jueves, 27 de marzo de 2014

Selección de cuentos del Conde Lucanor

CUENTO V
Lo que sucedió a una zorra con un
cuervo que tenía un pedazo de queso en el pico

Hablando otro día el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, le dijo:
-Patronio, un hombre que se llama mi amigo comenzó a alabarme y me dio a entender que yo tenía mucho poder y muy buenas cualidades. Después de tantos halagos me propuso un negocio, que a primera vista me pareció muy provechoso.
Entonces el conde contó a Patronio el trato que su amigo le proponía y, aunque parecía efectivamente de mucho interés, Patronio descubrió que pretendían engañar al conde con hermosas palabras. Por eso le dijo:
-Señor Conde Lucanor, debéis saber que ese hombre os quiere engañar y así os dice que vuestro poder y vuestro estado son mayores de lo que en realidad son. Por eso, para que evitéis ese engaño que os prepara, me gustaría que supierais lo que sucedió a un cuervo con una zorra.
Y el conde le preguntó lo ocurrido.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, el cuervo encontró una vez un gran pedazo de queso y se subió a un árbol para comérselo con tranquilidad, sin que nadie le molestara. Estando así el cuervo, acertó a pasar la zorra debajo del árbol y, cuando vio el queso, empezó a urdir la forma de quitárselo. Con ese fin le dijo:
»-Don Cuervo, desde hace mucho tiempo he oído hablar de vos, de vuestra nobleza y de vuestra gallardía, pero aunque os he buscado por todas partes, ni Dios ni mi suerte me han permitido encontraros antes. Ahora que os veo, pienso que sois muy superior a lo que me decían. Y para que veáis que no trato de lisonjearos, no sólo os diré vuestras buenas prendas, sino también los defectos que os atribuyen. Todos dicen que, como el color de vuestras plumas, ojos, patas y garras es negro, y como el negro no es tan bonito como otros colores, el ser vos tan negro os hace muy feo, sin darse cuenta de su error pues, aunque vuestras plumas son negras, tienen un tono azulado, como las del pavo real, que es la más bella de las aves. Y pues vuestros ojos son para ver, como el negro hace ver mejor, los ojos negros son los mejores y por ello todos alaban los ojos de la gacela, que los tiene más oscuros que ningún animal. Además, vuestro pico y vuestras uñas son más fuertes que los de ninguna otra ave de vuestro tamaño. También quiero deciros que voláis con tal ligereza que podéis ir contra el viento, aunque sea muy fuerte, cosa que otras muchas aves no pueden hacer tan fácilmente como vos. Y así creo que, como Dios todo lo hace bien, no habrá consentido que vos, tan perfecto en todo, no pudieseis cantar mejor que el resto de las aves, y porque Dios me ha otorgado la dicha de veros y he podido comprobar que sois más bello de lo que dicen, me sentiría muy dichosa de oír vuestro canto.
»Señor Conde Lucanor, pensad que, aunque la intención de la zorra era engañar al cuervo, siempre le dijo verdades a medias y, así, estad seguro de que una verdad engañosa producirá los peores males y perjuicios.
»Cuando el cuervo se vio tan alabado por la zorra, como era verdad cuanto decía, creyó que no lo engañaba y, pensando que era su amiga, no sospechó que lo hacía por quitarle el queso. Convencido el cuervo por sus palabras y halagos, abrió el pico para cantar, por complacer a la zorra. Cuando abrió la boca, cayó el queso a tierra, lo cogió la zorra y escapó con él. Así fue engañado el cuervo por las alabanzas de su falsa amiga, que le hizo creerse más hermoso y más perfecto de lo que realmente era.
»Y vos, señor Conde Lucanor, pues veis que, aunque Dios os otorgó muchos bienes, aquel hombre os quiere convencer de que vuestro poder y estado aventajan en mucho la realidad, creed que lo hace por engañaros. Y, por tanto, debéis estar prevenido y actuar como hombre de buen juicio.
Al conde le agradó mucho lo que Patronio le dijo e hízolo así. Por su buen consejo evitó que lo engañaran.
Y como don Juan creyó que este cuento era bueno, lo mandó poner en este libro e hizo estos versos, que resumen la moraleja. Estos son los versos:
Quien te encuentra bellezas que no tienes, 
siempre busca quitarte algunos bienes.
FIN

CUENTO VII
Lo que sucedió a una mujer que se llamaba doña Truhana

Otra vez estaba hablando el Conde Lucanor con Patronio de esta manera:
-Patronio, un hombre me ha propuesto una cosa y también me ha dicho la forma de conseguirla. Os aseguro que tiene tantas ventajas que, si con la ayuda de Dios pudiera salir bien, me sería de gran utilidad y provecho, pues los beneficios se ligan unos con otros, de tal forma que al final serán muy grandes.
Y entonces le contó a Patronio cuanto él sabía. Al oírlo Patronio, contestó al conde:
-Señor Conde Lucanor, siempre oí decir que el prudente se atiene a las realidades y desdeña las fantasías, pues muchas veces a quienes viven de ellas les suele ocurrir lo que a doña Truhana.
El conde le preguntó lo que le había pasado a esta.
-Señor conde -dijo Patronio-, había una mujer que se llamaba doña Truhana, que era más pobre que rica, la cual, yendo un día al mercado, llevaba una olla de miel en la cabeza. Mientras iba por el camino, empezó a pensar que vendería la miel y que, con lo que le diesen, compraría una partida de huevos, de los cuales nacerían gallinas, y que luego, con el dinero que le diesen por las gallinas, compraría ovejas, y así fue comprando y vendiendo, siempre con ganancias, hasta que se vio más rica que ninguna de sus vecinas.
»Luego pensó que, siendo tan rica, podría casar bien a sus hijos e hijas, y que iría acompañada por la calle de yernos y nueras y, pensó también que todos comentarían su buena suerte pues había llegado a tener tantos bienes aunque había nacido muy pobre.
»Así, pensando en esto, comenzó a reír con mucha alegría por su buena suerte y, riendo, riendo, se dio una palmada en la frente, la olla cayó al suelo y se rompió en mil pedazos. Doña Truhana, cuando vio la olla rota y la miel esparcida por el suelo, empezó a llorar y a lamentarse muy amargamente porque había perdido todas las riquezas que esperaba obtener de la olla si no se hubiera roto. Así, porque puso toda su confianza en fantasías, no pudo hacer nada de lo que esperaba y deseaba tanto.
»Vos, señor conde, si queréis que lo que os dicen y lo que pensáis sean realidad algún día, procurad siempre que se trate de cosas razonables y no fantasías o imaginaciones dudosas y vanas. Y cuando quisiereis iniciar algún negocio, no arriesguéis algo muy vuestro, cuya pérdida os pueda ocasionar dolor, por conseguir un provecho basado tan sólo en la imaginación.
Al conde le agradó mucho esto que le contó Patronio, actuó de acuerdo con la historia y, así, le fue muy bien.
Y como a don Juan le gustó este cuento, lo hizo escribir en este libro y compuso estos versos:
En realidades ciertas os podéis confiar, 
mas de las fantasías os debéis alejar.
FIN

CUENTO XXXII
Lo que sucedió a un rey con los burladores que hicieron el paño

Otra vez le dijo el Conde Lucanor a su consejero Patronio:
-Patronio, un hombre me ha propuesto un asunto muy importante, que será muy provechoso para mí; pero me pide que no lo sepa ninguna persona, por mucha confianza que yo tenga en ella, y tanto me encarece el secreto que afirma que puedo perder mi hacienda y mi vida, si se lo descubro a alguien. Como yo sé que por vuestro claro entendimiento ninguno os propondría algo que fuera engaño o burla, os ruego que me digáis vuestra opinión sobre este asunto.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para que sepáis lo que más os conviene hacer en este negocio, me gustaría contaros lo que sucedió a un rey moro con tres pícaros granujas que llegaron a palacio.
Y el conde le preguntó lo que había pasado.
-Señor conde -dijo Patronio-, tres pícaros fueron a palacio y dijeron al rey que eran excelentes tejedores, y le contaron cómo su mayor habilidad era hacer un paño que sólo podían ver aquellos que eran hijos de quienes todos creían su padre, pero que dicha tela nunca podría ser vista por quienes no fueran hijos de quien pasaba por padre suyo.
»Esto le pareció muy bien al rey, pues por aquel medio sabría quiénes eran hijos verdaderos de sus padres y quiénes no, para, de esta manera, quedarse él con sus bienes, porque los moros no heredan a sus padres si no son verdaderamente sus hijos. Con esta intención, les mandó dar una sala grande para que hiciesen aquella tela.
»Los pícaros pidieron al rey que les mandase encerrar en aquel salón hasta que terminaran su labor y, de esta manera, se vería que no había engaño en cuanto proponían. Esto también agradó mucho al rey, que les dio oro, y plata, y seda, y cuanto fue necesario para tejer la tela. Y después quedaron encerrados en aquel salón.
»Ellos montaron sus telares y simulaban estar muchas horas tejiendo. Pasados varios días, fue uno de ellos a decir al rey que ya habían empezado la tela y que era muy hermosa; también le explicó con qué figuras y labores la estaban haciendo, y le pidió que fuese a verla él solo, sin compañía de ningún consejero. Al rey le agradó mucho todo esto.
»El rey, para hacer la prueba antes en otra persona, envió a un criado suyo, sin pedirle que le dijera la verdad. Cuando el servidor vio a los tejedores y les oyó comentar entre ellos las virtudes de la tela, no se atrevió a decir que no la veía. Y así, cuando volvió a palacio, dijo al rey que la había visto. El rey mandó después a otro servidor, que afamó también haber visto la tela.
»Cuando todos los enviados del rey le aseguraron haber visto el paño, el rey fue a verlo. Entró en la sala y vio a los falsos tejedores hacer como si trabajasen, mientras le decían: «Mirad esta labor. ¿Os place esta historia? Mirad el dibujo y apreciad la variedad de los colores». Y aunque los tres se mostraban de acuerdo en lo que decían, la verdad es que no habían tejido tela alguna. Cuando el rey los vio tejer y decir cómo era la tela, que otros ya habían visto, se tuvo por muerto, pues pensó que él no la veía porque no era hijo del rey, su padre, y por eso no podía ver el paño, y temió que, si lo decía, perdería el reino. Obligado por ese temor, alabó mucho la tela y aprendió muy bien todos los detalles que los tejedores le habían mostrado. Cuando volvió a palacio, comentó a sus cortesanos las excelencias y primores de aquella tela y les explicó los dibujos e historias que había en ella, pero les ocultó todas sus sospechas.
»A los pocos días, y para que viera la tela, el rey envió a su gobernador, al que le había contado las excelencias y maravillas que tenía el paño. Llegó el gobernador y vio a los pícaros tejer y explicar las figuras y labores que tenía la tela, pero, como él no las veía, y recordaba que el rey las había visto, juzgó no ser hijo de quien creía su padre y pensó que, si alguien lo supiese, perdería honra y cargos. Con este temor, alabó mucho la tela, tanto o más que el propio rey.
»Cuando el gobernador le dijo al rey que había visto la tela y le alabó todos sus detalles y excelencias, el monarca se sintió muy desdichado, pues ya no le cabía duda de que no era hijo del rey a quien había sucedido en el trono. Por este motivo, comenzó a alabar la calidad y belleza de la tela y la destreza de aquellos que la habían tejido.
»Al día siguiente envió el rey a su valido, y le ocurrió lo mismo. ¿Qué más os diré? De esta manera, y por temor a la deshonra, fueron engañados el rey y todos sus vasallos, pues ninguno osaba decir que no veía la tela.
»Así siguió este asunto hasta que llegaron las fiestas mayores y pidieron al rey que vistiese aquellos paños para la ocasión. Los tres pícaros trajeron la tela envuelta en una sábana de lino, hicieron como si la desenvolviesen y, después, preguntaron al rey qué clase de vestidura deseaba. El rey les indicó el traje que quería. Ellos le tomaron medidas y, después, hicieron como si cortasen la tela y la estuvieran cosiendo.
»Cuando llegó el día de la fiesta, los tejedores le trajeron al rey la tela cortada y cosida, haciéndole creer que lo vestían y le alisaban los pliegues. Al terminar, el rey pensó que ya estaba vestido, sin atreverse a decir que él no veía la tela.
»Y vestido de esta forma, es decir, totalmente desnudo, montó a caballo para recorrer la ciudad; por suerte, era verano y el rey no padeció el frío.
»Todas las gentes lo vieron desnudo y, como sabían que el que no viera la tela era por no ser hijo de su padre, creyendo cada uno que, aunque él no la veía, los demás sí, por miedo a perder la honra, permanecieron callados y ninguno se atrevió a descubrir aquel secreto. Pero un negro, palafrenero del rey, que no tenía honra que perder, se acercó al rey y le dijo: «Señor, a mí me da lo mismo que me tengáis por hijo de mi padre o de otro cualquiera, y por eso os digo que o yo soy ciego, o vais desnudo».
»El rey comenzó a insultarlo, diciendo que, como él no era hijo de su padre, no podía ver la tela.
»Al decir esto el negro, otro que lo oyó dijo lo mismo, y así lo fueron diciendo hasta que el rey y todos los demás perdieron el miedo a reconocer que era la verdad; y así comprendieron el engaño que los pícaros les habían hecho. Y cuando fueron a buscarlos, no los encontraron, pues se habían ido con lo que habían estafado al rey gracias a este engaño.
»Así, vos, señor Conde Lucanor, como aquel hombre os pide que ninguna persona de vuestra confianza sepa lo que os propone, estad seguro de que piensa engañaros, pues debéis comprender que no tiene motivos para buscar vuestro provecho, ya que apenas os conoce, mientras que, quienes han vivido con vos, siempre procurarán serviros y favoreceros.
El conde pensó que era un buen consejo, lo siguió y le fue muy bien.
Viendo don Juan que este cuento era bueno, lo mandó escribir en este libro y compuso estos versos que dicen así:
A quien te aconseja encubrir de tus amigos
más le gusta engañarte que los higos.
FIN

CUENTO XLII
Lo que sucedió al diablo con una falsa devota

Otra vez hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, de este modo:
-Patronio, en una conversación con varios amigos nos hemos preguntado cómo un hombre muy perverso puede causar más daño a los demás. Unos dicen que encabezando revueltas; otros, que peleando contra todos; otros, que cometiendo graves delitos y crímenes y, otros, que calumniando y difamando. Por vuestro buen entendimiento os ruego que digáis con cuál de estos vicios se puede causar peor daño a las gentes.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para responder, me gustaría que supieseis lo que sucedió al diablo con una de esas mujeres que se hacen beguinas.
El conde le preguntó qué le había sucedido.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, había en una villa un hombre joven, casado, que se llevaba muy bien con su mujer, sin que nunca hubiera entre ellos desacuerdos o riñas.
»Como al diablo le desagradan siempre las cosas buenas, tenía con este matrimonio gran pesar, pues, aunque anduvo mucho tiempo tras ellos para meter cizaña, nunca lo pudo conseguir.
»Un día, al volver de la casa donde vivía este matrimonio, iba el diablo muy triste, porque no podía hacerles caer en sus tentaciones, cuando se encontró con una beguina, que, al reconocerlo, le preguntó por qué estaba tan apenado. El demonio le respondió que venía de la casa de aquel matrimonio, cuyas buenas relaciones quería romper desde hacía mucho tiempo sin conseguirlo, y que, como su superior se había enterado de su inutilidad, le había retirado su estimación, motivo este de su tristeza.
»La mala mujer le respondió que le asombraba que, sabiendo tanto, no lo hubiera conseguido ya, pero que, si hacía lo que ella le dijera, podría lograr sus propósitos.
»El diablo le contestó que haría cuanto le aconsejara, con tal de llevar la desavenencia a la vida de aquel matrimonio.
»Cuando el demonio y la beguina llegaron a ese acuerdo, se encaminó la mujer hacia la casa del matrimonio, y tantas vueltas dio que consiguió hablar con la esposa, a la que hizo creer que había sido educada por su madre y que, para mostrarle su agradecimiento, la intentaría servir en todo cuanto pudiese.
»La esposa, que era muy buena, creyó sus palabras, le permitió vivir en su casa y le entregó su gobernación. También el marido se fiaba de ella.
»Cuando ya había vivido mucho tiempo con ellos y había conseguido toda su confianza, fue un día a la esposa, simulando estar preocupada, y le dijo:
»-Hija mía, mucho me duele lo que me han contado: que a vuestro marido le agrada más otra mujer; así que debéis tratarlo con mucho cariño para que nunca ame a otra mujer sino a vos, pues, si esto ocurriera, podrían veniros grandes males y perjuicios.
»Al oír esto, la buena esposa, aunque no acabó de creerlo, tuvo gran pesar y quedó muy acongojada. Cuando la falsa devota la vio tan pesarosa, se dirigió al camino que solía hacer el esposo para volver a su casa. Cuando se encontraron, le reprobó lo que hacía, porque, teniendo una esposa tan buena, amaba más a otra mujer; también le dijo que su mujer ya lo sabía y, aunque le pesaba mucho, le había contado que, como él se portaba así sabiendo que ella lo quería tanto, estaba dispuesta a buscar a otro hombre que la quisiera tanto o más que él. Luego le pidió que, por Dios, no se enterase su mujer pues, si lo supiera, ella se moriría.
»El marido, al oír esto, aunque no se lo pudo creer, sintió gran pesar y se puso muy triste.
»La falsa devota, al dejar al marido con esta sospecha, se fue a donde estaba la esposa, a la que dijo entre muestras de gran pesar y dolor:
»-Hija mía, no sé que desgracia os amenaza, pero vuestro marido está muy enfadado con vos; como es verdad lo que os digo, ahora lo veréis venir muy enojado y triste, lo que no le pasaba antes.
»Al dejarla con esta preocupación, se dirigió hacia el marido y le dijo lo mismo que a la esposa. Cuando aquel llegó a su casa, vio que la mujer estaba muy triste y que ya no sentían placer el uno con el otro, por lo cual quedaron los dos aún más preocupados.
»Cuando el marido salió de nuevo, dijo la mala mujer a la honrada esposa que, si se lo permitía, buscaría a algún mago para que hiciera un encantamiento con el que su marido perdiese la indiferencia que tenía con ella. Como la esposa quería que la armonía volviera a su matrimonio, accedió a ello y se lo agradeció.
»Pasados unos días, volvió ella y le dijo que había encontrado un mago que, con algunos pelos de la barba de su marido, de los que nacen cerca de la garganta, podría preparar algún remedio para que su marido perdiese el enojo que tenía contra ella y, así, volvieran a llevar tan buena vida como antes, o aún mejor. Le pidió que, al volver el esposo, consiguiera que se echara en su regazo y, una vez dormido, con una navaja que le dio, podía cortarle los pelos necesarios.
»Aquella buena esposa, por el gran amor que tenía a su marido y muy pesarosa por la desavenencia que había entre ellos, como deseaba muchísimo gozar de la vida que antes llevaban, se lo agradeció y le dijo que así lo haría. Para ello cogió la navaja que le entregó la falsa mujer.
»La mala mujer se dirigió en seguida al marido y le dijo que sentía mucho su próxima muerte, por lo cual no deseaba ocultarle lo que su mujer había preparado: darle muerte a él y marcharse con su amante. Para probarle que esto era cierto, le dijo cómo su esposa y el amante de esta lo tenían dispuesto: a su vuelta la mujer le pediría que se durmiese en su regazo para, una vez dormido, degollarlo con una navaja que tenía escondida.
»Cuando el marido oyó todo esto, quedó lleno de espanto y, aunque estaba muy preocupado ya por tantas falsedades como la beguina le había dicho, con esto que le contaba ahora se preocupó aún más, resolviendo estar muy alerta y ver si era cierto cuanto le decía. Con esta turbación volvió a su casa.
»Al verlo entrar, la mujer recibió a su marido más cariñosamente que nunca, a la vez que le recordó cómo con tanto trabajo no podían nunca tratarse ni tomar un descanso, por lo que le pidió que se echara junto a ella y que pusiese la cabeza en su regazo para espulgarlo.
»El marido, al oír las demandas de la mujer, pensó que cuanto le había dicho la falsa beguina era cierto, pero, por ver hasta dónde llegaba la maldad de su esposa, se echó junto a ella y se hizo el dormido. Cuando así lo vio su mujer, sacó la navaja que tenía para cortarle los pelos de la barba, siguiendo el consejo de la mala beguina. El marido, que vio a su mujer con una navaja en la mano, muy cerca de su garganta, no dudó de cuanto la beguina le había dicho, se levantó, le quitó la navaja a su esposa y la degolló allí mismo.
»El padre y los hermanos de la esposa escucharon el ruido de la pelea, acudieron prestamente a la casa y vieron a la esposa muerta en el suelo. Aunque nunca habían oído quejas contra ella, ni por parte del marido ni por ningún vecino, al ver aquel crimen, llenos de cólera y de rabia, se lanzaron contra el esposo, al que mataron en el acto.
»Al oír los gritos que daban, vinieron los parientes del marido y, como lo vieran así muerto, arremetieron contra quienes lo habían asesinado y les dieron muerte. Tanto creció la venganza, por ambas partes, que aquel día murieron casi todos los moradores de la villa.
»Todo esto ocurrió por las malas palabras de la perversa beguina. Pero, como Dios nunca permite que el delito quede sin castigo, así como no permite tampoco su encubrimiento, hizo entender a las gentes que toda aquella sangre se había vertido por las calumnias de aquella falsa devota, a la que torturaron hasta que murió entre grandes dolores.
»Vos, señor Conde Lucanor, si deseáis saber cuál es el peor hombre del mundo y el que puede causar más daño a los demás, debéis saber que es quien simula ser buen cristiano, hombre honrado y leal, pero cuyo corazón es falso y se dedica a verter calumnias y falsedades que enemistan a las personas. Yo os aconsejo que evitéis a los hipócritas, pues siempre viven con engaño y mentira. Para que los podáis conocer, recordad este consejo del evangelio: «A fructibus eorum cognoscetis eos»; que significa: «Por sus obras los conoceréis». Por último, pensad que nadie en el mundo puede ocultar por siempre los secretos de su corazón, pues más tarde o más temprano saldrán a la luz.
El conde vio que era verdad lo que Patronio le decía, se propuso seguir su consejo y pidió a Dios que lo guardase a él y a todos los suyos de hombre tan dañino.
Y viendo don Juan que este cuento era muy bueno; lo mandó escribir en este libro e hizo estos versos que dicen así:
Si deseas evitar tan grandes desventuras
no te dejes convencer por las falsas criaturas.
FIN

CUENTO L
Lo que sucedió a Saladino con la mujer de un vasallo suyo

Hablaba otra vez el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, de este modo:
-Patronio, bien sé yo que sois tan inteligente que nadie de esta tierra podría responder mejor que vos a lo que se le preguntase. Por ello os ruego que me digáis cuál es la mejor cualidad que puede tener el hombre. Os lo pregunto porque comprendo que son necesarias muchas virtudes para elegir lo mejor y hacerlo, pues, si solamente vemos lo que debe hacerse, pero no sabemos poner los medios para ejecutarlo, no aumentaremos mucho nuestra fama o prestigio. Como las cualidades son tantas, querría saber cuál es la principal, para tenerla siempre presente en mis decisiones.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, vos, por vuestra bondad, me elogiáis mucho y me decís siempre que soy muy inteligente. Pero, señor conde, creo que estáis confundido o equivocado. Pues sabed que no existe nada en el mundo en que tan fácilmente nos engañemos como en el conocimiento de las personas y de su inteligencia, ya que son dos cosas distintas, una, saber cómo es el hombre, y otra, ponderar su inteligencia. Para conocer cómo es la persona, hemos de observar cómo son las obras que cada uno hace para Dios y para el mundo, pues muchos parecen realizar buenas obras que no lo son, ya que su objeto es ganar la alabanza de las gentes. Tened por cierto que su falsa virtud les costará muy cara, pues se trata de algo que apenas dura un día y, sin embargo, los llevará al castigo eterno. Hay otros que hacen buenas obras en servicio y honra de Dios, sin preocuparse de vanidades mundanas, y aunque estos eligen la mejor parte, que nunca podrán perder, ni los unos ni los otros atienden los caminos de Dios y del mundo, por los que es necesario transitar.
»Para no descuidar ninguno de estos dos caminos, se necesitan muy buenas obras y sutil inteligencia, lo que es tan difícil de aunar como meter la mano en el fuego y sacarla sin quemaduras; pero, si el hombre cuenta con la ayuda de Dios y sabe, además, ayudarse a sí mismo, todo puede conseguirse, pues ha habido muchos buenos reyes y hombres santos que fueron justos ante Dios y ante el mundo. También os digo que, para saber quién es inteligente, hay que mirar bien las cosas, pues muchos dicen muy buenas palabras y hermosas sentencias, pero no llevan sus asuntos tan bien como les sería conveniente; otros, por el contrario, los gestionan de modo excelente, pero no quieren o no pueden decir tres palabras acertadas. Los hay también que hablan con mucha elegancia y saben desenvolverse, pero, como tienen mala intención, aunque encuentran siempre beneficio para ellos, sus obras perjudican a los demás. Sabed que de estos dicen las Escrituras que son como el loco que lleva una espada en la mano o como un mal príncipe que tiene mucho poder.
»Mas, para que vos y todos los hombres podáis conocer quién es bueno para Dios y para el mundo, quién es el inteligente, quién el de palabra fácil, quién el de buen entender, y así podáis escogerlo, conviene que no juzguéis a nadie sino por las buenas obras que haga durante largo tiempo y no por las hechas en un corto periodo, así como por el aumento o disminución de sus bienes; que en estas dos cosas se puede comprobar cuanto os dije antes.
»Todas estas razones os he dicho porque con mucha frecuencia me alabáis y destacáis mi inteligencia, pero estoy seguro de que, si pensáis en todas estas cosas, no me elogiaríais tanto.
»Para responder a la pregunta de cuál es la mejor cualidad que puede tener el hombre, me gustaría contaros lo que sucedió a Saladino con una dama muy honrada, mujer de un caballero vasallo suyo, y así sabríais cuál es la mejor condición de una persona.
El conde le preguntó lo que había sucedido.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, Saladino era sultán de Babilonia y siempre llevaba un cortejo muy numeroso. Como una vez no se pudieron aposentar todos en la misma casa, él se alojó en la de un caballero. Cuando este vio a su señor, que era tan honrado y poderoso, en su casa, hizo cuanto pudo por complacerlo y servirlo, y lo mismo hicieron su mujer, sus hijos y sus hijas. Pero el diablo, que siempre busca la manera de confundir y hacer pecar a los hombres, hizo que Saladino se olvidase del respeto que se debía a sí mismo y a su vasallo y que se enamorara de aquella dama apasionadamente.
»Tanto la deseaba que llegó a pedir ayuda a un mal consejero, para que le indicara el modo de conseguirla. Sabed, señor conde, que todos deben pedir a Dios que guarde a su señor de malos deseos, pues, si llega a concebirlos y desea realizarlos, nunca faltará alguien que le aconseje mal y le ayude a ponerlos en práctica.
»Así le ocurrió a Saladino, que en seguida encontró quien le dijera cómo llegar hasta aquella dama. El mal consejero le sugirió que hiciera llamar al marido, que le concediese muchas riquezas y que lo pusiera al frente de un numeroso ejército, con el cual debería partir a lejanas tierras, en cualquier empresa del sultán. Cuando el caballero se hubiera alejado, Saladino podría cumplir sus propósitos.
»El ardid satisfizo mucho al sultán, que así lo hizo. Cuando el caballero ya había partido en servicio de su señor, pensando que había tenido mucha suerte y que quedaba muy amigo del sultán, Saladino se dirigió a casa del caballero. Al saber la honrada dama que venía otra vez a su casa, como había otorgado tanto merecimiento a su marido, recibió muy bien al sultán, al que sirvió y complació en cuanto pudieron ella y sus criados. Después de comer, Saladino entró en su cámara y pidió que viniese ella. La señora, creyendo que necesitaba algo, fue a la habitación del sultán. Al verla, Saladino le dijo que la amaba mucho. Ella, sin embargo, aunque comprendió muy bien sus intenciones, al oírle decir esto hizo como si no lo hubiera entendido, respondiéndole que se lo agradecía y que pedía a Dios que le diera larga y buena vida, pues bien sabía Dios con qué frecuencia le pedía por él, para que nunca corriese ningún peligro, cosa que debía hacer por ser él su señor y, sobre todo, por las mercedes otorgadas a su marido y a ella.
»Saladino le replicó que, aparte de eso, la amaba más que a ninguna otra mujer del mundo. Ella volvió a darle las gracias, como si no hubiera comprendido sus intenciones. ¿Para qué alargarlo más? El sultán le dijo el alcance de sus pretensiones y la dama, al oírlo, como era muy honrada y muy inteligente, le contestó a Saladino:
»-Señor, aunque soy una humilde mujer, sé que el amor no está en manos del hombre, sino este en manos del amor. También se que, si vos decís que me amáis tanto, puede ser verdad, pero sé también que, cuando a los hombres, sobre todo a los señores, les gusta una mujer, prometen hacer cuanto ella quiera, mas cuando la ven sin honra y escarnecida, la estiman en poco y, como es natural, ella queda burlada y deshonrada. Yo, señor, sospecho que eso mismo me ocurrirá a mí.
»Saladino intentó convencerla, jurando que haría cuanto ella quisiese para que siempre viviera felizmente. Cuando oyó decir esto al sultán, la buena esposa le respondió que, si él le prometía hacer, antes de forzarla y deshonrarla, lo que le iba a pedir, ella haría todo lo que él quisiese, una vez cumplida su promesa.
»Le contestó Saladino diciendo que temía que le pidiera no tratar nunca más de este asunto, pero ella le respondió que no se trataría de eso ni de nada que no pudiera hacerse. Saladino, entonces, se lo prometió. La honrada dama le besó la mano y los pies, y le dijo que lo único que quería era que le dijese cuál era la mejor cualidad del hombre, la que era madre y cabeza de todas las demás virtudes.
»Cuando el sultán oyó esto, se puso a pensar la respuesta con mucho interés, pero no se le ocurría ninguna. Como le había prometido no tocarla hasta cumplir lo pactado, le pidió algún tiempo para pensar. Ella le respondió que haría todo lo que él mandase en el momento que le contestara a su pregunta, sin fijar un plazo para ello.
»Así ocurrió entre ellos. Saladino se volvió con los suyos y, como si fuera por otro motivo, preguntó a todos sus sabios. Unos le contestaron que la mejor cualidad del hombre era un alma buena. Otros afamaban que eso podía ser verdad para el otro mundo, pero que sólo la bondad de corazón no era lo mejor para este. Otros sabios opinaban que lo mejor era la lealtad, aunque había quienes opinaban que, siendo la lealtad muy buena, se podía ser al mismo tiempo fiel y cobarde, o mezquino, o lascivo, o de malas costumbres, por lo que se necesitaba ser algo más que simplemente fiel. Esto mismo ocurría con todas las buenas cualidades, sin poder encontrar respuesta a la pregunta de Saladino.
»Al ver el sultán que no encontraba en su tierra quien pudiera responderle, llamó a dos juglares para irse con ellos por el mundo sin que nadie lo reconociese. Y así, en secreto, cruzó el mar, dirigiéndose a Roma, que es donde se reúnen todos los cristianos. Por mucho que preguntó, nadie supo responderle. Después pasó a la corte del rey de Francia y a las de otros reyes, pero no encontró la respuesta. Así fue transcurriendo tanto tiempo, que hasta llegó a arrepentirse de su empresa.
»Si hubiera sido sólo por conseguir a aquella dama, ya lo habría dejado, pero, como era tan poderoso, pensaba que sería una deshonra abandonar lo que ya había empezado, pues sin duda es grave humillación para un gran hombre dejar lo que se ha iniciado, con tal de que no sea pecado; pero, si abandona por miedo o por el trabajo que cuesta, le resultará vergonzoso. Por eso Saladino no cejaba en aquel empeño, que lo había llevado fuera de su reino.
»Sucedió que un día, andando por un camino con los dos juglares, se encontraron con un escudero que volvía de cazar y que había matado un ciervo. Este escudero se había casado poco tiempo atrás y su padre, que ya era muy anciano, había sido el mejor caballero de aquellos contornos. Por la vejez no podía salir de casa, pero, aunque había perdido la vista, tenía una inteligencia tan experimentada y profunda que su ancianidad no era una carga para él. El escudero, que venía muy alegre, les preguntó de dónde venían y quiénes eran. Ellos dijeron que eran juglares.
»Al oír esto, se alegró mucho y les dijo que, como volvía tan contento de cazar, quería hacer una fiesta; les pidió que, pues tan buenos juglares parecían, le acompañasen aquella noche. Le contestaron los tres que no podían detenerse, porque hacía mucho tiempo que habían partido de su tierra para resolver un enigma y que, como no lo conseguían, querían regresar cuanto antes, por lo cual no podían quedarse con él aquella noche.
»Tantas veces les preguntó el escudero cuál era la pregunta, que tuvieron que decírsela. Cuando el escudero la supo, les dijo que, si su padre no podía darles la respuesta, nadie podría hacerlo. Luego les contó quién y cómo era su padre.
»Cuando Saladino, a quien el escudero tenía por un juglar, escuchó sus palabras, se puso muy contento y se fueron los tres con él. Al llegar a su casa, el escudero dijo a su padre que venía tan contento por haber cazado mucho y por haberse encontrado con aquellos tres juglares. También le dijo lo que andaban preguntando y le pidió que hiciera el favor de contestárselo, pues les había dicho que, si él no era capaz de responderles, nadie podría hacerlo.
»Cuando el anciano caballero lo oyó, supo que quien hacía esa pregunta no podía ser un juglar, y contestó a su hijo que les diría la respuesta después de comer. Así se lo dijo el escudero a Saladino, a quien tenía por un juglar, que se alegró mucho, aunque se impacientó bastante pues tenía que esperar, para conocer la respuesta, a que terminaran la comida.
»Cuando retiraron los manteles y los juglares hicieron cuanto sabían, el anciano caballero se dirigió a ellos, diciéndoles cómo su hijo le había contado que iban buscando la respuesta a una pregunta, sin que nadie hasta el momento hubiese podido dársela. Luego les pidió que le dijesen la pregunta, que él contestaría hasta donde pudiese.
»Entonces Saladino, vestido de juglar, le replicó que la pregunta era esta: cuál es la mejor cualidad que puede tener el hombre, y que es madre y cabeza de todas las demás virtudes.
»Al oír la pregunta, el anciano caballero comprendió en seguida de qué se trataba; también reconoció por la voz a Saladino, pues él había vivido mucho tiempo en su casa y había recibido de él muchas gracias y mercedes. Así, le contestó:
»-Amigo, lo primero que os diré es que jamás han entrado en mi casa juglares como vos. Sabed también que, hablando con justicia, debo agradeceros cuantos bienes he recibido de vos, aunque de esto no os diré más por el momento, hasta que pueda hablar con vos a solas, para que ninguno sepa nada de vuestra secreta intención. Pero, volviendo a vuestra pregunta, os digo que la mejor cualidad del hombre, que es madre y cabeza de todas las demás, es la vergüenza; pues por vergüenza sufre el hombre la muerte, que es lo peor que existe, y por vergüenza dejamos de hacer las cosas que no parecen buenas, aunque hubiéramos deseado muchísimo hacerlas. Por ello, en la vergüenza están el comienzo y el fin de todas las buenas cualidades, y por vergüenza nos alejamos de los vicios.
»Cuando Saladino oyó esto, comprendió que el anciano caballero tenía razón. Al ver que ya había encontrado respuesta para su pregunta, se puso muy alegre y se despidió de él y de su hijo, de los cuales habían sido huéspedes. Pero, antes de abandonar la casa, habló con el sultán el anciano caballero y le contó cómo sabía que era Saladino, recordándole y agradeciéndole las mercedes que de él había recibido. Padre e hijo le sirvieron en cuanto les fue posible, pero sin descubrir a los otros su personalidad.
»Ocurridas todas estas cosas, decidió Saladino volver a su tierra lo más pronto posible. Cuando llegó a su reino, fue muy bien recibido por todos, que le hicieron grandes agasajos y celebraron muchas fiestas por su venida.
»Terminadas las celebraciones, se encaminó Saladino a la casa de aquella honrada señora que le había formulado la pregunta. Al saber ella que el sultán se acercaba, lo recibió con muchos honores y le atendió muy bien en todo lo que pudo.
»Después de haber comido, Saladino entró en su habitación y mandó venir a la buena señora. Ella fue a él, Saladino le contó los trabajos que había pasado para encontrar respuesta a su pregunta, diciéndole que ya la había encontrado, y como él ya podía responderle, cumpliendo así lo que había prometido, debía ella cumplir también su parte. Le contestó ella que le rogaba que siguiera siendo fiel a su promesa y que contestara primero a su pregunta, pues si la respuesta convencía al propio Saladino, ella cumpliría todo lo prometido.
»Entonces Saladino le contestó que aceptaba esta última condición y le dijo que la respuesta a su anterior pregunta, de cuál era la mejor cualidad que podía tener el hombre, era esta: la mejor cualidad del hombre, y que es madre y cabeza de todas las virtudes, es la vergüenza.
»Cuando la honrada esposa oyó esto, se alegró mucho y dijo a Saladino:
»-Señor, ahora sé que decís la verdad y que habéis cumplido cuanto me prometisteis. Os ruego que me digáis, pues el rey siempre debe decir la verdad, si creéis que existe en el mundo alguien más justo que vos.
»Saladino le contestó que, aunque le daba vergüenza reconocerlo, como tenía que decir la verdad por ser rey, creía que era el más honrado y justo, no habiendo otro mejor que él.
»La honrada señora, al oír sus palabras, hincó sus rodillas en tierra y, postrada a sus pies, le dijo así, llorando amargamente:
»-Señor, vos me acabáis de decir dos grandes verdades: la primera, que sois el hombre más honrado y justo del mundo; la segunda, que la vergüenza es la prenda más excelsa que puede tener el hombre. Pues, señor, a vos, que sabéis todo esto y que sois el mejor y más bondadoso del mundo, os pido que queráis para vos la mejor de las cualidades, que es la vergüenza, y que, así, os dé rubor lo que me pedís.
»Al oír Saladino tales razones, comprendió cómo aquella esposa, por su bondad y su inteligencia, había sabido evitar que cometiera una grave falta, y dio gracias a Dios. Aunque el sultán la quería apasionadamente, desde aquel momento la quiso mucho más, pero con cariño leal y verdadero, como debe ser el que profese un señor virtuoso para con sus vasallos. Movido por las virtudes de aquella dama, mandó volver a su marido y les otorgó a ambos tantos honores y riquezas que todos sus descendientes vivieron muy felices.
»Sucedió todo esto por la honradez de aquella señora y porque gracias a ella todos supieron que la vergüenza es la mejor cualidad del hombre y, al mismo tiempo, madre y cabeza de todas las buenas cualidades.
»Pues vos, señor conde, me habéis preguntado cuál es la mejor cualidad del hombre, os respondo que es la vergüenza, pues por vergüenza el hombre es franco, esforzado y de buenas costumbres: por ella hace toda buena acción. Y tened por cierto que todas las cosas se hacen más por vergüenza que por desearlas. También por vergüenza deja el hombre de hacer todas las cosas malas que su voluntad le propone. Por ello, así como es muy bueno que el hombre sienta vergüenza si hace lo que no debe y deja de hacer lo que es debido, es muy malo y muy dañoso perderla. Debéis saber también cuánto yerra el que, habiendo hecho algo vergonzoso, no se sonroja por ello, al creer que nadie lo sabe. Estad seguro de que no hay nada que, por muy encubierto que parezca, no sea sabido tarde o temprano. Aunque, cuando haga un hombre algo vergonzoso, no sienta ningún rubor, debería pensar ese mismo hombre la vergüenza que pasará cuando se sepa. Y si de esto no siente vergüenza, deberá sentirla por él mismo, que sabe cuán vergonzosas son sus acciones. Si ni siquiera esto le preocupa, deberá pensar cuán desdichado es, pues sabe que, si un muchacho viera lo que hace, dejaría de hacerlo por vergüenza, aunque no sienta miedo ni vergüenza ante Dios, que todo lo sabe y todo lo ve, y que le dará el castigo que merezca por sus innobles acciones.
»Señor Conde Lucanor, ya os he respondido a la pregunta que me hicisteis, y con esta respuesta os he contestado a las cincuenta preguntas que me habéis hecho anteriormente. Tanto tiempo hemos pasado en ello que seguramente muchos de los vuestros estarán muy aburridos, sobre todo los que no sientan ningún placer en escucharme ni en aprender algo que pueda resultar provechoso para su alma o para el cuerpo. A estos les ocurre como a las bestias que van cargadas de oro, que sienten el peso que llevan encima y no sacan ningún provecho de su valor. Así, a ellos les aburre lo que oyen, sin aprovechar las enseñanzas que encierra. Por lo cual os digo que, en parte por esto y en parte también por el cansancio que me han producido las cincuenta respuestas que os he dado, no deseo que me hagáis más preguntas, pues con esta historia y con la siguiente quisiera poner fin a este libro.
Al conde le pareció esta historia muy buena. Sobre lo que Patronio dijo respecto a que no quería responder a más preguntas, contestó que buscaría algún medio para que fuera así.
Y como don Juan vio que esta historia era muy buena, la mandó escribir en este libro y compuso unos versos que dicen así:
Obra bien por vergüenza si quieres bien cumplir, 
que es la vergüenza madre de todo buen vivir.


CUENTO XII
Lo que sucedió a la zorra con un gallo

Una vez hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, de este modo: Patronio, sabéis que, gracias a Dios, mis señoríos son grandes, pero no están todos juntos. Aunque tengo tierras muy bien defendidas, otras no lo están tanto y otras están muy lejos de las tierras donde mi poder es mayor. Cuando me encuentro en guerra con mis señores, los reyes, o con vecinos más poderosos que yo, muchos que se llaman mis amigos y algunos que me quieren aconsejar me atemorizan y asustan, aconsejándome que de ningún modo esté en mis señoríos más apartados, sino que me refugie en los que tienen mejores baluartes, defensas y bastiones, que están en el centro de mis tierras. Como os sé muy leal y muy entendido en estos asuntos, os pido vuestro consejo para hacer ahora lo más conveniente.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, en asuntos graves y problemáticos es muy arriesgado dar un consejo, pues muchas veces podemos equivocarnos, al no estar seguros de cómo terminarán las cosas. Con frecuencia vemos que, pensando una cosa, sale después otra muy distinta, porque lo que tememos que salga mal, sale luego bien, y lo que creíamos que saldría bien, luego resulta mal; por ello, si el consejero es hombre leal y de justa intención, cuando ha de dar un consejo se siente en grave apuro y, si no sale bien, queda el consejero humillado y desacreditado. Por cuanto os digo, señor conde, me gustaría evitarme el aconsejaros, pues se trata de una situación muy delicada y peligrosa, pero como queréis que sea yo quien os aconseje, y no puedo negarme, me gustaría mucho contaros lo que sucedió a un gallo con una zorra.
El conde le pidió que se lo contara.
-Señor conde -dijo Patronio-, había un buen hombre que tenía una casa en la montaña y que criaba muchas gallinas y gallos, además de otros animales. Sucedió que un día uno de sus gallos se alejó de la casa y se adentró en el campo, sin pensar en el peligro que podía correr, cuando lo vio la zorra, que se le fue acercando muy sigilosamente para matarlo. Al verla, el gallo se subió a un árbol que estaba un poco alejado de los otros. Viendo la zorra que el gallo estaba fuera de su alcance, tomó gran pesar porque se le había escapado y empezó a pensar cómo podía cogerlo. Fue derecha al árbol y comenzó a halagar al gallo, rogándole que bajase y siguiera su paseo por el campo; pero el gallo no se dejó convencer. Viendo la zorra que con halagos no conseguiría nada, empezó a amenazar diciéndole que, pues no se fiaba de ella, ya le buscaría motivos para arrepentirse. Mas como el gallo se sentía a salvo, no hacía caso de sus amenazas ni de sus halagos.
»Cuando la zorra comprendió que no podría engañarlo con estas tretas, se fue al árbol y se puso a roer su corteza con los dientes, dando grandes golpes con la cola en el tronco. El infeliz del gallo se atemorizó sin razón y, sin pensar que aquella amenaza de la zorra nunca podría hacerle daño, se llenó de miedo y quiso huir hacia los otros árboles donde esperaba encontrarse más seguro y, pues no podía llegar a la cima de la montaña, voló a otro árbol. Al ver la zorra que sin motivo se asustaba, empezó a perseguirlo de árbol en árbol, hasta que consiguió cogerlo y comérselo.
»Vos, señor Conde Lucanor, pues con tanta frecuencia os veis implicado en guerras que no podéis evitar, no os atemoricéis sin motivo ni temáis las amenazas o los dichos de nadie, pero tampoco debéis confiar en alguien que pueda haceros daño, sino esforzaos siempre por defender vuestras tierras más apartadas, que un hombre como vos, teniendo buenos soldados y alimentos, no corre peligro, aunque el lugar no esté muy bien fortificado. Y si por un miedo injustificado abandonáis los puestos más avanzados de vuestro señorío, estad seguro de que os irán quitando los otros hasta dejaros sin tierra; porque como demostréis miedo o debilidad, abandonando alguna de vuestras tierras, mayor empeño pondrán vuestros enemigos en quitaros las que todavía os queden. Además, si vos y los vuestros os mostráis débiles ante unos enemigos cada vez más envalentonados, llegará un momento en que os lo quiten todo; sin embargo, si defendéis bien lo primero, estaréis seguro, como lo habría estado el gallo si hubiera permanecido en el primer árbol. Por eso pienso que este cuento del gallo deberían saberlo todos los que tienen castillos y fortalezas a su cargo, para no dejarse atemorizar con amenazas o con engaños, ni con fosos ni con torres de madera, ni con otras armas parecidas que sólo sirven para infundir temor a los sitiados. Aún os añadiré otra cosa para que veáis que sólo os digo la verdad: jamás puede conquistarse una fortaleza sino escalando sus muros o minándolos, pero si el muro es alto las escaleras no sirven de nada. Y para minar unas murallas hace falta mucho tiempo. Y así, todas las fortalezas que se toman es porque a los sitiados les falta algo o porque sienten miedo sin motivo justificado. Por eso creo, señor conde, que los nobles como vos, e incluso quienes son menos poderosos, deben mirar bien qué acción defensiva emprenden, y llevarla a cabo sólo cuando no puedan evitarla o excusarla. Mas, iniciada la empresa, no debéis atemorizaros por nada del mundo, aunque haya motivos para ello, porque es bien sabido que, de quienes están en peligro, escapan mejor los que se defienden que los que huyen. Pensad, por último, que si un perrillo al que quiere matar un poderoso alano se queda quieto y le enseña los dientes, podrá escapar muchas veces, pero si huye, aunque sea un perro muy grande, será cogido y muerto enseguida.
Al conde le agradó mucho todo esto que Patronio le contó, obró según sus consejos y le fue muy bien.
Y como don Juan pensó que este era un buen cuento, lo mandó poner en este libro e hizo unos versos que dicen así:
No sientas miedo nunca sin razón 
y defiéndete bien, como un varón.

CUENTO XIII
Lo que sucedió al león y al toro

Hablaba otra vez el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le dijo así:
-Patronio, tengo un amigo muy poderoso y muy ilustre, del que hasta ahora sólo he recibido favores, pero me dicen que no sólo he perdido su estimación sino que, además, busca motivos para venir contra mí. Por eso tengo dos grandes preocupaciones: si se levanta contra mí, me puede ser muy perjudicial; y si, por otra parte, descubre mis sospechas y mi alejamiento, él hará otro tanto, por lo cual nuestras desavenencias irán en aumento y romperemos nuestra amistad. Por la gran confianza que siempre me habéis merecido, os ruego que me aconsejéis lo más prudente para mí en este asunto.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para que podáis evitaros todo eso, me gustaría que supierais lo que sucedió al león y al toro.
El conde le rogó que se lo contara.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, el león y el toro eran muy amigos y, como los dos son muy fuertes y poderosos, dominaban y sometían a los demás animales; pues el león, ayudado por el toro, reinaba sobre todos los animales que comen carne, y el toro, con la ayuda del león, lo hacía sobre todos los que comen hierba. Cuando todos los animales comprendieron que el león y el toro los dominaban por la ayuda que se prestaban el uno al otro, y que ello les producía graves daños, hablaron entre sí para ver la forma de acabar con su tiranía. Vieron que, si lograban desavenir al león y al toro, podrían romper el yugo de su dominio, por lo cual los animales rogaron a la zorra y al carnero, que eran los privados del león y del toro respectivamente, que buscasen el medio de romper su alianza. La zorra y el carnero prometieron hacer cuanto pudiesen para conseguirlo.
»La zorra, consejera del león, pidió al oso, que es el animal más fuerte y poderoso de los que comen carne después del león, que le dijera a este cómo el toro hacía ya tiempo que buscaba hacerle mucho daño, por lo cual, y aunque no fuera verdad pues se lo habían dicho hacía ya varios días, debía estar precavido.
»Lo mismo dijo el carnero, consejero del toro, al caballo, que es el animal más fuerte entre los que se alimentan de hierba después del toro.
»El oso y el caballo dieron este aviso al león y al toro, que aunque no lo creyeron del todo, pues algo sospechaban de quienes eran casi tan fuertes como ellos, creyendo que buscaban su desavenencia, no por ello dejaron de sentir cierto recelo mutuo. Por lo cual, los dos, león y toro, hablaron con la zorra y con el carnero, que eran sus privados. Estos dijeron a sus señores que quizás el oso y el caballo les habían contado aquello para engañarlos, pero no obstante les aconsejaban observar bien dichos y hechos que de allí en adelante hicieran el león y el toro, para que cada uno obrase según lo que viera en el otro.
»Al oír esto, creció la sospecha entre el león y el toro, por lo que los demás animales, viendo que aquellos empezaban a recelar el uno del otro, empezaron a propagar abiertamente sus desconfianzas, que, sin duda, eran debidas a la mala intención que cada uno guardaba contra el otro.
»La zorra y el carnero, que sólo buscaban su conveniencia como falsos consejeros y habían olvidado la lealtad que debían a sus señores, en lugar de decirles la verdad, los engañaron. Tantas veces previnieron al uno contra el otro que la amistad entre el león y el toro se trocó en mutua aversión; los animales, al verlos así enemistados, pidieron una y otra vez a sus jefes que entrasen en guerra y, aunque les daban a entender que sólo miraban por sus intereses, buscaban los propios, haciendo y consiguiendo que todo el daño cayese sobre el león y el toro.
»Así acabó esta lucha: aunque el león hizo más daño al toro, disminuyendo mucho su poder y su autoridad, salió él tan debilitado que ya nunca pudo ejercer su dominio sobre los otros animales de su especie ni sobre los de otras distintas, ni cogerlos para sí como antes. Así, dado que el león y el toro no comprendieron que, gracias a su amistad y a la ayuda que se prestaban el uno al otro, eran respetados y temidos por el resto de los animales, y porque no supieron conservar su alianza, desoyendo los malos consejos que les daban quienes querían sacudirse su yugo y conseguir, en cambio, que fueran el león y el toro los sometidos, estos quedaron tan debilitados que, si antes eran ellos señores y dominadores, luego fueron ellos los sojuzgados.
»Vos, señor Conde Lucanor, evitad que quienes os hacen sospechar de vuestro amigo consigan que rompáis con él, como hicieron los animales con el león y el toro. Por ello os aconsejo que, si ese amigo vuestro es persona leal y siempre os ha favorecido con buenas obras, dando pruebas de su lealtad, y si tenéis con él la misma confianza que con un buen hijo o con un buen hermano, no creáis nada que os digan en su contra. Por el contrario, será mejor que le digáis las críticas que os hagan de él, con la seguridad de que os contará las que le lleguen de vos, castigando además a quienes urdan esas mentiras para que otros no se atrevan a levantar falsos testimonios. Pero si se trata de una persona que cuenta con vuestra amistad sólo por un tiempo, o por necesidad, o sólo casualmente, no hagáis ni digáis nada que pueda llevarle a pensar que sospecháis de él o que podéis retirarle vuestro favor, mas disimulad sus errores, que de ninguna manera podrá haceros tanto daño que no podáis prevenirlo con tiempo suficiente, como sería el que recibiríais si rompéis vuestra alianza por escuchar a los malos consejeros, como ocurrió en el cuento. Además, a ese amigo hacedle ver con buenas palabras cuán necesaria es la colaboración mutua y recíproca para él y para vos; así, haciéndole mercedes y favores y mostrándole vuestra buena disposición, no recelando de él sin motivo, no creyendo a los envidiosos y embusteros y demostrándole que tanto necesitáis su ayuda como él la vuestra, durará la amistad entre los dos y ninguno caerá en el error en que cayeron el león y el toro, lo que les llevó a perder todo su dominio sobre los demás animales.
Al conde le gustó mucho este consejo de Patronio, obró de acuerdo con sus enseñanzas y le fue muy bien.
Y viendo don Juan que el cuento era muy bueno, lo mandó escribir en este libro e hizo unos versos que dicen así:
Por dichos y por obras de algunos mentirosos, 
no rompas tu amistad con hombres provechosos.
FIN