CUENTO V
Lo
que sucedió a una zorra con un
cuervo que tenía un pedazo de queso en el pico
cuervo que tenía un pedazo de queso en el pico
Hablando
otro día el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, le dijo:
-Patronio,
un hombre que se llama mi amigo comenzó a alabarme y me dio a entender que yo tenía
mucho poder y muy buenas cualidades. Después de tantos halagos me propuso un
negocio, que a primera vista me pareció muy provechoso.
Entonces
el conde contó a Patronio el trato que su amigo le proponía y, aunque parecía
efectivamente de mucho interés, Patronio descubrió que pretendían engañar al
conde con hermosas palabras. Por eso le dijo:
-Señor
Conde Lucanor, debéis saber que ese hombre os quiere engañar y así os dice que
vuestro poder y vuestro estado son mayores de lo que en realidad son. Por eso,
para que evitéis ese engaño que os prepara, me gustaría que supierais lo que
sucedió a un cuervo con una zorra.
Y el
conde le preguntó lo ocurrido.
-Señor
Conde Lucanor -dijo Patronio-, el cuervo encontró una vez un gran pedazo de
queso y se subió a un árbol para comérselo con tranquilidad, sin que nadie le
molestara. Estando así el cuervo, acertó a pasar la zorra debajo del árbol y,
cuando vio el queso, empezó a urdir la forma de quitárselo. Con ese fin le
dijo:
»-Don
Cuervo, desde hace mucho tiempo he oído hablar de vos, de vuestra nobleza y de
vuestra gallardía, pero aunque os he buscado por todas partes, ni Dios ni mi
suerte me han permitido encontraros antes. Ahora que os veo, pienso que sois
muy superior a lo que me decían. Y para que veáis que no trato de lisonjearos,
no sólo os diré vuestras buenas prendas, sino también los defectos que os
atribuyen. Todos dicen que, como el color de vuestras plumas, ojos, patas y
garras es negro, y como el negro no es tan bonito como otros colores, el ser
vos tan negro os hace muy feo, sin darse cuenta de su error pues, aunque
vuestras plumas son negras, tienen un tono azulado, como las del pavo real, que
es la más bella de las aves. Y pues vuestros ojos son para ver, como el negro
hace ver mejor, los ojos negros son los mejores y por ello todos alaban los
ojos de la gacela, que los tiene más oscuros que ningún animal. Además, vuestro
pico y vuestras uñas son más fuertes que los de ninguna otra ave de vuestro
tamaño. También quiero deciros que voláis con tal ligereza que podéis ir contra
el viento, aunque sea muy fuerte, cosa que otras muchas aves no pueden hacer
tan fácilmente como vos. Y así creo que, como Dios todo lo hace bien, no habrá
consentido que vos, tan perfecto en todo, no pudieseis cantar mejor que el resto
de las aves, y porque Dios me ha otorgado la dicha de veros y he podido
comprobar que sois más bello de lo que dicen, me sentiría muy dichosa de oír
vuestro canto.
»Señor
Conde Lucanor, pensad que, aunque la intención de la zorra era engañar al
cuervo, siempre le dijo verdades a medias y, así, estad seguro de que una
verdad engañosa producirá los peores males y perjuicios.
»Cuando
el cuervo se vio tan alabado por la zorra, como era verdad cuanto decía, creyó
que no lo engañaba y, pensando que era su amiga, no sospechó que lo hacía por
quitarle el queso. Convencido el cuervo por sus palabras y halagos, abrió el
pico para cantar, por complacer a la zorra. Cuando abrió la boca, cayó el queso
a tierra, lo cogió la zorra y escapó con él. Así fue engañado el cuervo por las
alabanzas de su falsa amiga, que le hizo creerse más hermoso y más perfecto de
lo que realmente era.
»Y vos,
señor Conde Lucanor, pues veis que, aunque Dios os otorgó muchos bienes, aquel
hombre os quiere convencer de que vuestro poder y estado aventajan en mucho la
realidad, creed que lo hace por engañaros. Y, por tanto, debéis estar prevenido
y actuar como hombre de buen juicio.
Al
conde le agradó mucho lo que Patronio le dijo e hízolo así. Por su buen consejo
evitó que lo engañaran.
Y como
don Juan creyó que este cuento era bueno, lo mandó poner en este libro e hizo
estos versos, que resumen la moraleja. Estos son los versos:
Quien te encuentra bellezas que
no tienes,
siempre busca quitarte algunos bienes.
siempre busca quitarte algunos bienes.
FIN
CUENTO VII
Lo que sucedió a una mujer que
se llamaba doña Truhana
Otra
vez estaba hablando el Conde Lucanor con Patronio de esta manera:
-Patronio,
un hombre me ha propuesto una cosa y también me ha dicho la forma de
conseguirla. Os aseguro que tiene tantas ventajas que, si con la ayuda de Dios
pudiera salir bien, me sería de gran utilidad y provecho, pues los beneficios
se ligan unos con otros, de tal forma que al final serán muy grandes.
Y
entonces le contó a Patronio cuanto él sabía. Al oírlo Patronio, contestó al
conde:
-Señor
Conde Lucanor, siempre oí decir que el prudente se atiene a las realidades y
desdeña las fantasías, pues muchas veces a quienes viven de ellas les suele
ocurrir lo que a doña Truhana.
El
conde le preguntó lo que le había pasado a esta.
-Señor
conde -dijo Patronio-, había una mujer que se llamaba doña Truhana, que era más
pobre que rica, la cual, yendo un día al mercado, llevaba una olla de miel en
la cabeza. Mientras iba por el camino, empezó a pensar que vendería la miel y
que, con lo que le diesen, compraría una partida de huevos, de los cuales
nacerían gallinas, y que luego, con el dinero que le diesen por las gallinas,
compraría ovejas, y así fue comprando y vendiendo, siempre con ganancias, hasta
que se vio más rica que ninguna de sus vecinas.
»Luego
pensó que, siendo tan rica, podría casar bien a sus hijos e hijas, y que iría
acompañada por la calle de yernos y nueras y, pensó también que todos
comentarían su buena suerte pues había llegado a tener tantos bienes aunque
había nacido muy pobre.
»Así,
pensando en esto, comenzó a reír con mucha alegría por su buena suerte y,
riendo, riendo, se dio una palmada en la frente, la olla cayó al suelo y se
rompió en mil pedazos. Doña Truhana, cuando vio la olla rota y la miel
esparcida por el suelo, empezó a llorar y a lamentarse muy amargamente porque
había perdido todas las riquezas que esperaba obtener de la olla si no se
hubiera roto. Así, porque puso toda su confianza en fantasías, no pudo hacer
nada de lo que esperaba y deseaba tanto.
»Vos,
señor conde, si queréis que lo que os dicen y lo que pensáis sean realidad
algún día, procurad siempre que se trate de cosas razonables y no fantasías o
imaginaciones dudosas y vanas. Y cuando quisiereis iniciar algún negocio, no
arriesguéis algo muy vuestro, cuya pérdida os pueda ocasionar dolor, por
conseguir un provecho basado tan sólo en la imaginación.
Al
conde le agradó mucho esto que le contó Patronio, actuó de acuerdo con la
historia y, así, le fue muy bien.
Y como
a don Juan le gustó este cuento, lo hizo escribir en este libro y compuso estos
versos:
En realidades ciertas os podéis
confiar,
mas de las fantasías os debéis alejar.
mas de las fantasías os debéis alejar.
FIN
CUENTO XXXII
Lo que sucedió a un rey con los
burladores que hicieron el paño
Otra vez le dijo el Conde Lucanor a su consejero Patronio:
-Patronio, un hombre me ha propuesto un asunto muy importante, que
será muy provechoso para mí; pero me pide que no lo sepa ninguna persona, por
mucha confianza que yo tenga en ella, y tanto me encarece el secreto que
afirma que puedo perder mi hacienda y mi vida, si se lo descubro a alguien.
Como yo sé que por vuestro claro entendimiento ninguno os propondría algo que
fuera engaño o burla, os ruego que me digáis vuestra opinión sobre este
asunto.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para que sepáis lo que más os
conviene hacer en este negocio, me gustaría contaros lo que sucedió a un rey
moro con tres pícaros granujas que llegaron a palacio.
Y el conde le preguntó lo que había pasado.
-Señor conde -dijo Patronio-, tres pícaros fueron a palacio y dijeron
al rey que eran excelentes tejedores, y le contaron cómo su mayor habilidad
era hacer un paño que sólo podían ver aquellos que eran hijos de quienes
todos creían su padre, pero que dicha tela nunca podría ser vista por quienes
no fueran hijos de quien pasaba por padre suyo.
»Esto le pareció muy bien al rey, pues por aquel medio sabría quiénes
eran hijos verdaderos de sus padres y quiénes no, para, de esta manera,
quedarse él con sus bienes, porque los moros no heredan a sus padres si no
son verdaderamente sus hijos. Con esta intención, les mandó dar una sala
grande para que hiciesen aquella tela.
»Los pícaros pidieron al rey que les mandase encerrar en aquel salón
hasta que terminaran su labor y, de esta manera, se vería que no había engaño
en cuanto proponían. Esto también agradó mucho al rey, que les dio oro, y
plata, y seda, y cuanto fue necesario para tejer la tela. Y después quedaron
encerrados en aquel salón.
»Ellos montaron sus telares y simulaban estar muchas horas tejiendo.
Pasados varios días, fue uno de ellos a decir al rey que ya habían empezado
la tela y que era muy hermosa; también le explicó con qué figuras y labores
la estaban haciendo, y le pidió que fuese a verla él solo, sin compañía de
ningún consejero. Al rey le agradó mucho todo esto.
»El rey, para hacer la prueba antes en otra persona, envió a un criado
suyo, sin pedirle que le dijera la verdad. Cuando el servidor vio a los
tejedores y les oyó comentar entre ellos las virtudes de la tela, no se
atrevió a decir que no la veía. Y así, cuando volvió a palacio, dijo al rey
que la había visto. El rey mandó después a otro servidor, que afamó también
haber visto la tela.
»Cuando todos los enviados del rey le aseguraron haber visto el paño,
el rey fue a verlo. Entró en la sala y vio a los falsos tejedores hacer como
si trabajasen, mientras le decían: «Mirad esta labor. ¿Os place esta
historia? Mirad el dibujo y apreciad la variedad de los colores». Y aunque
los tres se mostraban de acuerdo en lo que decían, la verdad es que no habían
tejido tela alguna. Cuando el rey los vio tejer y decir cómo era la tela, que
otros ya habían visto, se tuvo por muerto, pues pensó que él no la veía
porque no era hijo del rey, su padre, y por eso no podía ver el paño, y temió
que, si lo decía, perdería el reino. Obligado por ese temor, alabó mucho la
tela y aprendió muy bien todos los detalles que los tejedores le habían
mostrado. Cuando volvió a palacio, comentó a sus cortesanos las excelencias y
primores de aquella tela y les explicó los dibujos e historias que había en
ella, pero les ocultó todas sus sospechas.
»A los pocos días, y para que viera la tela, el rey envió a su
gobernador, al que le había contado las excelencias y maravillas que tenía el
paño. Llegó el gobernador y vio a los pícaros tejer y explicar las figuras y
labores que tenía la tela, pero, como él no las veía, y recordaba que el rey
las había visto, juzgó no ser hijo de quien creía su padre y pensó que, si
alguien lo supiese, perdería honra y cargos. Con este temor, alabó mucho la
tela, tanto o más que el propio rey.
»Cuando el gobernador le dijo al rey que había visto la tela y le
alabó todos sus detalles y excelencias, el monarca se sintió muy desdichado,
pues ya no le cabía duda de que no era hijo del rey a quien había sucedido en
el trono. Por este motivo, comenzó a alabar la calidad y belleza de la tela y
la destreza de aquellos que la habían tejido.
»Al día siguiente envió el rey a su valido, y le ocurrió lo mismo.
¿Qué más os diré? De esta manera, y por temor a la deshonra, fueron engañados
el rey y todos sus vasallos, pues ninguno osaba decir que no veía la tela.
»Así siguió este asunto hasta que llegaron las fiestas mayores y
pidieron al rey que vistiese aquellos paños para la ocasión. Los tres pícaros
trajeron la tela envuelta en una sábana de lino, hicieron como si la
desenvolviesen y, después, preguntaron al rey qué clase de vestidura deseaba.
El rey les indicó el traje que quería. Ellos le tomaron medidas y, después,
hicieron como si cortasen la tela y la estuvieran cosiendo.
»Cuando llegó el día de la fiesta, los tejedores le trajeron al rey la
tela cortada y cosida, haciéndole creer que lo vestían y le alisaban los
pliegues. Al terminar, el rey pensó que ya estaba vestido, sin atreverse a
decir que él no veía la tela.
»Y vestido de esta forma, es decir, totalmente desnudo, montó a
caballo para recorrer la ciudad; por suerte, era verano y el rey no padeció
el frío.
»Todas las gentes lo vieron desnudo y, como sabían que el que no viera
la tela era por no ser hijo de su padre, creyendo cada uno que, aunque él no
la veía, los demás sí, por miedo a perder la honra, permanecieron callados y
ninguno se atrevió a descubrir aquel secreto. Pero un negro, palafrenero del
rey, que no tenía honra que perder, se acercó al rey y le dijo: «Señor, a mí
me da lo mismo que me tengáis por hijo de mi padre o de otro cualquiera, y
por eso os digo que o yo soy ciego, o vais desnudo».
»El rey comenzó a insultarlo, diciendo que, como él no era hijo de su
padre, no podía ver la tela.
»Al decir esto el negro, otro que lo oyó dijo lo mismo, y así lo
fueron diciendo hasta que el rey y todos los demás perdieron el miedo a
reconocer que era la verdad; y así comprendieron el engaño que los pícaros
les habían hecho. Y cuando fueron a buscarlos, no los encontraron, pues se habían
ido con lo que habían estafado al rey gracias a este engaño.
»Así, vos, señor Conde Lucanor, como aquel hombre os pide que ninguna
persona de vuestra confianza sepa lo que os propone, estad seguro de que
piensa engañaros, pues debéis comprender que no tiene motivos para buscar
vuestro provecho, ya que apenas os conoce, mientras que, quienes han vivido
con vos, siempre procurarán serviros y favoreceros.
El conde pensó que era un buen consejo, lo siguió y le fue muy bien.
Viendo don Juan que este cuento era bueno, lo mandó escribir en este
libro y compuso estos versos que dicen así:
A quien te aconseja encubrir de
tus amigos
más le gusta engañarte que los higos.
FIN
|
CUENTO XLII
Lo que sucedió al diablo con
una falsa devota
Otra
vez hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, de este modo:
-Patronio,
en una conversación con varios amigos nos hemos preguntado cómo un hombre muy
perverso puede causar más daño a los demás. Unos dicen que encabezando
revueltas; otros, que peleando contra todos; otros, que cometiendo graves
delitos y crímenes y, otros, que calumniando y difamando. Por vuestro buen
entendimiento os ruego que digáis con cuál de estos vicios se puede causar peor
daño a las gentes.
-Señor
Conde Lucanor -dijo Patronio-, para responder, me gustaría que supieseis lo que
sucedió al diablo con una de esas mujeres que se hacen beguinas.
El
conde le preguntó qué le había sucedido.
-Señor
Conde Lucanor -dijo Patronio-, había en una villa un hombre joven, casado, que
se llevaba muy bien con su mujer, sin que nunca hubiera entre ellos desacuerdos
o riñas.
»Como
al diablo le desagradan siempre las cosas buenas, tenía con este matrimonio
gran pesar, pues, aunque anduvo mucho tiempo tras ellos para meter cizaña,
nunca lo pudo conseguir.
»Un
día, al volver de la casa donde vivía este matrimonio, iba el diablo muy
triste, porque no podía hacerles caer en sus tentaciones, cuando se encontró
con una beguina, que, al reconocerlo, le preguntó por qué estaba tan apenado.
El demonio le respondió que venía de la casa de aquel matrimonio, cuyas buenas
relaciones quería romper desde hacía mucho tiempo sin conseguirlo, y que, como
su superior se había enterado de su inutilidad, le había retirado su
estimación, motivo este de su tristeza.
»La
mala mujer le respondió que le asombraba que, sabiendo tanto, no lo hubiera
conseguido ya, pero que, si hacía lo que ella le dijera, podría lograr sus
propósitos.
»El
diablo le contestó que haría cuanto le aconsejara, con tal de llevar la
desavenencia a la vida de aquel matrimonio.
»Cuando
el demonio y la beguina llegaron a ese acuerdo, se encaminó la mujer hacia la
casa del matrimonio, y tantas vueltas dio que consiguió hablar con la esposa, a
la que hizo creer que había sido educada por su madre y que, para mostrarle su
agradecimiento, la intentaría servir en todo cuanto pudiese.
»La
esposa, que era muy buena, creyó sus palabras, le permitió vivir en su casa y
le entregó su gobernación. También el marido se fiaba de ella.
»Cuando
ya había vivido mucho tiempo con ellos y había conseguido toda su confianza,
fue un día a la esposa, simulando estar preocupada, y le dijo:
»-Hija
mía, mucho me duele lo que me han contado: que a vuestro marido le agrada más
otra mujer; así que debéis tratarlo con mucho cariño para que nunca ame a otra
mujer sino a vos, pues, si esto ocurriera, podrían veniros grandes males y
perjuicios.
»Al oír
esto, la buena esposa, aunque no acabó de creerlo, tuvo gran pesar y quedó muy
acongojada. Cuando la falsa devota la vio tan pesarosa, se dirigió al camino
que solía hacer el esposo para volver a su casa. Cuando se encontraron, le
reprobó lo que hacía, porque, teniendo una esposa tan buena, amaba más a otra
mujer; también le dijo que su mujer ya lo sabía y, aunque le pesaba mucho, le
había contado que, como él se portaba así sabiendo que ella lo quería tanto,
estaba dispuesta a buscar a otro hombre que la quisiera tanto o más que él.
Luego le pidió que, por Dios, no se enterase su mujer pues, si lo supiera, ella
se moriría.
»El
marido, al oír esto, aunque no se lo pudo creer, sintió gran pesar y se puso
muy triste.
»La
falsa devota, al dejar al marido con esta sospecha, se fue a donde estaba la
esposa, a la que dijo entre muestras de gran pesar y dolor:
»-Hija
mía, no sé que desgracia os amenaza, pero vuestro marido está muy enfadado con
vos; como es verdad lo que os digo, ahora lo veréis venir muy enojado y triste,
lo que no le pasaba antes.
»Al
dejarla con esta preocupación, se dirigió hacia el marido y le dijo lo mismo
que a la esposa. Cuando aquel llegó a su casa, vio que la mujer estaba muy
triste y que ya no sentían placer el uno con el otro, por lo cual quedaron los
dos aún más preocupados.
»Cuando
el marido salió de nuevo, dijo la mala mujer a la honrada esposa que, si se lo
permitía, buscaría a algún mago para que hiciera un encantamiento con el que su
marido perdiese la indiferencia que tenía con ella. Como la esposa quería que
la armonía volviera a su matrimonio, accedió a ello y se lo agradeció.
»Pasados
unos días, volvió ella y le dijo que había encontrado un mago que, con algunos
pelos de la barba de su marido, de los que nacen cerca de la garganta, podría
preparar algún remedio para que su marido perdiese el enojo que tenía contra
ella y, así, volvieran a llevar tan buena vida como antes, o aún mejor. Le
pidió que, al volver el esposo, consiguiera que se echara en su regazo y, una
vez dormido, con una navaja que le dio, podía cortarle los pelos necesarios.
»Aquella
buena esposa, por el gran amor que tenía a su marido y muy pesarosa por la
desavenencia que había entre ellos, como deseaba muchísimo gozar de la vida que
antes llevaban, se lo agradeció y le dijo que así lo haría. Para ello cogió la
navaja que le entregó la falsa mujer.
»La
mala mujer se dirigió en seguida al marido y le dijo que sentía mucho su
próxima muerte, por lo cual no deseaba ocultarle lo que su mujer había
preparado: darle muerte a él y marcharse con su amante. Para probarle que esto
era cierto, le dijo cómo su esposa y el amante de esta lo tenían dispuesto: a
su vuelta la mujer le pediría que se durmiese en su regazo para, una vez
dormido, degollarlo con una navaja que tenía escondida.
»Cuando
el marido oyó todo esto, quedó lleno de espanto y, aunque estaba muy preocupado
ya por tantas falsedades como la beguina le había dicho, con esto que le
contaba ahora se preocupó aún más, resolviendo estar muy alerta y ver si era
cierto cuanto le decía. Con esta turbación volvió a su casa.
»Al
verlo entrar, la mujer recibió a su marido más cariñosamente que nunca, a la
vez que le recordó cómo con tanto trabajo no podían nunca tratarse ni tomar un
descanso, por lo que le pidió que se echara junto a ella y que pusiese la
cabeza en su regazo para espulgarlo.
»El
marido, al oír las demandas de la mujer, pensó que cuanto le había dicho la
falsa beguina era cierto, pero, por ver hasta dónde llegaba la maldad de su
esposa, se echó junto a ella y se hizo el dormido. Cuando así lo vio su mujer,
sacó la navaja que tenía para cortarle los pelos de la barba, siguiendo el
consejo de la mala beguina. El marido, que vio a su mujer con una navaja en la
mano, muy cerca de su garganta, no dudó de cuanto la beguina le había dicho, se
levantó, le quitó la navaja a su esposa y la degolló allí mismo.
»El
padre y los hermanos de la esposa escucharon el ruido de la pelea, acudieron
prestamente a la casa y vieron a la esposa muerta en el suelo. Aunque nunca
habían oído quejas contra ella, ni por parte del marido ni por ningún vecino,
al ver aquel crimen, llenos de cólera y de rabia, se lanzaron contra el esposo,
al que mataron en el acto.
»Al oír
los gritos que daban, vinieron los parientes del marido y, como lo vieran así
muerto, arremetieron contra quienes lo habían asesinado y les dieron muerte.
Tanto creció la venganza, por ambas partes, que aquel día murieron casi todos
los moradores de la villa.
»Todo
esto ocurrió por las malas palabras de la perversa beguina. Pero, como Dios
nunca permite que el delito quede sin castigo, así como no permite tampoco su
encubrimiento, hizo entender a las gentes que toda aquella sangre se había
vertido por las calumnias de aquella falsa devota, a la que torturaron hasta
que murió entre grandes dolores.
»Vos,
señor Conde Lucanor, si deseáis saber cuál es el peor hombre del mundo y el que
puede causar más daño a los demás, debéis saber que es quien simula ser buen
cristiano, hombre honrado y leal, pero cuyo corazón es falso y se dedica a
verter calumnias y falsedades que enemistan a las personas. Yo os aconsejo que
evitéis a los hipócritas, pues siempre viven con engaño y mentira. Para que los
podáis conocer, recordad este consejo del evangelio: «A fructibus eorum
cognoscetis eos»; que significa: «Por sus obras los conoceréis». Por último,
pensad que nadie en el mundo puede ocultar por siempre los secretos de su
corazón, pues más tarde o más temprano saldrán a la luz.
El
conde vio que era verdad lo que Patronio le decía, se propuso seguir su consejo
y pidió a Dios que lo guardase a él y a todos los suyos de hombre tan dañino.
Y
viendo don Juan que este cuento era muy bueno; lo mandó escribir en este libro
e hizo estos versos que dicen así:
Si deseas evitar tan grandes
desventuras
no te dejes convencer por las falsas criaturas.
no te dejes convencer por las falsas criaturas.
FIN
CUENTO L
Lo que sucedió a Saladino con
la mujer de un vasallo suyo
Hablaba
otra vez el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, de este modo:
-Patronio,
bien sé yo que sois tan inteligente que nadie de esta tierra podría responder
mejor que vos a lo que se le preguntase. Por ello os ruego que me digáis cuál
es la mejor cualidad que puede tener el hombre. Os lo pregunto porque comprendo
que son necesarias muchas virtudes para elegir lo mejor y hacerlo, pues, si
solamente vemos lo que debe hacerse, pero no sabemos poner los medios para
ejecutarlo, no aumentaremos mucho nuestra fama o prestigio. Como las cualidades
son tantas, querría saber cuál es la principal, para tenerla siempre presente
en mis decisiones.
-Señor
Conde Lucanor -dijo Patronio-, vos, por vuestra bondad, me elogiáis mucho y me
decís siempre que soy muy inteligente. Pero, señor conde, creo que estáis confundido
o equivocado. Pues sabed que no existe nada en el mundo en que tan fácilmente
nos engañemos como en el conocimiento de las personas y de su inteligencia, ya
que son dos cosas distintas, una, saber cómo es el hombre, y otra, ponderar su
inteligencia. Para conocer cómo es la persona, hemos de observar cómo son las
obras que cada uno hace para Dios y para el mundo, pues muchos parecen realizar
buenas obras que no lo son, ya que su objeto es ganar la alabanza de las
gentes. Tened por cierto que su falsa virtud les costará muy cara, pues se
trata de algo que apenas dura un día y, sin embargo, los llevará al castigo
eterno. Hay otros que hacen buenas obras en servicio y honra de Dios, sin
preocuparse de vanidades mundanas, y aunque estos eligen la mejor parte, que
nunca podrán perder, ni los unos ni los otros atienden los caminos de Dios y
del mundo, por los que es necesario transitar.
»Para
no descuidar ninguno de estos dos caminos, se necesitan muy buenas obras y
sutil inteligencia, lo que es tan difícil de aunar como meter la mano en el
fuego y sacarla sin quemaduras; pero, si el hombre cuenta con la ayuda de Dios
y sabe, además, ayudarse a sí mismo, todo puede conseguirse, pues ha habido
muchos buenos reyes y hombres santos que fueron justos ante Dios y ante el
mundo. También os digo que, para saber quién es inteligente, hay que mirar bien
las cosas, pues muchos dicen muy buenas palabras y hermosas sentencias, pero no
llevan sus asuntos tan bien como les sería conveniente; otros, por el
contrario, los gestionan de modo excelente, pero no quieren o no pueden decir
tres palabras acertadas. Los hay también que hablan con mucha elegancia y saben
desenvolverse, pero, como tienen mala intención, aunque encuentran siempre
beneficio para ellos, sus obras perjudican a los demás. Sabed que de estos
dicen las Escrituras que son como el loco que lleva una espada en la mano o
como un mal príncipe que tiene mucho poder.
»Mas,
para que vos y todos los hombres podáis conocer quién es bueno para Dios y para
el mundo, quién es el inteligente, quién el de palabra fácil, quién el de buen
entender, y así podáis escogerlo, conviene que no juzguéis a nadie sino por las
buenas obras que haga durante largo tiempo y no por las hechas en un corto
periodo, así como por el aumento o disminución de sus bienes; que en estas dos
cosas se puede comprobar cuanto os dije antes.
»Todas
estas razones os he dicho porque con mucha frecuencia me alabáis y destacáis mi
inteligencia, pero estoy seguro de que, si pensáis en todas estas cosas, no me
elogiaríais tanto.
»Para
responder a la pregunta de cuál es la mejor cualidad que puede tener el hombre,
me gustaría contaros lo que sucedió a Saladino con una dama muy honrada, mujer
de un caballero vasallo suyo, y así sabríais cuál es la mejor condición de una
persona.
El
conde le preguntó lo que había sucedido.
-Señor
Conde Lucanor -dijo Patronio-, Saladino era sultán de Babilonia y siempre
llevaba un cortejo muy numeroso. Como una vez no se pudieron aposentar todos en
la misma casa, él se alojó en la de un caballero. Cuando este vio a su señor,
que era tan honrado y poderoso, en su casa, hizo cuanto pudo por complacerlo y
servirlo, y lo mismo hicieron su mujer, sus hijos y sus hijas. Pero el diablo,
que siempre busca la manera de confundir y hacer pecar a los hombres, hizo que
Saladino se olvidase del respeto que se debía a sí mismo y a su vasallo y que
se enamorara de aquella dama apasionadamente.
»Tanto
la deseaba que llegó a pedir ayuda a un mal consejero, para que le indicara el
modo de conseguirla. Sabed, señor conde, que todos deben pedir a Dios que
guarde a su señor de malos deseos, pues, si llega a concebirlos y desea
realizarlos, nunca faltará alguien que le aconseje mal y le ayude a ponerlos en
práctica.
»Así le
ocurrió a Saladino, que en seguida encontró quien le dijera cómo llegar hasta
aquella dama. El mal consejero le sugirió que hiciera llamar al marido, que le
concediese muchas riquezas y que lo pusiera al frente de un numeroso ejército,
con el cual debería partir a lejanas tierras, en cualquier empresa del sultán.
Cuando el caballero se hubiera alejado, Saladino podría cumplir sus propósitos.
»El
ardid satisfizo mucho al sultán, que así lo hizo. Cuando el caballero ya había
partido en servicio de su señor, pensando que había tenido mucha suerte y que
quedaba muy amigo del sultán, Saladino se dirigió a casa del caballero. Al
saber la honrada dama que venía otra vez a su casa, como había otorgado tanto
merecimiento a su marido, recibió muy bien al sultán, al que sirvió y complació
en cuanto pudieron ella y sus criados. Después de comer, Saladino entró en su
cámara y pidió que viniese ella. La señora, creyendo que necesitaba algo, fue a
la habitación del sultán. Al verla, Saladino le dijo que la amaba mucho. Ella,
sin embargo, aunque comprendió muy bien sus intenciones, al oírle decir esto
hizo como si no lo hubiera entendido, respondiéndole que se lo agradecía y que
pedía a Dios que le diera larga y buena vida, pues bien sabía Dios con qué
frecuencia le pedía por él, para que nunca corriese ningún peligro, cosa que
debía hacer por ser él su señor y, sobre todo, por las mercedes otorgadas a su
marido y a ella.
»Saladino
le replicó que, aparte de eso, la amaba más que a ninguna otra mujer del mundo.
Ella volvió a darle las gracias, como si no hubiera comprendido sus
intenciones. ¿Para qué alargarlo más? El sultán le dijo el alcance de sus
pretensiones y la dama, al oírlo, como era muy honrada y muy inteligente, le
contestó a Saladino:
»-Señor,
aunque soy una humilde mujer, sé que el amor no está en manos del hombre, sino
este en manos del amor. También se que, si vos decís que me amáis tanto, puede
ser verdad, pero sé también que, cuando a los hombres, sobre todo a los
señores, les gusta una mujer, prometen hacer cuanto ella quiera, mas cuando la
ven sin honra y escarnecida, la estiman en poco y, como es natural, ella queda
burlada y deshonrada. Yo, señor, sospecho que eso mismo me ocurrirá a mí.
»Saladino
intentó convencerla, jurando que haría cuanto ella quisiese para que siempre
viviera felizmente. Cuando oyó decir esto al sultán, la buena esposa le
respondió que, si él le prometía hacer, antes de forzarla y deshonrarla, lo que
le iba a pedir, ella haría todo lo que él quisiese, una vez cumplida su
promesa.
»Le
contestó Saladino diciendo que temía que le pidiera no tratar nunca más de este
asunto, pero ella le respondió que no se trataría de eso ni de nada que no
pudiera hacerse. Saladino, entonces, se lo prometió. La honrada dama le besó la
mano y los pies, y le dijo que lo único que quería era que le dijese cuál era
la mejor cualidad del hombre, la que era madre y cabeza de todas las demás
virtudes.
»Cuando
el sultán oyó esto, se puso a pensar la respuesta con mucho interés, pero no se
le ocurría ninguna. Como le había prometido no tocarla hasta cumplir lo
pactado, le pidió algún tiempo para pensar. Ella le respondió que haría todo lo
que él mandase en el momento que le contestara a su pregunta, sin fijar un
plazo para ello.
»Así
ocurrió entre ellos. Saladino se volvió con los suyos y, como si fuera por otro
motivo, preguntó a todos sus sabios. Unos le contestaron que la mejor cualidad
del hombre era un alma buena. Otros afamaban que eso podía ser verdad para el
otro mundo, pero que sólo la bondad de corazón no era lo mejor para este. Otros
sabios opinaban que lo mejor era la lealtad, aunque había quienes opinaban que,
siendo la lealtad muy buena, se podía ser al mismo tiempo fiel y cobarde, o
mezquino, o lascivo, o de malas costumbres, por lo que se necesitaba ser algo
más que simplemente fiel. Esto mismo ocurría con todas las buenas cualidades,
sin poder encontrar respuesta a la pregunta de Saladino.
»Al ver
el sultán que no encontraba en su tierra quien pudiera responderle, llamó a dos
juglares para irse con ellos por el mundo sin que nadie lo reconociese. Y así,
en secreto, cruzó el mar, dirigiéndose a Roma, que es donde se reúnen todos los
cristianos. Por mucho que preguntó, nadie supo responderle. Después pasó a la
corte del rey de Francia y a las de otros reyes, pero no encontró la respuesta.
Así fue transcurriendo tanto tiempo, que hasta llegó a arrepentirse de su
empresa.
»Si
hubiera sido sólo por conseguir a aquella dama, ya lo habría dejado, pero, como
era tan poderoso, pensaba que sería una deshonra abandonar lo que ya había
empezado, pues sin duda es grave humillación para un gran hombre dejar lo que
se ha iniciado, con tal de que no sea pecado; pero, si abandona por miedo o por
el trabajo que cuesta, le resultará vergonzoso. Por eso Saladino no cejaba en
aquel empeño, que lo había llevado fuera de su reino.
»Sucedió
que un día, andando por un camino con los dos juglares, se encontraron con un
escudero que volvía de cazar y que había matado un ciervo. Este escudero se
había casado poco tiempo atrás y su padre, que ya era muy anciano, había sido
el mejor caballero de aquellos contornos. Por la vejez no podía salir de casa,
pero, aunque había perdido la vista, tenía una inteligencia tan experimentada y
profunda que su ancianidad no era una carga para él. El escudero, que venía muy
alegre, les preguntó de dónde venían y quiénes eran. Ellos dijeron que eran
juglares.
»Al oír
esto, se alegró mucho y les dijo que, como volvía tan contento de cazar, quería
hacer una fiesta; les pidió que, pues tan buenos juglares parecían, le
acompañasen aquella noche. Le contestaron los tres que no podían detenerse,
porque hacía mucho tiempo que habían partido de su tierra para resolver un
enigma y que, como no lo conseguían, querían regresar cuanto antes, por lo cual
no podían quedarse con él aquella noche.
»Tantas
veces les preguntó el escudero cuál era la pregunta, que tuvieron que
decírsela. Cuando el escudero la supo, les dijo que, si su padre no podía
darles la respuesta, nadie podría hacerlo. Luego les contó quién y cómo era su
padre.
»Cuando
Saladino, a quien el escudero tenía por un juglar, escuchó sus palabras, se
puso muy contento y se fueron los tres con él. Al llegar a su casa, el escudero
dijo a su padre que venía tan contento por haber cazado mucho y por haberse
encontrado con aquellos tres juglares. También le dijo lo que andaban
preguntando y le pidió que hiciera el favor de contestárselo, pues les había
dicho que, si él no era capaz de responderles, nadie podría hacerlo.
»Cuando
el anciano caballero lo oyó, supo que quien hacía esa pregunta no podía ser un
juglar, y contestó a su hijo que les diría la respuesta después de comer. Así
se lo dijo el escudero a Saladino, a quien tenía por un juglar, que se alegró
mucho, aunque se impacientó bastante pues tenía que esperar, para conocer la
respuesta, a que terminaran la comida.
»Cuando
retiraron los manteles y los juglares hicieron cuanto sabían, el anciano
caballero se dirigió a ellos, diciéndoles cómo su hijo le había contado que
iban buscando la respuesta a una pregunta, sin que nadie hasta el momento
hubiese podido dársela. Luego les pidió que le dijesen la pregunta, que él
contestaría hasta donde pudiese.
»Entonces
Saladino, vestido de juglar, le replicó que la pregunta era esta: cuál es la
mejor cualidad que puede tener el hombre, y que es madre y cabeza de todas las
demás virtudes.
»Al oír
la pregunta, el anciano caballero comprendió en seguida de qué se trataba;
también reconoció por la voz a Saladino, pues él había vivido mucho tiempo en
su casa y había recibido de él muchas gracias y mercedes. Así, le contestó:
»-Amigo,
lo primero que os diré es que jamás han entrado en mi casa juglares como vos.
Sabed también que, hablando con justicia, debo agradeceros cuantos bienes he
recibido de vos, aunque de esto no os diré más por el momento, hasta que pueda
hablar con vos a solas, para que ninguno sepa nada de vuestra secreta
intención. Pero, volviendo a vuestra pregunta, os digo que la mejor cualidad
del hombre, que es madre y cabeza de todas las demás, es la vergüenza; pues por
vergüenza sufre el hombre la muerte, que es lo peor que existe, y por vergüenza
dejamos de hacer las cosas que no parecen buenas, aunque hubiéramos deseado
muchísimo hacerlas. Por ello, en la vergüenza están el comienzo y el fin de
todas las buenas cualidades, y por vergüenza nos alejamos de los vicios.
»Cuando
Saladino oyó esto, comprendió que el anciano caballero tenía razón. Al ver que
ya había encontrado respuesta para su pregunta, se puso muy alegre y se
despidió de él y de su hijo, de los cuales habían sido huéspedes. Pero, antes
de abandonar la casa, habló con el sultán el anciano caballero y le contó cómo
sabía que era Saladino, recordándole y agradeciéndole las mercedes que de él
había recibido. Padre e hijo le sirvieron en cuanto les fue posible, pero sin
descubrir a los otros su personalidad.
»Ocurridas
todas estas cosas, decidió Saladino volver a su tierra lo más pronto posible.
Cuando llegó a su reino, fue muy bien recibido por todos, que le hicieron
grandes agasajos y celebraron muchas fiestas por su venida.
»Terminadas
las celebraciones, se encaminó Saladino a la casa de aquella honrada señora que
le había formulado la pregunta. Al saber ella que el sultán se acercaba, lo
recibió con muchos honores y le atendió muy bien en todo lo que pudo.
»Después
de haber comido, Saladino entró en su habitación y mandó venir a la buena
señora. Ella fue a él, Saladino le contó los trabajos que había pasado para
encontrar respuesta a su pregunta, diciéndole que ya la había encontrado, y
como él ya podía responderle, cumpliendo así lo que había prometido, debía ella
cumplir también su parte. Le contestó ella que le rogaba que siguiera siendo
fiel a su promesa y que contestara primero a su pregunta, pues si la respuesta
convencía al propio Saladino, ella cumpliría todo lo prometido.
»Entonces
Saladino le contestó que aceptaba esta última condición y le dijo que la
respuesta a su anterior pregunta, de cuál era la mejor cualidad que podía tener
el hombre, era esta: la mejor cualidad del hombre, y que es madre y cabeza de
todas las virtudes, es la vergüenza.
»Cuando
la honrada esposa oyó esto, se alegró mucho y dijo a Saladino:
»-Señor,
ahora sé que decís la verdad y que habéis cumplido cuanto me prometisteis. Os
ruego que me digáis, pues el rey siempre debe decir la verdad, si creéis que
existe en el mundo alguien más justo que vos.
»Saladino
le contestó que, aunque le daba vergüenza reconocerlo, como tenía que decir la
verdad por ser rey, creía que era el más honrado y justo, no habiendo otro
mejor que él.
»La
honrada señora, al oír sus palabras, hincó sus rodillas en tierra y, postrada a
sus pies, le dijo así, llorando amargamente:
»-Señor,
vos me acabáis de decir dos grandes verdades: la primera, que sois el hombre
más honrado y justo del mundo; la segunda, que la vergüenza es la prenda más
excelsa que puede tener el hombre. Pues, señor, a vos, que sabéis todo esto y
que sois el mejor y más bondadoso del mundo, os pido que queráis para vos la
mejor de las cualidades, que es la vergüenza, y que, así, os dé rubor lo que me
pedís.
»Al oír
Saladino tales razones, comprendió cómo aquella esposa, por su bondad y su
inteligencia, había sabido evitar que cometiera una grave falta, y dio gracias
a Dios. Aunque el sultán la quería apasionadamente, desde aquel momento la
quiso mucho más, pero con cariño leal y verdadero, como debe ser el que profese
un señor virtuoso para con sus vasallos. Movido por las virtudes de aquella
dama, mandó volver a su marido y les otorgó a ambos tantos honores y riquezas
que todos sus descendientes vivieron muy felices.
»Sucedió
todo esto por la honradez de aquella señora y porque gracias a ella todos
supieron que la vergüenza es la mejor cualidad del hombre y, al mismo tiempo,
madre y cabeza de todas las buenas cualidades.
»Pues
vos, señor conde, me habéis preguntado cuál es la mejor cualidad del hombre, os
respondo que es la vergüenza, pues por vergüenza el hombre es franco, esforzado
y de buenas costumbres: por ella hace toda buena acción. Y tened por cierto que
todas las cosas se hacen más por vergüenza que por desearlas. También por
vergüenza deja el hombre de hacer todas las cosas malas que su voluntad le
propone. Por ello, así como es muy bueno que el hombre sienta vergüenza si hace
lo que no debe y deja de hacer lo que es debido, es muy malo y muy dañoso
perderla. Debéis saber también cuánto yerra el que, habiendo hecho algo
vergonzoso, no se sonroja por ello, al creer que nadie lo sabe. Estad seguro de
que no hay nada que, por muy encubierto que parezca, no sea sabido tarde o
temprano. Aunque, cuando haga un hombre algo vergonzoso, no sienta ningún
rubor, debería pensar ese mismo hombre la vergüenza que pasará cuando se sepa.
Y si de esto no siente vergüenza, deberá sentirla por él mismo, que sabe cuán
vergonzosas son sus acciones. Si ni siquiera esto le preocupa, deberá pensar
cuán desdichado es, pues sabe que, si un muchacho viera lo que hace, dejaría de
hacerlo por vergüenza, aunque no sienta miedo ni vergüenza ante Dios, que todo
lo sabe y todo lo ve, y que le dará el castigo que merezca por sus innobles
acciones.
»Señor
Conde Lucanor, ya os he respondido a la pregunta que me hicisteis, y con esta
respuesta os he contestado a las cincuenta preguntas que me habéis hecho
anteriormente. Tanto tiempo hemos pasado en ello que seguramente muchos de los
vuestros estarán muy aburridos, sobre todo los que no sientan ningún placer en
escucharme ni en aprender algo que pueda resultar provechoso para su alma o
para el cuerpo. A estos les ocurre como a las bestias que van cargadas de oro,
que sienten el peso que llevan encima y no sacan ningún provecho de su valor.
Así, a ellos les aburre lo que oyen, sin aprovechar las enseñanzas que
encierra. Por lo cual os digo que, en parte por esto y en parte también por el
cansancio que me han producido las cincuenta respuestas que os he dado, no deseo
que me hagáis más preguntas, pues con esta historia y con la siguiente quisiera
poner fin a este libro.
Al
conde le pareció esta historia muy buena. Sobre lo que Patronio dijo respecto a
que no quería responder a más preguntas, contestó que buscaría algún medio para
que fuera así.
Y como
don Juan vio que esta historia era muy buena, la mandó escribir en este libro y
compuso unos versos que dicen así:
Obra bien por vergüenza si
quieres bien cumplir,
que es la vergüenza madre de todo buen vivir.
que es la vergüenza madre de todo buen vivir.
CUENTO XII
Lo que sucedió a la zorra con
un gallo
Una vez
hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, de este modo: Patronio,
sabéis que, gracias a Dios, mis señoríos son grandes, pero no están todos
juntos. Aunque tengo tierras muy bien defendidas, otras no lo están tanto y
otras están muy lejos de las tierras donde mi poder es mayor. Cuando me
encuentro en guerra con mis señores, los reyes, o con vecinos más poderosos que
yo, muchos que se llaman mis amigos y algunos que me quieren aconsejar me atemorizan
y asustan, aconsejándome que de ningún modo esté en mis señoríos más apartados,
sino que me refugie en los que tienen mejores baluartes, defensas y bastiones,
que están en el centro de mis tierras. Como os sé muy leal y muy entendido en
estos asuntos, os pido vuestro consejo para hacer ahora lo más conveniente.
-Señor
Conde Lucanor -dijo Patronio-, en asuntos graves y problemáticos es muy
arriesgado dar un consejo, pues muchas veces podemos equivocarnos, al no estar
seguros de cómo terminarán las cosas. Con frecuencia vemos que, pensando una
cosa, sale después otra muy distinta, porque lo que tememos que salga mal, sale
luego bien, y lo que creíamos que saldría bien, luego resulta mal; por ello, si
el consejero es hombre leal y de justa intención, cuando ha de dar un consejo
se siente en grave apuro y, si no sale bien, queda el consejero humillado y
desacreditado. Por cuanto os digo, señor conde, me gustaría evitarme el
aconsejaros, pues se trata de una situación muy delicada y peligrosa, pero como
queréis que sea yo quien os aconseje, y no puedo negarme, me gustaría mucho
contaros lo que sucedió a un gallo con una zorra.
El
conde le pidió que se lo contara.
-Señor
conde -dijo Patronio-, había un buen hombre que tenía una casa en la montaña y
que criaba muchas gallinas y gallos, además de otros animales. Sucedió que un
día uno de sus gallos se alejó de la casa y se adentró en el campo, sin pensar
en el peligro que podía correr, cuando lo vio la zorra, que se le fue acercando
muy sigilosamente para matarlo. Al verla, el gallo se subió a un árbol que
estaba un poco alejado de los otros. Viendo la zorra que el gallo estaba fuera
de su alcance, tomó gran pesar porque se le había escapado y empezó a pensar
cómo podía cogerlo. Fue derecha al árbol y comenzó a halagar al gallo,
rogándole que bajase y siguiera su paseo por el campo; pero el gallo no se dejó
convencer. Viendo la zorra que con halagos no conseguiría nada, empezó a
amenazar diciéndole que, pues no se fiaba de ella, ya le buscaría motivos para
arrepentirse. Mas como el gallo se sentía a salvo, no hacía caso de sus
amenazas ni de sus halagos.
»Cuando
la zorra comprendió que no podría engañarlo con estas tretas, se fue al árbol y
se puso a roer su corteza con los dientes, dando grandes golpes con la cola en
el tronco. El infeliz del gallo se atemorizó sin razón y, sin pensar que
aquella amenaza de la zorra nunca podría hacerle daño, se llenó de miedo y
quiso huir hacia los otros árboles donde esperaba encontrarse más seguro y,
pues no podía llegar a la cima de la montaña, voló a otro árbol. Al ver la
zorra que sin motivo se asustaba, empezó a perseguirlo de árbol en árbol, hasta
que consiguió cogerlo y comérselo.
»Vos,
señor Conde Lucanor, pues con tanta frecuencia os veis implicado en guerras que
no podéis evitar, no os atemoricéis sin motivo ni temáis las amenazas o los
dichos de nadie, pero tampoco debéis confiar en alguien que pueda haceros daño,
sino esforzaos siempre por defender vuestras tierras más apartadas, que un
hombre como vos, teniendo buenos soldados y alimentos, no corre peligro, aunque
el lugar no esté muy bien fortificado. Y si por un miedo injustificado
abandonáis los puestos más avanzados de vuestro señorío, estad seguro de que os
irán quitando los otros hasta dejaros sin tierra; porque como demostréis miedo
o debilidad, abandonando alguna de vuestras tierras, mayor empeño pondrán
vuestros enemigos en quitaros las que todavía os queden. Además, si vos y los
vuestros os mostráis débiles ante unos enemigos cada vez más envalentonados, llegará
un momento en que os lo quiten todo; sin embargo, si defendéis bien lo primero,
estaréis seguro, como lo habría estado el gallo si hubiera permanecido en el
primer árbol. Por eso pienso que este cuento del gallo deberían saberlo todos
los que tienen castillos y fortalezas a su cargo, para no dejarse atemorizar
con amenazas o con engaños, ni con fosos ni con torres de madera, ni con otras
armas parecidas que sólo sirven para infundir temor a los sitiados. Aún os
añadiré otra cosa para que veáis que sólo os digo la verdad: jamás puede
conquistarse una fortaleza sino escalando sus muros o minándolos, pero si el
muro es alto las escaleras no sirven de nada. Y para minar unas murallas hace
falta mucho tiempo. Y así, todas las fortalezas que se toman es porque a los
sitiados les falta algo o porque sienten miedo sin motivo justificado. Por eso
creo, señor conde, que los nobles como vos, e incluso quienes son menos
poderosos, deben mirar bien qué acción defensiva emprenden, y llevarla a cabo
sólo cuando no puedan evitarla o excusarla. Mas, iniciada la empresa, no debéis
atemorizaros por nada del mundo, aunque haya motivos para ello, porque es bien
sabido que, de quienes están en peligro, escapan mejor los que se defienden que
los que huyen. Pensad, por último, que si un perrillo al que quiere matar un
poderoso alano se queda quieto y le enseña los dientes, podrá escapar muchas
veces, pero si huye, aunque sea un perro muy grande, será cogido y muerto
enseguida.
Al
conde le agradó mucho todo esto que Patronio le contó, obró según sus consejos
y le fue muy bien.
Y como
don Juan pensó que este era un buen cuento, lo mandó poner en este libro e hizo
unos versos que dicen así:
No sientas miedo nunca sin
razón
y defiéndete bien, como un varón.
y defiéndete bien, como un varón.
CUENTO XIII
Lo que sucedió al león y al
toro
Hablaba
otra vez el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le dijo así:
-Patronio,
tengo un amigo muy poderoso y muy ilustre, del que hasta ahora sólo he recibido
favores, pero me dicen que no sólo he perdido su estimación sino que, además,
busca motivos para venir contra mí. Por eso tengo dos grandes preocupaciones:
si se levanta contra mí, me puede ser muy perjudicial; y si, por otra parte,
descubre mis sospechas y mi alejamiento, él hará otro tanto, por lo cual
nuestras desavenencias irán en aumento y romperemos nuestra amistad. Por la
gran confianza que siempre me habéis merecido, os ruego que me aconsejéis lo
más prudente para mí en este asunto.
-Señor
Conde Lucanor -dijo Patronio-, para que podáis evitaros todo eso, me gustaría
que supierais lo que sucedió al león y al toro.
El
conde le rogó que se lo contara.
-Señor
Conde Lucanor -dijo Patronio-, el león y el toro eran muy amigos y, como los
dos son muy fuertes y poderosos, dominaban y sometían a los demás animales;
pues el león, ayudado por el toro, reinaba sobre todos los animales que comen
carne, y el toro, con la ayuda del león, lo hacía sobre todos los que comen
hierba. Cuando todos los animales comprendieron que el león y el toro los
dominaban por la ayuda que se prestaban el uno al otro, y que ello les producía
graves daños, hablaron entre sí para ver la forma de acabar con su tiranía.
Vieron que, si lograban desavenir al león y al toro, podrían romper el yugo de
su dominio, por lo cual los animales rogaron a la zorra y al carnero, que eran
los privados del león y del toro respectivamente, que buscasen el medio de
romper su alianza. La zorra y el carnero prometieron hacer cuanto pudiesen para
conseguirlo.
»La
zorra, consejera del león, pidió al oso, que es el animal más fuerte y poderoso
de los que comen carne después del león, que le dijera a este cómo el toro
hacía ya tiempo que buscaba hacerle mucho daño, por lo cual, y aunque no fuera
verdad pues se lo habían dicho hacía ya varios días, debía estar precavido.
»Lo mismo
dijo el carnero, consejero del toro, al caballo, que es el animal más fuerte
entre los que se alimentan de hierba después del toro.
»El oso
y el caballo dieron este aviso al león y al toro, que aunque no lo creyeron del
todo, pues algo sospechaban de quienes eran casi tan fuertes como ellos,
creyendo que buscaban su desavenencia, no por ello dejaron de sentir cierto
recelo mutuo. Por lo cual, los dos, león y toro, hablaron con la zorra y con el
carnero, que eran sus privados. Estos dijeron a sus señores que quizás el oso y
el caballo les habían contado aquello para engañarlos, pero no obstante les
aconsejaban observar bien dichos y hechos que de allí en adelante hicieran el
león y el toro, para que cada uno obrase según lo que viera en el otro.
»Al oír
esto, creció la sospecha entre el león y el toro, por lo que los demás
animales, viendo que aquellos empezaban a recelar el uno del otro, empezaron a
propagar abiertamente sus desconfianzas, que, sin duda, eran debidas a la mala
intención que cada uno guardaba contra el otro.
»La
zorra y el carnero, que sólo buscaban su conveniencia como falsos consejeros y
habían olvidado la lealtad que debían a sus señores, en lugar de decirles la
verdad, los engañaron. Tantas veces previnieron al uno contra el otro que la
amistad entre el león y el toro se trocó en mutua aversión; los animales, al
verlos así enemistados, pidieron una y otra vez a sus jefes que entrasen en
guerra y, aunque les daban a entender que sólo miraban por sus intereses,
buscaban los propios, haciendo y consiguiendo que todo el daño cayese sobre el
león y el toro.
»Así
acabó esta lucha: aunque el león hizo más daño al toro, disminuyendo mucho su
poder y su autoridad, salió él tan debilitado que ya nunca pudo ejercer su
dominio sobre los otros animales de su especie ni sobre los de otras distintas,
ni cogerlos para sí como antes. Así, dado que el león y el toro no
comprendieron que, gracias a su amistad y a la ayuda que se prestaban el uno al
otro, eran respetados y temidos por el resto de los animales, y porque no
supieron conservar su alianza, desoyendo los malos consejos que les daban
quienes querían sacudirse su yugo y conseguir, en cambio, que fueran el león y
el toro los sometidos, estos quedaron tan debilitados que, si antes eran ellos
señores y dominadores, luego fueron ellos los sojuzgados.
»Vos,
señor Conde Lucanor, evitad que quienes os hacen sospechar de vuestro amigo
consigan que rompáis con él, como hicieron los animales con el león y el toro.
Por ello os aconsejo que, si ese amigo vuestro es persona leal y siempre os ha
favorecido con buenas obras, dando pruebas de su lealtad, y si tenéis con él la
misma confianza que con un buen hijo o con un buen hermano, no creáis nada que
os digan en su contra. Por el contrario, será mejor que le digáis las críticas
que os hagan de él, con la seguridad de que os contará las que le lleguen de
vos, castigando además a quienes urdan esas mentiras para que otros no se
atrevan a levantar falsos testimonios. Pero si se trata de una persona que
cuenta con vuestra amistad sólo por un tiempo, o por necesidad, o sólo
casualmente, no hagáis ni digáis nada que pueda llevarle a pensar que
sospecháis de él o que podéis retirarle vuestro favor, mas disimulad sus
errores, que de ninguna manera podrá haceros tanto daño que no podáis
prevenirlo con tiempo suficiente, como sería el que recibiríais si rompéis
vuestra alianza por escuchar a los malos consejeros, como ocurrió en el cuento.
Además, a ese amigo hacedle ver con buenas palabras cuán necesaria es la
colaboración mutua y recíproca para él y para vos; así, haciéndole mercedes y
favores y mostrándole vuestra buena disposición, no recelando de él sin motivo,
no creyendo a los envidiosos y embusteros y demostrándole que tanto necesitáis
su ayuda como él la vuestra, durará la amistad entre los dos y ninguno caerá en
el error en que cayeron el león y el toro, lo que les llevó a perder todo su
dominio sobre los demás animales.
Al
conde le gustó mucho este consejo de Patronio, obró de acuerdo con sus
enseñanzas y le fue muy bien.
Y
viendo don Juan que el cuento era muy bueno, lo mandó escribir en este libro e
hizo unos versos que dicen así:
Por dichos y por obras de
algunos mentirosos,
no rompas tu amistad con hombres provechosos.
no rompas tu amistad con hombres provechosos.
FIN
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