al absurdo.
"Él la acompaña. ¿Vive lejos? No importa. Un taxi los lleva. A la puerta de la casa, él pregunta:
"--¿Puedo subir? Me gustaría que me dieras una taza de café. ¿Puedo?
"Suben. El pequeño departamento no se sorprende con la presencia inesperada. Todo tiene un aire natural, de inveterada costumbre. El hombre trajina en la cocinilla minúscula, besa sus cabellos, bebe café, enciende un cigarrillo, la besa. Su gran mano ha encontrado, de nuevo cruzando un brazo sobre su espalda, el camino de su pequeño pecho; la boca halla el ángulo de los ojos, de uno, del otro; la boca reidora dice cosas sin sentido, palabras deshilvanadas; habla como sigilosamente al oído de un enfermo, de un inanimado al cual hay que dar esperanza; habla con un sonsonete adormecedor. La mano sigue, prolija, acariciando el pequeño pecho. Ella deja que todo pase. Cuando conoce su boca la violencia de esos labios apretados a los suyos y su lengua el sabor de la pulpa enervante de esa otra lengua, entonces sí, que sabe que lo demás va a pasar, que es inevitable, que ella dejará que pase, porque ¿cómo va a contrarrestar la tumultuosa y al propio tiempo embriagadora marea que corre por su sangre y asorda toda razón? ¿Cómo?
"Está desnuda tendida bajo ropas revueltas. Siente en el baño el caer de la lluvia. Tiene tan sólo dos certezas: que está desnuda en su cama, de espaldas, cubierta de heterogéneas prendas, y que en la ducha alguien se baña silbando un baile cadencioso de trópico. Ella regresa del caos y dificultosamente empieza a reconocer lo cotidiana. Esa es su pieza, ése es su baño, ésa es su cocinilla. Esta es ella misma, esta mujer desnuda donde el amor y todo lo que implica carnalmente han hecho su trabajo y el que está ahí bajo el agua, silbando, es un hombre, el que ha misteriosamente trabajado en ella para revelarle cuánta vibración de íntimo gozo puede lograr la pareja humana. Adán y Eva en los primeros días del paraíso.
"Aparece en la puerta y es tan grande que casi alcanza su dintel. Se abrocha el cuello de la camisa, alzando la barbilla, lo que muestra en toda su dureza la arista de la mandíbula. Entonces repara ella que esa barbilla es cuadrada y una cicatriz, marca en el medio una hendidura. Con la cabeza así, en escorzo, sus ojos la están mirando, entre risueños y burlones. Entonces oye lo inesperado:
"--Creo que he hecho una gran burrada... Pero ¿cómo me iba a imaginar que usted, tan chiquita y tan bonita, iba a estar así de enterita?.... --Se ríe y llega hasta la cama, sentándose para alargar su gran mano, ponerla abierta sobre su plexo y sacudirla como si fuera un animalito regalón--. Mírenla a la pollita, igual a la de la canción... --y bruscamente serio--: Váyase al baño: no sea cochina.
"¿Es que ya tiene que empezar a ver la contrafaz de la dicha? ¿Es que ya está fuera de la puerta del paraíso, con un amenazante índice que le señala el camino del sufrimiento?
"--Vaya a lavarse --insiste él--. Yo me voy. Creo que casi sería mejor que me fuera a tomar desayuno por ahí y leyendo el diario esperara la hora de la oficina. No vale la pena que vuelva a casa --la mira reflexivamente--. Eres una chiquita bien mala de la cabeza. Y yo me dejé engañar como un chino por usted, princesa de los países nórdicos. La verdad es que mereces unos buenos azotes. ¿A que te los doy a poto lado?
"La sacude riendo. Y se inclina por fin para besarla sobre los párpados que, no quieren abrirse, sobre la boca que no quiere decir nada. La besa con algo que linda pero no es la ternura, y dice con la expresión habitual, entre seria y burlesca:
"--Nada te puedo decir, chiquita, pero creo que volveré... Hasta pronto.
"Cuando ya está en la puerta se vuelve y dice:
"--Chiquita. Yo sé cómo te llamas. Pero es conveniente que sepas cómo me llamo yo. Mi nombre es Gabriel Arcángel, pero en cuanto pude me deshice de la compañía celestial. Y mi papá es Menotti, el italiano de los vidrios, ¿sabes? Y además soy ese ser ridículo al cual su mamá llama Lito... Hasta luego otra vez.
"Y se va.
"Se va. María Nadie sabe, como si estuviera leyendo sus pensamientos, que va entre confuso y contento, porque su programa le resultó esta noche "una chiquita entera". Y está ahí, sin atinar a movimiento alguno, como trizados los huesos, empavorecida, buscándose a sí misma, antes que nada palpando qué queda de su cuerpo con una mano temblorosa que pretende hallar los labios maduros de besos. Mano que no alcanza a llegar a su boca, porque la relaja la certidumbre, algo que se le presenta como una futura actitud permanente: la espera. Porque desde que el hombre ha desaparecido por la puerta, comienza María Nadie a esperar su regreso.
"Entra. Sale. La oficina, el trabajo frente a la mesa conmutadora, se hacen insoportables. Tiene la sensación de un desdoblamiento: la telefonista que contesta por reflejos lo que debe contestar y la mujer atenta al reloj, exasperada por la lentitud con que se mueve el minutero, exacerbada por el deseo de retornar a su hogar y a la servidumbre de la espera."


"...Pero no puedo seguir contando para ustedes esta historia como si fuera la historia de otra, de una María Nadie que no fuera yo, María López. La he sentido demasiado en la sangre para poder desprenderme de ella. La siento, demasiado en la sangre para lograr considerarla ajena..."


"...Mis días de entonces no tienen otro sentido: esperar. El método en mi departamento, las horas de levantarse, de comer, de dormir, el día que se lava, el que se plancha, los domingos ociosos, las idas a los conciertos, al cine, las largas horas de lectura en la biblioteca, las caminatas interminables bajo los árboles teñidos de los múltiples tonos que con-sigo traen las estaciones, nada de eso existe. Yo soy nada más que una mujer que espera.
"Llega él a cualquier hora, reidor, cargado de paquetes, levantándome en vilo y echándome de espaldas en la cama para poner su gran mano sobre mi plexo y jugar conmigo, sacudiéndome como quien juega con un cachorro. Cuando se ha cansado de jugar me suelta y empieza a trajinar, desenvolviendo cosas absurdas que contempla con una alegría de chiquillo extasiado ante sus zapatos nuevos. Lo primero que ha traído es el banderín de su club. La habitación tiene un aire de bazar, atestada de los infinitos regalos, que él admira, que jamás ha puesto en duda que me parecen maravillosos y me hacen feliz.
"Dice en esos momentos tan dichosamente: "Mire lo que le compré, princesa", que no me atrevo a pedirle que se lleve esos pequeños horrores. Puede haber venido en la mañana a hacerme el desayuno --y en verdad no ha venido sino a eso--, apurado, mirando el reloj de reojo; rezongando contra el mechero de gas que no hace hervir pronto el agua, juguetón y disparatado, para volver al medio día, asomando la cabeza, y preguntar si el café no tenía veneno para los ratones e irse, para regresar en el atardecer como un enloquecido amante. O puede estarse días de días sin que sepa yo nada de él. Como si no existiera. Jamás me hubiera atrevido a llamarlo a su oficina y menos a su casa. ¿Qué pasaba? La imaginación tejía horribles accidentes, enfermedades, y, más que nada tejía la historia de la aventura que para el hombre dejó de tener interés y pasó a reunirse en lo profundo de la memoria con otras aventuras igualmente olvidadas.
"La primera vez que quise pedirle que nuestras entrevistas tuvieran un ritmo, una hora prefijada, me miró sorprendido para decirme que "eso nunca". Lo maravilloso para él era lo inesperado, el seguir sencillamente su impulso. Así él venía porque sí, porque quería verme, porque sentía la necesidad de mi presencia. Lo otro era la cochina costumbre que mella todos los placeres.
"Quise explicarle lo que era mi vida de espera. Pareció más sorprendido aún. No, no, eso sí que no. Yo debía hacer mi vida como siempre, ir donde buenamente me placiera. Si me agradaba la monserga de los conciertos, que fuera. Si me gustaba el olor a pipí de gato de la biblioteca, que fuera. Yo debía seguir mi impulso. Y si él venía a casa y no me hallaba, ¡para otra vez sería! ¡Y todos contentos!
"¿Qué hacía? ¿Cómo vivía? ¿Cuál era la verdad del sentimiento que lo apegaba a mí? No lo supe ni intenté saberlo. Cuando volvía de sus ausencias, solía decirme:
"Chiquita, he pasado unos días regios".
"A veces venía tostado de sol. Alguna vaga alusión hacía a la montaña o al mar. Al ardor del sol de altitud o a lo salobre de las olas que mis sentidos exasperados rastreaban en su piel. Era curiosa su manera de no hablar nunca de sí mismo, hablando todo el tiempo, contando esto y lo otro de los demás, de los compañeros de equipo deportivo, de las gentes de su club, de sus amigos. Todos para mí desconocidos. Jamás hizo una nueva referencia sobre su familia. Nunca a su propia actividad. Ni me dijo que me quería. Llegaba. Se iba. Bullangueaba por el departamento. Revolvía todo. Hacía sus arreglos decorativos con las nuevas cosas que traía. Reía maliciosamente diciendo que la pieza parecía un árbol de Pascua.
"Yo lo adoraba. Mis días seguían siendo sólo la espera de su presencia.
"Alguna vez le pregunté precauciosa qué significaba para él. Me miraba sorprendido, en escorzo la cabeza, presentando el filo de su mandíbula, y a su vez me preguntaba riendo si quería una declaración en confidente o con música de ópera. Nunca me dijo nada que revelara un sentimiento amoroso. Yo era "la chiquita", "la princesa, nórdica", "la pollita que quiso casarse", y ahí terminaba todo.
"No estaba sola y no tenía paz.
"La portera me había advertido entre seria y tímida que a la propietaria no le gustaba que los inquilinos "recibieran tanta visita". Trabajaba mal, no lograba concentrarme para retener los números, me dolía la cabeza constantemente y tenía en el plexo una sensación de vacío. Si venía Gabriel de mañana o al mediodía, estaba pendiente del reloj, calculando el último minuto para decirle que debía irme. Demoraba las horas de comida esperándolo. No me acostaba hasta que la raya del amanecer en la ventana me convencía de que era imposible que viniera, y cuando estaba al borde del sueño, despertaba bruscamente porque sentía su llave en la cerradura y efectivamente llegaba, contento, de alguna fiesta --me lo decía su traje de etiqueta--, trayendo caramelos, un marrón glacé, un dulce que solemnemente depositaba en mi mano, asegurándome que le había costado mucho robarlo para mí. Y se iba o no se iba. Yo tenía los nervios rotos, con la falta de sueño, de descanso, con la tensión, con el trabajo, con la pregunta de dónde estará que no viene, y que está aquí y debo irme, y que ha llegado, y que si lo habrá visto alguien llegar, y que se ha ido, y que si alguien se habrá cruzado con él, y que dónde echará las horas que no está conmigo, y. que si en verdad yo soy tan sólo la comodidad de una mujer enamorada que se aviene a todo, y que si en su vida habrá otra mujer, otras mujeres a cuya casa también llega sonriente y un tantito burlesco, cargado de pequeños paquetes, cosas absurdas: muñecos, chiches, abanicos, banderines, bombones; estampas, papeleras, lápices, muñecas, postales, animalitos de cristal y más muñecos y bombones y cositas chiquitas, enternecedoras, porque significan la preocupación de comprar algo que ofrecer y al propio tiempo testimonian el absoluto desconocimiento que tiene de mis gustos... ¿También esas otras posibles mujeres juzgarían así sus regalos? ¿También?
"¿Por qué su aventura conmigo no podía ser una entre muchas?
"¿Cómo era su contrafaz? Viéndolo tan cabalmente no lograba descubrirla.
"Ya ven ustedes que el no estar sola tampoco me dio la paz..."


"...Y no crean que aquí en el pueblo he permanecido callada, aislada, por considerar que nadie podía ser mi interlocutor ni mi amigo. No. Siempre fui callada. Mi hábito en la soledad fue siempre conversar conmigo misma, pero no tan sólo como hablando para mí, sino que hablando para los demás. Como lo estoy haciendo ahora para ustedes, que tanto interés tienen por conocer mi vida... A veces me hago el firme propósito de decir esto, o lo otro, a Fulano o a Mengano. Es imperioso que lo haga para aclarar una duda, para dar una explicación. Para nada. Para hablar solamente. No lo logro. No lo logro porque todo eso que me propongo decir me lo digo a mí misma, no a mí misma, se lo dirijo en imaginación al que está destinado. Hago preguntas, arguyo, explico. Igual que estoy haciendo ahora con ustedes. Comprendo que no es éste el camino para acercarse a las gentes. Que debo hablar. Pero no puedo. Es imposible. La voz se me anuda en la garganta, y si algo digo, es lo trivial, lo que nada significa ni se relaciona con lo que quería decir. Debe ser un fenómeno psíquico. Porque lo sorprendente es que después de estos monólogos dirigidos a tal o cual persona quedo convencida de que se lo he dicho y mi sorpresa es dar con la realidad de mi silencio.
"Tal vez, cuando llegué a este pueblo, debí hablar con ustedes. Con usted, misiá Melecia, que en forma tan agresiva me recibió. Pudieron mis palabras haberla desarmado. Pero nada dije. Y apenas si dije algo a la Liduvina, algo, aunque nada que le diera un poquito de mí misma. Los niños, Cacho y. Conejo, fueron mis adorables compañeros en un recinto de cuento. Ellos me aceptaban como salida de un sombrero de prestidigitador, sin pasado, sin porvenir, y por eso fueron mi parcela de felicidad."


"En ensayar lo que iba a decir a Gabriel se me iban las horas. Porque debo decirle esto y él me contestará lo otro, y al fin podré estar en paz y saber lo que piensa y lo que hace. Llegaba. Y como ya se lo había dicho todo in mente, me ponía absurdamente a esperar que me diera su respuesta. El me tomaba en vilo alegremente, me echaba en la cama, jugaba conmigo como con un animalito nuevo, sacaba del bolsillo un paquete con otro regalo absurdo, se acostaba o no se acostaba conmigo.
"A veces me sorprendía encogida, temerosa de que sus manos grandotas dieran zarpazos sobre mí destruyéndome. O que sus besos, cuando encontraba sus dientes, se convirtieran en dentelladas feroces.
"Una vez me miró sostenidamente y al fin me preguntó si no me sentía mal. Me hallaba mala cara, ojerosa. Aseguré que estaba bien, un poco cansada tal vez, que posiblemente no dormía bastante. El siguió mirándome.
"--Está flaca, princesa. No me gusta la cara que tiene. ¿Por qué no se toma un descanso y se va a la playa?
"Me eché a reír. Las idas a la playa no estaban al alcance de mi presupuesto. Se lo dije. Pareció muy sorprendido y molesto.
"Fue la primera vez que lo vi enojado. Quiso darme dineros para que me fuera a la costa. No lo acepté. Insistió. El lo tenía, le sobraba; papá Menotti era generoso con sus bambinos, a más de lo que él ganaba eh estudio. ¿Qué estudio? Con sus otros hermanos. ¿Qué hermana? Y era una vergüenza que él no me ayudara a vivir. Pero la verdad es que nunca se le había ocurrido que podía necesitar alguna cosa. Tenía, debía aceptar que él me hiciera ese regalillo de nada y me fuera a orear. Los tritones iban a creer que había una nueva sirenita...
"Ni con bromas ni sin bromas acepté nada. Se fue furioso dando un portazo. Tardó en volver una semana de infierno para mi angustia. Dijo entonces:
"--Te vas a ir al mar, pelo de choclo, tonta rematada.
"Yo contestaba que no con la cabeza.
" --Entonces vas a ir a vera un médico. Tienes una cara de bruja que da miedo...
"--No tengo nada.
"--Tienes.
"Se fue con otro portazo.
"Cuando volvió, después de unos días de sentir que realmente me moría, despavorida por la certeza de un embarazo y por lo largo de su ausencia, tuvimos la más violenta de las explicaciones..."


El gato se alzó, echó atrás el cuerpo estirando las patitas delanteras, flexó las traseras y repitió igual ejercicio, alternando la flexión. Bostezó luego. Y miró a la mujer mallando otra pregunta breve.
María López le acarició el lomo. El gata avanzó lentamente hasta llegar a su regazo y ronroneando acomodarse en él. Trató ella de ayudarlo, y entonces se dio cuenta de que era una gata, con una gran panza anunciando la maternidad próxima. La acarició lentamente, enternecida, tocó las tetitas en que ya parecía apuntar la leche, rascó las orejas. El animal, cuando su mano se quedaba inmóvil, levantaba la cabeza y avanzaba una pata arañando suavemente su falda, ronroneante y abriendo apenas el hocico para modular nuevos pequeños mayidos interrogantes.


"...Tal vez esta parte de mi historia la entiendas tú mejor que nadie, aunque sólo seas una gatita. Desde el primer momento el hombre, el joven dios, no ya sonriente ni burlesco, advirtió que bien había él sospechado eso, que era lo que tenía que pasar, que eso era fatal dada mi absoluta despreocupación y que sin perder más tiempo había que ir donde el médico, que era un amigo suyo y que en un momento ,todo eso quedaría en nada. En nada, ¿qué?
"Yo quería mi hijo. Lo quería. Tal vez desde siempre lo que obscuramente quería era eso: un hijo. Compañía para mi soledad, ¿y paz? No importaba. Nada importaba. Obscuramente en mis entrañas se estaba formando lo que sería mi hijo. Mi tremenda angustia, el malestar constante, lo que tendría que decir, lo que la vida tendría también para mí de duro después, lo porvenir, se diluía en una especie de muelle niebla en que las palabras se deshacían perdiendo sentido.
"Gritó él. Grité yo. Una violencia se opuso a la otra.
"--Quiero mi hijo.
"--Estás loca.
" --Quiero mi hijo y nadie me obligará a que lo pierda.
"--Te voy a obligar yo, aunque sea llevándote a la rastra donde el médico.
"--No quiero.
"--Pero ¿qué vas a hacer con un hijo? ¿Vas a ir a la oficina con el hijo al apa? Y mientras nazca, ¿qué vas a hacer? ¿Pasearte por las calles luciendo la panza?
"Eran como golpes sobre mi cabeza. Nunca me dolió tanto. Los sentía dar contra mí. ¿Pero es que el hijo no era también suyo? ¿Nada decía a sus sentimientos la criatura por venir?
"--Cuando tenga un hijo, tendré un hijo legítimo, no un hijo guacho --remachó él.
"--Mi hijo entonces será mío, nada más.
"--Déjate de majaderías. ¿Qué le vas a decir a tu hijo cuando sea grande y te pregunte por qué lo has traído al mundo con una situación irregular? ¿Le vas a decir que porque querías tener un hijo, egoístamente, para jugar a la gran mujer independiente o porque te parecía mejor jugar con él que ir a los conciertos o a las bibliotecas? No, hija. Hay que tener sensatez y hacer las cosas como se debe.
"--Quiero mi hijo.
"--Lo que quieres es amarrarme a mí. Eso es lo que quieres, ¿entiendes? Pero a mí nadie me amarra a la fuerza. Ni tú ni un hijo. No quiero amarras. ¿Entiendes? No quiero amarras. Ninguna. Y menos que de nadie de ti. Anda. Vístete. Voy a llamar por teléfono a mi amigo y a las ocho te vengo a buscar.
"A las ocho, cuando volvió, yo no estaba. Y cuando llegué al amanecer, rota de andar cuadras de cuadras en una especie de automatismo, deslizándome por la sombra de calles desconocidas como una alimaña que huye de reiterados cepos, lo hallé sentado en mi cama, duro y ceñudo. Me agarró violentamente, puso su gran mano sobre mi plexo, me volcó en la cama, y, con el mismo automatismo con que había andado cuadras de cuadras, una vez más fui su mujer.
"--Bruja loca --lo sentía gruñir entre suspiros--, bruja loca.
"Cuando se hubo ido, me desangré en una hemorragia. Tuve tal miedo de morir sin volver a verlo, que por primera vez lo llamé por teléfono. Vino. Trajo a su amigo médico. Me llevaron quemada por la fiebre a una clínica. Me hicieron un raspaje. Pasé allí días solitarios en una pequeña habitación sobre un jardín, sin ruidos, rodeada de una solicitud aséptica. Renacía lentamente. La oficina. El departamento. Gabriel. Todo se me aparecía lejos, borroso, en un fondo cónico, círculo estrecho al cuál yo misma me asomaba desde el punto que era la habitación de paredes desnudas, con una simple cama de metal y una mesilla de luz y otra mesa articulada que ponía a mi alcance los alimentos. Unas discretas enfermeras me manejaban como a un niño, unos médicos aparecían para mirar el gráfico de mi temperatura, el amigo médico de Gabriel llegaba bonachón y grandote como él, haciendo las mismas preguntas que antes habían hecho sus ayudantes.
"Gabriel no vino nunca..."

"...Me esperaba en la casa el día que regresé. Con los ojos muy sonrientes y un si es no es burlesco, tendidas sus grandes manos para buscar mi cuerpo.
"Pero yo era otra mujer. Que no estaba ya al arbitrio de su deseo.
"--Vas a dejar ahí la llave del departamento y te vas a ir para no volver más. No quiero verte más. Eso es todo. Y te doy las gracias por haber pagado la clínica. Puede que con el tiempo te devuelva ese dinero. Por ahora sólo puedo darte las gracias.
"Quiso hacer el juego de siempre. Poner su gran mano en mi plexo. Le dije que si me tocaba, gritaba. Algo vio en mí de tan resuelto que también seriamente dijo:
"--Si es tu gusto --y desprendió la llave del aro en que estaba con otras, dejándola sobre la cómoda.
"Se volvió para salir. ¿Así iba a terminar todo? Lo vi girar lentamente la cabeza hasta mirarme.
"--Es lástima --dijo-. Lo pasábamos bien. Si algún día quieres, me llamas. Creo que no me llamarás. Pero no esperes que lo haga yo. Eres tú la que me echa. Eres tú la que me tienes que llamar. Te lo digo seriamente... --Y se fue..."


"...Para que yo cayera de nuevo en la soledad y en la desesperación.
"Batallando conmigo misma. Acuciada por el punzante deseo de verlo. Llamándolo en largos, desgarradores monólogos; viviendo como ausente, confiada en que volvería, en que alguna vez lo vería entrar como antes a cualquier hora, cargado con sus inútiles regalos, llenando la pieza con su presencia, jugando conmigo como si fuera uno de los gatitos que tú vas a tener, gatita guatona...
"Riente y burlesco: "Usted ¿quién es? ¿Un granito de maíz que se es-capó del choclo con todo el pelo de su mamá?" ¿Se pueden decir esas palabras maravillosas y manidas cuando no nacen de una auténtica ternura? ¿No es ése el verdadero lenguaje que el amor habló siempre puerilmente? No. No significa nada si lo dice esta boca de labios voluntariosos. Nada. Dice él eso porque sí, inconsciente de los ecos que levanta, buscando su placer, jugando con la muñeca nórdica, con la princesa chiquita; chiquita, al igual que ahora jugará con otra, diciéndole las mismas palabras con igual expresión en los ojos y en las comisuras de lo labios.
"Conocí el círculo peor del infierno: el de los celos.
"¿Cómo continuaba desarrollándose su vida? ¿Qué otra mujer era ahora la suya? Si es que alguna vez había sido yo "su mujer" y no "una de sus mujeres". No era hombre para vivir sin mujer. Y, además, ¿qué sentimientos lo ataban a mí para obligarlo a la fidelidad? Una mujer como yo, nunca para él había sido otra cosa que una alegre costumbre, una facilidad, el hecho sin responsabilidades.
"¿Qué era peor? ¿Vivir junto a él, esperando su presencia, atada por mil sutiles sentimientos de todo orden a su persona, queriéndolo, deseándolo, pendiente de que llegara o no llegara, llenas las horas --el sueño y la vigilia-- de encontradas sensaciones, a vivir como vivía caída de nuevo en la soledad que me parecía abyecta por egoísta y más que nunca ajena a la paz?
"Volver a él era condenarme para siempre a la espera, a la zozobra; vivir en el sobresalto de lo que está después de la posesión, macerada por pavor de un nuevo embarazo. Era condenarme a la servidumbre de un amor en que no había siquiera una remota posibilidad de correspondencia.
"¡Pero también condenarme a la soledad! A esta soledad sin nada para realzarla, como sorda, ahora mía.
"Fue cuando el jefe de la oficina me ofreció venirme con un ascenso a este pueblo, a Colloco. Acepté. Era poner entre él y yo una distancia que me aseguraba a mí misma la imposibilidad física, geográfica, de acercarnos.
"Y me vine al pueblo creyendo que en esta lejanía, rodeada de gentes sencillas, pacíficas, bondadosas, iba a volver a encontrar la entereza para arrastrar la soledad en paz..."


"Y ya ves tú, gatita, lo que ha acontecido. Unas pasiones enloquecidas me han rodeado. Desde el primer minuto me han envuelto en sospechas en malos pensamientos; me han cercado los hombres creyéndome presa fácil, me han...supuesto las mujeres intenciones aviesas; hasta los niños me han abandonado sin saber yo por qué. Nos reuníamos los niños y yo, en un abra en la montaña, misteriosamente, jugando a ser personajes de magia, y un bien día --un mal día, mejor dicho-- no aparecieron, más. No los vi hasta esta noche, en esta escena de aquelarre en que misia Melecia hizo el auténtico papel a que su físico la destina. ¿Es que puedo que puedo yo seguir viviendo aquí, roída por la angustia, siempre contra toda lógica esperando que Gabriel me llame, que me escriba, que su voz sea la que me hable al final del hilo telefónico, diciéndome, con sinceridad o sin ella, las palabras que mi corazón espera, y que, nazcan del sentimiento que nazcan, me provean de una mísera felicidad, pero felicidad al fin? ¿Tú crees, gatita, que vale la pena vivir entre sospechas, risitas y comentarios, siendo buena, cabalmente buena, honrada hasta los tuétanos, para que de repente te caiga encima una lluvia de feas palabras y casi de hechos delincuentes? Porque si algo insólito no pasa, si esa otra gente que estaba en el teatro no sale de repente asustada por no sé qué --¿qué pasó?--, creo que ni la presencia de Reinaldo consigue aplacar a esa furia gorda que termina agrediéndome. ¿Vale la pena?
"¿Qué te parece a ti? ¿No te parece absurdo que yo, María López -- María Nadie en el idioma gentil de misiá Melecia, pero que no sabe ella con cuánta verdad lo dice--, esté aquí en la noche pueblerina hablando contigo, una gatita que se ha quedado fuera de casa y aguarda pacientemente que vengan a abrirle la puerta? ¿No te parece que soy un poco loca? ¿No crees tú que es mucho mejor que vuelva sobre mis pasos, que arríe bandera y que humildemente, en simple mujer enamorada, vuelva en busca del brazo de un hombre para apoyarme en él, aunque ese brazo no se tienda a mí sino por costumbre, porque "eres linda y tienes los ojos azules y el pelo de choclo y me gustas"?
"¿Qué te parece?
"Poco sabrán las gentes del pueblo el bien que me ha hecho esta revisión de mi vida, ordenadamente recordada para responder a su curiosidad. Aunque dirigida a ellos, no la sabrán nunca. Seguirán ignorando que nada vergonzoso tengo que ocultar. Que no soy una orgullosa. Ni una egoísta. Que soy tan sólo una pobre mujer, una María Nadie sin gloria ni pena. Como tampoco sabrán hasta qué punto les agradezco el haber provocado esta auténtica hora de soledad, de estar frente a mí misma sacando hechos del pasado para enfrentarlos al presente. Ha sido como poner en un platillo de balanza lo que en dicha y sufrimiento me dio el amor y la miserable nada que me dieron ellos. Misiá Melecia y el resto. Pongo aparte a los niños en el abra mágica. Ha sido como medir y dar precio a la pequeña felicidad, pero felicidad al fin, proporcionada por un sentimiento puro.
"Gatita, te dejo. Me voy, ¿sabes? Cerrando los ojos a toda consecuencia. Vuelvo a decirte que seas paciente; ya llegarán y te abrirán la puerta. Yo me voy. Me voy. Hasta mi casa del pueblo, primero. Arreglaré mis cosas. No son muchas y es fácil liarlas, hacer paquetes, arreglar maletas. Dejaré un mensaje para el jefe explicando de cualquier manera esta súbita partida. Al amanecer pasa un tren rumbo al norte. Me iré, gatita, ¿oyes? Me iré a esa hora en que una mala pájara debe regresar a su nido. Me iré. María Nadie también tendrá ante sí una puerta abierta. Seré de nuevo María López. Una puerta abierta ante mí. Puede que hacia una vida radiante. Puede que hacia inenarrables sufrimientos. Pero será la vida..."

Brunet, Marta. María Nadie. Obras Completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp. 711-788.