Cuando Esperanza dijo
que quería casarse con Bernabé, la madre, en respuesta, le dio una paliza,
manera bastante simple, pero que ella estimaba infalible, para quitarle la
idea de la cabeza. La muchacha no dio un grito y en cuanto pudo escapó a
contarle a la patrona sus cuitas.
—iHasta
cuándo no me va' ejar casarme! Cada vez que tengo un pretendiente me lo
espanta. Al mocetón de los Machuca lo corretió a lo qu' es piedra de
honda. Y sin contar con las apaliaduras que me da. Hable su mercé con ella y
llámela a razón. Ando en los veinte años. ¿Es que me quere ejar pa vestir
santos?
La
patrona la miraba vagamente reflexiva. No era extraño que tuviera
pretendientes, linda, bien enseñada, casi como una sirvientita pueblerina, que
siempre había vivido allegada a las casas, bajo su protección.
—Pero
¿qué te dice ella?
—Agora
no me ijo na. Me apalió no más. Pero otras veces ice qu' ella no mi'ha criado
como una flor para que me coma el más burro. Cosas de veterana... Porque, al
fin y al cabo, pue, patrona, yo no soy más que una huasita pa casarse con uno
d'estos laos.
—¿Y
quién te pretende ahora?
Esperanza
vaciló un segundo antes de responder:
—Bernabé,
el de los Villares, el más guaina, el que trabaja en el palo parao, en los
cercos.
—Pero
si es una bestia... —exclamó la patrona después de una pausa para recordar al
mozo.
—Yo
lo quero harto... Claro qu'es así, medio lerdo, pero güeno y trabajaor como
ni'uno. D'esto puee dar fe cualesquiera en el fundo. Y sin vicios. Arreglao pa
toas sus cosas. Es lerdo no más. Eso es too.
La
patrona la miraba en suspenso, sin saber qué resolución tomar, porque no era
la primera vez que se le presentaba el caso que la muchachita venía a pedir
auxilio para defenderse de la madre, que no admitía más voluntad que la suya. Y
no era posible que sistemáticamente se opusiera a que Esperanza se casara.
Celos de madre que no tenía sino esa hija, viuda y bregando como una
desesperada para criarla, ayudante del molinero al morir el marido, que por
años sirvió ese puesto, y desempeñándose ella con tal pericia que en verdad era
quien dirigía los trabajos.
Ambición
de madre que tal vez quería un hombre con mayores posibilidades para marido de
la muchacha y no aquellos cachazudos peones que nunca serían otra cosa. Pero
¿dónde hallar ese marido? Su mundo, lógicamente, tenía que ser aquél de campo
entre montañas. Su destino, casarse con un mocetón allí nacido. Tener un rancho
propio. ¿Qué más? Si, porque más que eso, que los mocetones hijos de los
inquilinos, no había en el fundo hombre alguno soltero. ¿Dónde, entonces,
encontrar un marido para Esperanza, que en verdad era superior inmensamente a
su medio?
Y
cansada de haber cavilado tanto sobre un asunto que le importaba un poco, no
mucho, no estaba segura si mucho o poco, la patrona hizo una pregunta que creyó
definitiva:
—¿Pero
tú estás segura de querer a ese Bernabé? Esperanza hizo el gesto clásico de
arrollar y desarrollar la punta del delantal y contestó sin ambages:
—Patrona,
de toos es el que más hei querío. A los otros los hei querío así no más. A éste
lo quero harto. Es güeno y me quere harto tamién. Claro qu'es lerdo...
—concluyó con apuro, porque la patrona la miraba sostenidamente, como si
quisiera verle el fondo del alma. Y en realidad no la miraba, entregada, como
siempre, a sus propios vagos pensamientos.
—Bueno,
bueno. Hablaré con tu madre.
—Claro
que su mercé —y se puso muy zalamera y era así un encanto, con los ojitos
pequeños y muy rebrillosos, y con dos hoyuelos que se le marcaban en las
mejillas tan de melocotón pelusiento, y tan arremangada la nariz, y por boca un
mohín de niña que se sabe linda y especula con su lindeza— podía irle
diciendo al patrón que nos diera rancho, porque así mi mamita no hallaría tanto
que icir y ya teniendo rancho seguro, a Bernabé no lo miraría en menos naiden
y es claro que too andaría al tiro mejor... Su mercé se lo ice al patrón, ¿no?
—Si, sí... Ya te conozco...
Con lo buena que eres para los arrumacos... Ándate tranquila...
Se
quedó pensando, así, yendo de una a otra nebulosa de ideas, que era su manera
de pensar, que tal vez podía llevarse a Esperanza, a la ciudad, como
sirvienta, o mandarla a la escuela, o que ayudara a la enfermera que cuidaba a
su madre. Hizo un gestó con la mano, como si borrara algo frente a los ojos. No,
resultaba aquello mucha responsabilidad. Con lo linda que era la muchacha... A
lo mejor, en vez de casarla... —y de repente pensó en el chofer, tan excelente
hombre, que tenía su hermana, soltero, que podía enamorarse de Esperanza y
casarse con ella—; si, en vez de casarla, pasaba cualquiera de esas cosas feas,
que se cree que sólo existen en las novelas o en los films y que de repente .se
hallan también en la vida... Y la madre, la vieja Eufrasia, no iba nunca a
dejarla irse, así fuera con ella. Y es claro que con la vieja. Eufrasia y con
Esperanza no iba a cargar. Aunque a lo mejor la vieja servía para lavandera o
para hacer dulces o para abrir la verja cuando llegaban los coches. Volvió a
hacer el gesto de borrar algo ante los ojos, algo que estaba allí sin forma. Y
terminó por irse muy de prisa a su habitación, que de pronto recordó que era la
hora del episodio radial tan lleno de inesperados acontecimientos.
Por
cierto que olvidó hablar con Eufrasia. Pero Esperanza vino a la tarde siguiente
y no cejó hasta conseguir que llamara a la madre y tuviera con ella una
explicación. De la cual no se sacó nada, porque ese día la patrona estaba más
en las nubes que de costumbre, perdida en su limbo, y la vieja quedó triunfante
con sus respuestas y sus argumentos.
Era
una vieja alta, huesuda, con el perfil corvino y una boca fina,
apretados los labios y el inferior sellando una voluntad que sabía su meta,
pero que sabía también llegar a ella por atajos, gateando, entre largas esperas,
si el camino derecho se ponía dificultoso de obstáculos.
De
regreso al molino, sin mayores explicaciones, le dio una paliza a Esperanza.
Con lo que ésta entendió que tenía que buscar otro apoyo si quería casarse con
Bernabé.
Fue
entonces a verse con el patrón, estampa de viejo cuño. Señor que parecía la
réplica del abuelo que guerreara en la independencia. Le dijo Esperanza lo
mismo que ya le había dicho a la patrona. E inmediatamente el patrón hizo
venir a Eufrasia. Diez minutos después salía del escritorio una vieja
asequible que se cruzaba con Bernabé —también mandado a llamar por el patrón—,
al que saludaba con frío comedimiento:
—Güenas
tardes.
A
lo que el hombre sólo atinó a contestar con un gruñido ininteligible. Adentro
el patrón le dijo:
—Bien.
La Eufrasia
está conforme con que te cases con la
Espe ranza. Eres serio y trabajador. Como el casado casa
quiere, te voy a dar el rancho de don Valladares en la laguna. Valladares
quiere venirse para acá, para estar cerca de la escuela y educar a su parvada
de chiquillos, deseo que me parece muy sensato. Te casas y te vas para arriba.
El rancho es nuevo. Y allá tienes trabajo para años, qué todavía queda por
cercar todo ese lado que linda con las termas. Ya hablaré con el administrador
sobre las condiciones en que te irás. Y ahora a ser un hombre cabal y a
portarse muy bien con la
Esperanza.
Contestó
Bernabé con otro gruñido ininteligible, dio dos o tres vueltas a la chupalla
entre sus manazas, agachó la cabeza y como embistiendo se dirigió a la puerta.
Parecía casi rectangular, con los hombros, horizontales y unos enormes píes
cuyas puntas sé volteaban hacia afuera, colgantes los brazos y todo él anudado
de fuertes músculos. Sobre ese cuerpo de gigante, la cabeza pequeña, redonda,
se alzaba sobre el cuello desproporcionadamente delgado, con la nuez enorme y
temblona. Una frente estrecha, el pelo duro de escobillón, unos ojillos sesgados
y apenas lucientes bajo los pesados párpados cautelosos, una boca de labios
gruesos, un cutis lampiño y entre todo ese conjunto negativo en que el
espíritu parecía no hallar albergue, la inusitada belleza de unos albos dientes
brillosos.
Al
llegar al molino. Eufrasia dijo fría y firme a la hija, que la esperaba
recelosa y ansiosa:
—El
patrón quere que te casis con Bernabé. Te podís casar cuando se te antoje.
Pero desde ese día no tenis más madre.
Fue
un corto noviazgo entre los hoscos silencios de Eufrasia, la chachara de pájaro
enloquecido de sol de la hija y el otro silencio del hombre, presencia que enardecía
en ira a aquélla y que para Esperanza significaba dos oídos atentos a sus
palabras, la aceptación de todos sus propósitos, una defensa latente para —¡al
fin!— realizar su voluntad, haciendo caso omiso de la madre.
Bernabé
fue al rancho, ya desalojado por don Valladares. Volvió diciendo, con sus
palabras tartajosas, que estaba muy bien, que no necesitaba arreglo alguno, que
el menaje que llevara a lomo de mula había llegado sanito.
Se
casaron en el pequeño pueblo cercano, y ahí mismo —tan sólo los habían
acompañado los testigos y padrinos, que Eufrasia fue terminante para decir que
no quería festejos— enrumbaron los recién casados para el rancho, junto a la
órbita azul de la laguna, entre las estribaciones de la cordillera.
Eufrasia
se hizo más dura, más recóndita, más ahincada en su trabajo. Nada se sabía de
la nueva pareja. La laguna quedaba en un extremo del fundo. El camino era tan
sólo transitable hasta cierta altura por vehículos, y desde ese punto en que se
entraba de lleno por desfiladeros entre montañas vírgenes, había una huella
para caballares, tortuosa, vadeando torrenteras, yendo de uno a otro lado del
río que lentamente cobraba caudal, hasta llegar al fondo de aquel anfiteatro de
picachos, arremansándose para formar la tersa extensión de la laguna. De un
lado la bordeaba la montaña, espesa, caída hasta dentro del agua; del otro se
abría un angosto valle, y allí, en un altozano, estaba asentado el rancho,
edificio de madera, chato, rodeado de cobertizos y casillas. La laguna parecía
ciega. Pero en un extremo las montañas curvaban un recodo, se abrían
estrechamente en un tajo y por ahí, fragorosamente, entre líquenes y
enredaderas, en un ambiente de verde humedad, el agua se arrojaba precipicio
abajo para, sobre el fondo de un nuevo cauce, seguir su tumultuosa búsqueda del
mar.
Del
lejano rancho no podía nadie traer noticias. Eufrasia parecía no aguardarlas.
Nunca mentaba a la hija. Con un sordo rencor hacia ella. Con un sordo
resentimiento hacia los patrones, que le impusieran ese matrimonio. Que fuera
feliz o desgraciada le era igual. Se abroquelaba en esa indiferencia.
—No
me importa .. . No me importa na ... Que sufra si es que tiene que sufrir.. .
¿Pa qué se casó? Ella bien sabía lo que hacía ...
Pero
el "Que sufra ..." era la repetida cantinela de su corazón, ritmo de
su sangre, rueda como la del molino, jamás detenida y siempre moliendo renovado
grano
Ni
siquiera tenía Bernabé necesidad de venir a las casas para proveerse, porque en
aquel fundo enorme, encomienda que fuera en tiempos coloniales, había cinco
mayordomías bajo el mandato de una administración general y el hombre estaba
ahora a las órdenes del mayordomo de la hijuela Primera y allí debía llegarse
para su abastecimiento y todo lo concerniente al trabajo. Hacía un viaje cada
tantos meses. Y una vez al año el mayordomo iba hasta la laguna para echar una
mirada a los cercos. De las venidas de Bernabé a la hijuela Primera poco se
sacaba, que el hombre seguía siendo callado y a las preguntas contestaba con
atropelladas palabras y no muchas. Era el mayordomo el que traía noticias:
—¡Ta
de canija la Esperanza !
¡Parece palo di'ajo! .Con tanto chiquillo, tamién, no es pa menos. Y sin salir
nunca del rancho. Trabajaora, eso sí, lo mesmo qu' él. ¡Bestia igual no si' ha
visto! Viera, vieja, el muelle que si'há hecho en la laúna y un bote de lo más
encachao, y como hay tanta pesca, se las arregla lo más bien pa tener toos los
días su caldillo de trucha o de salmón. ¡Viera! Y el rancho lo más acomodao.
Porqu'ella es tan señorita, la
Esperanza , da gusto. Si no estuviera tan flaca. La mocosa mayor
es igualita a ella, a la
Esperanza : los mesmos ojos y lo mesmito e donosa ...
La
mujer del mayordomo, doña Cantalicia, inventaba viaje a las casas,
especialmente para contarle estas novedades a Eufrasia. Que apretaba los
labios, remarcando ese gesto que la semejaba a una máscara voluntariosa; que
endurecía el filo de la mandíbula, cerrando con el labio inferior el otro
desaparecido bajo su presión. Pero no hacía comentario alguno, para grande
enojo de doña Cantalicia.
.
"Porque
hasta a las bestias les debe gustar saber de sus crías...", se decía muy
alborotada por dentro. Y se desquitaba en interminables chacharas con el otro
mujerío de las casas.
Eufrasia
cumplió treinta años en el molino. ¡Treinta años! Una vida. El patrón la llamó
y con su manera recta y sin discusión, le dijo que se la jubilaba con sueldo
íntegro y que podía elegir entre seguir en el molino, en el departamento que
había ocupado siempre, pero sin intervención alguna en el trabajo, o vivir en
las propias casas de los patrones, en algunas piezas que se le destinarían y
haciendo lo que quisiera. ¡Que bien ganado tenía el derecho al descanso!
—No
estoy cansa. No preciso descanso —protestó, agregando en seguida rápidamente—:
Pero si su mercé ha dispuesto ya lo que quere qui'haga..., no hay más que
agachar la cabeza y decir amén ...
—¿Quiere
quedarse en el molino?
—Pa
mí el molino es el trabajo. No tengo pa qué quearme allá si voy' estarme mano
sobre mano.
—Hable
entonces con mi mujer y arreglen el traslado. Hay dos piezas en el último
patío, que le serán cómodas.
—Gracias
—dijo la vieja secamente, y obligándose a una mayor amabilidad añadió—: Muchas
gracias por too.
Se
instaló en esas dos piezas que le asignaban. Pasó días de días hoscamente
encerrada en ellas y en sí misma. Pero al cabo empezó a abandonar su rincón y a
tomar parte en las actividades de la enorme casa. Un día, sin que nadie se lo
pidiera, limpió, sin ayuda alguna y en la forma más prolija, todos los vidrios
de la galería. Otro se fue con un colchón a cuestas hasta un extremo del patío
y allí organizó un verdadero taller, escarmenando lana, lavando telas,
rellenando, cosiendo. Apenas daba término a una de estas labores, oteaba por la
casa y sus dependencias hasta dar con otra.
Los
años no le desgastaban la energía. Esos mismos años que en los demás habían ido
acentuando características, y así la patrona, dulce y distraída, exclamaba al
verla trajinando, con un acento cantante como ritornelo:
—¡Qué
perla es esta Eufrasia! ¡Qué perla es esta Eufrasia! De regreso de sus paseos a
caballo, al caer la tarde, el patrón solía encontrarla ayudando a rodear los
chanchos o los terneros, manejando la honda para avivar a los rezagados:
—¡A
ése, Eufrasia! ¡Buen tiró! —y con una de sus súbitas sonrisas agregaba con la
voz autoritaria que no resquebrajaba el tiempo—: Pero no' ponga piedras
grandes, que de repente va a dejar rengo a un animal...
Un
día llegó doña Cantalicia. Como siempre, con su alforja de novedades.
.
—La Esperanza ta harto
enferma. Tanto chiquillo y tanto aborto, no es pa menos, así ice mi viejo. Y
Bernabé no quere saber na de llevarla pa'l pueblo pa que la vea el doutor. ¡Tan
bestia el pobre! Con razón usté no fue gustaora d'este matrimonio. Pero el caso
es que la Esperanza
ta en los puros güesos; a veces pasa días sin poder levantarse, y cuando se
levanta, anda a la pura rastra no más. Yo sé que a usté no le gusta na que
li'hablen d'estás cosas, pero a mí se me
le hace pecao no venir a icírselas.
—Gracias
por lo comedía —contestó Eufrasia, y se volvió de perfil, dando por terminada
la conversación. Aquello le hurgaba adentro como un cominillo: "Enferma..
En cama... A la rastra...". Pero se volvía furiosa consigo misma y se
imponía la vieja frase rencorosa: "iQue sufra! iQue sepa lo qu'es güenol...¡Que se friegue!..." Pero la
frase no podía tomar su antiguo ritmo de estribillo, ahogada por las olas de
inquietud, cada vez más fuertemente repercutiendo en su interior, acantilado en
tormenta.
Poco
tiempo después la llamó el patrón.
—Mire,
Eufrasia, me avisa el mayordomo de la hijuela Primera que Bernabé pasó para el
pueblo con la Esperanza
enferma. Está en el hospital. Los chiquillos quedaron solos en el rancho. Creo
conveniente que se vaya a cuidarlos.
—Yo
no voy onde naiden me llama...
—Pero
va donde la manda su patrón. —Se hallaron sus ojos y la vieja al fin desvió los
suyos, como siempre, ante esa voluntad de hombre y de señor.
—Ta
bien, patrón.
—Arregle
sus cosas. Ya di orden para que mañana al alba vaya un mozo a dejarla. Se van
en cabriolé hasta la hijuela Primera, de ahí siguen a caballo y llevan
su equipaje en una mula. Vea allá cómo están las cosas, quédese el tiempo que
estime conveniente. Ya hablé por teléfono con el mayordomo, para decirle que
advierta a Bernabé que usted estará cuidando a los niños por orden mía.
—Gracias
—pareció aliviada, como si las olas que continuaban pegándole en el pecho se
hubieran de pronto vuelto mansas. No habló una palabra más.
El
mozo que hizo con ella el camino la miraba de soslayo, un poco incómodo con esa
compañía silenciosa, admirado al propio tiempo por la entereza de Eufrasia, que
aguantaba barquinazos, polvo y viento, calor, sed y fatiga, sin una protesta.
Doña
Cantalicia tenía noticias nuevas.
—Mi
viejo telefoneó p'al hospital, por orden del patrón, no se le imagine que por
novedosear nosotros. Habló con la Madre Superiora , que le'i jo, después de muchas
demoras pa consultar al doutor, que a la Esperanza tenían que operarla del interior, usté
sabe, y que icía el doutor que una vez que la operaran tenía por lo menos pa un
mes de cama y que después d'ese mes él vería si la ejaba o no irse pa'l rancho.
Que no es bien grave lo que tiene, pero qu'es grave.
La
vieja apretó los labios, presentó el perfil por sobre el cual sintió que pasaba
un hálito de pozo, y no dijo nada.
No
parecía haberle hecho mella el cansancio al llegar a la laguna. Inmediatamente
ordenó el revoltijo que era todo, sucio y despatarrado. Empezando por Venancia
y los cinco hermanitos. Que, llenos de azoro, no sabían qué actitud tomar ante
esa abuela que aparecía sin anuncio previo y de cuya existencia tenían tan
vagas noticias. Una abuela que los miraba sostenidamente, que sobre la cabeza
de cada cual fue poniendo una mano con gesto que no alcanzaba a ser una
caricia, sino una especie de toma de posesión, a la par que le preguntaba el
nombre. En seguida examinó rancho y dependencias y empezó a dar órdenes, a
trabajar ella misma, con ese método que obraba el milagro de la rapidez.
Antes
de irse al amanecer del otro día, el mozo vio un rancho en perfecto aseo y unos
chiquillos limpios y sumisos al mandar de la abuela. Y llevaba una lista de
cosas absolutamente necesarias, lista que Eufrasia enviaba al patrón con una
carta, pidiendo que se las comprara a su propia cuenta y que por favor se las
hiciera llegar en seguida. A más de otras cosas de su propio menaje. Y el
patrón entendió aquello e hizo que el mozo volviera con una recua cargada. Así
fue cómo los niños por primera vez vieron una máquina de coser y cada cual
durmió en su cama y tuvieron ropa a la que se pudiera llamar tal y no andrajos.
Una
semana después llegó Bernabé. Ya había digerido, pero malamente, la noticia
que le dieran en la hijuela Primera. Saludó con un gruñido, a la vieja. Que le
contestó con otro similar. Y se quedaron mudos, pensando él hombre que no le
hablaría de la Esperanza
si ella no le preguntaba, empecinada la vieja en no preguntar nada si él no
daba espontáneamente noticias.
Fue
Venancia la que intervino:
—¿Ta
mejor la mamita?
—Ta
mejor, más alivia —y no agregó otro detalle.
—¿Se
levanta ya?
—No
... y no más preduntas. Cébame un mate...
El
hombre paseaba por el rancho una lenta mirada de soslayo. Parecía aquello como
cuando la Esperanza
estaba sana, en un tiempo tan lejano que no alcanzaba a precisarlo. Cuando
recién se casaron, Por ahí... Y no había tanto chiquillo. La verdad era que
los chiquillos lo habían arruinado todo. Porque la culpa de la enfermedad de la Esperanza la tenían los
chiquillos, tantos chiquillos. Parir y parir. ¡Pobrecital... Y le temblequeó la
nuez en una súbita emoción. Lo que faltaba era que fuera a morirse no más.
Estaba tan flaquita, tan blanca, tan sin fuerzas cuando se despidió de ella. El
doctor le había dicho que volviera a verla pasado un mes. Bueno... Así era la
vida... Y la vieja ahora en el rancho. ¿Por qué el patrón se metía en cosas que
no le importaban? ¿Por qué había mandado a la vieja al rancho? Su rancho era
suyo. Faltaba más... Echó otra mirada en contorno, sostenida, deteniéndose en
cada cosa. Cuando llegó a la máquina, sin volverse, dijo despaciosa y
trabajosamente:
—Parece
que se trajo toas sus pilchas. ¿Que se le imagina que va a vivir pa siempre en el
rancho?
—Mientras
el patrón no mande otra cosa...
Él
hombre masculló algo y siguió mirando.
También
era cierto que él, solo con la chiquillería y con aquella Venancia que no sabía
hacer nada, tan quedada para todo, tan sin asunto... Miraba ahora, ceñudo, el candil
que la vieja encendía.
—No
soy gustoso d' esos lujos —dijo atascado con las palabras más que nunca, porque
estaba furioso.
—Los
pago yo —contestó la vieja firmemente.
Una
semana después vino un recadero de la hijuela Primera. Habían avisado del
hospital que Esperanza estaba gravísima. Partieron ambos, el recadero y
Bernabé, y días después regresaba el, hombre, como si de golpe la cabeza se le
hubiera enterrado entre los hombros y los brazos colgantes. Esperanza había muerto.
La
vida giró por un tiempo en torno a la ausente. Se hablaba de la difunta los niños tenían largas
confidencias con la abuela y hasta el hombre, alguna vez en que el recuerdo lo
ahogaba, decía algunas palabras en que volcaba su tristeza.
Pero
en la abuela el reconstruir lo que había sido la existencia de Esperanza en
esos años, hecho a través de las historias interminables de los niños, se
convirtió en palos, virutas, estopas, montón al cual ella sentía, con una
especie de frío miedo, que en cualquier momento iba a prender el fuego de su
viejo rencor, que era ahora odio por el hombre.
Decía
un niño:
—Allí,
en la montaña, ebajo del roble con copigües, enterraba el taita a las
guagüitas. O decía Venancia:
—Si
se lo pasaba encima d'ella y despué era el lamientarse porque s'embarazaba. Y
otro de los niños añadía:
—A
veces ella lloraba harto y gritaba. ¿Te acordái?
—Y
la vez que la Venancia
jue y le gritó: "Ejela, éjela, no ve que s'está muriendo".
—Y
la tunda qu'él le dio.
—¿A
quén? —preguntó la abuela.
—A
la Venancia ,
pus, por intrusa.
Eufrasia
no hablaba de irse. Bernabé no decía que se fuera. De las casas no había
noticia alguna.
Empezó
el invierno. Viento que bajaba de la cordillera, afilado y silbante, cortando
las hojas y burlándose de las desnudas ramas de los árboles. No se oía el
insistente barullo de las cachañas y tan sólo algún lento pájaro de
presa rayaba el cielo con la rúbrica amenazante de su vuelo. Pájaros que no
contaban con Eufrasia, su honda y su prodigiosa puntería que los alcanzaba, y
era entonces la algarada de los niños buscando el ave muerta por valle y
montaña.
Las
nubes llegaban del norte, negras, grises, blancas; se confundían, hacían y
deshacían arquitecturas monstruosas, se iban. Pero a veces se amalgamaban
hasta formar una sola nube gris y baja, y entonces la lluvia caía, persistente,
interminable, desesperante. Aclaraba; apenas si había un día, dos; tres a lo
sumo, de bonanza, y de nuevo empezaba el juego del viento y de las
nubes, hasta que otra tormenta hacia desaparecer en los hilos de lluvia la montaña
y la laguna, aislando a la familia en el encierro del rancho, en lentas,
interminables horas, días, semanas, indistintos, abrumadores hasta la atonía.
Para
la abuela siempre había actividad. Quehaceres domésticos. Costuras. Tejidos. Enseñar
a los niños. El hombre Se iba a uno de los cobertizos y con el hacha en un
constante revoleo brilloso, picaba leña para el hogar, que debía mantenerse
siempre encendido, evitando que el frío se metiera en los huesos hasta
entumecer. Pero todo trabajo cobraba mecanismo. Se hacía sin gusto, sin disgusto
también. Se hacía. Lo demás era el tozudo caer de la lluvia, el grito del
viento, el retumbo de un árbol derribado en la montaña. Y esperar que la
lluvia se hiciera menos agresiva, que la rastra del viento sur se llevara los
nubarrones.
La
peor tempestad empezó dentro del rancho una tarde en que la abuela dijo:
—Cuando
usté se güelva'casar... —mirando al hombre bien de frente.
Bernabé
removió la cabeza, tortuosamente en los movimientos y en las ideas.
—¿Golverme
a casar?
—Sí,
es claro. Un viudo no sirve pa na. Usté es joven entuavia. Un hombre con rancho
tiene que tener mujer propia.
—¡Je!
—gruñó, quedándose perplejo.
—Ya
le tendrá echao el ojo' alguna —continuó la abuela, liando un cigarrillo.
—Las
cosas...
Pero
Eufrasia cometió la imprudencia de mostrar sus cartas.
—Por
los chiquillos no s' aflija. Yo me los llevo pa las casas a toos, a la Venancia tamién, y usté
quea librecito, mesmamente que si juera soltero.
El
hombre terminó despaciosamente de sorber el mate y se lo entregó a Venancia,
que, de pie, aguardaba inmóvil.
—Los
chiquillos son míos y del rancho no se los lleva naiden. ¡Faltaba másl...
—Pa
usté sería una ventaja...
—Ya
le ije que los chiquillos no salen del rancho. ¿Entiende? Eufrasia terminó
despaciosamente de liar el cigarrillo, agarró las tenazas y sacó un tizón del
hogar, haciendo nacer una súbita pirotecnia que iluminó sus facciones de
tierra dura y resquebrajada, como de secano.
—¿Y
usté se le imagina que va' hallar mujer que quera enterrarse en estos
andurriales, pa hacerse cargo más encima de seis chiquillos? Las cosas...
Por
el pecho del hombre empezó a crecer la violencia, como algo vivo que le
anduviera en la sangre, que temblara en sus músculos, que refulgiera en la
mirada torva fija en el fuego.
—Y
usté no es hombre pa pasarse sin mujer. Lo que me parece raro es qu'entuavía no
haya salió a buscar alguna. Claro que otra como la Esperanza no
va'hallar...
La
oía sin entender el sentido exacto de todas las palabras, ensordecido por la
violencia que ahora le golpeaba en el cerebro. De repente sintió, sí, la
necesidad de hacer algo: remecer el rancho hasta destruirlo, agarrar a la vieja
y echarla de cabeza a la laguna...
Bruscamente
una de sus manos se extendió haciendo saltar el mate que Venancia le ofrecía.
—¿Quere
callarse? ¿Quere callarse su boca? ¿Quere no meterse en lo que no l' ímporta?
Eufrasia
se volvió de perfil, apoyó los codos sobre las rodillas, juntó las manos
dejándolas caer casi hasta tocar el suelo y se quedó muda e inmovilizada, con
el cigarrillo colgando en un ángulo de la boca, adherido allí y de pronto
marcando la punta roja de su fuego.
El
hombre movía la cabeza de uno a otro lado, mascullando palabrotas, echando aviesas
miradas de furor en contorno. Venancia recogió el mate, rodado en un rincón, la
bombilla en otro sitio. Pero ¿cómo recoger la yerba desparramada? Se volvió a
la abuela, que no le dio los ojos, aunque bien sabía que la estaba mirando y
que, desesperadamente, la consultaba: en una mano el mate, en la otra la
bombilla. Se volvió tímidamente al padre y al fin preguntó:
—¿Le
cebo otro mate?
—No.
Y naiden más toma mate esta noche. A la cama toos... Los cinco chiquillos que
pelaban papas en el corredor, un instante levantaron la cabeza y por la puerta
atisbaron dentro, donde ya la noche alquitranaba el cuarto y el fuego
ponía la mancha de sus largas lenguas humosas.
Uno
le dio con el codo a otro y murmuró:
—¡Tá
p' apaliario!
—Cállate...
—Menos
mal que l' agüela...
—Cállate...
El
hombre gritó, como si la violencia lo anegara de nuevo con su corrosivo veneno:
—A
la cama hei dicho... ¿Qué no entienden?
Los
chiquillos entraron la batea con las papas peladas, el balde con las papas sin
pelar; amontonaron las cascaras, guardaron los cuchillo.
La
abuela gritó sin enojo, sorprendiéndolos:
—Ya
saben qui' hay que lavar los cuchillos. Condenaos porfíaos... Los cinco pares
de ojos, azorados y tiernos, se volvieron a mirarla. Sonrieron, sacaron los
cuchillos, los lavaron y los guardaron de
nuevo.
—¡A la cama! —insistió el hombre,
obsesionado con su idea—, ¡Qué más se demoran!
Entraron
de soslayo, atropellándose, y desaparecieron por la puerta que daba a la
habitación en que estaban los pequeños catres de campaña y en un rincón el
otro más ancho en que dormía la abuela con Venancia.
El
hombre se puso de pie y se llegó a la puerta de entrada, cerrándola de un
golpe que retembló en el rancho entero. Se volvió, miró a la vieja, siempre
inmóvil, y dijo, a empellones con las palabras:
—Ya
una vez me salí con la mía. Y me casé con la Esperanza... No se
le imagine que agora se va a salir con la suya y se va a llevar los chiquillos.
Los chiquillos se quean en el rancho. La que sobra en el rancho sos vos... Ya
lo sabís... —y se volvió a la otra puerta, que marcaba su dormitorio, donde,
pomposamente, campeaba la' marquesa, regalo de casamiento de la patrona y
orgullo del menaje.
La
vieja no contestó ni hizo un movimiento. Roía su rencor. ¡Se la había ganado
una vez! Bueno: a ver quién ganaba ahora... Pero a la par que tragaba ésas
migajas acres, estaba atenta a los ruidos que venían del dormitorio. Cuando se
hizo el silencio que justificaba tan sólo el crepitar de la leña dentro del
rancho y el insistente silbido del viento en el exterior,. Eufrasia se levantó
pasito, cebó el mate, sacó pan y empezó a ir y a venir como alimaña nocturna
con elástica precisión, sirviendo a los niños, silenciosos y encantados con la
aventura.
La
violencia ya no salió del pecho del hombre. Estaba siempre allí, persistente. A
veces, en medio de un trabajo, en ese revoleo del hacha sobre su cabeza, la
sentía tan viva qué, desconcertado, con esa tarda comprensión que era la suya,
dejaba de lado la herramienta y se quedaba mirándose las manos, porque allí,
como en el pecho, sentía efectivamente que le andaba algo, un hormigueo que lo
impulsaba a empuñarlas y a pegar. Apenas hablaba con los suyos. Uno que otro
gruñido para dar una contestación. Una o dos palabras para impartir una orden.
Vivía reconcentrado. Odiaba a la vieja. Odiaba a los hijos. Odiaba al patrón.
Odiaba a la Esperanza ,
tan endeble, tan poco hembra, incapaz de resistir un embarazo, incapaz de
parir... Y que había muerto dejándolo solo, con la chiquillería y con la
vieja... Dejándolo solo, sin mujer, que era lo principal, porque él necesitaba
mujer, para eso era hombre, para ayuntarse y tener hijos. Irse a morir la Esperanza... Y
aquella vieja que le quería quitar los chiquillos. ¿Por qué, si eran suyos?
Intrusa... Los chiquillos eran suyos, para que él hiciera con ellos lo que le
diera la gana. Todos. Los chiquillos y la Venancia. Para
apalearlos si se le antojaba. Para dejarlos sin comer. Iba a aprender la
condenada vieja aquélla...
Se
le hizo costumbre pegar a los niños. Por cualquier cosa. Por nada. Tremendas
palizas con sus manazas como martillos. La vieja al principio no quiso
intervenir. Cuando lo hizo, el hombre la miró enfurecido y le gritó:
—Acuérdese
cuando le pegaba a la
Esperanza.. .
—Ojalá
qué la hubiera matao entonces. No hubiera vivió la vía e perros que vos le
diste, bandío...
El
hombre avanzó hacia ella amenazante. Pero la vieja se irguió con los ojos tan
llenos de llamas de odio, tan dura la boca, tan tremendamente iracunda,
que el hombre dejó a medio hacer el gesto.
—Anímate
a tocarme y veris lo que te pasa...
No
sabía qué podía pasarle al hombre, capaz de aniquilarla sin otra ayuda que sus
poderosas manos. No sabía el hombre qué podía hacerle de dañino la vieja. Pero
el caso es que repentinamente agachó la cabeza, se volvió con los brazos
colgantes y abandonó el rancho.
Había
ganado esta vez. No sabía Eufrasia en gracia de qué. Pero ¿y otras veces?
Afuera
seguía la lluvia, con las bonanzas más largas y más seguidas. El viento era
siempre el mismo, duro y tajante. A veces parecía acallarse, adormecerse en una
inesperada tibieza, en una especie de momentáneo relente de claras nubes. Una
mañana amaneció el cielo limpio y el sol hizo brillar en quebradizos cristales,
en repentinas irisaciones, todo el hielo que el frío escarchara con la
complicidad de la noche.
Los
niños corrían enloquecidos por la blanca superficie resbaladiza. Venancia se
estiraba como un gato, con los ojos cerrados, dejando que el sol le recorriera
la cara en escorzo. Eufrasia trajinaba, presta y silenciosa. Bernabé estaba
lejos, revisando el embarcadero, el puente tendido sobre el tajo y que unía
las dos laderas de la montaña por sobre el fragor de las aguas, los cercos de
paloparado, troncos de árboles fraccionados y enterrados uno junto a otro, en
interminables filas para demarcar potreros.
Volvió
el hombre a media tarde, malhumorado y por excepción comunicativo.
—Del.
muelle han queao tan sólo unas estacas. Hay qui' hacerlo too de nuevo. Menos
mal que las cercas y el puente no han sufrió mucho. Hay trabajo pa rato con el
muelle...
Uno
de los chiquillos dijo:
—¿Me
lleva mañana pa la montaña pa que li 'ayude, taita?
—Y
a nosotros tamién..., por favorcito... —dijeron los demás a coro y en el mayor
alborozo.
Eufrasia,
sentada en su habitual sitio junto al fuego, silenciosa y de perfil, apretó los
labios, marcando la arista de su disgusto.
—A
mí tamién, taitita... —agregó Venancia, acercándose al hombre, zalamera,
risueña porque los hoyuelos estaban siempre allí, en las, mejillas marcándose,
risueña aunque la risa no se dibujara en la boca. Y le rebrillaban los pequeños
ojitos perdidos entre la franja negra de las pestañas, largas y arqueadas.
Igual a la madre.
—Esperanza...
—murmuró el hombre, y se la quedó mirando con la boca abierta y temblorosa la
nuez—. Esperanza…, por Diosito que se le parece, da susto... —añadió como
hablando para sí mismo.
La
vieja, siempre de perfil; lo espiaba de reojo, .Los chiquillos y Venancia
gritaron a coro:
—Nos
lleva..., nos lleva...
El
hombre parecía seguir algo que ocurría en su interior. Se miró las manos, donde
empezaba a hurgarle la violencia. Las empuñó y de repente se echó sobre los
chiquillos, espantándolos a golpes que caían indistintamente sobre cualquiera
de ellos. Sobre Venancia. La niña empezó a sangrar por la nariz, llorando a gritos.
Y no atinó a huir como los otros.
—¡Válgame
Dios! —dijo la abuela, y se alzó a auxiliarla. Pero el hombre se había quedado
de nuevo mirándose las manos y, también de súbito, sintió que en el pecho algo
se deshacía en una tibia avalancha, como si llorase por dentro. Igual: una
marejada caliente. Y se acercó a Venancia, casi al mismo tiempo que la
abuela. . .
-
—Bestia..., déjala... Un día vai a salir acriminándote con uno de tus
hijos...
El
hombre se revolvió, porque la violencia regresaba y le corría por los músculos,
anidándose allí, juntó a la garganta, y que le hormigueaba en las manos. Gritó
—Pa
eso es m' hija... Pa hacer con ella lo que se me le ocurra... Con ella, con los
chiquillos y con vos tamién... —Esta vez alcanzó a darle un puñetazo, pero no
más, porque la vieja, prodigiosamente ágil, más rápida de pensamiento que él,
se esquivó en seguida y salió del rancho.
Se
fue al cobertizo del horno y allí se acurrucó, dura, con la cabeza ladeada, de
perfil, ardida la mejilla donde recibiera el golpe. Pero más le ardía la ira
por dentro. Los palos, las estopas, los leños acumulados. Ya no eran un peso,
sino una llamarada. ¿Qué estaría haciendo en el rancho la Venancia ? ¿Le estaría
pegando el muy criminal? No, porque no se oían gritos y ella podía separar
ruidos, clasificarlos, labor necesaria a su trabajo de antes en el molino, que
con sentir su jadeo sabía si andaba bien, si andaba mal y dónde entonces ubicar
la falla. Los chiquillos estaban lejos, jugando en la ladera, olvidados de los
golpes. A la niña le sangraba la nariz. Pero, ¿qué estaba haciendo allí,
sangrando? La chiquilla, que se parecía tanto a la Esperanza , ¿no? Bueno.
Pero ¿por qué no salía a juntarse con ella? ¿Qué hacer? Bruscamente se
decidió. Volvió al rancho.
La
chiquilla se restregaba la nariz con un trapo. Bernabé estaba derrengado en una
silla, lelo y más que nunca le temblaba la nuez.
No
pareció darse cuenta de la presencia de Eufrasia.
De
frente si era posible. Si no por caminos tortuosos, gateando.
Una
vez había perdido, sí. Pero esta vez ganaría. De frente era irse a las casas y
contarle al patrón lo que pasaba en el rancho. Y que él interviniera, le
quitara los chiquillos al hombre y se los diera a ella. No necesitaba más
piezas, que aquellas dos en el patio del fondo eran harto grandes y podían
todos acomodarse perfectamente. Era la única salvación.
El
tiempo sé iba lentamente afirmando en la bonanza, las aguas también lentamente
bajaban y en dos semanas más sería posible irse hasta la hijuela Primera.
¡Claro que el hombre no iba a querer acompañarla, y ese camino era tan malo!
Aunque las bestias saben mejor que nadie buscar la huella. Se iría. Era lo
mejor. Pero resultaba tremendo dejar a los chiquillos solos. ¡Si se pudiera ir
a escondidas con la Venancia !
Imposible. La Venancia ,
tan lerda, tan arrevesada y que ahora le tenía un terror pánico al padre,
después que le pegara... ¿Y si ella se iba sola y pasaba algo en el rancho?
Pero ¿qué iba a pasar, qué? Nada...,. y se encogía de hombros. Algo pavoroso,
obscuro y latente la inmovilizaba allí. No sabía qué. Miedo a algo impreciso.
Un irrazonado miedo.
En
la siguiente trifulca, otra tarde en que Bernabé les pegó a todos, incluso a
ella, sin motivo aparente, sino por satisfacer el hombre aquello que le hurgaba
en las manos y que a veces le hacían doler los ijares. Eufrasia le gritó a
tiempo de huir:
—Ya
arreglaris cuentas con el patrón....
Y
se quedó petrificada al oírlo contestar, mordiendo y ahogándose con las
palabras, las manazas colgantes y los ojos perdidos en la carnosidad de los
párpados:
—El
patrón... Cuando me vea... Con agarrar a los chiquillos y mandarme muar pa otro
lao. El patrón. .. Tanto cuco con el patrón… Que se meta en sus cosas el
patrón. ..
Se
había hecho costumbre en Eufrasia, ahora que el tiempo estaba despejado, irse
a sentar bajo el cobertizo del horno. Llevaba una banqueta, la costura del
tejido, y allí se estaba las horas, solitaria, en espera de que regresaran el hombre y los
niños, porque también en él se había hecho costumbre llevárselos para el
trabajo desde el alba. Lo que a los chiquillos llenaba de jolgorio, olvidados
de los golpes y de las palabrotas en cuanto se trataba de irse por la laguna
para atravesar a la montaña frontera o quedarse esperando que picara el salmón
o ayudando al padre en la tarea de elegir los árboles que habría de derribar
para fraccionarlos y hacer después con ellos los cercos, o si no aquella otra
aventura, maravillosa, que consistía en atravesar haciendo equilibrios el
puente tendido sobre el tajo, pasarela primitiva y peligrosa.
Regresaban
hambrientos y cansados. Eufrasia tenía la comida, que servía Venancia
desmañadamente, y luego el hombre daba orden de acostarse. Y estaban los
chiquillos tan rendidos, tan absolutamente rendidos con la caminata, el aire y
el sol, tan ahitos de comida, que caían como piedras al fondo del sueño,
sin que la abuela pudiera obtener de ellos la más mínima información de lo que
habían hecho en el .día.
Otra
vez ganaba el hombre... Y ella allí, como una buena tonta, trabajando el día
entero para que su mercé
hallara el pan dorado, el sabroso caldillo, las papas asadas y el agua
hirviendo para cebar el mate. Y la ropa limpia y el rancho como una plata. ..
Tonta...
Empezó
a merodear por los contornos. Hacía sigilosos viajes por el sendero hasta
enfrentar el puente sobré el tajo. Se perdía en la maraña de los árboles, de
los arbustos y enredaderas, apareciendo súbitamente frente al rancho, buscando
rectas entre el puente y su sitio habitual, bajo el cobertizo del horno.
Desahogaba su mal humor en los pájaros, hasta los más chiquitos, tocados siempre
por la piedra de su honda. Merodeos sin testigos, porque aguardaba siempre para
realizarlos que el eco no le trajera seña alguna de la presencia de los otros,
lejanos por las montañas.
Volvían
del bosque de araucarias. En la mañana había él hombre dejado tendida la red y
estaban los chiquillos impacientes por ver la pesca. Venancia se había hecho
una corona de pequeñas hojas y venía delante. Atravesó la primera el puente,
como si los pies descalzos adhirieran al tronco rugoso, firme y segura.
Pasó un chiquillo, silbando, sin darle importancia al abismo que estaba abajo,
profundo, verde, tonante. Los demás niños venían con el hombre, que cargaba el
hacha. Pareció que iba a pasar primero. Pero les cedió el paso a los hijos, que
atravesaron, uniéndose a los demás y echando a correr en dirección al
embarcadero y a ver la red.
El
hombre puso el pie en el puente. Como los chiquillos, parecía adherido a la
piel del árbol. Pero en la mitad, de súbito vaciló, herido por la piedra en la
frente; vaciló, osciló y desapareció entre las paredes del tajo, sumido en lo
húmedo, en lo fragoroso.
Los
niños .lo esperaron en el embarcadero.
—Si'
habrá ido derecho pa'l rancho —dijo uno.
—¿Veímos
la red? —propuso el otro.
—La
veímos no más —dijo Venancia—, y si s'enoja, que s'enoje...
Trajinaron
un rato. Sacaron el pescado. Lo pasaron por largas ramas de plantas acuáticas
para formar sartas. Y echaron a andar camino del rancho con su carga. La abuela
los aguardaba sosegadamente bajo el cobertizo del horno, con las manos cruzadas
sobre la costura.
—Mire,
agüela, truchas y un salmón chico.
—¿Y
el taita? —preguntó uno de los chiquillos.
—Aquí
no ha llegao —dijo la abuela, y se volvió de perfil.
—¡Bah!
Se li' habrá olvidao algo y golvió pá la montaña.
—¿Por
qué no lo van a catear? Es harto tarde y vendrá con hambre.
Regresaron
al rato. El padre no estaba. ¿Qué hacían? ¿Lo iban a buscar al otro lado del
puente?
—No
—dijo la abuela—. Se hizo noche ya. Dentren a comer. Ya llegará...
Comieron
y esta vez fue la abuela quien en seguida dio orden dé que se acostaran. Se
caían de cansancio. Se caían de cansancio medio a medio del sueño.
La
abuela se quedó un largo rato en su otro sitio habitual, en el de las tremendas
noches invernales, cercana al fuego, volteada la cabeza sobre un hombro,
garduña en acecho, con el perfil fijo en la penumbra, en la mano el cigarrillo,
despaciosamente liado, despaciosamente encendido y que, de rato en rato,
marcaba un punto rojo.
De
pronto se volvió a la puerta que daba a la habitación del hombre.
Agora
gané yo... y pa siempre... ¡Je! —lo dijo, creyó decirlo, pero de la boca
cerrada, como trancada por el labio inferior, no se movió un músculo ni salió
un sonido.
Entonces se alzó a cerrar la
puerta de entrada.
Pero
no la cerró, la dejó abierta. Abierta porque para los otros el hombre todavía
podía volver.
__________________________________________
APLICACIÓN
DE LA LECTURA.
1.
Escriba una breve biografía de Marta Brunet, destacando su importancia como
escritora nacional.
2.
Ordene alfabéticamente las siguientes palabras y elabore un vocabulario:
mocetón – bregar – ambages – sesgado – líquenes – abroquelar – hijuela – candil
– barullo – amalgamar – bonanza – atonía – aviesas – soslayo – atisbar –
iracunda – ahíto.
CUESTIONARIO.
1.
¿Por qué motivo acude Esperanza don de su patrona?
2.
¿ De qué manera ayudó la patrona a Esperanza?
3.
Describia físicamente a Esperanza.
4.
Describia físicamente a Bernabé.
5.
Describia físicamente a doña Eufracia.
6.
¿Quién permitió que se casará la
Esperanza y el Bernabé?
7.
¿Dónde se fue a vivir Esperanza con Bernabé? Describa.
8.
¿Cuál fue la actitud de doña Eufracia después del matrimonio?
9.
¿Quién le traía noticias a doña Eufracia de Esperanza y su esposo?
10.
¿Qué ocurrió con Eufracia cuando cumplió 30 años de trabajo?
11. ¿Qué permitió que doña Eufracia llegara a la
casa de Esperanza?
12.
¿Qué cambios se dieron en la casa de Bernabé con la llegada de la vieja?
13.
¿Quiénes fueron los mas beneficiados con esta visita y por qué?
14.
¿Cómo muere Esperanza?
15.
¿Qué fue sabiendo Eufracia después de la muerte de Esperanza?
16.
¿ Cuál fue la reacción de Bernabé al oir a doña Eufracia decirle que debería
volver a contraer matrimonio?
17.
¿ Por qué Bernabé golpeó a doña Eufracia?
18.
¿ De que manera se vengó Eufracia de Bernabé?
19.
¿Cómo termina este cuento?
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