viernes, 15 de agosto de 2014

Ensayo de Ángel López García.

La unidad del español: historia y actualidad de un problema
Por Angel López García.

El español es probablemente la menos diversificada de las grandes lenguas de cultura, a pesar de que las condiciones en que tuvo lugar su fragmentación dialectal, y aun su propia existencia actual, fueron y han sido contrarias al ideal de unidad. El inglés de Australia o el de EE.UU., e incluso el de Edimburgo, se entienden peor desde el inglés de Londres que el español de Lima o el de Ciudad de México desde el de Madrid. El portugués de São Paulo es tan diferente del de Lisboa que empieza a circular en gramáticas y diccionarios bajo el epígrafe "brasileño", y aún osa subtitular películas rodadas en Portugal. Tampoco tienen demasiado en común el francés de Canadá y el de los diversos departamentos de la República francesa, notablemente diferentes en sus respectivas modalidades lingüísticas por lo demás.

Y sin embargo, repito, un observador superficial nunca podría haber imaginado tal cosa. La extensión del español por el mundo se produce en fecha más temprana que la del inglés o la del francés, por lo que hubiera sido de esperar que las diferencias a uno y otro lado del Atlántico hubiesen arañado más profundamente la pátina idiomática hispánica que las demás. A mediados del siglo XVI, la penetración de los españoles en el continente americano había alcanzado casi todos sus objetivos, mientras que las de los demás europeos, con la salvedad de los portugueses, no había comenzado aún; a mediados de la centuria siguiente, los virreinatos de Nueva España, Nueva Granada y el Perú eran organizaciones político-administrativas perfectamente trabadas y con una sociedad jerarquizada, en tanto los establecimientos ingleses de Virginia y Nueva Inglaterra, o los franceses del Canadá, no dejaban de ser modestas factorías comerciales autónomas, y más conectadas con la metrópoli que entre ellas mismas. Algo parecido cabe decir de las primitivas colonias portuguesas de la costa atlántica brasileña, pese a su mayor antigüedad. Si todo hubiera funcionado como era de prever, las colonias españolas, más antiguas, más alejadas -no sólo geográfica, sino sobre todo anímicamente, pues los intentos de secesión son muy tempranos-, y, en fin, más urbanas -lo que, lingüísticamente, suele significar más innovadoras- deberían haberse distanciado de la metrópoli con mucha mayor intensidad que las de los demás países.

Tal vez debamos felicitarnos todos por el milagro de la conservación del español como entidad unitaria. Pero los milagros no son cosa de este mundo, así que no estará de más preguntarse por las causas que han originado esta situación singular. Como ahora se verá, unas son medievales y otras modernas. El origen medieval de la sólida cohesión interna del español se halla en su condición de lengua de intercambio, de koiné peninsular para uso de los distintos habitantes de la península Ibérica, cualquiera que fuese su lengua materna. El fundamento de su estabilidad moderna, más americana que española por cierto, es su alzamiento a la condición de lengua igualitaria del mestizaje entre etnias de lengua y cultura muy diferentes. Estas dos razones vienen a ser ontológicamente la misma, aunque no exista una relación de causa a efecto entre ellas, pues existen y han existido lenguas koinéticas que no tienen ningún significado interracial -así el swahili o tantos y tantos pidgin comerciales en todos los rincones del mundo-, y lenguas han servido para vehicular una ideología del mestizaje de los pueblos, a pesar de no haber funcionado como sistemas de intercambio y haber terminado por escindirse en un rosario de idiomas diversos; el latín, la lengua del cristianismo que, sin embargo no pudo dejar de romperse en variedades románticas, ni logró desplazar a los idiomas germánicos y eslavos, es un caso prototípico.

Estas dos ideas, español como koiné primero y español como lengua de los mestizos después, me parecen cardinales en el marco de la presente exposición, y a ellas voy a dedicarme en lo que sigue. Naturalmente hay muchas otras cosas de las que se podría tratar bajo el encabezamiento que preside estos renglones; en particular tal vez convendría hacer una exposición minuciosa de las diferencias fonéticas, para mostrar que lo del seseo, el rehilamiento porteño (la manera argentina de pronunciar yo o caballo), o la aspiración, son menos importantes de lo que se cree, esto es, que no calan realmente en la hondura del sistema fonológico, que son meros repintados de una carrocería que sigue siendo una y la misma. O también habría que mostrar que la gramática, fuera del voseo y alguna que otra construcción, es la misma aquende y allende la mar océana, esto es, que el motor de nuestro vehículo -vale tanto como decir su alma- es único.

O, finalmente, que las grandes diferencias léxicas entre España y América, o dentro de ella entre sus diversos países, no son para tanto -ya se sabe que ellos no conducen coches, sino que manejan carros, y cosas parecidas-: al fin y al cabo, un buen automóvil se usa en la ciudad y en el campo, sobre la nieve, o bajo un sol abrasador, y en cada caso desarrolla prestaciones diferentes: el léxico no enfrenta modalidades de una lengua, sino modalidades de utilización, por lo que a menudo difieren más las palabras que emplea un campesino de La Mancha y un funcionario de Madrid que las utilizadas por éste y por un profesor de Buenos Aires. No desarrollaré, sin embargo, este aspecto, porque otros más enterados que yo, en particular los dialectólogos, tienen la palabra.

El español nació de forma diferente a todas las demás lenguas románicas. Lo normal fue que el latín, al aflojarse los lazos con la metrópoli una vez consumada la caída del Imperio, se fuese dialectalizando cada vez más y terminase por constituir un sinfín de dialectos progresivamente más diferenciados conforme, desde cualquier punto, se avanzase hacia el sur, el norte, el oeste, o el este. Desde luego que durante la Edad Media en Francia no se hablaba francés, ni en Italia italiano. Estas lenguas son antiguas en sus respectivos territorios de origen -I'Ile de France y Florencia-, pero modernas por relación a los estados a los que dan nombre: el francés es el idioma de la literatura y de la corte desde finales de la Edad Media, y el de la vida pública desde el siglo XVIII; el italiano tiene proyección literaria desde el Quatrocento, pero no vale como lengua común de los ciudadanos italianos hasta que éstos hacen su aparición en la historia con el Risorgimento decimonónico. Si se compara esta situación con la del español, se advierten al punto notables diferencias: en la Edad Media peninsular las lenguas literarias por antonomasia son el gallego y el catalán; por lo que respecta a la vida privada, desde entonces hasta hoy perduran cuatro lenguas en la península, y últimamente en la vida pública también. Sin embargo, todo esto convive con el hecho de que los romances de ciego y los cuentos de toda España -el mundo del espectáculo, para entendernos, lo que hoy pueden ser las revistas del corazón y los concursos televisivos- se desarrollan en español desde la alta Edad Media en el centro de la península, y en su periferia desde finales de la baja también.

¿Razones? La Reconquista alteró profundamente el sedentarismo de los hábitats poblacionales en nuestra Edad Media. Mientras toda Europa bostezaba de feudalismo, aquí la vida era peligrosa, pero también excitante. Un habitante de cualquier rincón de Francia, Italia o Alemania normalmente no salía nunca de su aldea natal y de los pocos kilómetros de terreno cultivable que la circundaban: más allá sólo había bosque y gentes en su misma situación, pero con las que nada tenía que hablar, entre otras razones porque carecía de un instrumento lingüístico común para hacerlo. El habitante de España, por el contrario, se acostumbró pronto a que la mejor manera de abrirse camino en la vida era la de dejar la modesta hacienda familiar y establecerse en una de las innumerables villas nuevas a cuyo poblamiento incitaban los reyes con fueros generosos.

Mas una vez allí, no era fácil entenderse, pues había de todo: moros que no habían querido abandonar el bastión perdido -algunos hablaban sólo árabe, la mayoría mozárabe también-; francos y provenzales que habían venido enrolados en el ejército real, como comerciantes, como clérigos; numerosos habitantes de otras zonas de la península, y en particular vascones, que preferían las ricas y cálidas tierras del sur.

Además estas gentes no sólo tenían que entenderse entre ellas dentro de la urbe; la esencia de la ciudad es el comercio, y éste obliga a salir a otras ciudades, con lo que a la larga se planteó la necesidad de relacionarse con gentes de los reinos vecinos igualmente.

Esta koiné de intercambio peninsular, esta lengua común, debía cumplir una condición fundamental: ser una especie de esperanto, con reglas sencillas y fonética accesible, ya que sus usuarios privilegiados no iban a serlo los clérigos o los nobles, sino la gente del pueblo. Hacía falta un "román paladino" en el que cada uno pudiera hablar a su vecino. Y aunque las modalidades idiomáticas que se habrían podido tomar como base de dicha koiné eran muchas, se adoptó la del rincón del Alto Ebro, en el que confluían tres reinos, el de Castilla, el de Navarra, y la Corona de Aragón: el primer documento peninsular en romance está escrito en dicha modalidad lingüística y procede de dicha zona: se trata de las Glosas Emilianenses, una suerte de paráfrasis escritas al margen de un texto litúrgico latino por algún monje en el monasterio de San Millán de la Cogolla en la segunda mitad del siglo IX. ¿Es castellano?, ¿es navarro?, ¿es aragonés? Es todo esto y nada de ello, es simplemente español. Una koiné, una lengua de todos y de nadie cuyo empleo no implicaba adscripción nacional alguna porque la finalidad con la que había nacido era fundamentalmente práctica, la de comerciar, contar viejas consejas a la lumbre y con un vaso de vino y, ¿quién sabe?, galantear a la vecina. El Libro de Buen Amor, otra muestra muy característica de este tipo de lengua, nos descubre sus enormes progresos geográficos, pero también estructurales (léxicos y gramaticales) unos siglos más tarde.

Hay dos grupos humanos que tuvieron especial interés en propagar la koiné española: primero, los vascones; luego, los judíos. Se ha destacado muchas veces que no es una casualidad que el anónimo autor de las Glosas Emilianenses escribiera dos de ellas en vasco. Esto parece indicar que se trataba de una persona bilingüe o, mejor, trilingüe; emplearía el vasco, su lengua materna, para la vida familiar, el español para relacionarse con los que acudían al monasterio de San Millán, y el latín para el culto y para la vida eclesiástica en general. Y es que, si los demás peninsulares podían fácilmente aprender otros dialectos románicos sin excesivo esfuerzo, para los vascones tal empeño resultaba, sin duda, lleno de inconvenientes y dificultades.

Dada la enorme diferencia que separa el vasco no sólo del latín, sino también de los demás idiomas europeos, es fácil comprender la utilidad que para sus hablantes debía revestir la koiné, un romance simplificado y regular en el que las vacilaciones, que para cada forma lingüística acompañaron a la variedad lingüística de Burgos, Toledo, Santiago o Gerona, tanto da, se habían resuelto tempranamente mediante el triunfo de una sola forma. Y no se olvide que estos vascones estaban sobre todo en el Alto Ebro, como es natural, pero no sólo allí: nos los encontramos repoblando todo el norte peninsular, en León, en Castilla o en Aragón, según refleja abundantemente la toponimia. Este es el sentido de una polémica que periódicamente suele sacudir las aguas remansadas de la filología española. Hay un grupo de lingüistas, entre los que me cuento, que piensan que la influencia del euskera sobre el latín que dio lugar al primitivo español fue bastante grande; hay otros que tienden a amortiguarla considerablemente. Mas esto es lo de menos: se trata de una de tantas disputas académicas que contribuyen a animar los congresos y las revistas científicas, pero que no debería salir del marco profesional en el que se originaron.

Lo que importa es entender que la koiné española fue una modalidad romántica surgida en la zona fronteriza que separaba el vasco del romance; que frente a las demás se caracterizó desde el principio por su condición innovadora y simplificadora de soluciones en conflicto; que la adoptaron preferentemente los que no la tenían como lengua materna para servirse de ella como instrumento de intercambio simbólico. Es posible que su forma tuviera que ver con el hecho de ser bilingües sus primeros usuarios -y por lo tanto que el vasco haya influido más o menos en ella- o que, por el contrario, la contribución de los vascones fuera simplemente la de incentivar su empleo. Para la suerte futura del español, y el problema de su mayor o menor uniformidad, esto es indiferente. Lo único que importa es destacar que el español primitivo nunca caminó hacia la unidad, nació bastante más uniforme que los demás romances, es decir, desde la unidad, y no hacia ella.

Cuando el avance hacia el sur se precipite, la España cristiana irá incorporando ya no tierras despobladas que hay que llenar con gentes del norte, sino núcleos de población numerosos en los que existen barrios enteros de moros y, sobre todo, de judíos que no sintieron la necesidad de huir ante los nuevos dueños, puesto que les aseguraban un estatuto similar al que venían disfrutando. Así sucedió en Toledo, en Sevilla, en Zaragoza. La actitud de estas comunidades judías ante la koiné llegaría a extremar la de los vascones. Ahora ya no se trata de fomentar una cierta modalidad porque es la más sencilla, sino de adoptar la única variedad que garantizaba dos cosas: de un lado, la posibilidad de mantener idiomáticamente unida una etnia dispersa por toda la península; de otro, que esa modalidad, al carecer de adscripciones nacionales precisas, pudiera llegar a ser sentida como la suya propia. Lo primero se advierte muy bien cuando se considera la sorprendente pervivencia del judeoespañol hasta hoy.

¿Por qué habían de conservar los judíos de Cuenca, de León, de Córdoba o de Barcelona (también de Portugal) la lengua de una nación que los había expulsado? Por una razón muy simple: porque no sentían la lengua de quienes les habían expulsado, sino otra cosa, la lengua de intercambio peninsular que, si a alguien pertenecía, era a ellos más que a nadie. No era castellano, ni leonés, ni aragonés: era español, la lengua de los judíos o judeoespañol. Los judíos que durante toda la edad moderna han podido comunicarse en esta variedad, ya fueran de Marruecos o de Turquía, de Bosnia o de Palestina, no hacían sino continuar un hábito medieval que había permitido comunicarse a los de Sevilla con los de Valladolid y a los de Murcia con los de Zaragoza (e incluso tal vez con los de Lisboa y Barcelona, cuestión todavía no aclarada). Por eso impulsaron el uso del español en las escuelas de traductores y en el corpus alfonsí: por animosidad hacia el latín, sin duda, pero sobre todo porque eran la primera comunidad koinética en sentido estricto.

Hay una suerte de fatalismo histórico que conduce a pensar que un pueblo está obligado a repetir sus hechos pasados, ya sea a instancias del espíritu colectivo, como dirían los románticos, o de su situación geopolítica, como más sensatamente propugnarían los racionalistas. Es posible. Desde luego, a la vista de lo que le viene sucediendo a la lengua española, uno no deja de estar subyugado por la tentación de proclamar un cierto fatalismo idiomático. Parece como si la koiné española estuviese impelida a funcionar como lengua de intercambio, esto es, como koiné. El alzamiento del español a la condición de lengua del mestizaje en América hace difícil pensar otra cosa.

Una creencia tópica, y sin embargo previsiblemente habitual en los discursos oficiales que se nos avecinan con ocasión del V Centenario, es la de que España fue introduciendo su idioma como legado cultural en las colonias americanas, de manera que a la hora de la independencia las nuevas naciones no tuvieron más remedio que reconocer el hecho de que todas se expresaban en la misma lengua y, a la postre, obrar en consecuencia. Advertiré empero que esto no es exactamente así: en primer lugar, España no hizo nada por propagar el español en América, fuera de la obvia aportación de hablantes en sucesivas oleadas migratorias; de otro, quienes han alzado el español como símbolo de unidad son justamente las nuevas naciones americanas, quienes le concedieron carácter de lengua nacional en sus constituciones y desarrollaron todo tipo de programas institucionales para garantizar su pureza, así como su omnipresencia en todos los niveles educativos, una vez separadas de la metrópoli y no antes. Si en el origen el español podría haber sido más la lengua de los vascones bilingües que la de los hablantes romanizados del Alto Ebro, y si luego la sintieron más suya los judíos que todos los demás pueblos del centro peninsular, ahora nos encontramos con la paradoja de que su defensa, y no digamos su reivindicación, corren a cargo de México o de Ecuador, de Cuba o del Uruguay, pero escasamente del Estado español. Ver para creer.

Hay que tener en cuenta que la finalidad que guiaba a los particulares en la empresa americana fue la del enriquecimiento personal, y la que animó a la Iglesia la de ensanchar la grey cristiana. Ello determinará dos políticas lingüísticas de distinto color ético, pero coincidentes en los resultados. A los primeros les interesaba que el español, la lengua de la administración colonial, no fuese del dominio común, porque cuanto menor fuera el número de indígenas que lo conocieran, menor sería también la competencia a la hora de disfrutar de los cargos públicos. No se puede tratar el colonialismo español de los siglos XVI y XVII como el de Inglaterra o el de Francia en el siglo XIX. Este último necesitaba crear numerosas élites occidentalizadas en la Índia o en Argelia, pues la explotación industrial de los recursos naturales, que es el motor de dichos colonialismos, requería vitalmente de ellas; tal vez por eso el inglés y el francés se sintieran lenguas impuestas, como no deja de resultar patente en la actualidad a la luz de los últimos acontecimientos "purificadores" (pienso en el caso Rushdie o en las elecciones argelinas). La corona española no penetró económicamente en América, sino de forma muy superficial: en la corte nadie conocía realmente la naturaleza de los recursos americanos, y a veces ni su ubicación geográfica, por lo que todo se redujo a una explotación intensiva de la minería de superficie, para lo que no hacía falta personal instruido, sino mano de obra gratuita; es el suyo un colonialismo preindustrial con escasa incidencia idiomática.

La Iglesia, de su parte, tras intentar infructuosamente la predicación a los indígenas en latín o en español, comprendió que debía dirigirse a ellos en sus lenguas nativas, y, en su defecto, en lenguas de relación que les fuesen previamente conocidas. Fruto de ello fue toda la política lingüística del período colonial: se exige que los párrocos conozcan las grandes lenguas "generales" que ya habían asegurado la comunicación en la época precolombina; se crean cátedras (de quechua, de chibcha, de nahua) en las universidades, y se propende a aislar a los indígenas en reducciones separadas de los blancos. Mientras el español no fue incorporado a los planes de estudio de las universidades americanas hasta después de la independencia, el quechua dispone de gramáticas para su enseñanza universitaria desde 1580; el chibcha, desde 1619, etc.

Mas la vida sigue su curso. La sociedad colonial, por causas endógenas y exógenas que no vienen ahora al caso, se fue conformando como una sociedad mestiza. Mientras en el norte del continente ambas comunidades, la indígena y la europea, se mantuvieron separadas con el mayor rigor, en el centro y en el sur, continuando una vieja práctica de los grandes imperios inca y azteca, se procedió a un intenso y extenso proceso de fusión racial. No sin vejaciones, injusticias, o matanzas, aspecto éste en el que ambos colonialismos, el anglosajón y el español, se parecen como a cualquier otra empresa colonial. Pero en Hispanoamérica las razas se mezclaron en progresión creciente, de manera que a fines del siglo XVIII esta sociedad, si no se podía decir que era una sociedad caracterizada por hablar uniformemente español (todavía hoy la mitad de los habitantes de Paraguay son guaraníes monolingües), sí se nos presenta como una sociedad multirracial con todos los grados de mestizaje imaginables.

Y en este momento, que recuerda, por cierto, al del hundimiento de la antigua U.R.S.S., se produce un "descubrimiento" mucho más real y operativo que el de 1492; en la necesidad de ignorar y aun negar el pasado colonial -la herencia histórica social, política y cultural-, los nuevos países hispánicos descubren que tienen dos singularidades en común, el mestizaje y la lengua española. Y entonces, abrumados por conflictos nacionales y étnicos sin cuento, sienten que el mestizaje y la lengua española son dos caras de la misma moneda, y que el español es su signo de unidad, el elemento diferencial que los individualiza como pueblo frente a todos los demás. De entonces para acá las declaraciones institucionales, las citas de los escritores, y las simples opiniones ciudadanas coinciden en afirmar que los habitantes de Hispanoamérica son hispanos, y que lo son fundamentalmente por hablar español.

En realidad, los hispanos y la Hispanidad constituyen una invención. Muchos otros pueblos comparten el uso de una cierta lengua, y no por eso se sienten miembros de una comunidad superior: no existen los anglanos y la Anglidad, ni los francanos y la Franquidad -existe la Francofonía, que es otra cosa: fonía-, ni parece claro que vayan a existir los rusanos y la Rusidad. ¿Por qué los hispanos? Tal vez porque los propios españoles fueron un invento igualmente. El único elemento aglutinador de los variados pueblos que componían la península en la Edad Media llegó a ser la koiné de intercambio peninsular: así lo sintieron quienes la iban adoptando sin renunciar por ello a su lengua materna, y así lo sintieron, con más razón, quienes, privados de la posibilidad de configurar un entramado nacional, la constituyeron en su único signo de identidad, según sucedió con los judíos. En Hispanoamérica ocurrió exactamente lo mismo: el español fue adoptado como símbolo de los hispanos después de la independencia de las naciones americanas, y fue adoptado por todos, pero especialmente por los otros, por los indígenas y particularmente por los negros, mulatos y zambos que carecían de la posibilidad de rastrear sus vínculos nacionales con facilidad. Es notable que las comunidades de esclavos africanos arrancados de la costa del golfo de Guinea hayan creado lenguas criollas propias en Haití, en Jamaica, o en la Guayana, pero muy raramente en Hispanoamérica. Su lengua sería el español, la lengua de los otros, la invención del siglo IX, del siglo XII y del siglo XVIII. Invención en sentido etimológico, por cierto: lo que se encuentra, sin duda porque se busca, no lo que se da sin más.

Paul Aebischer demostró hace muchos años que español era una palabra extranjera de origen provenzal, con la que los hombres de la Edad Media se referían a los habitantes de la península cuando querían mencionar su nacionalidad, o cuando, como en el caso de mozárabes y judíos, carecían de ella. También hispano carece de adscripción nacional en el mundo moderno y, curiosamente, vuelve a ser una palabra extranjera, léxicamente influenciada por el término inglés hispanic antes que por el Hispanus latino. La lengua de los otros, la lengua que pueden adoptar libremente todos los extranjeros porque, al hacerlo, dejan automáticamente de serlo.

Es verdad que me resulta difícil hablar de los peligros que amenazan a la "unidad del español". Porque haberlos, haylos, sin duda: pronunciaciones afectadas impuestas por los medios de comunicación, barbarismos sin cuento procedentes de todos los dominios y, sobre todo, del mundo de la técnica y de la moda, descuido y empobrecimiento generales en el decir. Pero estos peligros, que están ahí y sería suicida ignorar, porque afectan igualmente a las otras lenguas de cultura, tienen en relación con la koiné española un sentido diferente. Pienso, siempre lo he pensado y he aprovechado todas las tribunas ensayísticas o periodísticas de que he dispuesto para hacerlo bien patente, que lo verdaderamente peligroso para el español sería perder su condición de koiné.

El español tiene un estómago admirable para digerir las variantes en el léxico, las pronunciaciones defectuosas o los solecismos sintácticos más o menos atrevidos: es la lengua de los otros, la koiné que acomoda su estructura a los hábitos de los nuevos hablantes que cada día va incorporando. Lo malo sería que dejara de hacerlo, que se cerrase sobre sí misma en una pirueta purista. Esto está bien para otras lenguas, no para un instrumento de intercambio entre "simpuros". En relación con la lengua española, la unidad ha sido siempre prospectiva y no retrospectiva, una meta que se deseaba alcanzar, pocas veces un bien que hubiese que preservar celosamente.

Por eso, en un momento en que las instituciones públicas parecen haber afrontado al fin un reto histórico con la creación del Instituto Cervantes, no deja de asaltarme una sombra de preocupación dentro del alborozo: si se burocratiza el empeño, si se olvida que quienes de verdad están haciendo algo, sin que nadie les haya ayudado hasta ahora, son cierta academia privada de español de una ciudad del norte de Alemania, un grupo de música moderna que difunde letras más o menos sentimentalonas en español por todo el continente americano, o esa familia salmantina que viene acogiendo estudiantes extranjeros de español desde hace quince años; si esto se olvida y se piensa que lo importante son los nombramientos en el B.O.E., malo; si además no se comprende que el español está sobre todo allí, al otro lado del Atlántico, y que lo nuestro es bastante marginal, peor aún. Es verdad que la defensa y propagación del español constituye un buen negocio.
Sin embargo, no estará de más recordar que la defensa de su unidad viene siendo garantizada por los propios usuarios al margen de cualquier organismo público desde hace siglos, y que este nuevo esfuerzo tiene modelos en que inspirarse. Concédaseme, pues, que además se trata de un negocio progresista y colectivo.