domingo, 4 de diciembre de 2011

VERANENADO EN ZAPALLAR. Eduardo Valenzuela.


La escena representa el último patio de la casa de don Procopio Rabadilla. En primer término, a ambos lados, puertas que dan ac¬ceso a habitaciones interiores. Al fondo, el muro blanqueado y cu¬bierto de tejas. Hay una escala apoyada en el muro. Alegran el pa¬tio diversas plantas, y principalmente, tanto en la decoración como al natural, numerosas matas de zapallo, con sus frutos destacándo¬se visiblemente.

Al levantarse el telón, don Procopio, que es un hombre sencillo y bonachón, está sentado en una mecedora, leyendo atentamente el diario; doña Robustiana, que es una señora presuntuosa y ridícula, examina unos figurines de modas, junto a una mesita de bambú.

Hay varias sillas en amable desorden. La acción se desarrolla en Santiago. Época actual. Hora del atardecer. Se supone que han de comer hace poco rato.


PROCOPIO: (Leyendo en un diario.) “Se encuentra veraneando en Zapallar el talentoso jurisconsulto don Procopio Rabadilla, su dis¬tinguida esposa doña Robustiana Jaramillo, y sus encantadora hijas Amparo, Consuelo y Esperanza...”. ¡Qué tal el parrafito!, ¿eh...? No se podrá decir que escasean los adjetivos. ¡Ah, Robustiana, cómo se nota que has metido la mano en esto...!

ROBUSTIANA: Procopio..., no me saques de mis casillas. En lugar de agradecerme lo que hago por prestigiar nuestro nombre..., por ase¬gurar el porvenir de nuestras hijas..., por darte brillo...

PROCOPIO: Sí..., ya lo tengo en la tela de mis trajes.

ROBUSTIANA: Intentas burlarte de mí... Procopio vulgar, hombre inútil.

PROCOPIO: Mujer, no me insultes, si no quieres que...

ROBUSTIANA: Infame. Abogado sin pleitos...

PROCOPIO: (Sin hacerle caso.) ...Veraneando en Zapallar... Afortu¬nadamente no mentimos porque este último patio de la casa os¬tenta unas hermosas matas de esa sabrosa legumbre. Pero no sé de dónde se te ocurrió metermos en este berenjenal, o, más propia¬mente dicho, en este Zapallar. Ya que no podíamos salir a la costa, o al campo, debido a la inflación, con habernos quedado en San¬tiago —como lo estamos— y haber vivido la vida de costumbre, lo habríamos pasado bien. Pero se te metió entre ceja y ceja el anunciar por los diarios que habíamos salido fuera de la capital, y estamos condenados a prisión hasta principios de marzo.

ROBUSTIANA: Claro. Muy justo. Muy natural. ¿Qué habrían dicho las amistades del Barrio Alto si hubieran sabido que nos quedába¬mos en Santiago...? Se habrían burlado de nosotras. Habríamos sido el hazmerreír de todas nuestras distinguidas relaciones.

PROCOPIO: Eres insoportable, mujer, con tus pretensiones ridículas. Tan bien que estaría yo a estas horas dándome un paseo por los jardines del Parque Cousiño, por las frescas avenidas del Santa Lucía o por las piscinas...

ROBUSTIANA: ...Atisbando a las polluelas, a las amas de cría... Sí, te conozco, Procopio. Sí, sé que eres un eterno enamorado.

PROCOPIO: Exageras, mujer. Lo que hay es que soy aficionado a la geometría, y estudio en el terreno las rectas, las curvas, los catetos y las hipotenusas.

ROBUSTIANA: Pues, si quieres estudiar geometría, no tienes más que encerrarte en tu cuarto.

PROCOPIO: ¡Ay, la suspirada libertad! Y se dice que las mujeres no mandan. Yo no sé qué más pretenden las señoras con sus teorías feministas.

ROBUSTIANA: Nosotras somos las mártires del deber.

PROCOPIO: Y nosotros los mártires para pagar las cuentas de la modis¬ta, del zapatero, del sombrerero, del lechero, del casero y de todo. ¡Ah!, esta vida es horrible, desesperante. (En alta voz y paseán¬dose a grandes pasos.) ¡Cómo encontrar consuelo, cómo hallar una esperanza, en dónde buscar amparo a esta crítica situación!

AMPARO: (Entrando.) ¿Nos llamabas, papá?

CONSUELO: (Entrando.) Aquí estamos...

ESPERANZA: (Entrando.) ¿Qué desea?

PROCOPIO: (Primero extrañado y recordando después.) Ah, de ve¬ras. Me olvidaba, hijas mías, que os llamáis Amparo, Consuelo y Esperanza, aunque precisamente sois la antítesis de esos dulces nombres.

AMPARO: ¿De qué conversabais...?

ROBUSTIANA: ¿De qué ha de ser, hijas mías...? De nuestra situación: de que tu padre no cesa de protestar por el encierro voluntario a que nos hemos sometido para guardar las apariencias.

CONSUELO: Es una situación atroz...

ESPERANZA: Horrible.

CONSUELO: (A don Procopio.) ¿Cómo no lograste, papá, juntar di¬nero para salir a las playas...?

PROCOPIO: Porque los juicios son pocos. Ya la gente no litiga como antes. Ya se está convenciendo de la verdad de ese aforismo de que “más vale un mal arreglo que un buen pleito”. Y porque final¬mente todo os lo habéis gastado vosotras en trajes, sombreros, bailes, etcétera.

AMPARO: (Escandalizada.) ¿Has oído, mamá?

ROBUSTIANA: No le hagas caso. Por él, ojalá salierais vosotras con trajes de percal, o sin trajes. Vuestro padre no sabe de lujo, ni de distinción. (Despreciativamente.) Desciende de la familia de los Rabadilla... mientras que yo soy de noble y de antigua estirpe... (Con mucha dignidad y orgullo.) Soy de los Ja-ra-mi-llos...

Entre mis antepasados se encuentran un general y un obispo. Sería pedir peras al olmo pedirle a tu padre distinción, chic, savoir faire:.., confort. No pertenecerá jamás a la élite.

PROCOPIO: ¿Quieres traerme el diccionario, Amparo, para ir tradu¬ciendo lo que me dice tu madre...? Es una suerte que me insulte en francés, porque así no me entero inmediatamente,

LUCHITO: (Entrando.) ¿Hay dificultades?

PROCOPIO: Sí, hijo mío, tu madre...

ROBUSTIANA: Tu padre era el que...

LUCHITO: En fin, la paz se ha restablecido. Me alegro.

PROCOPIO: ¿Estabas estudiando?

LUCHITO: Sí, papá. Inglés. Es difícil, pero... ya me va gustando.

PROCOPIO: Muy bien. Es un ramo útil. Sobre todo para entender¬se con los gringos. Tú sabes que siempre andan como nube por todas partes.

ROBUSTIANA: ¿Y cómo andan los repasos de geografía?

LUCHITO: Te diré: de la geografía no me preocupo mucho, porque se está modificando constantemente.

CONSUELO: (Siguiendo la conversación que ha mantenido con sus hermanas en un grupo aparte; en primer término.) ¿Qué será de Carlos?

AMPARO: ¿Y de Ernesto...?

ESPERANZA: Es terrible NO tener noticias de nuestros novios.

CONSUELO: De seguro que irán a Zapallar por vernos.

AMPARO: Y al no encontrarnos, ¿se pondrán a cortejar a otras?

ESPERANZA: ¡Por Dios, no quiero figurármelo! (Siguen conversan¬do entre sí, animadamente).

PROCOPIO: (A Luchito.) Es una vergüenza. Reprobado en tres exá¬menes. Y en cada uno con “tres negras”.

ROBUSTIANA: Si hubiera sido una solamente, habrías pasado bien.

LUCHITO: Lo mismo digo yo. Mi ideal habría sido salir con una sola negra... (Aparte.) Con una negra picara: la Teresita, que me quiere mucho. En fin, echaremos un vistazo a la ciudad. Treparemos al observatorio. (Trepa en una escala que está apo¬yada en el muro.) ¡Caracoles! ¿Qué es eso? ¿Una humareda en la casa vecina...?

PROCOPIO: (Temeroso.) ¡Ay, Dios mío!

ESPERANZA: Ampáranos, Virgen de los afligidos.

LUCHITO: ¡Qué situación más ridícula!

PROCOPIO: (A Luchito.) Corre. Grita. Llama a las bombas.

ROBUSTIANA: NO... NO TODOS: ¿Eh...?

PROCOPIO: Pero, mujer, ¿qué pretendes?

ROBUSTIANA: Nada. Que no podemos salir. (Imperiosamente.) ¡Que no sale nadie!

PROCOPIO: Pero, ¿estás loca, mujer?

ROBUSTIANA: Nosotros no estamos aquí. Estamos en Zapallar, ¿en¬tiendes? Si la casa se quema, nos quemaremos en ella.

PROCOPIO: No me agrada la perspectiva.

AMPARO: Pero, ¿qué hacemos?

CONSUELO: Hay que pensar algo.

ESPERANZA: Yo me siento mal.

LUCHITO: Yo protesto.

ROBUSTIANA: Chit. Ni una palabra. El ridículo sería espantoso. A ver, Luchito. Sube al observatorio. Ve si cunde el incendio.

LUCHITO: No. El humo disminuye. Parece que el fuego ha sido so¬focado por los propios moradores.

CONSUELO: ¡Gracias, Dios mío!

PROCOPIO: Respiro.
AMPARO: San Antonio bendito ha hecho un milagro.

ESPERANZA: No. Ha sido San Expedito, santo que hace las cosas ligerito.

AMPARO: Yo le hice una manda.

ESPERANZA: Y yo también.

AMPARO: Yo un paquete de velas para su altar.
ESPERANZA: Y yo otro.

AMPARO: Bueno, papito. Danos la plata para comprar las velas.

PROCOPIO: Pero, entonces, ¿qué gracia tiene que ustedes hagan la manda?

AMPARO: Es que nosotras ponemos la intención, pero tú pones la plata...

PROCOPIO: Lo de siempre: yo soy el eterno pagador. Bueno, niñas. Ya se está oscureciendo y es conveniente que os dediquéis a hacer vuestras labores. ( Se van Amparo, Consuelo y Esperanza. A Luchito ) : Tú, estudiante reprobado, a repasar tus libros. A ver cómo sales en marzo. (Se va Luchito. A su mujer.) Tú, querida Robustiana, a zurcirme los calcetines. En estos tiempos de estabilización no se pueden comprar nuevos. Y yo me largo a la calle.

ROBUSTIANA: ¿Eh?

PROCOPIO: Claro, mujer. A comprar provisiones para el día de ma¬ñana. Tú sabes que esta operación debo hacerla sigilosamente, sin que nadie se entere. Tengo que hacer las compras en otro barrio, donde nadie me conozca.

ROBUSTIANA: De veras. Me olvidaba. Bueno. Puedes salir, pero vuel¬ve luego.

PROCOPIO: ¡Ah, claro! Anda, tráeme el sombrero y el sobretodo. Se va Robustiana.

PROCOPIO: (Solo) Al fin. Voy a respirar aire puro en libertad, lejos del dominio inclemente de esta reina del hogar. Compraré las provisiones de costumbre, las dejaré encargadas donde un amigo de confianza –en casa de Jerez-, enseguida iré a echar una modesta cana al aire y a beber unas copitas con unos buenos amigos que están veraneando como yo. Este Jerez es muy diablo. Anoche me facilitó para los efectos de esta aventura una barba postiza, con la cual podré andar tranquilo, sin que nadie me reconozca. (La saca del bolsillo y la examina.) Por cierto que no le he dicho ni una palabra a mi mujer de este disfraz. (Hace aspavientos y habla, mientras oculta la barba en su bolsillo.)

ROBUSTIANA: (Entrando y sorprendiéndolo.) ¿Qué es eso? ¿Qué estás hablando solo? ¿Qué significan esos movimientos?

PROCOPIO: Problemas, hija mía. Problemas.

ROBUSTIANA: ¡Ah!

PROCOPIO: (Después de ponerse el sobretodo y el sombrero.) Bue¬no, mujer. Hasta luego.

ROBUSTIANA: No tardes, ¿eh? Y mucha discreción.

PROCOPIO: Pierde cuidado. Hasta luego, esposa mía. Robustianita...

ROBUSTIANA: Válgame Dios. Lo que cuesta mantener el prestigio de nuestra posición social.

AMPARO: (Entrando.) ¿Y papá?

ROBUSTIANA: Salió ya, hija mía.

AMPARO: ¡Qué contrariedad! Yo tenía que hacerle unos encargos y...

ROBUSTIANA: Los dejas para mañana, entonces. No hay más remedio.

AMPARO: ¡Qué rabia me da no poder salir a la calle; pasar al correo, ver si hay cartas!

ROBUSTIANA: ¿Cartas de quién?

AMPARO: De las amigas, naturalmente. (Aparte.) Y si hay alguna del novio, tanto mejor. ¿Qué será de Ernesto?

ROBUSTIANA: ¿Cómo Ernesto? ¿No es tu novio Agamenón?

AMPARO: No es: era.

ROBUSTIANA: ¿Cómo así? Explícate, porque yo francamente no me doy cuenta de estos cambios tan repentinos. Por lo demás, eres poco expansiva con tu madre. ¿Quién es ese Ernesto? ¿Dónde lo conociste?

AMPARO: En casa de los Gómez. Tú sabes que todos los martes tie¬nen sus reuniones. Pues en una de ellas fui presentada a él. Sim¬patizamos en el acto. Es un mozo muy guapo, viste muy bien, está empleado en un ministerio. En fin, es un excelente partido. Yo no he querido decirte nada antes porque no tenía seguridad de sus intenciones, ni de si todo iba a reducirse a simples conversaciones; pero parece que Ernesto piensa seriamente.

ROBUSTIANA: Me alegro mucho, hija mía. Pero Agamenón... ¿Qué irá a decir Agamenón?

AMPARO: Nada. ¿Qué puede decir? No me gusta ese hombre. No tiene dónde caerse muerto. Es muy antipático. Y luego el nombre que lleva, tan largo y tan feo: A-ga-me-nón... Agamenón. Hágame el favor, mamá, de no hablarme más de él.

ROBUSTIANA: Pero de todos modos, habría que darle alguna expli¬cación.

AMPARO: Ninguna, mamá. Porque has de saber también que a tu candidato Agamenón se lo ha visto cortejando a la Rosa del Cam¬po, a la Violeta del Valle, a la Hortensia de los Ríos, a la Margarita Montes, a la...

ROBUSTIANA: (Interrumpiéndola.) Basta, hija mía. Se ve que ese individuo no es un hombre: es un picaflor. Es un pájaro de cuen¬tas. Has hecho bien en darle calabazas.

CONSUELO: (Entrando.) No. Si quien las ha dado ha sido él.

ROBUSTIANA: ¿Cómo es eso? ¿Estabas escuchando? Eso es muy feo.

ESPERANZA: (A Consuelo.) Faltas a la verdad. He sido yo la que lo ha despedido. No soy como tú, que te desesperas porque no en¬cuentras un novio a tu gusto. A mí me sobran.

CONSUELO: (Irónicamente.) Las ganas.

ROBUSTIANA: Pero, ¡qué barbaridad! Parece que los sentimientos fraternales desaparecen al tratarse de estos asuntos.

ESPERANZA: Es que son muy delicados.

AMPARO: Bueno. Basta. Será como ustedes quieran. Pero es un he¬cho que yo seré la primera en contraer nupcias. Porque lo que es tú (refiriéndose a Consuelo), no te fíes de tu cadetito.

CONSUELO: ¿Te da envidia?

AMPARO: Lástima. Porque suponiendo que te fuera bien hasta la terminación de sus estudios —lo que sería un milagro—, cuando ingresara al Ejército habría que pedir permiso al gobierno para que se pudiera casar contigo. Son muchos trámites. Hay que gustarles a los padres, a los hermanos, a los tíos, a todos los parientes, y todavía hay que gustarle al gobierno. Es terrible.

ROBUSTIANA: Podríais aprender lo que vuestra hermana menor. Tiene más sentido práctico.

ESPERANZA: Sí, mamá. Yo no deseo jóvenes arrogantes, guapos o con vistosos uniformes. Prefiero un señor de edad.

AMPARO: ¡Qué horror!

CONSUELO: ¡Qué atrocidad!

ESPERANZA: Un señor de edad, pero con dinero, que me dé lujo, que me dé gusto en todos mis deseos, que me compre joyas, trajes, carruaje y abono a la ópera. No desespero encontrarlo.

AMPARO: ¿Pero no te atrae el amor, la juventud, la simpatía que emana de las miradas cariñosas, la emoción que experimentamos al ver de improviso al ser amado?

ESPERANZA: Sí. Todo eso es muy lindo, muy encantador, muy poé¬tico. Pero no se encuentra fácilmente y, sobre todo, a nuestro alcance, un novio que sea al mismo tiempo joven y rico, guapo e inteligente, y en la imposibilidad de encontrar las cosas al gusto de una, opto por lo práctico, por un señor de edad que tenga dinero.

CONSUELO: Lo que desea ésta (señalando a Esperanza) es quedar viuda, joven y con plata. Un partido ventajoso, como dicen los hombres.

ROBUSTIANA: Bueno. Basta de charlas, y a descansar. Está un poco fría la noche, y no conviene estar al sereno. Fácilmente se puede coger un resfrío.

CONSUELO: Está bien, mamá. Nos vamos. Se van todas a sus habitaciones.

LUCHITO: (Saliendo en puntillas de su habitación, y con el sombre¬ro en la mano, en actitud de marcharse.) Nadie. No hay nadie, afortunadamente. Lo que es yo, me escurro con todo sigilo. Estoy harto de inglés, de matemáticas y de geografía... Se va sin hacer ruido.

AMPARO: (Entrando pensativa.) ¿Qué será de Ernesto? La última vez que lo vi fue a la salida de misa. (Se oye un ruido en el patio de una de las casas vecinas. Alarmada) : ¿Quién podrá ser si no hay nadie allí ahora? ¿Habrá entrado algún ladrón?

ERNESTO: (Asomando arriba del tejado, por la casa vecina.) Soy yo, Ernesto.

AMPARO: Cielos, ¡qué placer! ¿Tú aquí? Pero, ¿a qué se debe esta sorpresa? ¡Qué vergüenza me da al mismo tiempo!

ERNESTO: Amor mío, a Zapallar me dijiste que te ibas, y a Zapallar fui. No estabas. Entonces dije: “Estará en otro Zapallar”. Y, efec¬tivamente, aquí te veo.

AMPARO: Pero, ¿cómo..., cómo has sabido?

ERNESTO: Por una casualidad. Verás. Rondaba frente a tu casa, ima¬ginándome verte en los balcones, fresca como una rosa y encanta¬dora como siempre, cuando con gran asombro mío veo salir sigi¬losamente a tu hermano Luis; ¡late!, me dije. Aquí hay gato encerrado. Y como tocó la coincidencia de que la casa vecina es¬taba desocupada, aquí me tienes.

AMPARO: Bueno, Ernesto; pero no vaya a verte alguien en esa pos¬tura, con lo cual nos comprometerías. Voy a abrirte la puerta de calle y conversaremos unos pocos minutos con más tranquilidad.

ERNESTO: (Asustado.) ¡Ay!

AMPARO: ¿Qué es eso?

ERNESTO: Que me parece que tiembla.

AMPARO: ¡De veras! ¡Por Dios, bájate!
ERNESTO: Hasta luego.

Ernesto desaparece tras el tejado.

CONSUELO: (Entrando.) ¡Mamá, mamá, está temblando...!

ESPERANZA: ¡Dios mío, qué susto!

CONSUELO: ¡Amparo...!

ESPERANZA: ¡Lucho...!

CONSUELO: ¡Salgamos a la calle!

ROBUSTIANA: ¡No. A la calle, no. Por nada del mundo!

CONSUELO: Yo me siento mal.

ESPERANZA: Las piernas no me sostienen.

AMPARO: Y parece que sigue todavía.

CONSUELO: Con seguridad que va a venir otro remezón. Nunca vie¬ne uno solo.

ESPERANZA: Siempre me acuerdo del terremoto de...

CONSUELO: (Asustadísima.) ¿No le decía? Otra vez... y con un rui¬do infernal.

AMPARO: ¡Corramos a la calle!

CONSUELO: ¡Salgamos, sí! (Llamando.) ¡Lucho... Lucho...!

ESPERANZA: Parece que no está. ¿Habrá salido?

ROBUSTIANA: (Imperativamente.) Bajad la voz, y estaos quietas. Aprended de vuestra madre. (Aparte.) Que tampoco las tiene to¬das consigo. ¿No veis? Ya pasó. (Pequeña pausa.) ¡Ea! A recogeros, niñas, que ya es hora de entregarse al reposo. En cuanto a ese insubordinado de Lucho, mañana arreglaremos cuentas.

CONSUELO: Cualquiera duerme tranquila.

ESPERANZA: Esta vida es insufrible.

ROBUSTIANA: Basta de rezongos. Es necesario que os convenzáis de que todos estos sacrificios tienen por objeto mantener el rango social, de manera que deben hacerse con gusto, y no formulando protestas a cada rato. Al fin y al cabo, yo lo hago por vosotras, porque os caséis bien, porque encontréis buenos partidos.

CONSUELO: Cualquiera encuentra marido con esta situación.

ESPERANZA: Nadie quiere casarse.

CONSUELO: Todos dicen que están cesantes, o a medio sueldo.

ROBUSTIANA: Paciencia, hijas mías. Esto pasará. Y a recogerse, he dicho, que ya es tarde.

CONSUELO: Buenas noches, mamacita.

ESPERANZA: Que reposes bien.

ROBUSTIANA: Lo mismo digo, hijitas. Hasta mañana. Se van primero Consuelo, Amparo y Esperanza por distintas puer¬tas; luego, Robustiana.

AMPARO: (Saliendo de su cuarto y entrando a escena de puntillas.) El pobre Ernesto debe estar esperándome. Voy a abrirle la puerta y charlaremos un momento. En seguida, cada mochuelo a su oli¬vo, y yo contenta de haber podido conversar con mi novio.

Se va. Pequeña pausa. Vuelve acompañada de Ernesto.

AMPARO: Chit... Calladito. Que nadie se entere.

Ernesto: Nadie, alma de mi alma. (Le declara cómicamente su amor).

AMPARO: ¿Y cuentas ya con algo para nuestra boda?

ERNESTO: ¡Cómo no! Cuento con la muerte de mi tío y padrino Sebastián, quien, como no tiene familia y me profesa un cariño entrañable, me instituirá su único heredero.

AMPARO: ¿Y tendremos que esperar que fallezca para ver realiza¬dos nuestros ideales? ¡Qué triste y fúnebre es eso!

ERNESTO: La vida es así. (Filosóficamente.) “De la muerte nace la vida, en una constante renovación...”, que será largo explicarte porque los minutos son preciosos. Me quieres mucho, ¿verdad?

AMPARO: ¿Y me lo preguntas, ingrato? Te amo locamente. Pienso en ti a todas horas. Sueño contigo casi todas las noches.

ERNESTO: ¿Qué sueñas? Dime.

AMPARO: Sueño que estoy toda vestida de blanco, tú de frac, correc¬tísimo, y frente a nosotros... el sacerdote bendiciéndonos. Cin¬cuenta automóviles lo menos, esperando afuera en la Alameda la salida de la concurrencia,

ERNESTO: Yo sueño lo mismo, pero en otro lugar: en una parroquia humilde, sin boato, sin ostentación, poéticamente. (Aparte.) As se gasta menos.

AMPARO: ¡Qué ocurrencia! Y, ¿el qué dirán?
ROBUSTIANA: (Dentro.) ¡Auxilio! ¡Amparo! ¡Consuelo! ¡Esperanza!

AMPARO: Virgen Santa. ¿Qué ocurrirá? Escóndete aquí. En seguid saldrás. Yo te avisaré. ¿Qué pasará? (Ernesto se oculta entre la plantas.) ¡Ay, qué susto!

CONSUELO: (Entrando.) ¿Qué ocurre?

ESPERANZA: (Entrando.) ¿Qué pasa?

ROBUSTIANA: (Entrando rápidamente, con bata y gorro de dormir presa de un verdadero pánico.) ¡Hijas mías, algo terrible...! No puedo hablar...

AMPARO: Pero, ¿qué sucede? Explícate, por favor.

ROBUSTIANA: (Con palabras entrecortadas.) Sucede que hay ladro¬nes, hay ladrones en la casa.

CONSUELO: ¡Dios mío!

ESPERANZA: (Asustadísima.) Huyamos.

ROBUSTIANA: (Prosiguiendo su relato.) Un bandido, barbudo y si¬niestro, quiso introducirse en mi dormitorio.

AMPARO: ¡Qué horror!

CONSUELO: ¿Y dónde está?
ROBUSTIANA: (Desfallecida.) No lo sé, hijas mías. No he tenido fuerzas sino para salir afuera, para llamaros.

ESPERANZA: Y, ¿qué hacemos? No hay ningún hombre en la casa. Lucho salió. Papá lo mismo.

CONSUELO: ¿Cómo registramos las habitaciones y prendemos al la¬drón? ¡Salgamos a la calle!

ESPERANZA: ¡Llamemos a la policía!

ROBUSTIANA: (Sobreponiéndose a su propia turbación.) No. Eso no. Sería para que el ridículo cayera sobre nosotras. Ustedes sa¬ben que no estamos aquí. ¿Entienden? Estamos en Zapallar, de manera que si nos roban, debemos dejamos robar.

AMPARO: Pero, mamá...

CONSUELO: Debemos hacer algo.

ROBUSTIANA; ¡Si hubiera un hombre a quién acudir!

ERNESTO: (Presentándose bruscamente, al oír las últimas palabras.) A sus órdenes, señora.

CONSUELO: ¡Uy, el ladrón! (Corre desesperada).

ESPERANZA: Huyamos.

Consuelo y Esperanza se van, dando gritos. Doña Robustiana cae desmayada en un sillón. Ernesto no halla qué hacer. Amparo está toda confundida.

ERNESTO: Pero, Amparo mía, ¿qué ocurre?

AMPARO: (Sobresaltada.) Ocurre que... hay ladrones en casa, y no hallamos cómo expulsarlos. Estamos solas. Toca la casualidad que Lucho y papá salieron. ¿Qué hacer?

ERNESTO: Ante todo, serenidad, calma. Yo lo prenderé.

AMPARO: ¡Gracias, Ernesto mío! ¡Gracias!

ROBUSTIANA: (Volviendo en sí.) ¿Se fue el ladrón ya?

ERNESTO: (Respetuosamente.) Señora.

ROBUSTIANA: (Cayendo nuevamente en el sillón.) Por favor, no me mate usted.

ERNESTO: No, señora. Si no pienso en matarla. Usted está equivoca¬da. Yo soy Ernesto, quien ama a su hija Amparo, y he venido aquí a salvar a usted y a los suyos de la audacia de los bandoleros.

ROBUSTIANA: ¿Es verdad, hija mía?

AMPARO: Sí, mamacita. Es mi novio.

ROBUSTIANA: ¡Oh, caballero! ¿Cómo le podremos pagar este fa¬vor? Busque usted al ladrón y échelo fuera..., sin que se entere la policía, sin que se entere nadie.

ERNESTO: Bien, señora. Acato sus órdenes. Voy a proceder al regis¬tro de las habitaciones. Mientras tanto, ocúltese usted, con Ampa¬ro, y no salga hasta que yo la llame.

ROBUSTIANA: Bueno. (Aparte.) Estoy más muerta que viva. Se van Amparo y Robustiana.

ERNESTO: Lo malo es que no traigo arma alguna. (Se registra los bolsillos.) ¿Y si el bandido lleva puñal? (Pausa.) ¡Ea! Ánimo, re¬solución. (Dirigiéndose a una puerta y retrocediendo.) Pero no, no me atrevo... ¡Qué falta me hace mi revólver! Hay que tener presente que está empeñado... mi amor propio, mi honor de caba¬llero. Debo, pues, afrontar la situación. ¿Qué hacer? La verdad es que yo, al salir de casa, no me figuré el lío en que iba a meterme. Pero, por ella, estoy dispuesto a todo. Moriré por ella como un paladín de los tiempos heroicos. (Transición.) El escándalo que voy a formar si el ladrón pretende atacarme no va a ser para con¬tarlo. La verdad es que tengo miedo de penetrar en las habitacio¬nes. Yo preferiría esperarlo aquí, en el patio. Aquí hay más can¬cha, más campo para la lucha..., y para huir en caso necesario. Pero no. Huir no. ¿Qué diría de mí Amparo? Debo mostrarme ante sus ojos como un valiente. Venga, pues, mi revólver improvi¬sado: la llave de mi casa. Con ella apuntaré al bandido, si se atre¬ve a presentarse.
AMPARO: ¿Lo encontraste, Ernesto?

ERNESTO: No, todavía no; pero estoy buscándolo. Debe estar escon¬dido, ¿sabes? Posiblemente me ha visto y ha dicho para sí “ voy a tener que habérmelas con un hombre... ésta no es conmigo”... Y se ha ocultado.

ROBUSTIANA: (Entrando.) ¿Encontró usted al bandido ya?

ERNESTO: Todavía no, señora, pero estoy buscándolo. Debe haberse escondido, posiblemente debajo de las camas, porque no se ha puesto al alcance de mi vista.

ROBÜSTIANA: Búsquelo pronto, señor, para salir de esta situación angustiosa.

AMPARO: Sí, Ernesto mío, búscalo, pero no arriesgues tu vida. Tú sabes que ella me pertenece.

ERNESTO: Voy, amada mía, voy. (Con gesto heroico.) Empiezo a registrar las habitaciones... (Aparte) y empiezo a sentir un tem¬blor de piernas que no puedo sostenerme. (Entra por una puerta lateral).

AMPARO: ¡Tranquilízate, mamá, por Dios! Ya ves. Ahora no esta¬rnos solas. Tenemos quién nos defienda. Y Ernesto es un valiente, no cabe duda.
ROBUSTIANA: (Asustadísima.) ¡Escóndete, hija mía! ¡Escóndete!

AMPARO: ¿Qué hay?

ROBÜSTIANA: El bandido... ¿ves?... El bandido... el hombre barbudo. Se refiere a Procopio, que entra pensativo a escena, sin verlas.

AMPARO: (Corriendo a ocultarse con su madre en el costurero.) ¡Virgen Santa!

PROCOPIO: (Entrando. Trae puesta la barba postiza, el cuello del sobretodo levantado, lleno de tierra; en una palabra, está irreco¬nocible. Viene bastante bebido.) Yo no sé qué le ha dado a mi mujer por huir de mí. El hecho de que yo haya tomado unas copitas no es motivo suficiente para que huya así. La verdad es que bebí mucho. Cosas de Jerez, que me retuvo en su casa más de lo que yo pensaba.

ERNESTO: (Entrando.) ¡Caracoles! ¡Aquí está el ladrón...! (Dirigién¬dose a Procopio). ¡Miserable! (Apuntándole con la llave.) ¡Salga usted, o de lo contrario hago fuego!

PROCOPIO: Pero, hombre, ¿quién es usted? ¿Por qué está usted aquí?

ERNESTO: Eso es lo que yo te pregunto a usted, so bandolero...Y no se acerque más, porque disparo...

PROCOPIO: Habráse visto.

ERNESTO: ¡Salga de esta casa inmediatamente!

PROCOPIO: (Aparte.) Pero, ¿estoy soñando? ¿O me habré equivoca¬do de casa? Como veo medio turbio... Pero no. Por el zapallar la reconozco.

ERNESTO: (Aparte.) Vacila, tal vez, entre fugarse o atacarme; ¿Irá a sacar sus armas?

PROCOPIO: (Bruscamente.) ¡Caballero tendrá usted que explicarme cómo se encuentra aquí!

ERNESTO: (Retrocediendo.) ¡No tengo que explicarle nada! ¡Salga usted a la calle!

CONSUELO: (Entrando.) Por aquí.

ESPERANZA: (Entrando.) Pase usted.

CARABINERO: (Entrando.) ¿Dónde está el ladrón?

PROCOPIO: (Señalando a Ernesto.) Ahí.

ERNESTO: (Señalando a Procopio.) Éste es.

CARABINERO: ¿En qué quedamos? ¿A cuál me llevo preso?

CONSUELO: (En la duda.) Llévese a los dos.

AMPARO: (Entrando.) No. Eso no. Carabinero, el ladrón es ese hom¬bre barbudo. ¿Verdad, mamá?

ROBUSTIANA: (Que ha entrado con Amparo.) Sí, carabinero. Ese hombre es el que quiso introducirse en mi cuarto.

PROCOPIO: Naturalmente.

CARABINERO: Entonces hay circunstancias agravantes: robo noc¬turno, con premeditación y alevosía.

PROCOPIO: (Aparte.) ¿Pero es que estoy soñando? No, la culpa la tiene Jerez que me hizo tomar tanto.

ERNESTO: Concluyamos.

ROBUSTIANA: Sí, sáquelo usted fuera (aparte al carabinero) y déje¬lo en libertad. No queremos que se pase parte.

CARABINERO: (Aparte.) Éste es un tío.

PROCOPIO: (A Robustiana.) Bueno. Dejémonos de bromas y vamos a acostamos, hijita.

ROBUSTIANA: ¿Otra vez?

ERNESTO: Yo lo mato. (Apunta con la llave).

AMPARO: (Interponiéndose.) ¡No! ¡No lo mates! ¡Por favor Ernesto mío!

PROCOPIO: ¡Ah!, con que “Ernesto mío”, ¿eh? Muy bien, muy bien.

ROBUSTIANA: (Aparte.) Esa voz...

CARABINERO: ¡Basta de escándalos! ¡Vamonos para la comisaria! (Toma a Procopio de un brazo).

ERNESTO: Sí. Eso es.

PROCOPIO: Pero, Robustina, ¿permites que me lleven preso?

CONSUELO: (Extrañada.) Sabe su nombre.

PROCOPIO: ¿No me conoces? Soy tu marido.

ROBUSTIANA: (Dudosa.) ¿Procopio? ¿Pero esa barba?

PROCOPIO: De veras. No me la había quitado. (Se la quita.) Ha sido un olvido. Como tengo la cabeza trastornada...

ROBUSTIANA: ¿Era postiza?

PROCOPIO: (Aparte a Robustiana.) Sí, me la puse para que no me reconocieran; para guardar el incógnito, por obedecerte.

ERNESTO: (Aparte.) ¡Su padre! ¡Buena la he hecho!

CONSUELO: Era papá.

ESPERANZA: Pero está todo revolcado.

PROCOPIO: Sí, hijas mías. Sí. Me caí. Las calles están muy oscuras; como según el calendario debía haber luna, la Municipalidad quiere ahorrarse el alumbrado y deja la ciudad en tinieblas.

ERNESTO: (Aparte.) ¿Cómo explicar? (Queda pensativo).

PROCOPIO: (A Robustiana.)Y luego, hija mía, que la verdad se ha de decir: pasé a tomar unas copitas solo, ¿eh?, enteramente solo y se me pasó la mano. Me achispé, como se dice vulgarmente. Me perdonas, ¿no es cierto, Robustiana?

ROBUSTIANA: ¿Y el susto que me has dado?

PROCOPIO: Se pasará. Pasará. Como a mí también se me pasará... la borrachera.

ERNESTO: (Aparte a Amparo.) ¿Y qué hago yo en esta situación?

AMPARO: (Aparte a Ernesto.) Pedirle perdón, naturalmente, y en segui¬da pedirle mi mano. (Aparte para sí.) La ocasión la pintan calva.

ERNESTO: (Aparte para sí.) No me queda otro recurso. (Arrodillán¬dose.) Perdón, papá.

PROCOPIO: ¿Cómo es eso de “perdón, papá”?

ERNESTO: Sí, señor. Yo amo a su hija locamente. Yo deseo hacerla mi esposa, ante Dios y ante los hombres, con todos los requisitos legales.

PROCOPIO: (Indignadísimo.) Sinvergüenza. ¿Y quería asesinarme y echarme a la calle? Carabinero, lléveselo preso.

El carabinero intenta llevarse a Ernesto.

AMPARO: (Interponiéndose.) ¡No, eso no, papacito lindo! ¡Perdóna¬lo! Si no nos perdonas... si no consientes en nuestra unión... ¡mo¬riremos!...

ROBUSTIANA: Perdónalos, Procopio. En lo que solicitan, llevan la penitencia.

PROCOPIO: Pero ¿usted cuenta con algo?

ERNESTO: Sí, señor, cuento con... Bueno, le diré. Yo soy de familia rica y, aparte de esto, estoy ocupado en el ministerio. Luego me van a ascender, tengo personas influyentes que podrán conseguir¬me un puesto de importancia, con una renta apreciable, y nada nos faltará.
PROCOPIO: Vaya, vaya. Los perdonaré. ¡Qué hemos de hacerle! (Los abraza).

CARABINERO: ¿De manera que no hay ladrones ni hay nada?

ERNESTO: Sí, los hay. (Por Amparo.) Esta niña, que me ha robado el corazón.
PROCOPIO: (Refiriéndose a Robustiana.) Y esta mujer, que me roba la libertad.

CARABINERO: Bueno, dejarse de bromas, que no estoy para pláti¬cas. Yo voy a pasar el parte...

ROBUSTIANA: ¡No! ¡No! (A Procopio.) Pásale algo para que no se arme un escándalo. Es preciso que todos ignoren lo que ha ocurri¬do aquí.

PROCOPIO: (Al carabinero.) Tome, joven. (Le pasa dinero.) Para cigarros, y para un trago si a mano viene.

CARABINERO: Se agradece. Buen dar con las cosas que pasan.

ROBUSTIANA: Bueno. Adiós. Y mucho silencio.

PROCOPIO: (Dirigéndose a Robustiana.) Y ahora, hija mía, conven¬drás conmigo en que así no se puede vivir.

CONSUELO: Pasamos en constante zozobra.

ESPERANZA: En perpetua alarma.

AMPARO: Incendio, temblores, ladrones... Es un martirio estar encerrada. Volvamos a Santiago, mamá. Es decir, ya que estamos en él, volvamos “socialmente” por medio de los periódicos

CONSUELO: Claro.

ROBUSTIANA: Bueno. Ya está. ¡Qué ha de hacérsele! Acepto. (A Consuelo.) Escribe, hija mía. (Consuelo se sienta a la mesa, toma un block y se dispone a escribir. Dictándole): “Han regresado de Zapallar el eminente jurisconsulto don Procopio Rabadilla, su dis¬tinguida esposa doña Robustiana Jaramillo y sus encantadoras hijas Amparo, Consuelo y Esperanza”.









No hay comentarios:

Publicar un comentario