domingo, 6 de marzo de 2016

Cuentos chilenos.

La estrella de Botafogo
Enrique Bunster

Eruditos historiadores han precisado cómo fue descubierto el futbolista más grande de todos los tiempos y países. El hecho aconte­ció en la favela das Mariposas Azules de Río de Janeiro, a la sombra del Corcovado. Tití, de diecisiete años y vendedor de periódicos, no había jugado nunca a la pelota hasta el instante en que un impulso misterioso lo hi­zo mezclarse con los muchachos que patea­ban entre nubes de polvo. Repararon en él cuando despidió el balón como un proyectil, de extremo a extremo del campo, con un impacto detonante de su pie descalzo. Inte­rrumpióse el juego y se quedaron contem­plando al mocito de físico esbelto y ojos in­quietos, que parecía el más sorprendido de todos.

- ¡Nadie puede cañonear así! -exclamó un chico de cuyos ojos saltaban lágrimas-. ¡Por Dios, Tití; rompiste la pelota!...

De esta manera se dio a conocer el ilustre moreno que hoy es un recuerdo legendario en el prodigioso Brasil.

Nadie, que sepamos, ha conquistado la gloria como él lo hizo: ¡con un puntapié! De golpe y porrazo pasó a ser el ídolo de la favela. En su primera presentación dominical apabulló al cuadro enemigo por cuenta abru­madora. A los pocos días fueron a buscarlo a su vivienda mísera para llevárselo como un diamante en bruto a las oficinas del Club Botafogo.

Al preguntarle su nombre supieron que no tenía apellidos. Le llamaban Tití por su agili­dad de animalito de la selva. Lo había recogi­do en Pelotas (Río Grande do Sul) una more­na caritativa; de ahí el otro apodo de Recolhido. Le dieron ropa y por primera vez calzó zapatos. También se preocuparon de nutrir­lo, pues saltaba a la vista que estaba subalimentado...

Viéndolo expedirse en la cancha, dicen que dijo un experto: "¡Dios mío, qué va a salir de aquí!" Y al terminar la práctica, el entrenador lo besó en la frente, como consa­grándolo.

De inmediato formalizaron la contrata­ción; y entonces descubrieron que era anal­fabeto.

- Tendrás un profesor por cuenta nuestra -expresó el gerente comercial de Botafogo, señor Peixoto de Azevedo. No está de más que un futbolista sepa leer y escribir.

Firmó con una cruz y quedó ganando un sueldo equivalente al de un rector de univer­sidad.

El crack inaudito remontó hacia la fama con rapidez de centella. En cuarenta y ocho horas se esparció la buena nueva: !Ha aparecido el delantero del siglo! Y los místicos del balom­pié invadieron el estadio para presenciar su adiestramiento.

Cuando se anunció su debut, meses des­pués, ya era célebre, y el crítico de O Globo escribió: "Delante de Tití, el gran Pelé hubie­ra parecido un anciano gotoso. El nuevo mo­narca juega como en estado de trance y con sabiduría inexplicable".

La tarde de aquel histórico domingo llovía con exageración. De las nubes bombardea­das por los truenos caía un diluvio que rebo­taba por los barrancos de la jungla incrustada en la ciudad, anegaba las rúas de baldosas serpenteantes y lavaba los rascacielos ador­nados de azulejos y plantas paradisíacas. En el Estadio Maracaná, el más grande do mun­do, doscientas cincuenta mil personas sopor­taban el aguacero a la espera de o Messias do Futebol. Paró de llover cuando la escuadra de Botafogo salió por el túnel, y al aparecer el Recolhido brilló el sol como alegrándose de verlo...

¡Digno saludo de un astro a una estrella!

A los pocos minutos de iniciado el encuen­tro llegó Tití frente al arco de Flamengo y disparó un pelotazo espeluznante que trizó el travesaño y dejó al guardavallas Nilton Coutinho encogido de pavor. A los catorce minutos embistió de nuevo y pateó a boca de jarro: el bólido cortó la red y aturdió a un fotógrafo. El griterío de la concurrencia pare­ció sacudir el embudo de concreto de Mara­caná. Tití era el pateador más potente que hubiérase visto nunca... Pero era además inalcanzable, inatajable e inadivinable.
Co­rría con zancadas de orangután que hacían imposible prever en qué dirección daría el paso siguiente. Cambiaba instantáneamente de velocidad: de la carrera a la marcha y del tranco a la huida, dejando a sus perseguido­res con un palmo de narices. La muchedum­bre lo ovacionaba de pie, mientras el locutor más veloz del idioma relataba:

-Tití toma la pelota/burla a Olinto y pasa a Bubú/recibe otra vez de Bubú/arranca/burla a Faleiro/engaña a Nono/lo mismo a Lalá/Tití avanzando/el público delirante/Cerveza Brahma refresca al Brasil/Tití corriendo con sus brincos de mono y sus gestos raros/con­fusión en Flamengo/locura en tribunas y ga-lerías/suspenso/Tití en el área enemiga/Nil-ton, paralizado/Tití va a patear/va a patear/

¡no lo hace y entra al arco cosa increíble entra al arco arreando la pelota gooooooool gooooooool de Tití sin patear señoras y seño­res gooooooool sin patear entró este hombre en el pórtico de Nilton como Pedro por su casa séptimo gol consecutivo de Tití a los ocho minutos del segundo tiempo Botafogo nueve Flamengo dos tormenta de gritos y risas saludando esta masacre de goles aquí en el Estadio Maracaná!...

Así transcurrió esa jornada memorable. Al sonar el pitazo final volaron sombreros, dia­rios y abanicos. Y al vaciarse el mar humano por las portadas del estadio, cantando y bai­lando el samba, un carnaval espontáneo se armó en las calles de la ciudad más alegre del mundo.

El país experimentó una sensación de for­talecimiento. Era la confianza de que el Brasil podría tremolar invicta su bandera verde, pa­recida a una cancha, con un balón al centro. Se sentía a la patria defendida.

Por eso el nuevo solista del césped con­quistó el amor de decenas de millones de almas. De un día para otro se encontró con­vertido en una especie de imagen de devo­ción. Su retrato en camiseta cubría los quios­cos de revistas y adornaba los escaparates; luego decoró las paredes de los dormitorios infantiles e invadió las casinhas aglomeradas sobre los precipicios.

Si se hubiera podido hacer un registro electrónico, habríase visto que su nombre era pronunciado millares de veces por segundo. Discutían sobre él en las esquinas, en los bares y cafés, en los baños turcos, en los pasillos de la Bolsa, en Copacabana, en las letrinas y en los salones. Rotati­vos y semanarios dedicábanle columnas y pá­ginas: homenaje permanente que el cam­peón absorbía a tropezones con su corto co­nocimiento del silabario.

Lo enfocaban las cámaras de televisión:
- ¿Por qué juega fútbol?
- Porque soy jugador de fútbol. (Risas en el auditorio, y aplausos.)
- ¿Se considera un futbolista intuitivo o cerebral?
- Goleo con la cabeza igual que con los pies. (Salva de risas y de aplausos.)
- La crítica ha afirmado que el boceto de su juego es impresionista, con influencia de Ne­ne; ¿pero no le parece que su ejecución es abstracta?
- Eso se verá en Sao Paulo, donde espero defender los colores de mi cuadro. (Carcaja­das y gritos: ¡Genial! ¡Genial!.)

Vestía deslumbrantes ternos de seda, y se fue adornando con prendedores y colleras de oro, flor en el ojal y monóculo de fantasía a la portuguesa. A la puerta de su departa­mento de la rúa Lord Cochrane se estaciona­ban los admiradores para pedirle autógrafos y estrecharle la mano. Dondequiera que fue­se lo seguía una escolta de curiosos y niños fascinados. Nadie hace caso de nadie en las calles de Río, donde lo usual es ver pasar a lumbreras del mundo en traje de baño; pero al entrever a Tití la gente corría en su persecu­ción para mirarlo de cerca. Encandilado por la visión del ídolo, un chofer entró con su Camión en una peluquería de señoras.

Viajando con Botafogo por los estados, sembró a su paso la euforia de las masas y los alaridos de los locutores. En Sao Paulo hizo rugir al estadio marcando un gol con el estó­mago. En Belo Horizonte, un místico que no consiguió entrada sacó su revólver y asesinó al boletero: En Recife hizo ganar a su escua­dra por 10 a 1. En Bahía, una poetisa morena le llamó en una oda: "Mariposa azul de las canchas, razón de ser de las hojas de laurel, abanderado de la gloria, luz de las favelas, campana de los domingos, recompensa de los niños buenos".

Su celebridad trascendió hasta Londres y un ejecutivo de Arsenal Incorporated voló dispuesto a comprarlo para el equipo cam­peón de las Islas Británicas. AI llegar este financiero al aeropuerto de Galeáo, una tur­ba de mocetones lo recibió con feroz silbati­na. Sir T.Crookes sonrió encantado creyendo que era una manifestación de bienvenida, y sólo salió del error cuando un huevo de aves­truz hizo impacto en su noble faz.

Pero Inglaterra ofrecía más de cuanto paga­ra nunca por un deportista o por un pursang, y las agencias informativas comunicaron que Tití iba a ser transferido.

Sólo esto esperaba el pueblo para echarse a la calle a protestar. Una columna de cinco mil hombres y mujeres desfiló vociferando, mientras que otra poblada rodeaba la casa del cónsul inglés para darle una serenata con música de palanganas y tarros parafineros.

Estos desórdenes cesaron cuando se supo que el Gobierno de Brasilia había mandado suspender las negociaciones. Don Theophilo Peixoto de Azevedo se trasladó a la capital, y en o Palacio da Alvorada tuvo lugar este diálo­go tajante:
- Hemos tomado el acuerdo de prohibir que Tití sea exportado.
- Señor Ministro, la oferta es de trescien­tas mil libras por tres años de contrato...
- No podemos, señor Peixoto, privar al pueblo de su deportista más inspirado. De hacerlo, la impopularidad caería sobre el Go­bierno... en vísperas de elecciones.
- Pero Tití va a ser lesionado en sus intere­ses...
- El jugador no será lesionado, porque el Estado arbitrará medidas compensatorias en el área esterlina. Y a propósito, ¿cuándo vere­mos a Botafogo jugando en Brasilia?...

Nuevamente las multitudes se desborda­ron, pero esta vez en un delirio de alegría. El centro de Río presenció un carnaval pequenino que paralizó el tránsito y obligó a cerrar las oficinas.

Desfilaron las escuelas de samba con su murgas estrepitosas, dos mil futbolis­tas en tenida de cancha, la Academia de Locu­tores de la Universidad y millares de místicos portando banderitas y bailando.

Dos semanas después se celebraron las elecciones generales del Parlamento y las candidaturas gobiernistas triunfaron por abrumadora mayoría.

Sus biógrafos están de acuerdo en que fue entonces cuando Tití tomó el camino de la leyenda. Nadando en libras esterlinas, adqui­rió una mansión a los pies del Pan de Azúcar, a orillas de la ensenada donde descansan los veleros del placer de los magnates. A esta residencia de sueño se llevó a vivir a la more­na que lo recogió en un portal de Río Grande do Sul. Llevóse también a un secretario que contestaba las cartas de los inventores, sa­blistas y niñas casaderas; a un guardaespal­das y al profesor encargado de alfabetizarlo.

Cuando quiso comprar un automóvil, la fá­brica se lo obsequió. Era el vendedor más eficiente y mejor remunerado: recibía sumas increíbles por declarar: "Para mí, cerveza Brahma". El cura de su parroquia le confió el cepillo en la misa de moda: el cepillero de monóculo recogía el dinero en un canasto. De igual modo se agotaban las entradas para el stríp-tease si anunciaban que Tití desabro­charía el portaligas de Miss Pernambuco.

De pronto, la sugestión colectiva comenzó a dar sus frutos de floresta tropical. Un perio­dista, hasta entonces inofensivo, publicó lo siguiente: "Tití ha entrado en los dominios de la armonía pura. Su actuación de anoche pudo haber sido una sonata para piano y pe­lota".
Cierto es también que había hecho filigra­nas y culminó marcando un gol con el trase­ro.

Pero esto no era más que el comienzo. Todo el país oyó hablar del prodigio acaecido en el barrio de Leblón. Un niño que se moría de enfermedad misteriosa balbuceó en su delirio que quería ver a Tití. El enloquecido padre salio a la carrera y una hora después Tití estaba sentado al borde del lecho. El niño miró al dios humano con sus ojos vidriosos de fiebre, y cuando éste tomó sus manos y le sonrió, el pequeño moribundo le devolvió la sonrisa y le dijo:
- Recolhido, ¿harás otro gol con o traseiro?
- Por cierto que sí, y tú lo verás, y el arbitro se tragará el pito de risa.

El enfermito se durmió sonriendo, y tres días después jugaba en el jardín de su casa...

A raíz de este episodio conmovedor e inex­plicable, un pubÍicitario visitó a Tití para ofre­cerle un millón de cruzeiros por acompañar a cierto político en su gira por el estado. La entrevista tuvo lugar a la sombra del toldo de la terraza, mirando hacia la bahía poblada de velas.
- ¿Y para qué tengo que ir con el político?
- Para atraerle gente. Es candidato a una elección de senador.
- ¿Y qué tengo que hacer?
- Nada; bastará con que anunciemos que usted va en la comitiva...

Esperó al público en el muelle del ferryboat. Iban a Niteroi, cuyos rascacielos se api­ñan al otro lado de la rada de Guanabara. Al entrar en el puerto, divisaron un lienzo de bienvenida con este rótulo: RECOLHIDO. Llamó la atención de los pasajeros la enorme cantidad de enfermos, ciegos y paralíticos en sillas de ruedas que esperaban en el embar­cadero.

Trepándose a la tribuna, el estadista excla­mó:
- ¡Electores de Niteroi...!
- ¡Tití! ¡Tití! -gritó la multitud.
- ¡Amigos míos de Niteroi, leales amigos de vuestro leal candidato!
- ¡Tití, devuélveme la vista!
- ¡Tití, tú que sanas a los moribundos, cura a un paralítico!

Espantado de lo que oía, el delantero retro­cedió, y viendo cómo la gente empezaba a rodearlo, emprendió la huida a lo largo del muelle.

- ¡Tití, haz que yo pueda volver a caminar! -gritaba un hombre que corría persiguiéndo­lo.

Sin hallar hacia dónde huir, el fugitivo se lanzó al mar y nadó hasta abordar un ferry que salía para Río. Su última visión de Niteroi fue la del ex inválido que brincaba arrojando las muletas al agua...

Esta experiencia de pesadilla atacó los ner­vios del goleador. A llegar a casa sufrió una crisis histérica y sus servidores tuvieron tra­bajo para calmarlo.

Pero las cosas empeoraron por la noche cuando la radio informó que Tití había reali­zado su segunda curación maravillosa.

- ¡No he curado a nadie! -gritó parándose de la mesa-. ¡Lo que falta es que se me venga todo el mundo encima!
Dicho y hecho. A las diez los fotógrafos y reporteros pechaban a la puerta de la man­sión. El aterrorizado futbolista pasó la noche sin pegar los ojos, y así lo sorprendió la alga­rabía de los papagayos que anunciaban el amanecer en la espesura del Pan de Azúcar.

Con el desayuno le llevaron los diarios ma­tutinos..., y ahí estaba la información sensa­cional en primera plana. El bien informado redactor decía: "En el curso de una visita a Petrópolis, nuestro cañonero accedió a ejer­citar sus dotes pasmosas curando a un polio-mielítico con sólo tocar sus rodillas. A raíz de este milagro, centenares de infelices gestio­naban anoche su traslado a Río en busca de mejoría".        

- ¡Milagros! -gritó Tití saltando fuera del lecho-. ¡Esto no puede ser!

Corrió escaleras abajo llenando la casa con sus voces : ¡Pongan llave a las puertas! ¡Agripinha, baja las persianas! ¡ Napoleáo, llama a la poli­cía!...

Dos horas después la residencia estaba ro­deada por un cordón de guardianes que mantenían a raya a una turba de curiosos. Abriéndose camino a bocinazos llegó Don Theophilo Peixoto de Azevedo, el que entró por la puerta de servicio después de dar el santo y seña convenido: "Ortem e Progresso!"

- ¡ Me tienen sitiado! exclamó Tití al verlo precipitarse en el living. Necesito que me lleven a un refugio secreto.

- No será fácil, meu filho: hay afuera una bandada de cacatúas de la prensa. Si te disfra­zaras de no sé qué, trataría de raptarte no sé adónde.                      


Vistieron al crack con una falda, blusa y pañolón de Agripinha, llenaron rápidamente una maleta y consiguieron escapar despistan­do a los perseguidores.

Cuando tuvo al fugado en su escondite, a cuarenta kilómetros de la ciudad, el señor Peixoto de Azevedo comentó:

- Ahora que estamos solos, ¿cómo haces eso?
- ¿Qué cosa?
- Los milagros...
- ¡Por Cristo, yo no hago milagros!
- Pero es que ya van dos...
- ¡Se mejoran solos!... ¡Esto es espantoso!

Estaban en un bungalow en medio de esa selva caliente, más extensa que Europa, don­de proliferan mosquitos, serpientes, caníba­les y rascacielos de Lecorbusier. El cañonero disfrazado de mucama paseaba por la veran­da como un tigre por su jaula.

- ¿Y dónde estamos, a todo esto? — En la garconniére de campo del Jefe de Policía. Socio de Botafogo, ejem.

- Yo de aquí no me muevo hasta que me aseguren que van a dejarme tranquilo.

- Tienes que volver para el partido con los congoleños...
- Iré cuando me den garantías; de lo con­trario tendrán que buscar un sustituto.

- ¡ Un sustituto de Tití! -rió Don Theophi­lo a grandes voces-. ¿Es que puede haber un nuevo Tití, un nuevo Amazonas, un nuevo Mato Grosso?... Cálmate; te dejo por un par de días; cuando vuelvas a Río no precisarás la pollera de Agripinha.

Fueron dos días deliciosos tendido en la hamaca, bajo el mosquitero, contemplando el furor vegetal de la jungla y asistiendo al carnaval nocturno de grillos y luciérnagas.

En la ciudad habíase desatado el sensacio-nalismo parlante e impreso. Pero la fuga de Recolhido hacía menos ruido que sus cura­ciones portentosas. En el intento de apelar a la cordura del público, el señor Peixoto de Azevedo organizó un foro en la TV; y éste es su texto conservado en cinta magnética:

animador.-Vamos a entrevistar a personas capacitadas para arrojar luz sobre el caso Tití. He dicho "arrojar luz", y por eso se ha ilumi­nado este auditorio con ampolletas de Westinghouse Brasileira Sociedad Anónima. Te­nemos aquí al niño Getulio Barroso, desahu­ciado y vuelto a la vida. Tenemos al señor Juscelino Menezes, paralítico que ahora baila el samba. Está también el célebre sicoanalista doctor Bastos; y nos honramos en presentar al Asesor Eclesiástico, Monseñor Joáo Go­mes. Comenzaremos por nuestro amiguito Getulio. Ponte de pie, monín... Bueno, si prefieres, quédate sentado. Dinos, crianza, lo que recuerdas de cuando Tití fue a verte a tu lecho de enfermo.

getulio.- No fue a verme. Yo soñé con Tití, pero no lo veía bien, como si hubiera poca luz.

animador.- Ah, vamos; no tendrían ampo­lletas Westinghouse.

getulio.- Sí, eran Westinghouse.

animador.- Ejem, siendo de Westinghou­se Brasileira tenían que ser buenas.

getulio.- No, no son buenas. Pestañean y se queman.

animador.-Bien, ejem; prosigamos. ¿Qué puede decirnos el papá del simpático Getulio?                      

sr. barroso.- Tití estuvo en casa. Yo fui a buscarlo. A raíz de su visita empezó a bajar la fiebre. Supongo que mi hijo confunde a cau­sa del delirio.
doctor bastos.- Así es en efecto.

animador.- Queda en claro que la presen­cia de Tití produjo la mejoría... Veamos el otro caso, el de Juscelino Menezes.

getulio.- ¿Puedo irme?

animador.- Sí, sí, por favor. Cuéntenos, Juscelino, su curación en Niteroi.

juscelino.- No sé hablar..., soy un pobre analfabeto.

animador.- No se preocupe: la mitad de la población del país es analfabeta. Primero los estadios, después los estudios. ¿Por qué fue a recibir a Tití?

juscelino.- Porque decían que había resu-citado a un niño. Me puse tan dichoso cuan­do lo vi, que salí corriendo, y él se asustó y se tiró al agua.

animador.- ¿Él no lo tocó? ¿No le habló?

juscelino.- ¿No le estoy diciendo que apre­tó a correr?

animador.- Entonces ha sido la fe la que obró el milagro...

juscelino.- Yo no profeso religión.

animador.- ¿No cree en Dios?

juscelino.- No. Soy del Noreste.

animador.- Bien. Tenemos aquí un hom­bre que no admite los milagros... Segura­mente ustedes querrán saber qué opina al respecto Monseñor Gomes. Monseñor, ten­ga la bondad.

getulio.- ¡Hola! Volví. Fui al urinario.

animador.- Monseñor: los telespectado­res esperan conocer la opinión eclesiástica sobre el caso de Juscelino Menezes, a quien una curación calificada de milagrosa no ha bastado para moverlo a la fe.

monseñor gomes.- ¿Quién la calificó de milagrosa?

animador.-Bueno..., el pueblo, la gente...

monseñor gomes.- ¡Y el animador de la televisión!... Bien: Si desea saberlo, mi opi­nión particular es que estamos ante una per­sona dotada de excepcional cordura y buen juicio, y esa persona es Juscelino Menezes. Este analfabeto, de cuya ignorancia somos todos culpables, ha dado una lección a nues­tros periodistas superficiales y a nuestro pú­blico atacado de infantilismo. (Aplausos.) Juscelino permanece ateo porque instintiva­mente sabe que no hubo milagro. Parece mentira que tenga yo que explicar que su curación no reúne ni una sola de las condi­ciones del hecho milagroso. Tití no es un santo, no tuvo relación mental con el enfermo, no lo conocía, no le dirigió la palabra, no lo tocó, no lo vio hasta después de estar cura­do... ¡La verdad es, queridos hermanos, que Juscelino demuestra mayor discernimiento que muchos creyentes que leen y que escri­ben! (Gritos de adhesión y ardorosos aplau­sos.)

sr. barroso.-¿Por qué el paralítico tiró las muletas y corrió?

doctor bastos.- Se trata de un fenómeno de sugestión o de histeria, producido por el tremendo deseo de mejorarse y por la fanáti­ca admiración que despierta el futbolista.

animador.- ¿Qué habría pasado si Tití hu­biera permanecido delante de los tullidos y sordomudos que había en el muelle?

doctor bastos.- Probablemente algunos de ellos habrían recobrado la salud; o tal vez no…

monseñor gomes.- Es tranquilizador que estos hechos se reduzcan a sus justas propor­ciones. Quisiéramos hacer desde aquí un lla­mado...

animador.-Agradezco a ustedes, en nom­bre de ampolletas Westinghouse  Brasileira...

monseñor.-... un llamado a la conciencia pública...

animador.-... y ponemos fin a este repor­taje de cinco minutos improrrogables auspi­ciados por Westinghouse Brasileira Sociedad Anónima por Acciones...

De esta manera las cosas fueron puestas en su lugar. Pero sucede que la mayoría no ve televisión, y por otro lado, los enfermos no renunciaban a su anhelo de mejoría. Al regre­sar Tití de la selva, encontró su casa como la había dejado: cercada por los guardianes y rodeada de un piño de suplicantes. Al bajar del automóvil, un mudo le gritó:

- ¡R-r-recolhido! Y la multitud aulló:

- ¡ ¡Milagroooo!!...

A partir de entonces la vida fue para Tití una prueba harto difícil de sobrellevar. No pudiendo huir de nuevo, pues ya habían lle­gado los congoleños (tres aviones con juga­dores, corresponsales y místicos), se tuvo que resignar a recluirse en su domicilio, del cual sólo salía para trasladarse al campo de entrenamiento. Sus entradas y salidas daban lugar a tumultos comparables a los que  se producían en las puertas del estadio.

Desesperado, declaró en conferencia de prensa que jugaría por última vez para emi­grar o retirarse a un refugio inaccesible. Na­die le creyó, pero, ¡ay!, estaba próximo el broche final de su brevísima carrera.

El encuentro con los gigantes del Congo había despertado una expectación nunca vis­ta. Cien mil personas quedaron sin entrada, lo que hizo pensar en la necesidad de cons­truir un estadio aún más grande que el de Maracaná. Veinte mil espectadores de gale­rías pasaron la jornada en sus asientos, bajo el sol abrasador, y centenares se introduje­ron con artimañas, con entradas falsas o a puñetazos. Dos niños perecieron en el rau­dal humano y hubo decenas de casos de inso­lación y centenares de robos de billeteras.

Un helicóptero recogió a Tití del jardín de su casa (bloqueada por la muchedumbre) y lo trasladó volando sobre la ciudad acribillada de luces, de parpadeos rojos y verdes y de convoyes de faros que se perseguían a lo largo de las avenidas, caracoleaban por los cerros y desaparecían y reaparecían por las bocas de los túneles.

En medio de esa vorágine lumínica, el coli­seo inmenso semejaba una caldera con la humareda de los cigarros concentrada bajo los haces de los reflectores.

Flameaban las banderas futbolizantes y relucía la malla de acero que protege la vida de los arbitros. El helicóptero descendió con lentitud y se detu­vo a unos metros del suelo; y cuando Botafo­go hacía su entrada a la cancha, a Maravilha do Mundo se descolgó con agilidad por una escala de cuerdas. El gentío compacto se pu­so de pie, batiendo palmas y voceando, a tiempo que racimos de globos y bandadas de papagayos se largaban al aire por las escoti­llas de acceso. A la recepción apoteósica si­guió el aplauso tibio que saludó a los invictos del Congo, gigantones de pies descomuna­les y camisetas rojas que obsequiaron bande­rines pero no sonrisas...

Tarea difícil resumir un partido que cierto diario de Río llamó Jutlandia do céspede.

Desde las primeras evoluciones de las es­cuadras, se echó de ver la aviesa estrategia de los cañoneros africanos. Bebé y Pipo rodaron lesionados, efecto de colisiones intenciona­les, y aprovechando esta ventaja el enemigo batió dos veces consecutivas el arco de Botafogo. Entretanto, un hombre vigilaba al peli­groso Tití, siguiéndolo de cerca sin quitarle de encima su mirada oblicua. Tan pronto el crack arrancó con la pelota entre los pies, este sujeto y dos o tres dé sus conmilitones lanzáronse a interceptarlo; y uno de ellos lo atropello con propósito inequívoco. Tití rodó lejos, y de la violenta caída se levantó dando señales de fuertes dolores. Dio unos pasos, tambaleante, y volvió a caer. La concurrencia saltó de sus asientos -¡un cuarto de millón de almas!-y un clamor indescriptible se ele­vó dentro de ese valle de cemento. Arrojaron botellas y cocos sobre el infractor y sobre el árbitro argentino, que no atinó a censurar la falta.

Con tres de sus hombres arrastrándose por el campo, el disminuido Botafogo movía a lástima en sus desesperados esfuerzos por no dejarse arrollar... Y así terminó la primera etapa de la batalla: Congo 5 — Botafogo 0.

Durante los angustiosos minutos del inter­valo, expertos masajistas trabajaron con ar­dor para ayudar a recuperarse al ídolo desca­labrado, mientras el entrenador enfurecido le daba a beber aguardiente con pólvora. El público guardaba silencio, como si estuviese entregado a la oración; en el gabinete de transmisiones un comentarista llamaba a los africanos "rinocerontes", y al referí, "moni­gote".

Una ovación hizo revivir al estadio cuando Recolhido reapareció andando con ademán de resolución sombría. ¡Ahora verán!, pare­cía decir con su boca apretada...

Sonó el pito y fue como si se desatara una fuerza de la naturaleza. Tití se apoderó de la pelota, corrió con sus zancadas de orangu­tán, ayudado por la mirada de quinientos mil ojos que parecían llevarlo en vilo, y desde veinte pasos "hizo fuego" contra la valla ene­miga. El goalkeeper no tuvo tiempo de pen­sar.                             

- ¡Gooooooooool!! -gritó el Brasil ente­ro.

Uno de los locutores radiales dio comien­zo al alarido más largo que se ha escuchado jamás. En el mismo instante, un cañonazo retumbó del lado de Guanabara. Era la salva de un destructor, disparada en señal de júbi­lo patriótico. Su estampido rebotó en la mole del Pan de Azúcar, en la Mesa del Emperador y en el enhiesto Corcovado donde resplan­decía el Redentor; y siguió multiplicándose en el caos de islas y montañas, como si la flota nacional hubiese entrado en acción. Cuando esos ecos se extinguieron, el alarido del locu­tor continuaba. Parecía que duraría toda la noche. De pronto el artista puso los ojos blancos, giró sobre sí mismo y cayó muerto como un héroe, sin soltar el micrófono.

A partir de entonces la Mariposa Azul de las Canchas revoloteó libando el néctar de las ovaciones. Al minuto siguiente llegó otra vez ante el arco africano y desde dos metros tiró un pelotazo homicida. El guardavallas atajó (por simple casualidad), pero fue a dar al fondo de la red con las manos quebradas y la pelota reventada. A los siete minutos, nueva patada horrísona a una nueva pelota contra el nuevo arquero Moshomba. A los catorce mi­nutos el marcador señalaba el empate y el estadio se volvió un manicomio de gritos, brincos y cosas lanzadas al aire.

Viendo perfilarse la derrota, los congole­ños repitieron la táctica del palitroque, dejando a Pipo y Catete contusos. Una ba­tahola de trompones y puntapiés fue la con­secuencia, y el arbitro no halló nada mejor que expulsar a dos de los jugadores brasile­ños... Patriotas iracundos destruyeron sec­ciones de la malla salvavidas y un coco dio bote en la coronilla del señor Juan Carlos Leguizamón.           

En el tiempo que tardaron Catete y Pipo en reponerse, los arteros africanos batieron otras dos veces la valla de Botafogo. Tormen­tosas rechiflas condenaron esta ventaja in­mérita. Pero la Razón de Ser de las Hojas de Laurel iba ganando en inspiración por mo­mentos y sus divinas jugadas quitaron toda esperanza al, congoleño. Coqueteaba sobre el césped como el lápiz del caricaturista so­bre el papel. La pelota era un colibrí entre sus pies cuando algún iluso intentaba arre­batársela; era una pluma en la borrasca cuando corría con ella burlando intercepto­res; y era una bala de cañón cuando la dispa­raba al arco.
Cosa nunca vista: sus propios contrincan­tes se iban convirtiendo en espectadores. Lo seguían con mirada hechizada, y uno de ellos aplaudió-todo el estadio fue testigo cuando a raíz de una caída la Campana de los Domin­gos marcó el décimo gol desde el suelo.

-¡¡¡Desde el suelo, como lo oyen!!! -au­lló el locutor que sustituía al que había falleci­do-. ¡¡Cayó, retuvo al balón entre los boti­nes, y con patada insospechada derrotó al desprevenido Moshomba!! ¡¡Faltando siete minutos para finalizar el partido, el hombre de Pelotas ha producido el gol más inaudito de la Historia!!...

Todo lo anterior había quedado en la som­bra; por eso aplaudió el africano Lolombo y sus coterráneos mostraron los colmillos en muecas parecidas a sonrisas.

¿Qué más podía verse esa noche? La mu­chedumbre afónica y sudorosa empezó a moverse en demanda de los pasillos, y enton­ces apareció el helicóptero que venía a reco­ger al Abanderado de la Gloria. ¡A llevárselo por el aire, por su nuevo camino: el cielo!

- Descendí hasta unos noventa pies -dijo más tarde el piloto al declarar en el sumario policial-, y me quedé observando el juego que estaba por terminar. Es muy curioso visto desde arriba. Los jugadores parecen pigmeos aplastados contra el suelo y la pelota es laque juega con los hombres... De repente el nº 10 de Botafogo (todos saben que hablo de Tití) corrió a lo largo de la cancha, que semejaba el tapete verde de una mesa de billar, llevan­do entre los pies la bola blanca. Después de eludir a dos o tres individuos, la Luz de las Favelas se encontró ante una compuerta de zagueros y medio zagueros a través de la cual no podía filtrarse. Pero un poco aparte de este grupo, y cerca del pórtico africano, vio al arbitro. Con la rapidez del relámpago calculó y pateó contra el señor Leguizamón. El balón rozó matemáticamente el cuerpo del referí, y cambiando de dirección entró en la valla co­mo una pedrada. Era el primer gol consegui­do en el mundo utilizando al arbitrador. En ese instante terminó el match y se produjo el tumulto. Mientras el estadio enloquecía, los congoleños corrieron a rodear a la Recom­pensa de los Niños Buenos, como también le llamará la posteridad. El fabuloso jugador pa­reció sucumbir entre los rojos uniformes de los gigantes. Divisé su camiseta cuando entre varios se la arrancaban como una reliquia.

Coincidió esto con el derrumbe de la malla de seguridad y la avalancha de místicos con banderitas congoleñas que invadió el campo en medio del griterío selvático. Nada más distinguí de esa escena incongruente hasta que acudió la policía...

¡La policía! Demasiado tarde para advertir a Moshomba y sus piadosos paisanos que lo que estaban haciendo no era costumbre en el país, salvo, naturalmente, en el interior, en los misteriosos territorios de la Amazonia, donde todavía practican las tribus el rito de devorar al enemigo ilustre para posesionarse de sus virtudes de valor e inteligencia con el objeto de elevar el espíritu hacia altas metas de perfección.

ANALISIS DE LECTURA.

1. Relate el primer encuentro de Tití con el fútbol.
2. ¿ A qué se debe el nombre Tití?
3. ¿ Cuando fue la primera vez que Tití huso zapatos?
4. ¿ Por qué se descubrió que Tití era un analfabeto?
5. ¿ Como le cambio la vida a Tití después de comenzar a jugar fútbol?
6. ¿ Por qué Tití se convierte en un ídolo?
7. ¿ Qué ocurrió con los brasileños cuando Tití iba a ser transferido a un equipo de fútbol de Inglaterra?
8. ¿ Quienes tuvieron que intervenir y de que manera para que Tití no se fuera del país?
9. Relate lo que ocurrió con un niño enfermo en el barrio Leblón?
10. ¿Qué pasó con la gente de Petrópolis cuando fue visitado por Tití?
11. ¿Dónde tubo que huir Tití para esconderse de los fanáticos que lo seguían?
12. ¿Cuál fue la opinón de monseñor Joâo Gomes en relación con los milagros realizados por Tití?
13. Mencione tres hechos ocurridos por el encuentro de fútbol con los congoleños.
14. Relate lo que ocurrió en el partido de fútbol con los Congoleños.
15. Quienes son los siguientes personajes:
Agriphina – Peixoto de Azevedo – Getulio Barroso – Juscelino Meneses – Joâo Gomes.

Piedra callada
Marta Brunet

Cuando Esperanza dijo que quería casarse con Bernabé, la madre, en respuesta, le dio una paliza, manera bastante simple, pe­ro que ella estimaba infalible, para quitarle la idea de la cabeza. La muchacha no dio un grito y en cuanto pudo escapó a contarle a la patrona sus cuitas.

—iHasta cuándo no me va' ejar casarme! Cada vez que tengo un pretendiente me lo espanta. Al mocetón de los Machuca lo corretió a lo qu' es piedra de honda. Y sin contar con las apaliaduras que me da. Hable su mercé con ella y llámela a razón. Ando en los veinte años. ¿Es que me quere ejar pa vestir santos?

La patrona la miraba vagamente reflexiva. No era extraño que tuviera pretendientes, linda, bien enseñada, casi como una sirvientita pueblerina, que siempre había vivido allegada a las casas, bajo su protección.

—Pero ¿qué te dice ella?

—Agora no me ijo na. Me apalió no más. Pero otras veces ice qu' ella no mi'ha criado como una flor para que me coma el más burro. Cosas de veterana... Porque, al fin y al cabo, pue, patro­na, yo no soy más que una huasita pa casarse con uno d'estos laos.

—¿Y quién te pretende ahora?

Esperanza vaciló un segundo antes de responder:

—Bernabé, el de los Villares, el más guaina, el que trabaja en el palo parao, en los cercos.

—Pero si es una bestia... —exclamó la patrona después de una pausa para recordar al mozo.

—Yo lo quero harto... Claro qu'es así, medio lerdo, pero güeno y trabajaor como ni'uno. D'esto puee dar fe cualesquiera en el fun­do. Y sin vicios. Arreglao pa toas sus cosas. Es lerdo no más. Eso es too.

La patrona la miraba en suspenso, sin saber qué resolución to­mar, porque no era la primera vez que se le presentaba el caso que la muchachita venía a pedir auxilio para defenderse de la madre, que no admitía más voluntad que la suya. Y no era posi­ble que sistemáticamente se opusiera a que Esperanza se casara. Celos de madre que no tenía sino esa hija, viuda y bregando como una desesperada para criarla, ayudante del molinero al morir el marido, que por años sirvió ese puesto, y desempeñándose ella con tal pericia que en verdad era quien dirigía los trabajos.

Ambición de madre que tal vez quería un hombre con mayores posibilidades para marido de la muchacha y no aquellos cachazu­dos peones que nunca serían otra cosa. Pero ¿dónde hallar ese marido? Su mundo, lógicamente, tenía que ser aquél de campo entre montañas. Su destino, casarse con un mocetón allí nacido. Tener un rancho propio. ¿Qué más? Si, porque más que eso, que los mocetones hijos de los inquilinos, no había en el fundo hom­bre alguno soltero. ¿Dónde, entonces, encontrar un marido para Esperanza, que en verdad era superior inmensamente a su medio?

Y cansada de haber cavilado tanto sobre un asunto que le im­portaba un poco, no mucho, no estaba segura si mucho o poco, la patrona hizo una pregunta que creyó definitiva:

—¿Pero tú estás segura de querer a ese Bernabé? Esperanza hizo el gesto clásico de arrollar y desarrollar la punta del delantal y contestó sin ambages:           

—Patrona, de toos es el que más hei querío. A los otros los hei querío así no más. A éste lo quero harto. Es güeno y me quere harto tamién. Claro qu'es lerdo... —concluyó con apuro, porque la patrona la miraba sostenidamente, como si quisiera verle el fon­do del alma. Y en realidad no la miraba, entregada, como siempre, a sus propios vagos pensamientos.

—Bueno, bueno. Hablaré con tu madre.

—Claro que su mercé —y se puso muy zalamera y era así un en­canto, con los ojitos pequeños y muy rebrillosos, y con dos hoyue­los que se le marcaban en las mejillas tan de melocotón pelusiento, y tan arremangada la nariz, y por boca un mohín de niña que se sabe linda y especula con su lindeza— podía irle diciendo al patrón que nos diera rancho, porque así mi mamita no hallaría tanto que icir y ya teniendo rancho seguro, a Bernabé no lo mi­raría en menos naiden y es claro que too andaría al tiro mejor... Su mercé se lo ice al patrón, ¿no?

—Si, sí... Ya te conozco... Con lo buena que eres para los arrumacos... Ándate tranquila...

Se quedó pensando, así, yendo de una a otra nebulosa de ideas, que era su manera de pensar, que tal vez podía llevarse a Espe­ranza, a la ciudad, como sirvienta, o mandarla a la escuela, o que ayudara a la enfermera que cuidaba a su madre. Hizo un gestó con la mano, como si borrara algo frente a los ojos. No, resultaba aquello mucha responsabilidad. Con lo linda que era la mucha­cha... A lo mejor, en vez de casarla... —y de repente pensó en el chofer, tan excelente hombre, que tenía su hermana, soltero, que podía enamorarse de Esperanza y casarse con ella—; si, en vez de casarla, pasaba cualquiera de esas cosas feas, que se cree que sólo existen en las novelas o en los films y que de repente .se hallan también en la vida... Y la madre, la vieja Eufrasia, no iba nunca a dejarla irse, así fuera con ella. Y es claro que con la vieja. Eufra­sia y con Esperanza no iba a cargar. Aunque a lo mejor la vieja servía para lavandera o para hacer dulces o para abrir la verja cuando llegaban los coches. Volvió a hacer el gesto de borrar algo ante los ojos, algo que estaba allí sin forma. Y terminó por irse muy de prisa a su habitación, que de pronto recordó que era la hora del episodio radial tan lleno de inesperados acontecimientos.

Por cierto que olvidó hablar con Eufrasia. Pero Esperanza vino a la tarde siguiente y no cejó hasta conseguir que llamara a la madre y tuviera con ella una explicación. De la cual no se sacó nada, porque ese día la patrona estaba más en las nubes que de costumbre, perdida en su limbo, y la vieja quedó triunfante con sus respuestas y sus argumentos.

Era una vieja alta, huesuda, con el perfil corvino y una boca fina, apretados los labios y el inferior sellando una voluntad que sabía su meta, pero que sabía también llegar a ella por atajos, gateando, entre largas esperas, si el camino derecho se ponía di­ficultoso de obstáculos.

De regreso al molino, sin mayores explicaciones, le dio una pali­za a Esperanza. Con lo que ésta entendió que tenía que buscar otro apoyo si quería casarse con Bernabé.

Fue entonces a verse con el patrón, estampa de viejo cuño. Señor que parecía la réplica del abuelo que guerreara en la independen­cia. Le dijo Esperanza lo mismo que ya le había dicho a la patro­na. E inmediatamente el patrón hizo venir a Eufrasia. Diez minu­tos después salía del escritorio una vieja asequible que se cruzaba con Bernabé —también mandado a llamar por el patrón—, al que saludaba con frío comedimiento:

—Güenas tardes.

A lo que el hombre sólo atinó a contestar con un gruñido inin­teligible. Adentro el patrón le dijo:

—Bien. La Eufrasia está conforme con que te cases con la Espe­ranza. Eres serio y trabajador. Como el casado casa quiere, te voy a dar el rancho de don Valladares en la laguna. Valladares quiere venirse para acá, para estar cerca de la escuela y educar a su par­vada de chiquillos, deseo que me parece muy sensato. Te casas y te vas para arriba. El rancho es nuevo. Y allá tienes trabajo para años, qué todavía queda por cercar todo ese lado que linda con las termas. Ya hablaré con el administrador sobre las condiciones en que te irás. Y ahora a ser un hombre cabal y a portarse muy bien con la Esperanza.

Contestó Bernabé con otro gruñido ininteligible, dio dos o tres vueltas a la chupalla entre sus manazas, agachó la cabeza y como embistiendo se dirigió a la puerta. Parecía casi rectangular, con los hombros, horizontales y unos enormes píes cuyas puntas sé voltea­ban hacia afuera, colgantes los brazos y todo él anudado de fuer­tes músculos. Sobre ese cuerpo de gigante, la cabeza pequeña, re­donda, se alzaba sobre el cuello desproporcionadamente delgado, con la nuez enorme y temblona. Una frente estrecha, el pelo duro de escobillón, unos ojillos sesgados y apenas lucientes bajo los pe­sados párpados cautelosos, una boca de labios gruesos, un cutis lam­piño y entre todo ese conjunto negativo en que el espíritu parecía no hallar albergue, la inusitada belleza de unos albos dientes brillosos.

Al llegar al molino. Eufrasia dijo fría y firme a la hija, que la esperaba recelosa y ansiosa:

—El patrón quere que te casis con Bernabé. Te podís casar cuan­do se te antoje. Pero desde ese día no tenis más madre.

Fue un corto noviazgo entre los hoscos silencios de Eufrasia, la chachara de pájaro enloquecido de sol de la hija y el otro silencio del hombre, presencia que enardecía en ira a aquélla y que para Esperanza significaba dos oídos atentos a sus palabras, la acepta­ción de todos sus propósitos, una defensa latente para —¡al fin!— realizar su voluntad, haciendo caso omiso de la madre.

Bernabé fue al rancho, ya desalojado por don Valladares. Volvió diciendo, con sus palabras tartajosas, que estaba muy bien, que no necesitaba arreglo alguno, que el menaje que llevara a lomo de mula había llegado sanito.

Se casaron en el pequeño pueblo cercano, y ahí mismo —tan sólo los habían acompañado los testigos y padrinos, que Eufrasia fue terminante para decir que no quería festejos— enrumbaron los re­cién casados para el rancho, junto a la órbita azul de la laguna, en­tre las estribaciones de la cordillera.

Eufrasia se hizo más dura, más recóndita, más ahincada en su trabajo. Nada se sabía de la nueva pareja. La laguna quedaba en un extremo del fundo. El camino era tan sólo transitable hasta cierta altura por vehículos, y desde ese punto en que se entraba de lleno por desfiladeros entre montañas vírgenes, había una huella para caballares, tortuosa, vadeando torrenteras, yendo de uno a otro lado del río que lentamente cobraba caudal, hasta llegar al fondo de aquel anfiteatro de picachos, arremansándose para formar la tersa extensión de la laguna. De un lado la bordeaba la mon­taña, espesa, caída hasta dentro del agua; del otro se abría un an­gosto valle, y allí, en un altozano, estaba asentado el rancho, edifi­cio de madera, chato, rodeado de cobertizos y casillas. La laguna parecía ciega. Pero en un extremo las montañas curvaban un reco­do, se abrían estrechamente en un tajo y por ahí, fragorosamente, entre líquenes y enredaderas, en un ambiente de verde humedad, el agua se arrojaba precipicio abajo para, sobre el fondo de un nuevo cauce, seguir su tumultuosa búsqueda del mar.

Del lejano rancho no podía nadie traer noticias. Eufrasia parecía no aguardarlas. Nunca mentaba a la hija. Con un sordo rencor ha­cia ella. Con un sordo resentimiento hacia los patrones, que le impusieran ese matrimonio. Que fuera feliz o desgraciada le era igual. Se abroquelaba en esa indiferencia.

—No me importa .. . No me importa na ... Que sufra si es que tiene que sufrir.. . ¿Pa qué se casó? Ella bien sabía lo que hacía ...

Pero el "Que sufra ..." era la repetida cantinela de su corazón, ritmo de su sangre, rueda como la del molino, jamás detenida y siempre moliendo renovado grano

Ni siquiera tenía Bernabé necesidad de venir a las casas para proveerse, porque en aquel fundo enorme, encomienda que fuera en tiempos coloniales, había cinco mayordomías bajo el mandato de una administración general y el hombre estaba ahora a las ór­denes del mayordomo de la hijuela Primera y allí debía llegarse para su abastecimiento y todo lo concerniente al trabajo. Hacía un viaje cada tantos meses. Y una vez al año el mayordomo iba hasta la laguna para echar una mirada a los cercos. De las venidas de Bernabé a la hijuela Primera poco se sacaba, que el hombre seguía siendo callado y a las preguntas contestaba con atrope­lladas palabras y no muchas. Era el mayordomo el que traía noticias:

—¡Ta de canija la Esperanza! ¡Parece palo di'ajo! .Con tanto chiquillo, tamién, no es pa menos. Y sin salir nunca del rancho. Trabajaora, eso sí, lo mesmo qu' él. ¡Bestia igual no si' ha visto! Viera, vieja, el muelle que si'há hecho en la laúna y un bote de lo más encachao, y como hay tanta pesca, se las arregla lo más bien pa tener toos los días su caldillo de trucha o de salmón. ¡Viera! Y el rancho lo más acomodao. Porqu'ella es tan señorita, la Esperanza, da gusto. Si no estuviera tan flaca. La mocosa ma­yor es igualita a ella, a la Esperanza: los mesmos ojos y lo mesmito e donosa ...

La mujer del mayordomo, doña Cantalicia, inventaba viaje a las casas, especialmente para contarle estas novedades a Eufrasia. Que apretaba los labios, remarcando ese gesto que la semejaba a una máscara voluntariosa; que endurecía el filo de la mandíbula, ce­rrando con el labio inferior el otro desaparecido bajo su presión. Pero no hacía comentario alguno, para grande enojo de doña Cantalicia. 
                               .
"Porque hasta a las bestias les debe gustar saber de sus crías...", se decía muy alborotada por dentro. Y se desquitaba en intermina­bles chacharas con el otro mujerío de las casas.

Eufrasia cumplió treinta años en el molino. ¡Treinta años! Una vida. El patrón la llamó y con su manera recta y sin discusión, le dijo que se la jubilaba con sueldo íntegro y que podía elegir entre seguir en el molino, en el departamento que había ocupado siem­pre, pero sin intervención alguna en el trabajo, o vivir en las pro­pias casas de los patrones, en algunas piezas que se le destinarían y haciendo lo que quisiera. ¡Que bien ganado tenía el derecho al descanso!

—No estoy cansa. No preciso descanso —protestó, agregando en seguida rápidamente—: Pero si su mercé ha dispuesto ya lo que quere qui'haga..., no hay más que agachar la cabeza y decir amén ...

—¿Quiere quedarse en el molino?

—Pa mí el molino es el trabajo. No tengo pa qué quearme allá si voy' estarme mano sobre mano.


—Hable entonces con mi mujer y arreglen el traslado. Hay dos piezas en el último patío, que le serán cómodas.

—Gracias —dijo la vieja secamente, y obligándose a una mayor amabilidad añadió—: Muchas gracias por too.

Se instaló en esas dos piezas que le asignaban. Pasó días de días hoscamente encerrada en ellas y en sí misma. Pero al cabo empezó a abandonar su rincón y a tomar parte en las actividades de la enorme casa. Un día, sin que nadie se lo pidiera, limpió, sin ayu­da alguna y en la forma más prolija, todos los vidrios de la galería. Otro se fue con un colchón a cuestas hasta un extremo del patío y allí organizó un verdadero taller, escarmenando lana, lavando telas, rellenando, cosiendo. Apenas daba término a una de estas labores, oteaba por la casa y sus dependencias hasta dar con otra.

Los años no le desgastaban la energía. Esos mismos años que en los demás habían ido acentuando características, y así la patrona, dulce y distraída, exclamaba al verla trajinando, con un acento cantante como ritornelo:

—¡Qué perla es esta Eufrasia! ¡Qué perla es esta Eufrasia! De regreso de sus paseos a caballo, al caer la tarde, el patrón solía encontrarla ayudando a rodear los chanchos o los terneros, manejando la honda para avivar a los rezagados:

—¡A ése, Eufrasia! ¡Buen tiró! —y con una de sus súbitas sonri­sas agregaba con la voz autoritaria que no resquebrajaba el tiem­po—: Pero no' ponga piedras grandes, que de repente va a dejar rengo a un animal...

Un día llegó doña Cantalicia. Como siempre, con su alforja de novedades. 
                     .
La Esperanza ta harto enferma. Tanto chiquillo y tanto aborto, no es pa menos, así ice mi viejo. Y Bernabé no quere saber na de llevarla pa'l pueblo pa que la vea el doutor. ¡Tan bestia el pobre! Con razón usté no fue gustaora d'este matrimonio. Pero el caso es que la Esperanza ta en los puros güesos; a veces pasa días sin poder levantarse, y cuando se levanta, anda a la pura rastra no más. Yo sé que a usté no le gusta na que li'hablen  d'estás cosas, pero a mí se me le hace pecao no venir a icírselas.

—Gracias por lo comedía —contestó Eufrasia, y se volvió de per­fil, dando por terminada la conversación. Aquello le hurgaba adentro como un cominillo: "Enferma.. En cama... A la rastra...". Pero se volvía furiosa consigo misma y se imponía la vieja frase rencorosa: "iQue sufra! iQue sepa lo qu'es güenol...¡Que se friegue!..." Pero la frase no podía tomar su antiguo ritmo de estribillo, ahogada por las olas de inquietud, cada vez más fuertemente repercutiendo en su interior, acantilado en tormenta.

Poco tiempo después la llamó el patrón.

—Mire, Eufrasia, me avisa el mayordomo de la hijuela Primera que Bernabé pasó para el pueblo con la Esperanza enferma. Está en el hospital. Los chiquillos quedaron solos en el rancho. Creo conveniente que se vaya a cuidarlos.
—Yo no voy onde naiden me llama...
—Pero va donde la manda su patrón. —Se hallaron sus ojos y la vieja al fin desvió los suyos, como siempre, ante esa voluntad de hombre y de señor.
—Ta bien, patrón.
—Arregle sus cosas. Ya di orden para que mañana al alba vaya un mozo a dejarla. Se van en cabriolé hasta la hijuela Primera, de ahí siguen a caballo y llevan su equipaje en una mula. Vea allá cómo están las cosas, quédese el tiempo que estime conveniente. Ya hablé por teléfono con el mayordomo, para decirle que advier­ta a Bernabé que usted estará cuidando a los niños por  orden mía.

—Gracias —pareció aliviada, como si las olas que continuaban pegándole en el pecho se hubieran de pronto vuelto mansas. No habló una palabra más.

El mozo que hizo con ella el camino la miraba de soslayo, un poco incómodo con esa compañía silenciosa, admirado al propio tiempo por la entereza de Eufrasia, que aguantaba barquinazos, polvo y viento, calor, sed y fatiga, sin una protesta.

Doña Cantalicia tenía noticias nuevas.

—Mi viejo telefoneó p'al hospital, por orden del patrón, no se le imagine que por novedosear nosotros. Habló con la Madre Superiora, que le'i jo, después de muchas demoras pa consultar al doutor, que a la Esperanza tenían que operarla del interior, usté sabe, y que icía el doutor que una vez que la operaran tenía por lo menos pa un mes de cama y que después d'ese mes él vería si la ejaba o no irse pa'l rancho. Que no es bien grave lo que tiene, pero qu'es grave.

La vieja apretó los labios, presentó el perfil por sobre el cual sintió que pasaba un hálito de pozo, y no dijo nada.

No parecía haberle hecho mella el cansancio al llegar a la laguna. Inmediatamente ordenó el revoltijo que era todo, sucio y despatarrado. Empezando por Venancia y los cinco hermanitos. Que, llenos de azoro, no sabían qué actitud tomar ante esa abuela que aparecía sin anuncio previo y de cuya existencia tenían tan vagas noticias. Una abuela que los miraba sostenidamente, que so­bre la cabeza de cada cual fue poniendo una mano con gesto que no alcanzaba a ser una caricia, sino una especie de toma de posesión, a la par que le preguntaba el nombre. En seguida examinó rancho y dependencias y empezó a dar órdenes, a trabajar ella misma, con ese método que obraba el milagro de la rapidez.

Antes de irse al amanecer del otro día, el mozo vio un rancho en perfecto aseo y unos chiquillos limpios y sumisos al mandar de la abuela. Y llevaba una lista de cosas absolutamente necesa­rias, lista que Eufrasia enviaba al patrón con una carta, pidiendo que se las comprara a su propia cuenta y que por favor se las hi­ciera llegar en seguida. A más de otras cosas de su propio menaje. Y el patrón entendió aquello e hizo que el mozo volviera con una recua cargada. Así fue cómo los niños por primera vez vieron una máquina de coser y cada cual durmió en su cama y tuvieron ropa a la que se pudiera llamar tal y no andrajos.

Una semana después llegó Bernabé. Ya había digerido, pero ma­lamente, la noticia que le dieran en la hijuela Primera. Saludó con un gruñido, a la vieja. Que le contestó con otro similar. Y se quedaron mudos, pensando él hombre que no le hablaría de la Esperanza si ella no le preguntaba, empecinada la vieja en no pre­guntar nada si él no daba espontáneamente noticias.

Fue Venancia la que intervino:
—¿Ta mejor la mamita?
—Ta mejor, más alivia —y no agregó otro detalle.
—¿Se levanta ya?

—No ... y no más preduntas. Cébame un mate...

El hombre paseaba por el rancho una lenta mirada de soslayo. Parecía aquello como cuando la Esperanza estaba sana, en un tiem­po tan lejano que no alcanzaba a precisarlo. Cuando recién se ca­saron, Por ahí... Y no había tanto chiquillo. La verdad era que los chiquillos lo habían arruinado todo. Porque la culpa de la en­fermedad de la Esperanza la tenían los chiquillos, tantos chiquillos. Parir y parir. ¡Pobrecital... Y le temblequeó la nuez en una sú­bita emoción. Lo que faltaba era que fuera a morirse no más. Estaba tan flaquita, tan blanca, tan sin fuerzas cuando se despidió de ella. El doctor le había dicho que volviera a verla pasado un mes. Bueno... Así era la vida... Y la vieja ahora en el rancho. ¿Por qué el patrón se metía en cosas que no le importaban? ¿Por qué había mandado a la vieja al rancho? Su rancho era suyo. Faltaba más... Echó otra mirada en contorno, sostenida, detenién­dose en cada cosa. Cuando llegó a la máquina, sin volverse, dijo despaciosa y trabajosamente:

—Parece que se trajo toas sus pilchas. ¿Que se le imagina que va a vivir pa siempre en el rancho?
—Mientras el patrón no mande otra cosa...
Él hombre masculló algo y siguió mirando.

También era cierto que él, solo con la chiquillería y con aquella Venancia que no sabía hacer nada, tan quedada para todo, tan sin asunto... Miraba ahora, ceñudo, el candil que la vieja en­cendía.

—No soy gustoso d' esos lujos —dijo atascado con las palabras más que nunca, porque estaba furioso.

—Los pago yo —contestó la vieja firmemente.

Una semana después vino un recadero de la hijuela Primera. Habían avisado del hospital que Esperanza estaba gravísima. Par­tieron ambos, el recadero y Bernabé, y días después regresaba el, hombre, como si de golpe la cabeza se le hubiera enterrado entre los hombros y los brazos colgantes. Esperanza había muerto.

La vida giró por un tiempo en torno a la ausente. Se hablaba de la difunta los niños tenían largas confidencias con la abuela y hasta el hombre, alguna vez en que el recuerdo lo ahogaba, decía algunas palabras en que volcaba su tristeza.

Pero en la abuela el reconstruir lo que había sido la existencia de Esperanza en esos años, hecho a través de las historias intermi­nables de los niños, se convirtió en palos, virutas, estopas, montón al cual ella sentía, con una especie de frío miedo, que en cualquier momento iba a prender el fuego de su viejo rencor, que era ahora odio por el hombre.

Decía un niño:

—Allí, en la montaña, ebajo del roble con copigües, enterraba el taita a las guagüitas. O decía Venancia:

—Si se lo pasaba encima d'ella y despué era el lamientarse por­que s'embarazaba. Y otro de los niños añadía:
—A veces ella lloraba harto y gritaba. ¿Te acordái?
—Y la vez que la Venancia jue y le gritó: "Ejela, éjela, no ve que s'está muriendo".
—Y la tunda qu'él le dio.
—¿A quén? —preguntó la abuela.
—A la Venancia, pus, por intrusa.

Eufrasia no hablaba de irse. Bernabé no decía que se fuera. De las casas no había noticia alguna.
Empezó el invierno. Viento que bajaba de la cordillera, afilado y silbante, cortando las hojas y burlándose de las desnudas ramas de los árboles. No se oía el insistente barullo de las cachañas y tan sólo algún lento pájaro de presa rayaba el cielo con la rúbrica amenazante de su vuelo. Pájaros que no contaban con Eufrasia, su honda y su prodigiosa puntería que los alcanzaba, y era entonces la algarada de los niños buscando el ave muerta por valle y montaña.

Las nubes llegaban del norte, negras, grises, blancas; se confun­dían, hacían y deshacían arquitecturas monstruosas, se iban. Pero a veces se amalgamaban hasta formar una sola nube gris y baja, y entonces la lluvia caía, persistente, interminable, desesperante. Acla­raba; apenas si había un día, dos; tres a lo sumo, de bonanza, y de nuevo empezaba el juego del viento y de las nubes, hasta que otra tormenta hacia desaparecer en los hilos de lluvia la mon­taña y la laguna, aislando a la familia en el encierro del rancho, en lentas, interminables horas, días, semanas, indistintos, abruma­dores hasta la atonía.

Para la abuela siempre había actividad. Quehaceres domésticos. Costuras. Tejidos. Enseñar a los niños. El hombre Se iba a uno de los cobertizos y con el hacha en un constante revoleo brilloso, pi­caba leña para el hogar, que debía mantenerse siempre encendido, evitando que el frío se metiera en los huesos hasta entumecer. Pero todo trabajo cobraba mecanismo. Se hacía sin gusto, sin dis­gusto también. Se hacía. Lo demás era el tozudo caer de la lluvia, el grito del viento, el retumbo de un árbol derribado en la mon­taña. Y esperar que la lluvia se hiciera menos agresiva, que la rastra del viento sur se llevara los nubarrones.

La peor tempestad empezó dentro del rancho una tarde en que la abuela dijo:

—Cuando usté se güelva'casar... —mirando al hombre bien de frente.

Bernabé removió la cabeza, tortuosamente en los movimientos y en las ideas.

—¿Golverme a casar?

—Sí, es claro. Un viudo no sirve pa na. Usté es joven entuavia. Un hombre con rancho tiene que tener mujer propia.

—¡Je! —gruñó, quedándose perplejo.

—Ya le tendrá echao el ojo' alguna —continuó la abuela, liando un cigarrillo.   

—Las cosas...

Pero Eufrasia cometió la imprudencia de mostrar sus cartas.

—Por los chiquillos no s' aflija. Yo me los llevo pa las casas a toos, a la Venancia tamién, y usté quea librecito, mesmamente que si juera soltero.

El hombre terminó despaciosamente de sorber el mate y se lo entregó a Venancia, que, de pie, aguardaba inmóvil.

—Los chiquillos son míos y del rancho no se los lleva naiden. ¡Faltaba másl...

—Pa usté sería una ventaja...

—Ya le ije que los chiquillos no salen del rancho. ¿Entiende? Eufrasia terminó despaciosamente de liar el cigarrillo, agarró las tenazas y sacó un tizón del hogar, haciendo nacer una súbita pi­rotecnia que iluminó sus facciones de tierra dura y resquebrajada, como de secano.
         
—¿Y usté se le imagina que va' hallar mujer que quera enterrarse en estos andurriales, pa hacerse cargo más encima de seis chiqui­llos? Las cosas...

Por el pecho del hombre empezó a crecer la violencia, como algo vivo que le anduviera en la sangre, que temblara en sus músculos, que refulgiera en la mirada torva fija en el fuego.

—Y usté no es hombre pa pasarse sin mujer. Lo que me parece raro es qu'entuavía no haya salió a buscar alguna. Claro que otra como la Esperanza no va'hallar...

La oía sin entender el sentido exacto de todas las palabras, en­sordecido por la violencia que ahora le golpeaba en el cerebro. De repente sintió, sí, la necesidad de hacer algo: remecer el rancho hasta destruirlo, agarrar a la vieja y echarla de cabeza a la la­guna... 
                                         
Bruscamente una de sus manos se extendió haciendo saltar el mate que Venancia le ofrecía.

—¿Quere callarse? ¿Quere callarse su boca? ¿Quere no meterse en lo que no l' ímporta?

Eufrasia se volvió de perfil, apoyó los codos sobre las rodillas, juntó las manos dejándolas caer casi hasta tocar el suelo y se quedó muda e inmovilizada, con el cigarrillo colgando en un ángulo de la boca, adherido allí y de pronto marcando la punta roja de su fuego.

El hombre movía la cabeza de uno a otro lado, mascullando pa­labrotas, echando aviesas miradas de furor en contorno. Venancia recogió el mate, rodado en un rincón, la bombilla en otro sitio. Pero ¿cómo recoger la yerba desparramada? Se volvió a la abuela, que no le dio los ojos, aunque bien sabía que la estaba mirando y que, desesperadamente, la consultaba: en una mano el mate, en la otra la bombilla. Se volvió tímidamente al padre y al fin preguntó:

—¿Le cebo otro mate?
                            
—No. Y naiden más toma mate esta noche. A la cama toos... Los cinco chiquillos que pelaban papas en el corredor, un ins­tante levantaron la cabeza y por la puerta atisbaron dentro, donde ya la noche alquitranaba el cuarto y el fuego ponía la mancha de sus largas lenguas humosas.

Uno le dio con el codo a otro y murmuró:

—¡Tá p' apaliario!
—Cállate...
—Menos mal que l' agüela...
—Cállate...

El hombre gritó, como si la violencia lo anegara de nuevo con su corrosivo veneno:

—A la cama hei dicho... ¿Qué no entienden?

Los chiquillos entraron la batea con las papas peladas, el balde con las papas sin pelar; amontonaron las cascaras, guardaron los cuchillo.

La abuela gritó sin enojo, sorprendiéndolos:

—Ya saben qui' hay que lavar los cuchillos. Condenaos porfíaos... Los cinco pares de ojos, azorados y tiernos, se volvieron a mirar­la. Sonrieron, sacaron los cuchillos, los lavaron y los guardaron  de nuevo.

—¡A la cama! —insistió el hombre, obsesionado con su idea—, ¡Qué más se demoran!

Entraron de soslayo, atropellándose, y desaparecieron por la puerta que daba a la habitación en que estaban los pequeños ca­tres de campaña y en un rincón el otro más ancho en que dormía la abuela con Venancia.

El hombre se puso de pie y se llegó a la puerta de entrada, ce­rrándola de un golpe que retembló en el rancho entero. Se volvió, miró a la vieja, siempre inmóvil, y dijo, a empellones con las palabras:

—Ya una vez me salí con la mía. Y me casé con la Esperanza... No se le imagine que agora se va a salir con la suya y se va a llevar los chiquillos. Los chiquillos se quean en el rancho. La que sobra en el rancho sos vos... Ya lo sabís... —y se volvió a la otra puerta, que marcaba su dormitorio, donde, pomposamente, cam­peaba la' marquesa, regalo de casamiento de la patrona y orgullo del menaje.

La vieja no contestó ni hizo un movimiento. Roía su rencor. ¡Se la había ganado una vez! Bueno: a ver quién ganaba ahora... Pero a la par que tragaba ésas migajas acres, estaba atenta a los ruidos que venían del dormitorio. Cuando se hizo el silencio que justificaba tan sólo el crepitar de la leña dentro del rancho y el insistente silbido del viento en el exterior,. Eufrasia se levantó pa­sito, cebó el mate, sacó pan y empezó a ir y a venir como alima­ña nocturna con elástica precisión, sirviendo a los niños, silencio­sos y encantados con la aventura.

La violencia ya no salió del pecho del hombre. Estaba siempre allí, persistente. A veces, en medio de un trabajo, en ese revoleo del hacha sobre su cabeza, la sentía tan viva qué, desconcertado, con esa tarda comprensión que era la suya, dejaba de lado la herramienta y se quedaba mirándose las manos, porque allí, como en el pecho, sentía efectivamente que le andaba algo, un hormi­gueo que lo impulsaba a empuñarlas y a pegar. Apenas hablaba con los suyos. Uno que otro gruñido para dar una contestación. Una o dos palabras para impartir una orden. Vivía reconcentrado. Odiaba a la vieja. Odiaba a los hijos. Odiaba al patrón. Odiaba a la Esperanza, tan endeble, tan poco hembra, incapaz de resistir un embarazo, incapaz de parir... Y que había muerto dejándolo solo, con la chiquillería y con la vieja... Dejándolo solo, sin mu­jer, que era lo principal, porque él necesitaba mujer, para eso era hombre, para ayuntarse y tener hijos. Irse a morir la Esperanza... Y aquella vieja que le quería quitar los chiquillos. ¿Por qué, si eran suyos? Intrusa... Los chiquillos eran suyos, para que él hiciera con ellos lo que le diera la gana. Todos. Los chiquillos y la Venancia. Para apalearlos si se le antojaba. Para dejarlos sin comer. Iba a aprender la condenada vieja aquélla...

Se le hizo costumbre pegar a los niños. Por cualquier cosa. Por nada. Tremendas palizas con sus manazas como martillos. La vieja al principio no quiso intervenir. Cuando lo hizo, el hombre la miró enfurecido y le gritó:

—Acuérdese cuando le pegaba a la Esperanza...

—Ojalá qué la hubiera matao entonces. No hubiera vivió la vía e perros que vos le diste, bandío...

El hombre avanzó hacia ella amenazante. Pero la vieja se irguió con los ojos tan llenos de llamas de odio, tan dura la boca, tan tremendamente iracunda, que el hombre dejó a medio hacer el gesto.

—Anímate a tocarme y veris lo que te pasa...

No sabía qué podía pasarle al hombre, capaz de aniquilarla sin otra ayuda que sus poderosas manos. No sabía el hombre qué podía hacerle de dañino la vieja. Pero el caso es que repentina­mente agachó la cabeza, se volvió con los brazos colgantes y aban­donó el rancho.

Había ganado esta vez. No sabía Eufrasia en gracia de qué. Pero ¿y otras veces?

Afuera seguía la lluvia, con las bonanzas más largas y más se­guidas. El viento era siempre el mismo, duro y tajante. A veces parecía acallarse, adormecerse en una inesperada tibieza, en una especie de momentáneo relente de claras nubes. Una mañana amaneció el cielo limpio y el sol hizo brillar en quebradizos cristales, en repentinas irisaciones, todo el hielo que el frío escarchara con la complicidad de la noche.

Los niños corrían enloquecidos por la blanca superficie resbala­diza. Venancia se estiraba como un gato, con los ojos cerrados, dejando que el sol le recorriera la cara en escorzo. Eufrasia traji­naba, presta y silenciosa. Bernabé estaba lejos, revisando el em­barcadero, el puente tendido sobre el tajo y que unía las dos la­deras de la montaña por sobre el fragor de las aguas, los cercos de paloparado, troncos de árboles fraccionados y enterrados uno junto a otro, en interminables filas para demarcar potreros.

Volvió el hombre a media tarde, malhumorado y por excepción comunicativo.

—Del. muelle han queao tan sólo unas estacas. Hay qui' hacerlo too de nuevo. Menos mal que las cercas y el puente no han sufrió mucho. Hay trabajo pa rato con el muelle...

Uno de los chiquillos dijo:

—¿Me lleva mañana pa la montaña pa que li 'ayude, taita?
—Y a nosotros tamién..., por favorcito... —dijeron los demás a coro y en el mayor alborozo.
Eufrasia, sentada en su habitual sitio junto al fuego, silenciosa y de perfil, apretó los labios, marcando la arista de su disgusto.

—A mí tamién, taitita... —agregó Venancia, acercándose al hom­bre, zalamera, risueña porque los hoyuelos estaban siempre allí, en las, mejillas marcándose, risueña aunque la risa no se dibujara en la boca. Y le rebrillaban los pequeños ojitos perdidos entre la franja negra de las pestañas, largas y arqueadas. Igual a la madre.

—Esperanza... —murmuró el hombre, y se la quedó mirando con la boca abierta y temblorosa la nuez—. Esperanza…, por Dio­sito que se le parece, da susto... —añadió como hablando para sí mismo.

La vieja, siempre de perfil; lo espiaba de reojo, .Los chiquillos y Venancia gritaron a coro:

—Nos lleva..., nos lleva...

El hombre parecía seguir algo que ocurría en su interior. Se miró las manos, donde empezaba a hurgarle la violencia. Las em­puñó y de repente se echó sobre los chiquillos, espantándolos a golpes que caían indistintamente sobre cualquiera de ellos. Sobre Venancia. La niña empezó a sangrar por la nariz, llorando a gri­tos. Y no atinó a huir como los otros.

—¡Válgame Dios! —dijo la abuela, y se alzó a auxiliarla. Pero el hombre se había quedado de nuevo mirándose las ma­nos y, también de súbito, sintió que en el pecho algo se deshacía en una tibia avalancha, como si llorase por dentro. Igual: una marejada caliente. Y se acercó a Venancia, casi al mismo tiempo que la abuela.    .             .
- —Bestia..., déjala... Un día vai a salir acriminándote con uno de tus hijos...    
                                
El hombre se revolvió, porque la violencia regresaba y le corría por los músculos, anidándose allí, juntó a la garganta, y que le hormigueaba en las manos. Gritó
—Pa eso es m' hija... Pa hacer con ella lo que se me le ocurra... Con ella, con los chiquillos y con vos tamién... —Esta vez alcan­zó a darle un puñetazo, pero no más, porque la vieja, prodigiosa­mente ágil, más rápida de pensamiento que él, se esquivó en se­guida y salió del rancho.

Se fue al cobertizo del horno y allí se acurrucó, dura, con la cabeza ladeada, de perfil, ardida la mejilla donde recibiera el golpe. Pero más le ardía la ira por dentro. Los palos, las estopas, los leños acumulados. Ya no eran un peso, sino una llamarada. ¿Qué estaría haciendo en el rancho la Venancia? ¿Le estaría pegando el muy criminal? No, porque no se oían gritos y ella podía separar ruidos, clasificarlos, labor necesaria a su trabajo de antes en el molino, que con sentir su jadeo sabía si andaba bien, si andaba mal y dónde entonces ubicar la falla. Los chiquillos esta­ban lejos, jugando en la ladera, olvidados de los golpes. A la niña le sangraba la nariz. Pero, ¿qué estaba haciendo allí, sangrando? La chiquilla, que se parecía tanto a la Esperanza, ¿no? Bueno. Pero ¿por qué no salía a juntarse con ella? ¿Qué hacer? Brusca­mente se decidió. Volvió al rancho.

La chiquilla se restregaba la nariz con un trapo. Bernabé estaba derrengado en una silla, lelo y más que nunca le temblaba la nuez.

No pareció darse cuenta de la presencia de Eufrasia.
De frente si era posible. Si no por caminos tortuosos, gateando.
Una vez había perdido, sí. Pero esta vez ganaría. De frente era irse a las casas y contarle al patrón lo que pasaba en el rancho. Y que él interviniera, le quitara los chiquillos al hombre y se los diera a ella. No necesitaba más piezas, que aquellas dos en el pa­tio del fondo eran harto grandes y podían todos acomodarse per­fectamente. Era la única salvación.
El tiempo sé iba lentamente afirmando en la bonanza, las aguas también lentamente bajaban y en dos semanas más sería posible irse hasta la hijuela Primera. ¡Claro que el hombre no iba a que­rer acompañarla, y ese camino era tan malo! Aunque las bestias saben mejor que nadie buscar la huella. Se iría. Era lo mejor. Pero resultaba tremendo dejar a los chiquillos solos. ¡Si se pudiera ir a escondidas con la Venancia! Imposible. La Venancia, tan ler­da, tan arrevesada y que ahora le tenía un terror pánico al padre, después que le pegara... ¿Y si ella se iba sola y pasaba algo en el rancho? Pero ¿qué iba a pasar, qué? Nada...,. y se encogía de hombros. Algo pavoroso, obscuro y latente la inmovilizaba allí. No sabía qué. Miedo a algo impreciso. Un irrazonado miedo.

En la siguiente trifulca, otra tarde en que Bernabé les pegó a todos, incluso a ella, sin motivo aparente, sino por satisfacer el hombre aquello que le hurgaba en las manos y que a veces le ha­cían doler los ijares. Eufrasia le gritó a tiempo de huir:

—Ya arreglaris cuentas con el patrón....

Y se quedó petrificada al oírlo contestar, mordiendo y ahogán­dose con las palabras, las manazas colgantes y los ojos perdidos en la carnosidad de los párpados:               
—El patrón... Cuando me vea... Con agarrar a los chiquillos y mandarme muar pa otro lao. El patrón. .. Tanto cuco con el patrón… Que se meta en sus cosas el patrón. ..

Se había hecho costumbre en Eufrasia, ahora que el tiempo es­taba despejado, irse a sentar bajo el cobertizo del horno. Llevaba una banqueta, la costura del tejido, y allí se estaba las horas, solitaria, en espera de que regresaran el hombre y los niños, por­que también en él se había hecho costumbre llevárselos para el trabajo desde el alba. Lo que a los chiquillos llenaba de jolgorio, olvidados de los golpes y de las palabrotas en cuanto se trataba de irse por la laguna para atravesar a la montaña frontera o que­darse esperando que picara el salmón o ayudando al padre en la tarea de elegir los árboles que habría de derribar para fraccionarlos y hacer después con ellos los cercos, o si no aquella otra aven­tura, maravillosa, que consistía en atravesar haciendo equilibrios el puente tendido sobre el tajo, pasarela primitiva y peligrosa.

Regresaban hambrientos y cansados. Eufrasia tenía la comida, que servía Venancia desmañadamente, y luego el hombre daba or­den de acostarse. Y estaban los chiquillos tan rendidos, tan abso­lutamente rendidos con la caminata, el aire y el sol, tan ahitos de comida, que caían como piedras al fondo del sueño, sin que la abuela pudiera obtener de ellos la más mínima información de lo que habían hecho en el .día.

Otra vez ganaba el hombre... Y ella allí, como una buena tonta, trabajando el día entero para que su mercé hallara el pan dorado, el sabroso caldillo, las papas asadas y el agua hirviendo para cebar el mate. Y la ropa limpia y el rancho como una pla­ta. .. Tonta...                   

Empezó a merodear por los contornos. Hacía sigilosos viajes por el sendero hasta enfrentar el puente sobré el tajo. Se perdía en la maraña de los árboles, de los arbustos y enredaderas, apa­reciendo súbitamente frente al rancho, buscando rectas entre el puente y su sitio habitual, bajo el cobertizo del horno. Desahogaba su mal humor en los pájaros, hasta los más chiquitos, tocados siem­pre por la piedra de su honda. Merodeos sin testigos, porque aguardaba siempre para realizarlos que el eco no le trajera seña alguna de la presencia de los otros, lejanos por las montañas.

Volvían del bosque de araucarias. En la mañana había él hombre dejado tendida la red y estaban los chiquillos impacientes por ver la pesca. Venancia se había hecho una corona de peque­ñas hojas y venía delante. Atravesó la primera el puente, como si los pies descalzos adhirieran al tronco rugoso, firme y segura. Pasó un chiquillo, silbando, sin darle importancia al abismo que estaba abajo, profundo, verde, tonante. Los demás niños venían con el hombre, que cargaba el hacha. Pareció que iba a pasar primero. Pero les cedió el paso a los hijos, que atravesaron, unién­dose a los demás y echando a correr en dirección al embarcadero y a ver la red.

El hombre puso el pie en el puente. Como los chiquillos, pa­recía adherido a la piel del árbol. Pero en la mitad, de súbito vaciló, herido por la piedra en la frente; vaciló, osciló y desapareció entre las paredes del tajo, sumido en lo húmedo, en lo fra­goroso.
       
Los niños lo esperaron en el embarcadero.
—Si' habrá ido derecho pa'l rancho —dijo uno.
—¿Veímos la red? —propuso el otro.
—La veímos no más —dijo Venancia—, y si s'enoja, que s'enoje...

Trajinaron un rato. Sacaron el pescado. Lo pasaron por largas ramas de plantas acuáticas para formar sartas. Y echaron a andar camino del rancho con su carga. La abuela los aguardaba sosegadamente bajo el cobertizo del horno, con las manos cruzadas sobre la costura.
—Mire, agüela, truchas y un salmón chico.
—¿Y el taita? —preguntó uno de los chiquillos.
—Aquí no ha llegao —dijo la abuela, y se volvió de perfil.
—¡Bah! Se li' habrá olvidao algo y golvió pá la montaña.
—¿Por qué no lo van a catear? Es harto tarde y vendrá con hambre.
Regresaron al rato. El padre no estaba. ¿Qué hacían? ¿Lo iban a buscar al otro lado del puente?

—No —dijo la abuela—. Se hizo noche ya. Dentren a comer. Ya llegará...       

Comieron y esta vez fue la abuela quien en seguida dio orden dé que se acostaran. Se caían de cansancio. Se caían de cansancio medio a medio del sueño.

La abuela se quedó un largo rato en su otro sitio habitual, en el de las tremendas noches invernales, cercana al fuego, volteada la cabeza sobre un hombro, garduña en acecho, con el perfil fijo en la penumbra, en la mano el cigarrillo, despaciosamente liado, despaciosamente encendido y que, de rato en rato, marcaba un punto rojo.

De pronto se volvió a la puerta que daba a la habi­tación del hombre.

Agora gané yo... y pa siempre... ¡Je! —lo dijo, creyó decirlo, pero de la boca cerrada, como trancada por el labio inferior, no se movió un músculo ni salió un sonido.

Entonces se alzó a cerrar la puerta de entrada.

Pero no la cerró, la dejó abierta. Abierta porque para los otros el hombre todavía podía volver.
APLICACIÓN DE LA LECTURA.

1. Escriba una breve biografía de Marta Brunet, destacando su importancia como escritora nacional.

2. Ordene alfabéticamente las siguientes palabras y elabore un vocabulario: mocetón – bregar – ambages – sesgado – líquenes – abroquelar – hijuela – candil – barullo – amalgamar – bonanza – atonía – aviesas – soslayo – atisbar – iracunda – ahíto.

CUESTIONARIO.

1. ¿Por qué motivo acude Esperanza don de su patrona?
2. ¿ De qué manera ayudó la patrona a Esperanza?
3. Describia físicamente a Esperanza.
4. Describia físicamente a Bernabé.
5. Describa físicamente a doña Eufracia.
6. ¿Quién permitió que se casará la Esperanza y el Bernabé?
7. ¿Dónde se fue a vivir Esperanza con Bernabé? Describa.
8. ¿Cuál fue la actitud de doña Eufracia después del matrimonio?
9. ¿Quién le traía noticias a doña Eufracia de Esperanza y su esposo?
10. ¿Qué ocurrió con Eufracia cuando cumplió 30 años de trabajo?
11.  ¿Qué permitió que doña Eufracia llegara a la casa de Esperanza?
12. ¿Qué cambios se dieron en la casa de Bernabé con la llegada de la vieja?
13. ¿Quiénes fueron los mas beneficiados con esta visita y por qué?
14. ¿Cómo muere Esperanza?
15. ¿Qué fue sabiendo Eufracia después de la muerte de Esperanza?
16. ¿ Cuál fue la reacción de Bernabé al oir a doña Eufracia decirle que debería volver a contraer matrimonio?
17. ¿ Por qué Bernabé golpeó a doña Eufracia?
18. ¿ De que manera se vengó Eufracia de Bernabé?
19. ¿Cómo termina este cuento?

Paulita
Federico Gana.

¿Llueve, Paulita? —le pregunto, abriendo los ojos cargados de sueno.
—Lloviendo toda la noche sin descansar, señor —me contesta, al mismo tiempo que deposita cuidadosamente sobre el velador una humeante taza de café.

En seguida, cruza los brazos sobre el pecho y se queda inmóvil con­templando fijamente, a través de los vidrios de la ventana, el cielo, de un gris sucio y opaco, cerrado por la lluvia torrencial. Yo, desde mi lecho, diviso con­fusamente allá, afuera, las siluetas de los árboles doblados por el fuerte viento del norte; las nubes tenebrosas que vuelan rápidas hacia el sur; los campos, de un verde tierno y brumoso, cubiertos de agua; los animales que vagan aqui y allá en los potreros como entumecidos de frió; las gotas que bor­botean sin término en las charcas.
—Con este tiempo tan malo, los animales y los pobres son los que padecen —agrega Paulita, contemplando tristemente, embebida, el paisaje.

Después se vuelve hacia mi y me mira sonriendo, con los ojos brillantes, co­mo invitándome a entablar una de esas charlas matinales a que la tengo acos­tumbrada, en las que tratamos largamente de toda la crónica doméstica de la casa de campo, de la que ella está muy impuesta como llavera del fundo que es, desde hace largos años.

Es una viejecita de pequeña estatura, encorvada por los años y los achaques, vestida de riguroso luto, y a pesar del frió y la humedad de ésa mañana de invierno, no lleva por todo abrigo sino un pequeño pañuelo de lana que apenas le cubre la cabeza y el cuello. Sus cabellos grises, ásperos y fuertes  su color obscuro y bilioso, su estrecha frente y los  pómulos y las mandíbulas muy pronunciados, denuncian a las claras su origen araucano. Solo los ojos son grandes, negros, rasgados e inteligentes. Por fin le digo:
—¿Y ha sabido de José?                              

Al escuchar estas palabras, un destello indefinible de orgullo, de embria­guez y de esperanza, parece encenderse de súbito en el fondo de sus ojos, que parpadean; se acerca a mi lecho y me contesta rápidamente en voz baja, con­fidencialmente:

—¡De José, de josecito, mi hijo! si, señor, ¡cómo no había de saber! Está muy en grande por allá, en Antofagasta. Dicen que ya se salió de ese ho­tel y que ha juntado plata para poner una tienda. Dicen también que anda muy elegante, que parece todo un caballero. Yo lo decía que Dios había de prote­ger a mi hijo tan bueno, tan amante, tan sometido y respetuoso con su madre. Cuando lo puse a servir, el primer sueldo me lo trajo hasta el último centavo, y me dijo: »Aquí tiene, madre, para que se compre todas sus faltas». Des­pués cuando salía a verme, siempre me traía cualquier regalito. Decía también que yo ya no estaba para trabajar, que él me daría para que descansara en mi vejez. Ahora, tan arreglado, tan cuidadoso de su persona, tan sin vi­cios. .. —Se interrumpe un instante, apoya la barba en su mano enflaquecida, suspira débilmente y, fijando sus ojos dilatados en el suelo, exclama con voz apagada, como hablándose a sí misma:

—Y ahora ¡tan lejos de mí el pobre niño! ¿Quién me lo atenderá por allá?... 

—¿Y le ha escrito desde que se fue? ¿Le ha mandado algún recuerdo? Al escuchar estas palabras, su rostro moreno y amarillento parece demu­darse de súbito, cierra los ojos a medias y contesta con voz estrangulada, son­riendo pálidamente:

—Si. . . siempre me escribe. . ., desde que se fue, ahí tengo las car­tas. . . se las traeré para que las vea. . . Es tan atento. .. También me ha man­dado algunos engañitos. . . Dice que no se viene, porque no quiere llegar pobre aquí

—Suspira con esfuerzo, fija los ojos turbios e inciertos en la abierta ventana, y continúa:

—Y pensar que va para los tres años que anda por allá. ¡Esto es terrible para una, verse sola en la vejez sin tener a nadie que le cierre los ojos! —Guar­da silencio un instante, fijando en mí su mirada triste y abatida, y, en seguida, agrega con dolorosa sonrisa:

—¡Ah! señor ¡qué crimen más grande es la pobreza, porque si yo hubie­ra tenido algo, José no se me habría ido con ese caballero, su pariente, qué le vino a formar tan bonitos planes para llevárselo al norte! Y ese hombre tiene la culpa de que yo esté padeciendo ahora

—termina con voz fuerte, vibrante de cólera y desesperación.                              

Trata de proseguir, pero la voz se le ahoga en la garganta; su boca se con­trae convulsivamente; gruesas lágrimas asoman a sus ojos encendidos y res­balan lentamente por sus mejillas rugosas, y, por fin, murmura con acento entrecortado por los sollozos:

—Y él allá. . . al fin del mundo. .. y  yo tendré que morirme aquí como un perro: ¡porque esto me matará, esto me ha muerto, señor!

Se lleva al pecho las manos como tratando de desembarazarse de algo que la ahogara, se da vuelta y se aleja rápidamente, tambaleándose, con el ros­tro contraído inclinado hacia la tierra y la trémula cabeza hundida en los hombros.                    

Pocos días después de esta escena, estoy sentado frente a mi escritorio, le­yendo tranquilamente los diarios, que acaba de traer el correo de la mañana. Por la abierta ventana penetran los rayos del sol de invierno; en el jardín que hay al frente se escucha el lento gotear de los árboles que sacuden el agua de la pasada lluvia, el grito estridente de las golondrinas, el confuso gorjeo de los pájaros, saludando alegremente al buen tiempo. Grandes, espesas nubes blancas se divisan allá entre los árboles del camino real, destacándo­se inmóviles sobre el húmedo azul del cielo; y un hálito poderoso, embriagan­te de vida, cargado con el acre perfume de las yerbas silvestres y de la tierra mojada, llega hasta lo más hondo de mi pecho. Todo lo que me rodea parece nuevo, brillante, claro: los campos, las casas, los montes distantes, hasta la blanca torrecilla del Cementerio lugareño que contemplo, en lontananza, a través de los álamos negruzcos. Yo me siento también ágil, ligero y alegre, con el corazón henchido de no sé qué vaga, indefinible esperanza,

De repente siento que la puerta de la habitación se abre suavemente: rápi­das pisadas que yo conozco muy bien resuenan tras de mi sobre la alfombra. Paulita está frente a mí; trae debajo del brazo un pequeño envoltorio; sus la­bios se agitan como si desearan comunicarme luego algo importante. Con la luz fuerte y clara que penetra por la ventana, su rostro parece demacra­do, pálido y enfermizo; sus grandes ojos negros circundados de profundas ojeras violáceas brillan intensamente, con los resplandores de la fiebre; pe­ro su boca sonríe enigmática, maliciosa. . . Se inclina a mi oído y me dice misteriosamente:

—Hoy me ha llegado carta de él, ¿sabe? Aquí la traigo para que la vea.

—¡ Ah! José le ha escrito—le digo.

Me hace un repetido signo de afirmación con la cabeza, al mismo tiempo que busca nerviosamente algo en el pecho. Por fin, saca un pequeño papel todo arrugado y me lo pasa cuidadosamente, diciéndome:

—Léamela, señor, para ver qué es lo que ha puesto ahí.

Es una breve carta que principia con el consabido: "Espero que al reci­bo de ésta se encuentre gozando de una completa salud; yo quedo aquí bueno, a sus órdenes. Esta es para decirle que ya muy luego me voy a embarcar. Espe­ro sólo juntar algo para el pasaje, porque hay que atravesar el mar.

"También le diré que yo no me puedo hacer por aquí, porque no hay día que no me acuerdo de usted y de todos. También quería decirle que el nego­cio mío es una cantina. Algo se gana, porque es mejor trabajar solo que no apatronado. Le mando esas cositas para que se abrigue este invierno y se acuer­de de su pobre hijo.—José Morales».

Mientras deletreo pausadamente en voz alta esta epístola, la anciana, con la mano en la mejilla, las cejas fruncidas y una suave sonrisa en los labios, parece sumergida en un dulce v embriagador ensueño.

De cuando en cuando, durante la lectura, exhala un suspiro entrecor­tado.
Al terminar, le devuelvo su tesoro, diciéndole:

—José es un buen muchacho, porque se acuerda de su madre, y no es ingra­to.

—Ingrato él —me contesta con una expresión de extravío en la mira­da—, ¡cuando es el mejor, el más bueno de todos los hijos! Vea, mire lo que me manda

—y principia a desdoblar precipitadamente el paquete que traia bajo el brazo. Y allí, sobre la mesa, veo extenderse un pañuelo de colores chi­llones, de los de rebozo, y un género obscuro de lana, todo muy ordinario. Du­rante esta exhibición, ella me mira a cada instante con el aire inquieto son­riendo orgullosamente, como diciéndome: ¡Qué le parece!

—Muy bonito, muy bonito está todo, y la felicito porque, al fin, va a ver á su hijo.                                    

—Si, ya va a llegar muy pronto —me contesta rápidamente, con los ojos ardientes, llenos de lágrimas.
Por fin, se aleja con su habitual rapidez, haciéndome alegres signos con las manos, agitando triunfalmente, como un trofeo, su paquete.

Dos días después tuve que hacer un viaje a, Santiago, donde me llamaban di­versos negocios urgentes.                           

Regresé una tarde, y conversando con el anciano mayordomo Simón, so­bre las novedades ocurridas en el fundo durante mi ausencia, le pregunté:

—Y ¿qué ha habido de nuevo por acá?

—Lo único que hay de nuevo, señor —me contestó—, es que doña Paulita está en las últimas.

—¡Cómo!—le dije sorprendido—¿y que tiene?

—Hacia tiempo que andaba enferma, sin querer decir nada. Usted sabe lo ágil y alentada que era: pues se lo pasaba días enteros sentada en el co­rredor mirando para el campo, y tan triste, sin hablar cosa. Ahora, enflaque­ciendo de día en día que da una compasión, hasta que se quedó en los huesos. Yo creo también que en mucho entraba la malura de cabeza, porque todo se le volvía hablar de José, que le había escrito, que iba a llegar. . . Allá, a mi casa, iba siempre a mostrarme las cartas para que se las leyera y entonces si que se ponía contenta. Hace como diez días cayó a la cama. Vino a verla el doctor, y dijo que era consunción, vejez, y que no tenia para qué volver, por­que la encontró sin remedio. Ayer traje al señor cura del pueblo para que le pusiese la extremaunción y la confesara. Está muy mala, señor; parece que no pasará de esta noche.                                        

—Vamos a verla —le digo, hondamente conmovido con la noticia.

Al entrar a la habitación de la anciana, situada, en la parte baja del edifi­cio destinada a la servidumbre, vi a un individuo desconocido, de manta, que estaba sentado en el umbral de la puerta, quien, al verme y para dejarme paso, se puso de pie respetuosamente con el sombrero en la mano.
En el interior de la humilde estancia, a pesar de ser de día aún, una vela, colocada frente a las imágenes, difundía su claridad triste v amarillenta; algunas mujeres, sirvientas de la casa, arrodilladas aquí y allá sobre la estera, rezaban en voz sorda y monótona. De cuando en cuando, un hondo suspiro aho­gado interrumpía la fúnebre calma que reinaba en la habitación.

Allá, en un rincón sepultado en la sombra, distinguí el lecho donde la an­ciana yacía. En su rostro terroso, profundamente demacrado, vagaba ya la fría majestad de la muerte. Sus ojos, entreabiertos, como velados por una bru­ma espesa, se fijaban allá, muy lejos, en lo alto; sus labios, fuertemente plega­dos, denunciaban el misterioso y terrible trabajo de destrucción que se ope­raba por instantes en su ser; sus manos delgadas y huesosas vagaban conti­nuamente sobre la colcha, como tratando de coger a puñados algo invisi­ble que por el aire vagara, y que se le escapaba siempre. . .

—Paulita —le digo en voz baja— ¿me conoce?

Al escuchar estas palabras su cabeza rueda lánguida sobre la almohada, volviendo el rostro hacia mi; sus ojos se agrandan bajo las cejas fruncidas y sus labios se agitan trabajosamente, pareciendo murmurar algo en secre­to. De pronto, su semblante se anima y dulcifica, un gesto de intima satisfac­ción se dibuja en su boca contraída, y no sé qué luz interior parece iluminar su frente inmóvil; destellos fugitivos y ardientes se reflejan rápidamente en el fondo de las oscuras pupilas, cual los últimos resplandores de una lám­para próxima a extinguirse; su cuerpo se agita débilmente bajo las ropas, y, por fin, con una voz sorda, lejana, vacilante, entrecortada por el estertor de la agonía, murmura pausadamente, como en un sueño:

—José. . . Josecito. . . ¿estás ahí? ¿Has llegado al fin, hijo?. . . Acérca­te. .. pero... ¡Tan flaco, tan distinto! ¿Por qué te pierdes ahora? ¡Abráza­me.,.. asi... ¡Y tan elegante!... ¡Dios te bendiga!... ¿Pero ya te vas?. . . ¡No vuelves más!

Después lanzó un grito ronco y profundo; hace una gran aspiración; exha­la un leve suspiro, y se .queda para siempre con los ojos entreabiertos y sin luz, fijos en el más allá tenebroso . . .

Al ponerme de pie, veo a mi lado al individuo desconocido que estaba sen­tado a la puerta, cuando entrara. Es un anciano de cabellos grises, pobre­mente vestido. Con la cabeza inclinada contempla fijamente a la muerta.

Y yo, para disimular mi emoción, murmuro entre dientes:

—Pobre José, ¡cuánto va a sentir esta desgracia! ¡Tanto que quería a su madre; tan buen hijo!

El anciano, al escuchar estas palabras, hace un violento gesto de nega­ción con la cabeza, y exclama con voz velada, sonriendo irónicamente:

—José, buen hijo, señor, cuando es él quien tiene la culpa de lo que esta­mos viendo, de que mi pobre comadre...

—¿Cómo?—le digo, mirándolo sorprendido...

Si, señor —agrega—, porque desde que se fue al norte, ya no se acordó más que tenia madre; no le escribió nunca; y como han llegado las noticias de que por allá las está echando de caballero. ..

—¿Y esas cartas que ella andaba mostrando a todos?

—Se las escribía yo, señor, que soy su compadre; porque la pobre vieja me decía que no quería que nadie supiera nunca que su hijo era un ingrato.

—¿Y los regalos?

—Los compraba ella misma en el pueblo con sus ahorros, para venir a enseñarlos aquí en la casa. Yo creo que ella misma trataba de engañarse al fin, porque no tenia la cabeza buena de tanto sufrir. . . ¡Pobre doña Paulita, al fin ha dejado de padecer! —y al terminar, el anciano va lentamente a sentarse, allá en el umbral de la puerta, donde se queda en silencio, medi­tando, al parecer, con la barba apoyada entre las manos.

APLICACIÓN DE LA LECTURA.
1. LEXICOLOGÍA. Ordene alfabéticamente las siguientes palabras, busque en el diccionario lo que significa cada una y escriba una oración con cada una de ellas: SILUETA – ACHAQUE – SÚBITO – DILATADO – ESTRIDENTE – FRUNCIDO – CONSUNCIÓN – ESTANCIA – MONOTONO – EXHALAR.

2. ANALISIS DE LECTURA.
1. Describa, según la información que aparece en el texto, como es Paulita.
2. ¿Por quién le pregunta el patrón a Paulita cuando se inicia el relato?
3. ¿Qué le cuenta Paulita al patrón acerca de su hijo José?
4. ¿Cuánto tiempo lleva separada Paulita de su hijo José?
5. ¿Quién se llevó al norte al hijo de Paulita?
6. Relate el contenido de la carta.
7. ¿Qué cosas recibió Paulita en la encomienda?
8. ¿Cuál es el motivo de la enfermedad de Paulita?
9. Relate los últimos momentos de vida de Paulita.
10. ¿Qué supo el patrón acerca de José al lado del lecho de muerte de Paulita?