"Pero a los bárbaros se les caían de las botas, de las barbas,(...), las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes.... el idioma. Salimos perdiendo.... Salimos ganando... Se llevaron el oro y nos dejaron el oro... Se lo llevaron todo y nos dejaron todo... Nos dejaron las palabras". Pablo Neruda. Confieso que he vivido...
jueves, 23 de octubre de 2014
miércoles, 22 de octubre de 2014
ALGUNOS
RASGOS DE LA
MENTALIDAD CHILENA , EN UNA PERSPECTIVA HISTÓRICA
Cristian Gazmuri.
La influencia de la geografía.
El
primer rasgo que quiero destacar como
históricamente presente en el chileno es la conciencia de habitar en un
lugar lejano; distante de lo que han sido los polos de cultura avanzada que ha
tenido el planeta — Europa en lo fundamental — durante la existencia de nuestra
nación: el síndrome de lejanía. “Aquí
donde otro no ha llegado”, escribía ya en el siglo XVI don Alonso de
Ercilla y Zúñiga. Los primeros mapas señalan las tierras de Chile como Fines
Terrae Jaime Eyzaguirre recoge esa denominación y le agrega el adjetivo de
“antípoda del mundo “. En los cantos de marinos europeos llegar hasta
Valparaíso, era sinónimo de estar al otro lado del planeta.
Y
más aislados hemos estado aún de otras altas culturas, no europeas. Diferente
era el caso de la época precolombina en relación al Imperio Inca. Pero entonces
“Chile”, en tanto la unidad histórico—geográfica que conocemos hoy, no existía.
Lejanía,
en primer lugar. Un segundo rasgo, aislamiento. Hasta hace unos 100 años Chile
era casi una isla, especialmente durante los inviernos, encerrado entre el
inmenso océano Pacífico, sin una costa de buenos puertos naturales, la barrera
infranqueable (durante muchos meses) de la Cordillera de Los Andes, el desierto
“ El despoblado “ de Atacama y el Cabo de Hornos, con el mar más feroz del
planeta, su aislamiento era casi total. Llegar a salir de Chile era una
verdadera aventura y el viaje tomaba muchos meses.
También
pobreza. Chile fue, hasta 1830, posiblemente la sociedad más pobre de la
América Ibera. No producía gran cantidad de metales preciosos, ni alimentos o
productos tropicales de alta demanda en Europa, como azúcar, café, cacao,
tabaco o, después, caucho. En verdad la Corona Española estuvo interesada en la
existencia de Chile principalmente porque constituía la puerta sur del rico
Perú, la que era preciso defender de corsarios y la ambición de otras potencias
europeas. Los viajeros que nos visitaron durante el siglo XIX, junto con
señalar la belleza del paisaje destacan las muy precarias condiciones de vida
de los chilenos, incluso de las familias mas pudientes, cuyas casas combinaban
algunos muebles alfombras y trajes europeos con el piso de la tierra apisonada,
muchos de adobe y techos con vigas de canelo u otros árboles autóctonos a la
vista. Los edificios públicos fueron muy modestos hasta muy entrado el siglo
XVIII, cuando se construyeron el puente de Cal y Canto, la casa de La Moneda y
algunas iglesias de más pretensiones. Esta pobreza termina, entre la oligarquía
al menos, hacia mediados del siguiente siglo. Pero todavía, excepción hecha de
las familias más ricas que ahora pasaba largad temporadas en Europa y
construyeron casas imitando las europeas, el estilo rústico se conserva, si no
en Santiago, sí en los fundos y ciudades
de provincias hasta el siglo XX. La alta burguesía decimonónica de Valparaíso
constituía la excepción. Pero no quebró esta realidad en términos generales.
Este
síndrome de lejanía, aislamiento y pobreza creo que ha marcado el
comportamiento de los chilenos, incluso hoy, cuando los medios de comunicación
y los transportes modernos nos han acercado al mundo. Tímidos y apocados,
también sobrios, solíamos ser muy poco aficionados a aparentar.
Espontáneamente, hemos tendido a rehuir los primeros planos (con excepción, por
cierto). La persona que llamaba la atención y exhibía su riqueza o poder era
mal vista. El exhibicionista, el “posero”, no despertaban simpatía y admiración.
Más bien se le acogía con ironía. La sobriedad era considerada una virtud
nacional y me parece que hay sólo tres épocas de nuestra historia en que este
rasgo se ha roto: transitoriamente entre la aristocracia, hacia comienzos del
siglo XX; entre la nueva burguesía durante los años del boom de comienzos de
1980, y de nuevo en los últimos años.
Sobriedad,
sencillez, honestidad. Cuando don Aníbal Pinto dejó la Presidencia sus amigos
debieron ayudarlo a encontrar un trabajo para subsistir. Cuenta Vicuña Mackena
que enfrentado al motín del 20 de abril de 1851, de madrugada, el Presidente
Bulnes desayunó un vaso de mote con huesillos que compró a un motero de la
calle. Hasta la época del Gobierno de Eduardo Frei Montalva, los Presidentes de
la República caminaban por la calle como cualquier persona y hasta hoy —con
recientes excepciones— se enorgullecen de vivir en sus domicilios particulares
de hombres de clase media. Y no se trata sólo de figuras públicas. El hombre
medio chileno ha sido, históricamente, por lo general, muy sobrio, casi
exageradamente apocado.
No
hemos amado lo monumental y, en estos últimos tiempos, cuando se ha intentado
una iniciativa de este tipo, el resultado, casi invariablemente, ha sido
estéticamente deplorable. Basten como ejemplo el “templo votivo” de Maipú y —
en grado heroico— el edificio del Congreso Nacional en Valparaíso.
El
sentimiento de aislamiento, de lejanía, de pobreza, de sencillez, creo que ha
tenido que ver también con la tradicional hospitalidad del chileno. Los
extranjeros que llegaban hasta Chile han sido tratados , por lo común, con gran
cordialidad y a veces una generosidad rangosa que los asombra. Era generosidad,
pero también algo de complejo de inferioridad provinciana ante este embajador
del mundo que venía hasta nosotros; reflejo de la intención de mostrarle que
tenemos cualidades, y era frecuente que junto con la hospitalidad se le
endilgara un discurso patriotero y chovinista que tendía a mostrarle que Chile
es lo mejor del mundo, o, al menos, tan bueno o mejor que su patria.
Porque,
paralelamente, los chilenos hemos mostrado, un enorme amor al suelo, a esta
tierra de fin de mundo que es considerada, de manera inconsciente y un tanto
vanidosa — mente, tan hermosa como la mejor, fértil y generosa; nuestro
orgullo. Pedro de Valdivia, al menos un semi chileno, y que tanto se quejó de
la pobreza del país, escribía al Emperador Carlos y “ Haga saber a los mercaderes y gentes que se quisieran venir a
avencidar que vengan, porque esta tierra es tal que para poder vivir en ella no
la hay en el mundo…” y continuaba hablando (mientras él y sus compañeros
desfallecían de pobreza) “de las minas riquísimas de oro, y toda la
tierra está llena de ello”, lo que ciertamente no se compadece con las
noticias que tenemos de época. El Abate Molina murió pidiendo aguita de la
cordillera. Ya en el siglo XIX Vicuña Mackena, tan afrancesado como cualquiera
de su generación, no dejó de comparar, a veces desvantajosamente, edificios y
servicios de Francia con los chilenos. Sin excesiva modestia, nuestra canción
nos llama “la copia feliz del edén “. Este halago alcanza también a nuestros
hombres y mujeres al roto, al que por un lado se le ha despreciado hasta el
punto de que se usa la palabra como adjetivo peyorativo, se le considera al
mismo tiempo astuto, generoso, noble y valiente, ”choro” y “tieso de mechas”. A
la mujer chilena, considerada al mismo tiempo hermosa y abnegada, admirable, lo
que no ha resultado incompatible como un machismo tradicional que abarca a toda
nuestra sociedad.
Comparemos,
para terminar este punto, nuestro grito de amor patrio, “viva Chile mierda”,
con otro pueblo latinoamericano de algunas características parecidas al nuestro
México. Ellos gritan “ viva México hijos de la “chingada” vale decir, la rajada
, la violada, como lo ha analizado Octavio Paz en un hermoso ensayo. Aquí
quiero hacer notar, en ambos casos, la ambigüedad de la expresión de amor. Para
afirmar el “viva Chile” la alusión se suma al escremento. En el caso de México
se hace presente que desciende de hembras violadas, en una lejana alusión a la
Conquista. En ambos casos existe la paradoja, pero es más directa en el caso
chileno.
Nuestra
geografía nos ha dado también un rasgo que ha sido constante en nuestra
historia, el estoicismo frente a lo que Rolando Mellafe llama el “acontecer
infausto”. La Colonia
es una secuencia de terremotos, sequías catastróficas, salida de cauce de los
ríos; lo que sumado a la guerra semi permanente con los Araucanos, parece
habernos preparado para enfrentar con estoicismo el mal que sobreviene: el
pánico e histeria colectiva en los primeros días dan paso a un fatalismo
quieto, a un recomenzar espontáneo.
LA HERENCIA HISPANO-INDIA Y LA
MENTALIDAD CHILENA.
También
hemos tenido y tenemos rasgos mentales, tanto o más importantes que los liga
dos con nuestra situación geográfica, y que vienen de nuestra herencia,
española e india así como la de nuestra condición de mestizos. El primero es la
opción por la tierra y no el mar. Chile es un país con amplia, amplísima costa.
Sin ser isla, es uno de los de los de más amplia costa en el mundo. Pero toda
nuestra simbología folclórica, excepto en regiones determinadas como en Chiloé,
gira alrededor de la cultura y la existencia campesina y su personaje central, el
huaso, sea patrón, pequeño propietario o inquilino Es efectivo que existen
elementos concretos que pueden explicar en parte nuestro rechazo histórico a un
destino marítimo. Nuestra costa, excepto al sur del Seno de Reloncaví, es un
litoral con pocos accidentes geográficos que constituyan buenos puertos
naturales, y el océano la golpea duramente. El Pacífico chileno es enorme y no
hay tierras cercanas , pero, al mismo tiempo, es un mar rico en pesca, recurso
que sólo en las últimas décadas ha sido explotado con intensidad. El pescado no
forma parte importante de nuestra dieta todavía. Sin embargo, lo fundamental es
que han sido la tierra y sus hombres los personajes centrales de nuestro
imaginario y cultura popular, expresada en canciones, trajes, comida, giros idiomáticos,
tradiciones. ¿ Por qué este rasgo mental ?
Recordemos
que los chilenos somos mestizos de pueblos que eran de tierra. Huilliches,
mapuches, picunches, pehuenches, puelches, cuyos descendientes puros hasta el
día hoy no saben nadar, eran mucho más numerosos que los indios de la costas,
chonos, cuncos y en el extremo sur, onas, alacalufes, yaganes y otros con los
cuales casi no hubo mestizaje. Recordemos, por otra parte, que entre los
conquistadores figuran extremeños, castellanos, andaluces, más que catalanes,
valencianos, cantabros, que son los grupos marítimos de España.
Siendo
Chile pura costa, Valdivia fundó la capital lo más lejos de ella que era
posible. Creo que las vertientes culturales, española e indígena transmitieron
esta mentalidad terrestre. Los comerciantes vascos, un grupo pequeño que llegó
en el siglo XVIII, preocupados del tráfico marítimo donde hicieron sus
fortunas, terminaron por in— corporarse en definitiva a la cultura tradicional
del campo, donde llegarían a ser patrones. Fueron los grupos de no hispanos y
en particular ingleses, que llegaron a Valparaíso en el siglo XIX, los que
crearon la tradición marítima de Chile, tanto mercan te como de guerra, que se
remonta a entonces. Todavía, entre los oficiales de la Armada, abundan los
apellidos de origen no hispano, y se sienten más británicos que los ingleses.
La
falta de iniciativa económica individual ha mostrado también la impronta
hispano católica e indígena. Es conocida la tesis de Max Weber, después
desarrollada por Tawney sobre la ligazón entre el espíritu protestante y el
espíritu de la laboriosidad lucrativa del capitalismo, que ciertamente no se
da, a nivel de toda la América hispana. Debemos atribuir a nuestra profunda
herencia católica una parte de la responsabilidad en esta conducta económica.
Pero sin duda el carácter de la economía chilena hasta hace algunos decenios
tiene también origen a la nación chilena. Agricultores en la zona central más
al sur eran guerreros, recolectores y cazadores, a veces, como en el caso de
los pehuenches, transhumantes, Esta actitud económica pasiva de la mayoría del
pueblo chileno sólo ha venido a variar en los últimos años.
Para
continuar con el punto de la pasividad económica y laboral, debemos considerar
la relación entre nuestra geografía y demografía. Chile ha sido, desde la
Conquista, un país que, sin ser despoblado, ha tenido una poblaci6n
relativamente pequeño. Se calcula que al momento de la llegada de los españoles
hasta un millón de indígenas pueden haber habitado lo que es el ecúmene chileno
actual. Por la época de la Independencia, y sin tomar en cuenta el sector no
incorporado de Arauco y de nuestro Norte actual, la población era en esa
superficie más pequeña también de, aproximadamente, un millón de personas. Hacia
1900 era de unos tres millones, en 1952 de seis y hoy de catorce. Ahora bien,
el clima chileno y la fertilidad del valle central siempre han podido alimentar
bien, o al menos minimamente, a esa población, sin necesidad de un esfuerzo
extraordinario. Durante la Colonia, cuando se exportaba sebo al Perú, la carne
se quemaba. Sólo en el siglo XX y en un contexto de marginalidad urbana la
alimentación ha sido un problema grave.
Esta
facilidad en las condiciones de subsistencia de Chile la hacía notar Arnold Toynbee,
comparándola con la dureza del altiplano andino, que obliga a grandes esfuerzos
para conseguir el alimento. Así explica por qué allí surgió una alta cultura y
no aquí. Pero, por lo que nos interesa, también puede ser otra de las causas de
nuestra historia falta de iniciativa económica sostenida y de empeño constante
y laborioso. Digo, puede ser, porque se da el caso de que también los
descendientes de los incas han exhibido en los últimos siglos una gran
pasividad económica, aunque quizas por
razones diferentes conectadas con la desarticulación por la Conquista de su
evolucionado sistema político social tradicional, que en Chile fue inexistente
o estuvo muy poco asentado. La improvisación laboral ( y su manifestación
concreta, el “maestro chasquilla”) ha sido otra manifestación de este rasgo: lo
que se comenzaba no se terminaba o se terminaba a medias, no hacía falta más y
nadie reclamaba.
LA MENTALIDAD CHILENA
Vayamos,
finalmente, a rasgos mentales que serían fruto de nuestra historia. Mario
Góngora y otros autores han destacado el hecho de que en Chile no fue la nación
la que dio origen al Estado (como habría ocurrido en Perú y en México); fue el
Estado español en Chile, una institucionalidad fruto de una voluntad externa,
el que creó la nación chilena donde antes existían varias de carácter
primitivo. El prolongado esfuerzo de los gobiernos coloniales y republicanos
continúo en ese sentido.
Fue
el Estado chileno de la segunda mitad del siglo XIX y primera del siglo XX el
que, enriquecido por los impuestos del salitre, permitió la consolidación de la
clase media que ha gobernado Chile en el siglo XX, pues impulsó el esfuerzo
educacional de esos años.
Ahora
bien, el hecho de que el Estado haya sido el artífice de la nación chilena
explica, al menos en parte, la homogeneidad de valores y costumbres de los
chilenos. En Chile la hay, a diferencia de otros países de historia mucho más
larga y compleja, pero mucho más pequeños territorialmente, como Irlanda,
Bélgica, la misma España, los países del Medio Oriente y los Balcanes. Incluso,
a diferencia de otros países de nuestra América Latina, Chile no exhibe
regionalismos, a veces intransigentes y violentos. Y no es por que tengamos
homogeneidad
geográfica. Chile tiene todos los climas y casi todas las geografías, excepto
la selva tropical. Además, la comunicación entre regiones y todavía suele ser
difícil en nuestro largo país. Por ejemplo: hasta el extremo sur se puede
llegar por barco, por avión o a través de la República Argentina, pero no hay
diferencias culturales ni rasgos mentales sustancialmente distintos entre los
habitantes de Anca y los de Punta Arenas, del Valle Central, del desierto o de
la Patagonia menos aún odiosidades. Chile se ha extendido desde el centro hacia
sus extremos.
También
a nuestra historia debemos el aprecio que sentíamos por los valores militares.
Chile era un país orgulloso de su pasado de éxitos militares. Algo que hoy
parece cuestionable éticamente, pero que no lo era hasta mediados del siglo XX.
Se le conocía como “ Chile , tierra de guerra”. Efectivamente, la guerra fue un
estado permanente, o al menos latente, en los siglos coloniales, y durante el
XIX apareció en nuestra historia con inusitada frecuencia: guerras civiles
desde 1810 a 1818, en 1830, 1851,1859 y 1891. En fin, guerras internacionales
en las décadas de 1820, de 1830, de 1860, de 1870-80, todas victorias. Los
cronistas coloniales se referían a nuestra nación como Flandes indiano. Tulio
Halperin, en su conocida Historia de América Latina, se refiere a Chile como
una pequeña Prusia, y Buur titula su libro sobre la política exterior chilena
en el siglo XIX, bajo la premisa “ por la razón o la fuerza” lema de nuestro
símbolo nacional por excelencia: el escudo patrio. No debemos olvidar que el
libro por un chileno, — Jorge Inostroza— de mayor venta en el país ha sido
Adios al Séptimo de Línea, un canto de gesta al valor de un soldado chileno,
que apareció hace unos treinta años y fue leído masivamente, con devoción, sin
ser una novela de valor histórico o literario apreciables. El estudio del
norteamericano Nunn Prat, un santo laico, símbolo de nuestros valores más
caros, es del mayor interés para comprender el rasgo mental pretérito que
enunció.
Otro
rasgo mental del chileno, de los últimos dos siglos, conectado a nuestra
historia, es la tendencia histórica al vagabundeo y la aventura. Muy claro
entre los sectores populares, lo es, en general, de todos los chilenos.
Extraño, por otra parte, en un país en el que el mundo campesino, muy
mayoritario hasta hace algunas décadas, no es el del pe6n ganadero
transhumante. como los llaneros de Colombia y Venezuela o los gauchos de
Argentina y Uruguay, sino el del inquilino, un ente sedentario, dependiente Sin
embargo, hijos o parientes de inquilinos se han transformado fácilmente en
peones afuerinos transhumantes, más todavía, han emigrado masivamente al norte
en la época de la plata y el salitre, ascendiendo también masivamente por la
costa del Pacífico hasta California ( entre algunos Pérez Rosales, Santiago
Arcos y Benjamín Vicuña Mackena ) durante la fiebre del oro. Chilenos se
contrataron como jornaleros para construir los ferrocarriles de la sierra en
Perú y no pocos trabajaron en la apertura del Canal de Panamá durante las
últimas décadas - más allá del problema del exilio- encontramos chilenos
repartidos por todo el mundo, notoriamente en Argentina, Venezuela, USA, Suecia
y Australia, Buscavidas que disfrutan o sufren de su destino. Es posible que
este rasgo tenga razones históricas muy concretas caso a caso. Pero quizá,
colectivamente, también se origina en el hecho de que durante los siglos
coloniales una buena parte del territorio de Chile fue lo que el historiador
estadounidense Tuner llamó una “ zona de frontera “, donde la incertidumbre era
diaria y donde el valor individual, la libertad personal y el amor a la
aventura eran muy valorados y representaban la posibilidad de prosperar, hasta
el punto de transformarse en un estilo de vida.
Cristian
Gazmuri
Profesor de Historia
Universidad de Chile
jueves, 25 de septiembre de 2014
sábado, 16 de agosto de 2014
viernes, 15 de agosto de 2014
Ensayo de Ángel López García.
La unidad del español:
historia y actualidad de un problema
Por Angel López García.
El español es probablemente la
menos diversificada de las grandes lenguas de cultura, a pesar de que las
condiciones en que tuvo lugar su fragmentación dialectal, y aun su propia
existencia actual, fueron y han sido contrarias al ideal de unidad. El inglés
de Australia o el de EE.UU., e incluso el de Edimburgo, se entienden peor desde
el inglés de Londres que el español de Lima o el de Ciudad de México desde el
de Madrid. El portugués de São Paulo es tan diferente del de Lisboa que empieza
a circular en gramáticas y diccionarios bajo el epígrafe "brasileño",
y aún osa subtitular películas rodadas en Portugal. Tampoco tienen demasiado en
común el francés de Canadá y el de los diversos departamentos de la República
francesa, notablemente diferentes en sus respectivas modalidades lingüísticas
por lo demás.
Y sin embargo, repito, un
observador superficial nunca podría haber imaginado tal cosa. La extensión del
español por el mundo se produce en fecha más temprana que la del inglés o la
del francés, por lo que hubiera sido de esperar que las diferencias a uno y
otro lado del Atlántico hubiesen arañado más profundamente la pátina idiomática
hispánica que las demás. A mediados del siglo XVI, la penetración de los
españoles en el continente americano había alcanzado casi todos sus objetivos,
mientras que las de los demás europeos, con la salvedad de los portugueses, no
había comenzado aún; a mediados de la centuria siguiente, los virreinatos de
Nueva España, Nueva Granada y el Perú eran organizaciones
político-administrativas perfectamente trabadas y con una sociedad
jerarquizada, en tanto los establecimientos ingleses de Virginia y Nueva
Inglaterra, o los franceses del Canadá, no dejaban de ser modestas factorías
comerciales autónomas, y más conectadas con la metrópoli que entre ellas
mismas. Algo parecido cabe decir de las primitivas colonias portuguesas de la
costa atlántica brasileña, pese a su mayor antigüedad. Si todo hubiera funcionado
como era de prever, las colonias españolas, más antiguas, más alejadas -no sólo
geográfica, sino sobre todo anímicamente, pues los intentos de secesión son muy
tempranos-, y, en fin, más urbanas -lo que, lingüísticamente, suele significar
más innovadoras- deberían haberse distanciado de la metrópoli con mucha mayor
intensidad que las de los demás países.
Tal vez debamos felicitarnos
todos por el milagro de la conservación del español como entidad unitaria. Pero
los milagros no son cosa de este mundo, así que no estará de más preguntarse
por las causas que han originado esta situación singular. Como ahora se verá,
unas son medievales y otras modernas. El origen medieval de la sólida cohesión
interna del español se halla en su condición de lengua de intercambio, de koiné
peninsular para uso de los distintos habitantes de la península Ibérica,
cualquiera que fuese su lengua materna. El fundamento de su estabilidad
moderna, más americana que española por cierto, es su alzamiento a la condición
de lengua igualitaria del mestizaje entre etnias de lengua y cultura muy
diferentes. Estas dos razones vienen a ser ontológicamente la misma, aunque no
exista una relación de causa a efecto entre ellas, pues existen y han existido
lenguas koinéticas que no tienen ningún significado interracial -así el swahili
o tantos y tantos pidgin comerciales en todos los rincones del mundo-, y
lenguas han servido para vehicular una ideología del mestizaje de los pueblos,
a pesar de no haber funcionado como sistemas de intercambio y haber terminado
por escindirse en un rosario de idiomas diversos; el latín, la lengua del
cristianismo que, sin embargo no pudo dejar de romperse en variedades
románticas, ni logró desplazar a los idiomas germánicos y eslavos, es un caso
prototípico.
Estas dos ideas, español como
koiné primero y español como lengua de los mestizos después, me parecen
cardinales en el marco de la presente exposición, y a ellas voy a dedicarme en
lo que sigue. Naturalmente hay muchas otras cosas de las que se podría tratar
bajo el encabezamiento que preside estos renglones; en particular tal vez
convendría hacer una exposición minuciosa de las diferencias fonéticas, para
mostrar que lo del seseo, el rehilamiento porteño (la manera argentina de
pronunciar yo o caballo), o la aspiración, son menos importantes de lo que se
cree, esto es, que no calan realmente en la hondura del sistema fonológico, que
son meros repintados de una carrocería que sigue siendo una y la misma. O
también habría que mostrar que la gramática, fuera del voseo y alguna que otra
construcción, es la misma aquende y allende la mar océana, esto es, que el
motor de nuestro vehículo -vale tanto como decir su alma- es único.
O, finalmente, que las grandes
diferencias léxicas entre España y América, o dentro de ella entre sus diversos
países, no son para tanto -ya se sabe que ellos no conducen coches, sino que
manejan carros, y cosas parecidas-: al fin y al cabo, un buen automóvil se usa
en la ciudad y en el campo, sobre la nieve, o bajo un sol abrasador, y en cada
caso desarrolla prestaciones diferentes: el léxico no enfrenta modalidades de
una lengua, sino modalidades de utilización, por lo que a menudo difieren más
las palabras que emplea un campesino de La Mancha y un funcionario de Madrid
que las utilizadas por éste y por un profesor de Buenos Aires. No desarrollaré,
sin embargo, este aspecto, porque otros más enterados que yo, en particular los
dialectólogos, tienen la palabra.
El español nació de forma
diferente a todas las demás lenguas románicas. Lo normal fue que el latín, al
aflojarse los lazos con la metrópoli una vez consumada la caída del Imperio, se
fuese dialectalizando cada vez más y terminase por constituir un sinfín de
dialectos progresivamente más diferenciados conforme, desde cualquier punto, se
avanzase hacia el sur, el norte, el oeste, o el este. Desde luego que durante
la Edad Media en Francia no se hablaba francés, ni en Italia italiano. Estas
lenguas son antiguas en sus respectivos territorios de origen -I'Ile de France
y Florencia-, pero modernas por relación a los estados a los que dan nombre: el
francés es el idioma de la literatura y de la corte desde finales de la Edad
Media, y el de la vida pública desde el siglo XVIII; el italiano tiene
proyección literaria desde el Quatrocento, pero no vale como lengua común de
los ciudadanos italianos hasta que éstos hacen su aparición en la historia con
el Risorgimento decimonónico. Si se compara esta situación con la del español,
se advierten al punto notables diferencias: en la Edad Media peninsular las
lenguas literarias por antonomasia son el gallego y el catalán; por lo que
respecta a la vida privada, desde entonces hasta hoy perduran cuatro lenguas en
la península, y últimamente en la vida pública también. Sin embargo, todo esto
convive con el hecho de que los romances de ciego y los cuentos de toda España
-el mundo del espectáculo, para entendernos, lo que hoy pueden ser las revistas
del corazón y los concursos televisivos- se desarrollan en español desde la
alta Edad Media en el centro de la península, y en su periferia desde finales
de la baja también.
¿Razones? La Reconquista alteró
profundamente el sedentarismo de los hábitats poblacionales en nuestra Edad
Media. Mientras toda Europa bostezaba de feudalismo, aquí la vida era
peligrosa, pero también excitante. Un habitante de cualquier rincón de Francia,
Italia o Alemania normalmente no salía nunca de su aldea natal y de los pocos
kilómetros de terreno cultivable que la circundaban: más allá sólo había bosque
y gentes en su misma situación, pero con las que nada tenía que hablar, entre
otras razones porque carecía de un instrumento lingüístico común para hacerlo.
El habitante de España, por el contrario, se acostumbró pronto a que la mejor
manera de abrirse camino en la vida era la de dejar la modesta hacienda
familiar y establecerse en una de las innumerables villas nuevas a cuyo
poblamiento incitaban los reyes con fueros generosos.
Mas una vez allí, no era fácil
entenderse, pues había de todo: moros que no habían querido abandonar el
bastión perdido -algunos hablaban sólo árabe, la mayoría mozárabe también-;
francos y provenzales que habían venido enrolados en el ejército real, como
comerciantes, como clérigos; numerosos habitantes de otras zonas de la
península, y en particular vascones, que preferían las ricas y cálidas tierras
del sur.
Además estas gentes no sólo
tenían que entenderse entre ellas dentro de la urbe; la esencia de la ciudad es
el comercio, y éste obliga a salir a otras ciudades, con lo que a la larga se
planteó la necesidad de relacionarse con gentes de los reinos vecinos
igualmente.
Esta koiné de intercambio
peninsular, esta lengua común, debía cumplir una condición fundamental: ser una
especie de esperanto, con reglas sencillas y fonética accesible, ya que sus
usuarios privilegiados no iban a serlo los clérigos o los nobles, sino la gente
del pueblo. Hacía falta un "román paladino" en el que cada uno
pudiera hablar a su vecino. Y aunque las modalidades idiomáticas que se habrían
podido tomar como base de dicha koiné eran muchas, se adoptó la del rincón del
Alto Ebro, en el que confluían tres reinos, el de Castilla, el de Navarra, y la
Corona de Aragón: el primer documento peninsular en romance está escrito en
dicha modalidad lingüística y procede de dicha zona: se trata de las Glosas
Emilianenses, una suerte de paráfrasis escritas al margen de un texto litúrgico
latino por algún monje en el monasterio de San Millán de la Cogolla en la
segunda mitad del siglo IX. ¿Es castellano?, ¿es navarro?, ¿es aragonés? Es
todo esto y nada de ello, es simplemente español. Una koiné, una lengua de
todos y de nadie cuyo empleo no implicaba adscripción nacional alguna porque la
finalidad con la que había nacido era fundamentalmente práctica, la de
comerciar, contar viejas consejas a la lumbre y con un vaso de vino y, ¿quién
sabe?, galantear a la vecina. El Libro de Buen Amor, otra muestra muy
característica de este tipo de lengua, nos descubre sus enormes progresos
geográficos, pero también estructurales (léxicos y gramaticales) unos siglos más
tarde.
Hay dos grupos humanos que
tuvieron especial interés en propagar la koiné española: primero, los vascones;
luego, los judíos. Se ha destacado muchas veces que no es una casualidad que el
anónimo autor de las Glosas Emilianenses escribiera dos de ellas en vasco. Esto
parece indicar que se trataba de una persona bilingüe o, mejor, trilingüe;
emplearía el vasco, su lengua materna, para la vida familiar, el español para
relacionarse con los que acudían al monasterio de San Millán, y el latín para
el culto y para la vida eclesiástica en general. Y es que, si los demás
peninsulares podían fácilmente aprender otros dialectos románicos sin excesivo
esfuerzo, para los vascones tal empeño resultaba, sin duda, lleno de
inconvenientes y dificultades.
Dada la enorme diferencia que
separa el vasco no sólo del latín, sino también de los demás idiomas europeos,
es fácil comprender la utilidad que para sus hablantes debía revestir la koiné,
un romance simplificado y regular en el que las vacilaciones, que para cada
forma lingüística acompañaron a la variedad lingüística de Burgos, Toledo,
Santiago o Gerona, tanto da, se habían resuelto tempranamente mediante el
triunfo de una sola forma. Y no se olvide que estos vascones estaban sobre todo
en el Alto Ebro, como es natural, pero no sólo allí: nos los encontramos
repoblando todo el norte peninsular, en León, en Castilla o en Aragón, según
refleja abundantemente la toponimia. Este es el sentido de una polémica que
periódicamente suele sacudir las aguas remansadas de la filología española. Hay
un grupo de lingüistas, entre los que me cuento, que piensan que la influencia
del euskera sobre el latín que dio lugar al primitivo español fue bastante
grande; hay otros que tienden a amortiguarla considerablemente. Mas esto es lo
de menos: se trata de una de tantas disputas académicas que contribuyen a
animar los congresos y las revistas científicas, pero que no debería salir del
marco profesional en el que se originaron.
Lo que importa es entender que
la koiné española fue una modalidad romántica surgida en la zona fronteriza que
separaba el vasco del romance; que frente a las demás se caracterizó desde el
principio por su condición innovadora y simplificadora de soluciones en
conflicto; que la adoptaron preferentemente los que no la tenían como lengua
materna para servirse de ella como instrumento de intercambio simbólico. Es
posible que su forma tuviera que ver con el hecho de ser bilingües sus primeros
usuarios -y por lo tanto que el vasco haya influido más o menos en ella- o que,
por el contrario, la contribución de los vascones fuera simplemente la de
incentivar su empleo. Para la suerte futura del español, y el problema de su
mayor o menor uniformidad, esto es indiferente. Lo único que importa es
destacar que el español primitivo nunca caminó hacia la unidad, nació bastante
más uniforme que los demás romances, es decir, desde la unidad, y no hacia
ella.
Cuando el avance hacia el sur
se precipite, la España cristiana irá incorporando ya no tierras despobladas
que hay que llenar con gentes del norte, sino núcleos de población numerosos en
los que existen barrios enteros de moros y, sobre todo, de judíos que no
sintieron la necesidad de huir ante los nuevos dueños, puesto que les
aseguraban un estatuto similar al que venían disfrutando. Así sucedió en
Toledo, en Sevilla, en Zaragoza. La actitud de estas comunidades judías ante la
koiné llegaría a extremar la de los vascones. Ahora ya no se trata de fomentar
una cierta modalidad porque es la más sencilla, sino de adoptar la única variedad
que garantizaba dos cosas: de un lado, la posibilidad de mantener
idiomáticamente unida una etnia dispersa por toda la península; de otro, que
esa modalidad, al carecer de adscripciones nacionales precisas, pudiera llegar
a ser sentida como la suya propia. Lo primero se advierte muy bien cuando se
considera la sorprendente pervivencia del judeoespañol hasta hoy.
¿Por qué habían de conservar
los judíos de Cuenca, de León, de Córdoba o de Barcelona (también de Portugal)
la lengua de una nación que los había expulsado? Por una razón muy simple:
porque no sentían la lengua de quienes les habían expulsado, sino otra cosa, la
lengua de intercambio peninsular que, si a alguien pertenecía, era a ellos más
que a nadie. No era castellano, ni leonés, ni aragonés: era español, la lengua
de los judíos o judeoespañol. Los judíos que durante toda la edad moderna han
podido comunicarse en esta variedad, ya fueran de Marruecos o de Turquía, de
Bosnia o de Palestina, no hacían sino continuar un hábito medieval que había
permitido comunicarse a los de Sevilla con los de Valladolid y a los de Murcia
con los de Zaragoza (e incluso tal vez con los de Lisboa y Barcelona, cuestión
todavía no aclarada). Por eso impulsaron el uso del español en las escuelas de
traductores y en el corpus alfonsí: por animosidad hacia el latín, sin duda,
pero sobre todo porque eran la primera comunidad koinética en sentido estricto.
Hay una suerte de fatalismo
histórico que conduce a pensar que un pueblo está obligado a repetir sus hechos
pasados, ya sea a instancias del espíritu colectivo, como dirían los
románticos, o de su situación geopolítica, como más sensatamente propugnarían los
racionalistas. Es posible. Desde luego, a la vista de lo que le viene
sucediendo a la lengua española, uno no deja de estar subyugado por la
tentación de proclamar un cierto fatalismo idiomático. Parece como si la koiné
española estuviese impelida a funcionar como lengua de intercambio, esto es,
como koiné. El alzamiento del español a la condición de lengua del mestizaje en
América hace difícil pensar otra cosa.
Una creencia tópica, y sin
embargo previsiblemente habitual en los discursos oficiales que se nos avecinan
con ocasión del V Centenario, es la de que España fue introduciendo su idioma
como legado cultural en las colonias americanas, de manera que a la hora de la
independencia las nuevas naciones no tuvieron más remedio que reconocer el
hecho de que todas se expresaban en la misma lengua y, a la postre, obrar en
consecuencia. Advertiré empero que esto no es exactamente así: en primer lugar,
España no hizo nada por propagar el español en América, fuera de la obvia
aportación de hablantes en sucesivas oleadas migratorias; de otro, quienes han
alzado el español como símbolo de unidad son justamente las nuevas naciones
americanas, quienes le concedieron carácter de lengua nacional en sus
constituciones y desarrollaron todo tipo de programas institucionales para
garantizar su pureza, así como su omnipresencia en todos los niveles
educativos, una vez separadas de la metrópoli y no antes. Si en el origen el
español podría haber sido más la lengua de los vascones bilingües que la de los
hablantes romanizados del Alto Ebro, y si luego la sintieron más suya los
judíos que todos los demás pueblos del centro peninsular, ahora nos encontramos
con la paradoja de que su defensa, y no digamos su reivindicación, corren a
cargo de México o de Ecuador, de Cuba o del Uruguay, pero escasamente del
Estado español. Ver para creer.
Hay que tener en cuenta que la
finalidad que guiaba a los particulares en la empresa americana fue la del
enriquecimiento personal, y la que animó a la Iglesia la de ensanchar la grey
cristiana. Ello determinará dos políticas lingüísticas de distinto color ético,
pero coincidentes en los resultados. A los primeros les interesaba que el
español, la lengua de la administración colonial, no fuese del dominio común,
porque cuanto menor fuera el número de indígenas que lo conocieran, menor sería
también la competencia a la hora de disfrutar de los cargos públicos. No se
puede tratar el colonialismo español de los siglos XVI y XVII como el de
Inglaterra o el de Francia en el siglo XIX. Este último necesitaba crear
numerosas élites occidentalizadas en la Índia o en Argelia, pues la explotación
industrial de los recursos naturales, que es el motor de dichos colonialismos,
requería vitalmente de ellas; tal vez por eso el inglés y el francés se
sintieran lenguas impuestas, como no deja de resultar patente en la actualidad
a la luz de los últimos acontecimientos "purificadores" (pienso en el
caso Rushdie o en las elecciones argelinas). La corona española no penetró
económicamente en América, sino de forma muy superficial: en la corte nadie
conocía realmente la naturaleza de los recursos americanos, y a veces ni su
ubicación geográfica, por lo que todo se redujo a una explotación intensiva de
la minería de superficie, para lo que no hacía falta personal instruido, sino
mano de obra gratuita; es el suyo un colonialismo preindustrial con escasa
incidencia idiomática.
La Iglesia, de su parte, tras
intentar infructuosamente la predicación a los indígenas en latín o en español,
comprendió que debía dirigirse a ellos en sus lenguas nativas, y, en su
defecto, en lenguas de relación que les fuesen previamente conocidas. Fruto de
ello fue toda la política lingüística del período colonial: se exige que los
párrocos conozcan las grandes lenguas "generales" que ya habían asegurado
la comunicación en la época precolombina; se crean cátedras (de quechua, de
chibcha, de nahua) en las universidades, y se propende a aislar a los indígenas
en reducciones separadas de los blancos. Mientras el español no fue incorporado
a los planes de estudio de las universidades americanas hasta después de la
independencia, el quechua dispone de gramáticas para su enseñanza universitaria
desde 1580; el chibcha, desde 1619, etc.
Mas la vida sigue su curso. La
sociedad colonial, por causas endógenas y exógenas que no vienen ahora al caso,
se fue conformando como una sociedad mestiza. Mientras en el norte del
continente ambas comunidades, la indígena y la europea, se mantuvieron
separadas con el mayor rigor, en el centro y en el sur, continuando una vieja
práctica de los grandes imperios inca y azteca, se procedió a un intenso y
extenso proceso de fusión racial. No sin vejaciones, injusticias, o matanzas,
aspecto éste en el que ambos colonialismos, el anglosajón y el español, se
parecen como a cualquier otra empresa colonial. Pero en Hispanoamérica las
razas se mezclaron en progresión creciente, de manera que a fines del siglo
XVIII esta sociedad, si no se podía decir que era una sociedad caracterizada
por hablar uniformemente español (todavía hoy la mitad de los habitantes de
Paraguay son guaraníes monolingües), sí se nos presenta como una sociedad
multirracial con todos los grados de mestizaje imaginables.
Y en este momento, que
recuerda, por cierto, al del hundimiento de la antigua U.R.S.S., se produce un
"descubrimiento" mucho más real y operativo que el de 1492; en la
necesidad de ignorar y aun negar el pasado colonial -la herencia histórica
social, política y cultural-, los nuevos países hispánicos descubren que tienen
dos singularidades en común, el mestizaje y la lengua española. Y entonces,
abrumados por conflictos nacionales y étnicos sin cuento, sienten que el
mestizaje y la lengua española son dos caras de la misma moneda, y que el
español es su signo de unidad, el elemento diferencial que los individualiza
como pueblo frente a todos los demás. De entonces para acá las declaraciones
institucionales, las citas de los escritores, y las simples opiniones
ciudadanas coinciden en afirmar que los habitantes de Hispanoamérica son
hispanos, y que lo son fundamentalmente por hablar español.
En realidad, los hispanos y la
Hispanidad constituyen una invención. Muchos otros pueblos comparten el uso de
una cierta lengua, y no por eso se sienten miembros de una comunidad superior:
no existen los anglanos y la Anglidad, ni los francanos y la Franquidad -existe
la Francofonía, que es otra cosa: fonía-, ni parece claro que vayan a existir
los rusanos y la Rusidad. ¿Por qué los hispanos? Tal vez porque los propios
españoles fueron un invento igualmente. El único elemento aglutinador de los
variados pueblos que componían la península en la Edad Media llegó a ser la
koiné de intercambio peninsular: así lo sintieron quienes la iban adoptando sin
renunciar por ello a su lengua materna, y así lo sintieron, con más razón,
quienes, privados de la posibilidad de configurar un entramado nacional, la
constituyeron en su único signo de identidad, según sucedió con los judíos. En
Hispanoamérica ocurrió exactamente lo mismo: el español fue adoptado como
símbolo de los hispanos después de la independencia de las naciones americanas,
y fue adoptado por todos, pero especialmente por los otros, por los indígenas y
particularmente por los negros, mulatos y zambos que carecían de la posibilidad
de rastrear sus vínculos nacionales con facilidad. Es notable que las
comunidades de esclavos africanos arrancados de la costa del golfo de Guinea
hayan creado lenguas criollas propias en Haití, en Jamaica, o en la Guayana,
pero muy raramente en Hispanoamérica. Su lengua sería el español, la lengua de
los otros, la invención del siglo IX, del siglo XII y del siglo XVIII.
Invención en sentido etimológico, por cierto: lo que se encuentra, sin duda
porque se busca, no lo que se da sin más.
Paul Aebischer demostró hace
muchos años que español era una palabra extranjera de origen provenzal, con la
que los hombres de la Edad Media se referían a los habitantes de la península
cuando querían mencionar su nacionalidad, o cuando, como en el caso de
mozárabes y judíos, carecían de ella. También hispano carece de adscripción
nacional en el mundo moderno y, curiosamente, vuelve a ser una palabra
extranjera, léxicamente influenciada por el término inglés hispanic antes que
por el Hispanus latino. La lengua de los otros, la lengua que pueden adoptar
libremente todos los extranjeros porque, al hacerlo, dejan automáticamente de
serlo.
Es verdad que me resulta
difícil hablar de los peligros que amenazan a la "unidad del
español". Porque haberlos, haylos, sin duda: pronunciaciones afectadas
impuestas por los medios de comunicación, barbarismos sin cuento procedentes de
todos los dominios y, sobre todo, del mundo de la técnica y de la moda,
descuido y empobrecimiento generales en el decir. Pero estos peligros, que
están ahí y sería suicida ignorar, porque afectan igualmente a las otras
lenguas de cultura, tienen en relación con la koiné española un sentido
diferente. Pienso, siempre lo he pensado y he aprovechado todas las tribunas
ensayísticas o periodísticas de que he dispuesto para hacerlo bien patente, que
lo verdaderamente peligroso para el español sería perder su condición de koiné.
El español tiene un estómago
admirable para digerir las variantes en el léxico, las pronunciaciones
defectuosas o los solecismos sintácticos más o menos atrevidos: es la lengua de
los otros, la koiné que acomoda su estructura a los hábitos de los nuevos
hablantes que cada día va incorporando. Lo malo sería que dejara de hacerlo,
que se cerrase sobre sí misma en una pirueta purista. Esto está bien para otras
lenguas, no para un instrumento de intercambio entre "simpuros". En
relación con la lengua española, la unidad ha sido siempre prospectiva y no
retrospectiva, una meta que se deseaba alcanzar, pocas veces un bien que
hubiese que preservar celosamente.
Por eso, en un momento en que
las instituciones públicas parecen haber afrontado al fin un reto histórico con
la creación del Instituto Cervantes, no deja de asaltarme una sombra de
preocupación dentro del alborozo: si se burocratiza el empeño, si se olvida que
quienes de verdad están haciendo algo, sin que nadie les haya ayudado hasta
ahora, son cierta academia privada de español de una ciudad del norte de
Alemania, un grupo de música moderna que difunde letras más o menos
sentimentalonas en español por todo el continente americano, o esa familia
salmantina que viene acogiendo estudiantes extranjeros de español desde hace
quince años; si esto se olvida y se piensa que lo importante son los
nombramientos en el B.O.E., malo; si además no se comprende que el español está
sobre todo allí, al otro lado del Atlántico, y que lo nuestro es bastante
marginal, peor aún. Es verdad que la defensa y propagación del español
constituye un buen negocio.
Sin embargo, no estará de más
recordar que la defensa de su unidad viene siendo garantizada por los propios
usuarios al margen de cualquier organismo público desde hace siglos, y que este
nuevo esfuerzo tiene modelos en que inspirarse. Concédaseme, pues, que además
se trata de un negocio progresista y colectivo.
miércoles, 25 de junio de 2014
martes, 20 de mayo de 2014
jueves, 24 de abril de 2014
MARÍA NADIE
...nadar sabe mi llama la agua fría...
Quevedo.
Quevedo.
EL PUEBLO
El camino serpeaba por la montaña, tallado en la roca, angosta cornisa
siguiendo el curso de un río disminuido por el verano, pero que de súbito, en
lo profundo del tajo, atestiguaba su existir con un espejeante remanso. Así que
el camino subía, la presencia del bosque era mayor, compacta, húmeda,
perfumada, rumorosa e íntima. Porque a esa hora, inminente la noche, los
arreboles creaban increíbles dorados en lo alto de los árboles; pero hacia
abajo, en archipiélagos de sombra, la vida de infinitos mínimos seres cobraba
un sostenido tono menor, de llamados, de arrullos, de admoniciones, de
despedidas, todo como, mullendo el silencio para hacerlo más silencio aún.
Dura la roca del camino. En tantos años ni las llantas de las tardas
carretas ni el paso de los automotores habían mordido su superficie
gris-azulenca. Igual al muro que le servía de respaldo, de sujeción al vértigo
que a veces producía la hondonada.
El camino nacía de los aledaños del pueblo, y era una invitación que a
ciertas horas solían aceptar los enamorados y, a toda hora, los niños a caza de
aventuras que iban desde trepar riscos siguiendo huellas de animales salvajes,
a adormilarse en la lenta caza de lagartijas; de trepar alto en procura de
nidos, a sencillamente atiborrarse de dihueñes, maqui, moras o murtillas.
Por el camino, a la vista ya del pueblo, bajaba, rápido y sigiloso, un
chiquillo. Parecía todo él de bronce dorado, hasta el pelo colorín, y las pecas
diseminadas no sólo en la cara, sino en todo el cuerpo, acentuaban el tono de
la piel tensa de salud, cubriendo largos, apretados músculos. Un hermoso cuerpo
de chiquillo en que la cabeza altiva sobre los hombros conquistaba por la
belleza expresiva del rostro.
La cuesta parecía tirar de él, irlo sumiendo en la sombra que a su vez
subía de la tierra. Le era la caminata ejercicio habitual y no le jadeaba la
respiración, pero había ansiedad en sus ojos al escrutar el pueblo, íntegro a
la vista abajo, mostrando sus calles simétricas, damero con una plaza al
centro, su estación a un costado, su escuela, su calle del comercio, sus
edificios principales rodeados de vastos sitios y, también en vastos sitios,
los edificios menores. Pueblo igual a todos los pueblos del sur, junto a un
río, en un valle entre montañas, como de juguete, con casas de maderas pintadas
de colores, encaperuzadas de tejuelas, condicionado por una excesiva geometría.
Sí, pueblo como de juguete para gentes felices.
Varios hacendados se unieron a la poderosa Compañía Maderera de Colloco
para que se creara un paradero en la línea de ferrocarril ya existente, no
tanto para ir y venir de pasajeros, como para llevar hacia el norte los
productos de la zona.
Así nació la estación, perdida en la red de desvíos, vagones, tinglados,
rumas de maderas elaboradas, ir y venir de carretas, de camiones, de autos, de
coches. Perdida como un corazón normal en el cuerpo de un gigante. Preciosa y
precisa, marcando su ritmo con el tictac del reloj. Metódica, eficaz e
incansable.
El pueblo se hizo necesario de inmediato. Y nació, no como nacen los pueblos
generalmente, poco a poco, sino simultáneamente: porque mientras un
terrateniente edificaba sus galpones, las casas necesarias a su administración
y a sus obreros, los otros no le iban en zaga, y todo crecía a la vez, como
brote de yemas en una primavera sin atraso.
Había urgencias vitales: nació el pequeño comercio. Había chiquillos: se
levantó una escuela. Había una peonada flotante: apareció a la vera de la
estación un puesto de empanadas. Otro le hizo competencia, ofreciendo además
arrollado y pebre. Pero molestaban en esa periferia y se los obligó a
retirarse. Así hubo una fonda y una tocinería.
No, no era un pueblo de juguete, ni sus gentes tenían la vida plácida.
El chiquillo seguía en su rápido descenso. Alcanzó a ver cómo se
encendían las luces de las calles; luego en las casas se iluminaron ventanas.
Terminaba el camino de piedra. Un minuto después estaba en el plano, con los
pies levantando polvo. Tomó por un atajo quebrado en agudos ángulos. Un grillo
colocó cautelosamente en el silencio sus repetidas notas metálicas. El
chiquillo se detuvo en seco. Con idéntica cautela otro grillo contestó igual
grupo de notas. Posiblemente un grillo auténtico no sorprendió la farsa. De
entre unos renovales avanzó otro chiquillo.
--Eres loco..., ¡cómo puedes haberme esperado hasta tan tarde! --exclamó
Cacho, el que bajaba.
--No me importa lo que pase... ¿Conseguiste algo? --contestó premioso
Conejo.
--La traigo en el bolsillo. Es una tenquita.
--¡Oh! ¡Qué suerte! ¿Te costó mucho agarrarla?
--Un poco. Estaba alto el nido. Pero es de linda... ¿Y tú?
--Yo --dijo la voz de Conejo--, yo sólo pude conseguir unas violetas --y
con un desconsuelo que asordó los sonidos--: Siempre le tengo lo mismo...
Cacho le echó un brazo por el cuello y dijo con un temblor de ternura en
la voz que era habitualmente alta y timbrada :
--Pero si a ella le gustan tanto... No te aflijas por eso... --y con un
brusco cambio de tono--: ¡La que nos espera! Son las mil y, quinientas. Ándate
ligero, y hasta mañana temprano en la cueva.
Echó a correr por un nuevo atajo que llevaba al pueblo. El otro iba lo
más ligero que podía, que no era mucho, porque una renguera congénita
balanceaba penosamente su figura magra.
2
El reloj marcó la media hora.
Ernestina dejó el tejido en el regazo, cruzó sobre él las manos y con la
cabeza ladeada puso atención al interior de la casa, buscando oír cualquier
ruido delatador. Cuando oyó el chapoteo del agua en el baño, aflojó la angustia
de la espera, miró de nuevo el reloj, movió la cabeza, enarcó las cejas,
suspiró y con lento ademán volvió a su trabajo.
Entró Cacho. De haberse lavado a escape las manos, cara y cabeza, y
haberse secado de cualquiera manera a restregones, daban fe las gotas que le
brillaban en la crespa pelambrera dorirroja, el cuello mojado de la camisa y la
humedad de las manos. Los enormes ojos marrones con puntos dorados vieron a la
madre sola y perdieron la ansiedad que el posible atraso había puesto en ellos.
Se acercó modoso a besarla.
--Buenas tardes.
--Buenas tardes. Buenas tardes --repitió desabrida la madre--. Buenas
noches, querrás decir. ¿Son éstas horas para llegar? ¿Te parece sensato? Si
está aquí tu padre, ¡buen castigo que te llevas! Y con toda razón.
--Perdóname, mamá. Se me vino la noche encima, sin saber cómo.
--Por los riscos, igual que las cabras. Rompiéndote los mamelucos hasta
que te rompas la cabeza. ¡Dios, qué niño! ¿Hiciste tus tareas?
--Sí, mamá.
--¿Dejaste tu escritorio en orden?
--Sí, mamá.
--¿Y dejaste el baño como una charca?
Sí, mamá --repitió con el mismo tono de cantinela.
La madre algo iba a preguntar de nuevo, pero la desarmó la mirada del
chiquillo, fija en ella, un tanto risueña, infinitamente tierna.
--Vas a terminar conmigo... --Pero ya estaba el chiquillo abrazado a
ella, tapándole la cara a besos. Y haciéndose la dura, iba diciendo, como
podía, defendiéndose mal que bien de ese alud--: Colorín asqueroso...
Tunante... No me ahogues...
Pero el tierno pugilato, el besuqueo, las palabras dulceamargas, la risa
contenida del cosquilleo, todo cesó al oírse la imperiosa, dura voz de
Reinaldo, que preguntaba desde el pasillo:
--¿Está lista la comida?
La pieza era amplia y rectangular, bella en sus proporciones. La
presidía la chimenea de piedra con un choapino extendido al frente y un pequeño
sofá a cada lado. Entre ambos había una mesa enana con alguna revista, una caja
de cigarrillos y unos ceniceros. La misma manida decoración, hecha a base de
motivos simétricos, llenaba el resto del living. Pero el gris que pintaba los
muros y el amarillo oro de las cortinas de lino, las maderas claras de los
muebles contrastando con el marrón dorado del tapiz de sofás y sillones,
perdían su convencionalismo gracias a la profusión de plantas en tachos de
cobre, al revoloteo de un canaria en su jaula esférica; a una dosificación de
las luces en simples pies de botellones verdes, veladas por pantallas de papel
apergaminado. Era una habitación para vivir en ella gratamente, a toda hora y
en todo tiempo.
Siempre con la presencia de la montaña a través de los ventanales abiertos
en ángulo sobre el paisaje espléndido.
Reinaldo entró malhumorado al living. Repitió la pregunta
-- ¿Está lista la comida?
--Esperábamos que llegaras para servir. Buenas noches. --No había
retintín en las palabras de Ernestina, pero el marido, quisquilloso, contestó
con aire de reto:
--Buenas noches. ¿Y qué?
-- ¿Qué? Nada. Te he dicho que te esperábamos para servir y dado las
buenas noches. Niño, dale las buenas noches a tu padre.
--Buenas noches, papá --dijo Cacho, como repitiendo una lección.
--No está mal que tenga tu madre que decirte lo que debes, el
tratamiento que debes dar a tu padre. Se perfecciona el sistema de educación
familiar...
-- ¿En qué momento querías que te saludara? --intervino Ernestina.
--Perdona. Sí. Ya lo sé. Al príncipe no hay que tocarlo. Mis excusas.
Ernestina lo miró con esa firmeza, serena que tenía el poder de
desarmarlo.
Adentro tintineó una campanilla.
--Vamos --dijo la madre--. Está' servido.
La siguieron en silencio. En el pequeño comedor, ya sentados los tres alrededor
de la mesa redonda, los rostros en sombra por la luz muy baja, cuya pantalla de
seda verde casi tocaba las flores del centro, el chiquillo levantó los ojos del
plato en que cuchareaba golosamente y se quedó atónito mirando la solapa del
padre, una solapa de chaqueta de trabajo, gris, a cuyo ojal asomaban
curiosamente los ojitos descoloridos de dos violetas silvestres.
--Violetas... --dijo involuntariamente:
El padre lo miró, y con su acento combativo habitual contestó:
--Si, -violetas --y de pronto, relajado, con algo como una sonrisa en
los ángulos de la boca, añadió--: Me las regalo --y calló bruscamente,
deteniendo una de esas frases que dentro de él cristalizaban su estado
sentimental. Porque iba a decir: "Me las regaló la montaña, como se las regala
a ella".
3
El cuarto entre siete hermanos, Reinaldo no tuvo en su familia, atenida
a ciertas leyes inmutables, ni los derechos del primogénito ni las regalías del
benjamín. Fue un ignorado fiel de la balanza, sin gloria ni pena. Heredó los trajes
y los libros de estudios de los hermanos mayores, más los juguetes que
desdeñaba el menor. Las dos hermanas formaban un pequeño mundo de rubias
trenzas; y lazos de seda, delantales almidonados, reverencias y sonrisas
estereotipadas y ciertas frases dichas con cierto tono que les concedía un
misterio de clave. Un mundo sellado hasta para la propia madre, que no se
inquietaba por entrar en él, obsesionada por ser la buena esposa de su
excelente marido y la madre ejemplar del hijo mayor y del hijo menor.
El excelente maridó llegaba a casa demasiado cansado de despachar cetas
en la farmacia para dedicarse a resolver problemas familiares, máxime cuando
atañían a los niños, "cuya educación debe estar siempre a cargo de la
madre". Ganar dinero, economizar, formarse una situación sólida, educar
convenientemente a los hijos, dar una carrera a los hombres y casar
ventajosamente a las mujeres, era un plan de vida que lentamente iba
desarrollando. La farmacia acreditada, la casa cómoda, ya las poseía. Entonces
-- ¡qué demonios!--, no fregar con, que si Reinaldo hizo esto a esto otro.
Reinaldo hacía "cosas" con la esperanza de que a fuerza de
hacerlas se le diera en el hogar un sitio preferente, se ocuparán, alguna vez
que fuera, de su persona. Cuando se convenció de que la madre silenciaba sus
"cosas" con la intención de no molestar al padre, que los hermanos lo
miraban desdeñosamente, que las hermanas se encerraban en su circulo de frías
sonrisas, que no. hallaban eco sus "cosas", entonces
buscó otra escenario para realizar el magnífico destino que creía ser el suyo.
Desgraciadamente en la escuela fue un alumno moroso que a gatas logró
completar sus estudios primarios. Y sus "cosas", las
"cosas" de Reinaldo, comenzaron por ser un motivo jocoso para sus
compañeros, pero después lo oyeron sin mucha paciencia, terminando por
deshacerse de é entre rechiflas y empellones. ¿Las "cosas" de
Reinaldo? Fanfarronadas, aventuras en que se hallaba siempre mezclado, en las
cuales era héroe que repartía definitivas trompadas, que decía frases
lapidarias, ganador siempre de la partida. ¡"Cosas" de Reinaldo!
Mítica narración de hazañas, que jamás nadie pudo atestiguar.
Las notas de la escuela eran una certeza tan clara para el padre como el
endiablado grafismo de las recetas. No se hizo ilusiones y matriculó a Reinaldo
en una escuela industrial. Que fuera lo que pudiera: obrero, capataz, técnico.
Ya que le gustaba arreglar los timbres, que componía los juguetes desechados
por los hermanitos y hasta a veces lograba hacer andar el viejo reloj de la
cocina, decidió que el porvenir de Reinaldo era la mecánica. Y Reinaldo --que
por ese entonces sentía en sí mismo arder una llama de conductor de masas--
tuvo que resignarse a atornillar y desatornillar tuercas y pernos.
Porque en verdad un muchacho como él, alto, fuerte, rectangulares los
hombros, saliente el pecho, con largos brazos y largas piernas, firme en
grandes pies, con las manos de dedos tan largos y anchos, con una cabeza de
gran mandíbula y un mentón como proa hendiendo el porvenir, con una noble
frente y unos ojos pequeños de cauteloso mirar, con la sonrisa parca sobre los
dientes deslumbradores, sano, rubicundo, lleno de inquietudes sociales, un
muchacho como Reinaldo, así visto por mis propios ojos y según su propia
opinión, no podía estar destinado sino al estudio de las leyes, antesala de los
comités políticos que llevan a los ciudadanos a las Cámaras legislativas como
representantes del pueblo.
Para llegar a la facultad de leyes, a esa antesala, había que pasar por
el liceo. Y cuando se pasa a gatas por la escuela primaria, la pasada al liceo
se hace problemática. Fue lo que sintetizó el padre cuando Reinaldo quiso dar
su opinión, rebatiendo la idea de mandarlo a la escuela industrial.
--Déjese de proyectos imposibles para su meollo y confórmese con ir
donde su padre ha dispuesto.
Era para Reinaldo letra muerta lo teórico, pero en la práctica terminaba
por entender y ser infinitamente hábil. Con una especie de memoria muscular,
una exacta repetición de movimientos, una asociación de ideas hecha a base de
realidades, una memorización de formas, y no de nombres, acabó por ser un buen
mecánico.
Al término de sus estudios pretendió Reinaldo que el padre lo mandara a
Estados Unidos a perfeccionarse. Ya no soñaba en lo íntimo en ser un conductor
de masas, pero sí revolucionar la industria de los motores con sus invenciones.
En respuesta a aquellas pretensiones el padre le buscó y halló trabajo, y así
ingresó en la Compañía Maderera de Colloco.
Siempre le gustó gallardear con las muchachas, seguirlas, pararse en la
esquina cercana a sus casas, esperando que asomaran a la ventana o a. la
puerta. Pasearles la vereda de enfrente en la misma espera. Con buen éxito o
sin él, no le importaba, porque mientras tanto se sentía él feliz protagonista
de la mejor aventura de amor, con muchachitas tras las persianas, entre cortinas
mirándolo a escondidas, sufriendo penas y castigos, mirándolo a él, tan
erguido, tan impecable, con los hombros tan cuadrados y la barbilla en alto
hendiendo el porvenir, tan fachoso, tan hombre.
En sus últimos años de estudiante, tampoco había logrado amigos. Aburría
a sus compañeros con baladronadas y a los maestros con su lentitud mental. Lo
curioso era que no sufría con el aislamiento, habituado a ese frío clima desde
la infancia. No sólo no sufría, sino que le parecía una especie de homenaje a su
capacidad, a su inteligencia, a sus dotes. Unos por no entenderlo y otros por
envidia, lo dejaban solo. Bueno... Y sacaba pecho, afianzando más los grandes
pies en la tierra para lanzar al porvenir el mentón agresivo.
En sus escarceos amorosos tuvo igual suerte. Las muchachitas lo miraban,
solían sonreírle, alguna salió al balcón, otras le fueron presentadas, pero
ninguna se interesó realmente por él. Bailaba mal. Sus grandes manos al saludar
daban apretones que las dejaban doloridas. Hablaba demasiado de sí mismo.
No tenía casi urgencias sexuales, otro motivo para enorgullecerse,
porque en vez de encharcarse en sucias aventuras con rameras, por mandato
providencial permanecía virgen, conservando íntegra su fuerza viril para
transmutarla en memorables hechos. El masturbarse alguna vez no tenía
importancia.
Oír música revela buen gusto. En cuanto pudo compró un radio, y aunque
le entretenían los programas frívolos y en especial las obras de teatro en
series, se las escatimaba, obligándose a escuchar largos conciertos que al fin
le resultaron propicios al sueño, fondo para deliciosas siestas. Sus lecturas
eran obras de peso, volúmenes que llevaba siempre bajo el brazo y que mostraba
agresivamente.
--Estos son libros constructivos y no toda esa hojarasca que anda por
ahí envenenando el mundo.
Su biblioteca contenía títulos definitivos: "Cómo Dominar a las
Masas", "Hacia un Porvenir Radiante", "El Poder por la
Voluntad".
Reinaldo iba y venía metódicamente de la casa a su trabajo. Oía música,
leía, hacía largos paseos cumpliendo su, programa de andar diariamente cuarenta
cuadras, forma de llegar a viejo en perfecto dominio muscular.
Tiempo adelante a Reinaldo le consultó su jefe si le interesaba irse a
Colloco, el pueblecito que crecía rápidamente, tan nuevo, tan hermoso en la
palma del valle, tan prometedor de una situación expectable, sobre todo para un
hombre joven, deseoso de prosperar. Tendría mayor atribuciones, mejor sueldo;
se le edificaría una casa. Una casa.
Fue el padre el que aceptó la propuesta. La madre advirtió, descubriendo
de súbito que tenía obligaciones que cumplir con este hijo:
--Un hombre no puede irse a vivir solo en esos andurriales. Tiene que ir
con su mujer.
Tenía ella buen ojo para descubrir futuros yernos y nueras. En casa del
ferretero quedaba una hija soltera, Ernestina, jovencita, plácida, linda,
discreta, bien educada, gran dueña de casa, prolija tejedora de chalecos y
bufandas, calcetines y mitones.
Reinaldo entró impensadamente en una vida llena de sorpresas. Viajó, fue
y vino desde el pueblo --pueblo, pero capital de provincia--.al otro
pueblo --Colloco, chiquito y recién nacido-- en que su vida habría de seguir
desarrollándose. Viajó, tuvo que apresurarse para no perder los trenes, tuvo
que hacer y deshacer maletas, que dar órdenes, que elegir
terreno, planos, pinturas, papeles, muebles. Tuvo que visitar la casa del
ferretero en plan de amigo, de enamorado, de novio. Tuvo que vestirse con una
ropa incómoda e ir a la iglesia con la madre y el padre, esperando a la puerta
--hacía un fuerte viento que lo despeinaba, dándole una penosa certidumbre de
incorrección--, esperando con cierta angustia que le enfriaba las manos. Hasta
que vio llegar a la novia, tan serena en su velo, sus azahares y su traje de
refulgente raso, como si todos los días de su vida hubiera ensayado la
ceremonia nupcial.
Tardó mucho en habituarse a la casa nueva que olía a pintura; a las
montañas cerradas alrededor del valle; al impresionante silencio de las noches
que el silbido de los vientos solía turbar, cuando no el lento o agresivo caer
de la lluvia; a su trabajo, que lo llevaba de aserradero en aserradero, pues la
Compañia tenía varios distribuidos la zona. Pero a lo que más le costó
acostumbrarse fue a la presencia de la mujer, a esa evidencia, a ese cuerpo que
parecía siempre esperar el suyo, sin prisa, sin manifestación, alguna de
reclamo. Ese cuerpo que en el día se desplazaba por la casa con suavidad,
organizando un mundo de comodidades, el orden, la limpieza, le buena comida, la
ropa pulcra, las plantas, los pájaros, las flores. Hablaba lo necesario
sonreía, más gasea los labios, con sus grandes ojos dorados. A Reinaldo le
parecía vivir el sueño que nunca tuvo, que jamás se le ocurrió soñar. La miraba
pensativo. Esta era su mujer y ambos estaban en su casa. Y él tenía un trabajo
en el cual era eficiente y todos lo estimaban; empezaban a llamarle "el
ingeniero". Le daban ganas de tocar a la mujer y tocar las paredes para
cerciorarse de que aquello era la realidad y no el sueño que nunca soñó. Porque,
en verdad, ¡era todo tan simple! No acababa de confesarse que era feliz,
natural y sencillamente feliz.
Porque no lo era.
A veces, en la noche, extendía suavemente la mano hasta encontrar el
cuerpo tibio, la piel tersa y fresca de Ernestina. Nunca pudo recordar, apartar
de un cúmulo de múltiples sensaciones de los primeros días de casado, cómo
había llegado a acostarse con ella, cómo su sexo había hallado el camino de ese
otro sexo que se ofrecía pasivamente. El, que se había preparado tanto para el
gran momento, que había leído concienzudamente "Los Deberes del Joven: Esposo",
no sabía ciertamente cómo había obrado, de segura contra todo lo que allí se
aconsejaba; pero Ernestina había gemido con una pequeña voz de arrullo y él se
había perdido en el vértigo de un imponderable remolino.
Le hubiera gustado hablar con Ernestina de "eso", pero en la
noche, después de la posesión, ella se dormía plácidamente, y al siguiente día
los afanes cotidianos significaban otros intereses. Se hacía el propósito
iniciar la conversación a esa hora nocturna en que el cuerpo de la mujer se
hacía presente y poderoso, hecho para incitar subrepticiamente al suyo. Ese
cuerpo que estaba ahí, tendido con una especie de laxitud, quieto como una
alimaña en espera de presa. El estaba cansado, no quería voluntariamente hacer
"eso". No porque no se sintiera capaz de ello, sino por probarse a sí
mismo que era dueño de sus actos. No quería hacerlo. Se obligaba al reposo,
llamaba al sueño, muy abiertos los párpados en la obscuridad, las manazas
inertes sobre el pecho.
El aire empezaba a enrarecerse y el corazón a darle grandes golpes. La
boca se le llenaba de saliva. El cuerpo de Ernestina parecía crecer, avanzar a
tocar el suyo. Alargaba una mano callosa de trabajador y encontraba la suavidad
tibia de los pechos. La mujer, no hacía un movimiento. Y él se lanzaba a su
cavidad profunda como enceguecido, hasta ése momento en que la oía gemir un
tierno arrullo bajo su bronco jadear de gozo.
Después el cuerpo de Ernestina volvía a su laxitud y en silencio caía en
el sueño.
El quería reflexionar en cómo era "eso". Aplicando sus
conocimientos librescos. Lo que no lograba entender era la autonomía del deseo
que obraba, contra su voluntad, con una avasalladora fuerza propia.
Nunca sacaba conclusiones, sumido también él de súbito en un sueño
mineral.
Lo desconcertaba hasta dejarlo atónito la dualidad que representaba
Ernestina. ¿Cómo unificar a la suave mujer que de día tan eficientemente se
ocupaba de su casa, daba órdenes, cumplía obligaciones sociales, creaba a su
alrededor una atmósfera de placidez, una silenciosa cordialidad, correcta y
serena, con esa otra criatura como en acecho en la noche hasta lograr su presa?
¿Ésta que de día jamás hubiera él osado besar sino en la frente y que en la
noche aceptaba con naturalidad primaria su mano, su boca y su sexo?
¿Cómo serían las otras mujeres?
Se enredaba en este interrogante, un poco asustado de formulárselo; con
una curiosidad que se hacía por momentos más ávida.
Porqué él, hecho para grandes destinos, que había sacrificado su
porvenir en aras de sus sentimientos filiales, ajustando su vida a lo que el
padre había determinado, olvidando sus posibilidades políticas; él, que
aspiraba a un hogar tranquilamente feliz, en el cual sería amo y señor,
haciendo de su mujer un reflejo de su propia personalidad y de sus futuros
hijos criaturas modelos; él, que había anulado el impulso de su juventud para
convertir su virilidad en una fuerza capaz de conmover al mundo; él, sí, estaba
convertido en una especie de garañón, entregado esta "burra de
mujer".
La primera vez que la frase se le presentó en toda su brutal grosería;
tuvo un sobresalto, dando tal frenazo al pensamiento, que por días se quedó
dolorido, como si el frenazo lo hubiera recibido no sólo la mente, sine también
la carne.
Se preguntaba si la quería. ¿Cómo era el amor? Esa felicidad inenarrable
que describían sus libros, realmente, aun observándose bien, él no la sentía.
Tan confortablemente estaba antes, en la casa paterna, como ahora en la suya.
Allí había una mujer, su madre, que hacía el ambiente grato, que ordenaba, que
era la organizadora cotidiana del gran horario por cumplirse. Aquí, Ernestina
hacía lo mismo. ¿Entonces? Su trabajo ahora y antes le daba satisfacciones,
claro que en la actualidad disponía de casa propia, de mayores dineros, de
libertad de acción. Pero debía confesarse que estaba más tranquilo entonces, en
ese antes sin responsabilidades, sin obligaciones, hilando soberbios proyectos,
oyendo música, leyendo las grandes obras que son pan para el espíritu y andando
las cuarenta cuadras necesarias para llegar a viejo con los músculos en perfectas
condiciones.
¿Cómo serían las otras mujeres?
Cuando Ernestina sintió los primeros síntomas de embarazo, no hubo otro
remedio, para sus constantes malestares, para sus vómitos incoercibles, que
llevarla a casa de los padres de Reinaldo, donde su madre --para eso son las
madres-- se acomodó a la presencia doliente de la nuera y a cuidar de su salud.
Reinaldo iba y venía de Colloco al pueblo, de mal talante, cansado de la
preocupación que implicaba el estado de Ernestina, de las complicaciones que su
propia casa sin gobierno le creaba con las entrañas crispadas en una especie de
angurria sexual, tenso, porque Ernestina se había convertido en otra mujer, ausente,
como si no fuera ella, entregada al sopor de una dificultosa gestación,
animalizada, asordados los sentidos, torpe el andar, empañados los ojos, como
desbordada de sus límites y con las bascas cosquilleándole constantemente el
estómago.
La miraba rencorosamente. Sin ninguna piedad, rencorosamente. Haber
creado en él la necesidad de su cuerpo para ahora hacerlo conocer esta otra
humillación: el desearla --a pesar de la modorra, de la hinchazón, de la
indiferencia--, sin poder ni siquiera acercarse a ella, porque una noche que
enloquecido lo intentó, en el esfuerzo por rechazarlo, Ernestina vomitó sobre
él bocaradas de bilis.
¿Cómo serían las otras mujeres?
El punto de partida de sus experiencias fue la Cochoca, mujer de un
viejo capataz, realizando esas extrañas parejas tan comunes en los campos
sureños, en que la jovencita se casa con el hombre de años que tiene buena
situación. Los dramas que la disparidad de edades engendra suelen ser la
añadidura de estos matrimonios.
De cómo podían ser las otras mujeres tuvo la primera experiencia medio a
medio de la montaña, en un quilantral, junto al río. La Cochoca andaba por ahí
tendiendo una red para pescar salmones y él pasaba a caballo de regreso de un
aserradero. También todo aquello era una confusión de sensaciones, porque sobre
las hojas que mullían el suelo, bajo la comba de las quilas dobladas en
infinitos entreverados túneles que salpicaban puntos de luz, recalentado el
ambiente por una siesta de canícula, con el olor de la menta y de la
hierbabuena como un filtro erótico, y los pájaros arriba enloquecidos de trinos
y el misterioso rumor de in-advertidos insectos chirriando, removiendo,
crujiendo; sobre todo eso, bajo todo eso, estaba el frenesí de la Cochoca, como
lagartija eléctrica, aferrada a él, incitante, activa, revuelta de cabellos y
de gemidos, con una acometividad de macho, más que poseída, poseyéndolo.
Nunca Ernestina le había dejado una semejante sensación de vacío. Cuando
siguió camino, el paso del caballo le hacía doler las ingles y con un movimiento
mecánico se tocó el sexo absurdamente pensando que podía haber quedado entre
los duros muslos de la mujer. Le pareció tan grotesco todo, que una sonrisa sin
alegría le deformó la boca.
Conoció cómo eran otras mujeres. La Cochoca, mozuelas montañesas,
prostitutas, una adolescente viciosa, más prostitutas, una mujer otoñal que aún
en la cama hablaba de problemas sociales. Mujeres, muchas mujeres. Parecía que
su virilidad se vengaba de los años inactivos con un deseo incontenible. Tan
incontenible como insatisfecho.
Cuando Ernestina con un hijo de meses volvió a su casa, encontró
esperándola a un marido extremadamente nervioso, violento, queriendo imponer su
voluntad a gritos, sin atender razones.
Ernestina lo miró desde el comienzo a los ojos, serena, firme, sin ceder
en lo que creía justo. Reinaldo la miraba también fijamente, con una especie de
desafío, de recóndita sorna. Pero podía más la serena firmeza de Ernestina y se
iba con un último portazo y un último grito que era una amenaza. Se iba a buscar
otras mujeres, porque esta suya, por un rencor de obscuras raíces
subconscientes, se le había hecho indeseable.
Nunca más fue su mujer.
Para Ernestina el hecho al comienzo fue un descanso en la tensión con
que había regresado. Porque ese retorno al hogar, después de nueve meses de
padecimientos y de un padecimiento aún mayor en el parto --que requirió una
operación cesárea--, podía significar otro proceso semejante. Y no quería más
hijos. Todos los medios para, evitarlos le parecían buenos. Pero jamás imaginó
que Reinaldo haría caso omiso de ella. Preparada para imponer condiciones, la
actitud del marido fue una inesperada solución. Después, a la larga, esa
actitud le pareció la evidencia de una querida.
Pensó aliviada: "Con tal que me deje
tranquila"...
Y como en verdad en ese aspecto la dejaba tranquila, se acomodó a esta
nueva manera de vivir, entregada por entero a la crianza y educación hijo.
4
Con las manos sumidas en el agua desbordante de un artesa, la Petaca
dividía en ocho trozos, concienzudamente, la cebolla que contenía su mano Era
una forma de librar los ojos del escozor que el trabajo; hecho a manera
tradicional criolla, le producía y que se le había tornado intolerable. Una de
las bases de su negocio eran las empanadas. Las famosas "caldeas"
de la Petaca.
Partía las cebollas concienzudamente, incapaz de traicionar la
perfección de su trabajo. Un delantal blanco protegía el traje de percal
floreado y un repasador protegía a, su vez el delantal.
Se le hubiera dicho joven y bonita si la gordura no la deformara. Textil
en su favor dos cosas: la piel tersa, fina, morena clara, y los ojos negros de
una materia que parecía preciosa, húmedos, relampagueantes. Tan enormes, tan
sesgados, tan bordeados de largas pestañas crespas, que aun en la cara en que
la grasa había invadido los carrillos y las líneas de
la mandíbula desaparecían en la papada, aun, en, esa cara, los
ojos seguían siendo enormes y de una cabal belleza.
Andaba por el filo de los treinta años. La gordura no le había echo
perder agilidad, ni había aplacado su genio vivo. La Petaca manejaba sin
titubeos el almacén, el restaurante, la casa propia, el marido, el hijo, el
peón, la mozuela sirvienta, los clientes, los proveedores y, en suma., el
pueblecito todo de Colloco. Porque sus ojos, con ciento cuatro kilos de mujer
repartidos en una altura mediana, imponían siempre, y más aún en arrebatadoras
cóleras, una autoridad de basilisco irresistible.
Terminó de partir las cebollas. Tiró el agua en una canaleta de desagüe.
Colocó la sartén sobre la cocina, echó la grasa. Removió los tizones.
--Rita -gritó.
--Mande --y apareció una mozuela desmañada.
--Échame leña al fuego.
--Ta bien --y cogió unos leños para cumplir la orden.
-- ¿Qué está haciendo el patrón?
--Ta con gente. Recién llegaron unos del lao e Vitoria --y no supo qué
hacer: si seguir esperando más preguntas o revolver el rescoldo.
-- ¿Y el Conejo?
--No lo vide. Ta na.
--Rita --llamó la voz del patrón desde el almacén.
-- ¿Qui'hago? --preguntó la mozuela, que vivía amedrentada, con aire de
animalillo que va a emprender la fuga, temiendo las borrascas de la patrona.
--Que se las arregle... También tú, que nunca vas a aprender a
encandilar un fuego.... Bueno. Échate a un lado. Y anda a ver qué
quiere "ese".
"Ese" era el patrón, el marido, don Lindor.
Rita la miró de reojo. Con su instinto de criatura primaria intuía que
el tiempo iba para malo.
La Petaca terminó el frito; tapó la sartén, colocándola en lo alto de
una alacena; y arrimó al fuego la olla de la sopa y la otra en que cocerían los
chocles. La vaharada del fuego le pealaba de transpiración la frente. Salió de
la cocina, y se fue al patio, a lavarse cara y manos en el agua de un medio
barril, junto a la bomba. Se alisó el cabello, negro y crespo; se quitó el
repasador, y a la sostenida luz del crepúsculo, sureño, alargado más allá de lo
presumible por la remota vecindad de la Antártida, observó si en el delantal
había manchas. Tironeó la blusa sobre la comba abundante de los senos, rehizo
el moño del delantal en la cintura y se dirigió de nuevo a la casa, rumbo al
almacén.
En un ángulo de la amplia habitación, alrededor de una mesa sobre la que
caía la luz de una lámpara ya encendida, conversaban sentados los hombres,
mientras tomaban un trago entre bocanada y bocanada de humo. Tan enredados en
el tema que no vieron entrar a la Petaca por la puertecilla que daba a la casa,
para instalarse en su sitio habitual tras el mostrador, semioculta por la
vitrina que guardaba las vituallas.
--Pa el caso es lo mesmo --hablaba un viejo como San José de nacimiento
criollo--, sean radicales o no, toítos tienen la mesma cantinga hasta que
llegan a la Presidencia. O al Congreso. O a'onde sea. En cuanti no más se
avecinan las eleuciones, ya sabimos que recuerdan la gente'el campo y vienen como
locos a ofrecernos de un too. En los años que me gasto, ya hei oío tanta la
lesera que me la sé e memoria.
--Pero usted no podrá negar, don, que desde que era mozo hasta ahora ha
ganado bastantes ventajas. No me va a decir que no vive mejor, gana más plata y
tiene más garantías para su trabajo --contestó un joven, cuyo atuendo ciudadano
desentonaba con las mantas colorinches y las chaquetillas cortas de los demás.
-- ¿Cuáles? --preguntó tozudamente el viejo--. Gano más plata, es
cierto, pero ¡pa la pucha que me sirve! Entuavía no la recibo cuando se me le
va como sal en l'agua. Si no alcanza ni pa manutención. Lo mesmito qui antes.
La mesma jeringa con otro bitoque.
--Porque ustedes no quieren entender que hay que agremiarse, que si no
se unen, jamás van a lograr reivindicaciones--pronunció la palabra última
cerrando los ojos para mejor memorizarla--; la gente del campo es muy porfiada
y no quiere entender.
-- ¿Entender qué? Entendamos lo que entendamos, los pobres hemos nacío
pa'l trabajo y pa jodernos. Eso es too. Con sinditaco o sin sindicato --y
pausadamente el viejo dio término a su gran vaso de vino.
--Los hombres jóvenes pensamos de otra manera. Cuando uno va a la
escuela y estudia y trata de educarse, entiende las cosas mucho mejor que
otros... --arguyó el joven.
--Lo que pasa es que aquí en el campo --intervino un mocetón-- Uno se
embrutece. Hay que tirar pa'l pueblo, pa la capital, si se puede. Eso es lo
bueno.
--Toos habimos tirao alguna vez pa'l pueblo --y aunque la boca no
sonreía, algo en los ojos del viejo como una sombra alegre brilló-- Mire
amigazo: no se crea que siempre he sío veterano... Tamién tuve mi ventolera que
me agarró pa'l lao e la capital. Allá. hice de un too. Cargué sacos en la
estación. Tuve en el mataero. Jui de la di aseo. Me pasié por las calles. Jui
al tiatro. Me emborraché con litriao y remolí con unas putas recaras. Y me
golví pa mi querencia aburrío e vivir como un chinche, en un conventillo
asqueroso, de comer mal y andar con las tripas a las carreras, de estar cansao
como bestia y no poer siquiera dormir una siestita a la sombra di un árbol. Y
aquí me queé y muy contento. Tengo mi puebla, tengo mi mujer y mis chicuelos;
sí, hei pasao mis crujías, pero nunca mi'ha faltao con qué mantener la familia
y hasta a veces me ha sobrao pa festejar a los amigos.
-- ¿Usted no cree que la puebla que ahora tiene, con más comodidades, la
escuela para mandar a sus chicuelos, el horario de trabajo más humano y el
mejor salario, no son obra de los políticos y de los sindicatos? --dijo el joven,
acentuando el tono interrogativo.
--Yo creo qui'hay algo, una juerza, no sé cómo se llamará, qui hace que
las cosas mejoren un poco, no mucho, pero, en fin, algo. Yo toy viejo pa
cambiar y menos pa cambiar el mundo --y para afirmar su convicción, levantó una
ceja en un raro gesto que se la dejó como pegada a las luengas greñas
blanquecinas.
--Por suerte los derrotistas como usted son pocos. La juventud tiene
ahora mucha fe en sí misma, sabe lo que quiere y cómo debe hacer para llegar a
lo que quiere.
--Yo quiero mi puebla, mi mujer, mis chicuelos y mi trabajo --afirmó el
viejo con una. voz de cantinela, mientras la ceja bajaba a su altura
habitual--, y que me dejen morir tranquilo.
Don Lindor los oía con los ojos entrecerrados, como era su costumbre, ladeada
coquetamente la cabeza sobre un hombro y las manos aferradas a las solapas.
--La verdad es --intervino-- que la juventud de ahora, con su pasión por
el deporte, está como embrutecida. Y olvida la sal de la vida. Ni más ni
menos... --y entrecerró más aún los ojos, sonriendo misteriosamente a gratas
evocaciones.
-- ¡ Ay! Don Lindor, usted siempre tan picaronazo --comentó otro de los
mocetones--. Ya veo que nos quiere contar uno de sus cuentos.
--Protesto por eso de embrutecida --exclamó apasionadamente el que había
sostenido el diálogo con el viejo--. Somos mucho más limpios que ustedes, don
Lindor. La generación suya no pensó nada más que en francachelas, en
remoliendas, en mujeres. Nosotros le damos un sentido más noble a la
existencia: estudiamos, nos perfeccionamos en nuestro trabajo, tratamos de que
la vida sea más grata para la colectividad, elevamos su nivel. Todo eso lo hace
la política, la conciencia social que hay en cada uno de nosotros, y en cuanto
al deporte, es la manera de sacar al pueblo de la cantina y del prostíbulo.
--Usted va a llegar a diputado --intervino respetuosamente alguien.
--Con too eso no somos más felices --aseguró con su habitual tozudez el viejo.
Don Lindor pareció salir de su cielo color de rosa, volteó la cabeza
sobre el otro hombro y dijo con la voz melosa que él estimaba su arma seductora
--Yo cambio todo eso por una rubia platinada. De esas falsas flacas que
uno las ve vestidas y parecen tan estrellas de cine, y bueno, cuando uno las
halla en la cama, tienen cada teta así de grande...
No pudo indicar cómo eran de grandes, porque desde su observatorio,
detrás del mostrador y de la fiambrera, la Petaca tronó:
--Inmundos... Chanchos de hombres... Sólo saben hablar de putas...
Parecen bestias... Peores que bestias, que al fin ellas tienen su celo y
después se quedan tranquilas y ustedes se pasan el año corriendo detrás de
cuanta mujer se lea cruza... Chanchos...
--Pero, Petronila, ¡por, favorcito! --balbuceó don Lindor.
-- ¿Para qué se las agarra con nosotros? Si es su gusto, peléese con él,
dígale lo que se le ocurra. Pero déjenos a nosotros tranquilos. Ni nos conoce.
Estamos aquí esperando que nos sirva y no para que nos insulte. Habráse
visto... --protestó un mocetón, afirmando su protesta con recios golpes sobre
la mesa.
--Más vale que se calle --murmuró el viejo, dándole un codazo.
-- ¿Y qué se mete usted? Yo tengo derecho a no dejarme insultar--
contestó el mocetón belicosamente.
--Aquí yo digo lo que se me da la: gana. A usted y a
todos. Para eso estoy en mi casa. Y si no le gusta, se va. Se van todos --.y
con ira creciente, con los ojos echando brasas y una especie de hálito emanando
de ella, poderosa como una fuerza de la naturaleza--se van todos, a buscar
mujeres, a revolcarse con ellas. Si no saben, les puedo decir dónde las
encuentran, en los barracones, a la salida del pueblo por el lado del río, y la
otra, la rubia, platinada como artista de cine, ésa también puedo decirles
dónde, está... Puedo decirlo... --Cayó ahogada por el borbotón colérico, hasta
tomar de nuevo aliento y repetir dando a las palabras una fuerza de maza--:
Puedo decirlo...
Los hombres la miraban cohibidos. En los mocetones recién llegados; aun
en el que protestara había una expresión de pasmo, El viejo daba suaves
golpecitos sobre la mesa, como marcando un ritmo a las palabras. El joven que
amaba la política y abogaba por los sindicatos buscaba la recóndita vertiente
de esa ira. Don Lindor se aferraba más sólidamente a sus solapas para no
caerse.
En ese nuevo respiro de la mujer apareció Conejo. Flaco, la cara
inundada por los ojos enormes, tan iguales a los de la Petaca, en forma, en
negror, en sombreado de pestañas, pero tan dulces, tan dulce, tan animalito
nacido, tan dadores de terneza, tan esperanzados de recibirla
por igual.
--Buenas noches --dijo buscando afianzar la voz, anhelante por el apuro
del camino.
Los ojos de la Petaca cambiaron de expresión al verlo. Perdieron dureza,
resplandor iracundo. Parecieron reflejar la mansa' entrega de amor que había en
los otros. Y dijo con reproche, pero sin acritud, algo parecido a lo que había
dicho la otra madre:
--¡Qué horas de llegar! Hasta que un día te pase algo andando de noche
por esas calles.
--Perdón, mamá --y atravesó el almacén, desapareciendo por la
puertecilla. Lo siguió un gato, buscando restregarse contra sus piernas.
El silencio se adensó hasta sentirse vivo el hervor del agua en la
cocina.
Y lentamente se elevó también el hervor de la conversación de los
hombres, que se reanudaba cautelosa.
5
Lindor y la Petaca se conocieron en el pueblo --no en Colloco, sino en
el otro, en la capital de la provincia--, siendo él mozo de la mejor confitería
y ella cocinera en casa de una familia acomodada, dueña de grandes fundos
madereros. Buena la pinta, aficionado al cine, a la lectura de revistas
populares y con una excelente memoria, Lindor aspiraba a ser artista de teatro,
pero nunca pasó de desempeñar en una compañía de aficionados papeles que
resultaban la caricatura de su oficio. Sacar lleno de dengues a escena bandejas
con refrescos, cafés y comidas de guardarropía, réplica grotesca de lo que en
la vida diaria hacía eficientemente. La buena memoria le fallaba en cuanto
enfrentaba al público, haciéndose famoso por sus furcios. Pero esta afición le
valió encontrar a la Petaca, limitada a los dieciocho años a un volumen
apetitoso de redondeces, sonriente, picaresca, polvorilla, celosa, bailando con
gran desparpajo unas cuecas llenas de malicia, integrante del cuadro folklórico
que en aquella compañía de aficionados matizaba en forma ruidosa las obras
teatrales. Se enamoró fulminantemente, y como la muchacha no aceptaba "ni
un besito en la-punta de un dedito" si no se pasaba antes por el civil y
la iglesia, se casó con ella y empezó una vida mucha más llena de comedias y
dramas que las que pretendió vivir en el teatro.
A él le hubiera gustado seguir de mozo en la confitería. Era una manera
de estar siempre entre gente de categoría. Y que Petronila para él siempre fue
Petronila-- y no esa vulgaridad de sobrenombre: la Petaca--siguiera en la casa
en que servía, donde la rodeaban de tantas consideraciones. La señora tendría
que avenirse a que él fuera a buscarla después de la comida para llevarla a la
pensión en que vivía. Y donde también tantas consideraciones tenían con él las
dueñas de casa, unas señoritas venidas a menos. Pero la Petaca no aceptó esta
vida fraccionada, le hizo renunciar a la confitería y al alojamiento, lo impuso
en la casa como mozo, exigió para ambos una buena habitación con puerta
independiente a la calle atravesada y allí instaló su feudo.
La señora solía decir con aire de víctima a sus amigas:
--Claro que es una cocinera espléndida. Pero hay que aguantarle todo:
marido, guagua y sabe Dios cuánto más.
La Petaca se las arreglaba para todo. La casa tenía fama por su buena
mesa. Lindor vivía en una especie de alerta, poniendo un pie frente a otro por
la raya que ella demarcaba. Era un excelente mozo. También la señora solía
reconocerlo suspirando. Y la guagua, un niñito debilucho de grandes ojos
tristes, era un modelo de aseo y de buena crianza.
Pero esta buena época no duró mucho. Porque la Petaca resolvió ante sí y
por sí dejar la casa e instalarse por cuenta propia con un puesto en el
mercado.
A Lindor no le gustaba ese medio ordinario. Como no le gustaban las
piezas, parte de una vieja casa, en que vivían. Pero la Petaca había empezado a
adquirir kilos y mal genio, a celarlo hasta de la sombra de una pollera, y no
le quedaba otro remedio que acomodarse a cualquier norma, si no quería caer en
medio de trifulcas que en su fuero interno calificaba "como mar
proceloso", frase de una comedia que fuera la predilecta, de sus
mocedades.
Si la Petaca aumentaba en kilos, en celos y en viveza de carácter, el
negocio también aumentaba en ganancias. Dos años después el puesto convirtió en
un almacencito. Lindor no sabía cómo se las arreglaba la mujer para que todo en
sus manos se multiplicara. Era infatigable. Compraba, vendía. Ahorraba. Tenía
audacias que lo dejaban frío. Como aquella vez en que, tranquila y segura, fue
a pedirle a su antigua patrona un préstamo para ampliar y modernizar el
almacencito. Préstamo que la señora le concedió sin mayores trámites.
La gente hacía cola loa jueves y los domingos para, esperar que salieran
las hornadas de empanadas. En verano se añadían las humitas y las fuentes de
greda con pastel de choclo. Comenzó a hacer dulces: alfajores, empolvados,
cocadas, hojuelas con huevo mol, cajitas de almendra. Cuando fue a devolver el
dinero del préstamo, el señor, por casualidad presente en la entrevista, le
pregunté con afectuoso interés:
--Dígame, Petaca, ¿no le gustaría irse con su familia a Colloco? El
pueblecito es lindo, ha crecido mucho y necesitamos allá un almacén., haríamos
una casa cómoda, con sitio, con luz eléctrica y agua. Se la venderíamos a largo
plazo. Lo que necesitamos son pobladores trabajadores, honrados, capaces de
hacer prosperar el pueblo. Le aseguro que es negocio para una persona como
usted, con espíritu emprendedor. La escuela ya funciona. Hay correo y
telégrafo. Pero necesitamos un almacén bien surtido y bien llevado donde pueda
proveerse la gente del pueblo y nosotros mismos, la gente de los fundos
vecinos, de los. Aserraderos. Le doy mi palabra de que es un buen negocio.
Como viera a su marido realmente interesado, la señora añadió el
argumento que fue definitivo:
--Y el clima le sería muy favorable a su niño.
A Lindor el cambio no le agradó ni pizca. Menos aún que el cambio de
mozo de confitería a mozo de casa particular y de mozo particular a puestero de
mercado. ¡Demonio de mujer! ¿Y quién iba a contrariarla cuando decidía algo?
Porque ahora el almacencito era chiquito siempre, pero había que ver lo bien
alhajado que estaba, con mostrador con mármol y todo, y espejos y fiambrera
esmaltada y tarros de metal y frascos de vidrio relucientes. ¿Y la clientela?
¡Bueno! Venían allí desde la señora del gobernador hasta la tía del diputado,
sin hacer remilgos, muy llanas, muy afectuosas, interesándose por Conejo
--alguien había dicho cuando era guagua que parecía un conejito y se quedó con
el apodo--, por la Petaca, por Lindor, por las empanadas, los dulces, los
postres, los helados. Por todo lo que salía de las manos infatigables de la
Petaca para transformarse en dinero.
Y ahora a la loca se le ocurría irse a un pueblo desgraciado, en medio
de montañas, donde el diablo perdió el poncho, y ni él mismo supo decir dónde
había sido... A Colloco...
Pero la Petaca imponía su ritmo de trabajo donde fuera y sus manos
seguían comprando y vendiendo, ganando y ahorrando. Engordaba, el genio se
hacía por días más colérico. Y Lindor, sin saber cómo, se halló dueño de una
casa, de un almacén, de un restaurante. Se lo llamaba don Lindor. Pero, vaya
uno a saber por qué, a ella nadie la designó por doña Petronila, sino que
siempre fue la Petaca, y así se la conocía en la región, famosa por su mano
para las comidas. El almacén de la Petaca. Las empanadas de la Petaca. Los
dulces de la Petaca.
Copita va para el frío, copita viene para la calor, vasito para hacer
salud con el viejo cliente, potrillo para sellar la buena amistad con los
recién conocidos, a don Lindor el trago se le fue haciendo costumbre. Nunca
llegó a borracheras mayores, pero vivía en un achispamiento crónico, suelta la
lengua en largas historias picantes, diciendo misteriosamente comenzarlas,
luego de asegurarse que su mujer no podía oírlo: "Esto pasó a un amigo mío
muy amigo...", en la esperanza de que los oyentes le
adjudicaran la aventura. Siempre de amores, de artistas de cine o de teatro, y
hasta de bellezas como huríes de Mahoma: "Un caballero con toda la barba
que tenía mil mujeres..."
Fue también entonces cuando adquirió la costumbre de aferrarse de las
solapas de su chaqueta, voltear la cabeza sobre un hombro y hablar a media voz,
entornando los párpados. La verdad era que la Rita no resultaba muy apta para
pellizcos. Porque una aventurilla sin consecuencias, de cocina adentro, no
sería desdeñable, si es que la Petronila --para él era siempre la Petronila--
se distraía al punto de dar tiempo para ella. Pero ¿qué se podría hacer con la
Rita, que parecía palo de ajo?
Había vivido años como subsidiario de la mujer. Queriéndola a matarse,
con una fidelidad ejemplar, dándole gusto en todo. Aguantando cuanto de ella
viniera. Pero -- ¡caramba!-- él tenía también derecho a "vivir
su vida".
Empezó a vivirla dando por pretexto para sus salidas el ir a la estación
a la hora de la pasada del tren del norte, a comprarle revistas infantiles al
niño.
-- ¿Por qué no se lleva al Conejo? --preguntaba la Petaca.
--Es que se cansa --argüía él--; yo voy de una carrera y vuelvo de otra.
La Petaca lo vio salir al comienzo sin hacer mayores reparos. Pero las
demoras, el que las ausencias se hicieran más prolongadas y no tuviera el
hombre cómo justificarlas, empezaron a crear entre ellos un clima constante de
tempestuosas discusiones, mejor dicho, crearon en la Petaca un aluvión de
protestas, que don Lindor soportaba encogido, aferrado sus solapas, con la
cabeza ladeada, entrecerrados los párpados, diciéndose en lo íntimo que aquélla
sería su última escapada, que él no tenía derecho a enojar así a su mujer, a su
adorada Petronila. Propósitos que no duraban mucho. Poco después, en cuanto la
mujer se abstraía en su trabajo, con el propósito firme de dar sólo una
vueltecita, salía de nueva don Lindor escapado rumbo a la estación, donde había
encontrado un auditorio para sus cuentos, y a la vuelta de la esquina, en la
cocinería do don Rubio, otro grupo de amigotes para jugar brisca y beber unas
copitas entre mozuelas de servicio, que éstas sí eran para retozos.
-- ¡Dios! Tanta gente y Lindor sin llegar --exclamó rabiosamente Petaca
un anochecer en que bullía la clientela en el almacén, sin que alcanzaran a
atenderla entre ella, la Rita y el mozo.
Y habían llegado los altos jefes del aserradero grande, con don
Reinaldo, y pedían trago y empanadas. Y Lindor en la luna, paseando el pueblo
como si tuviera la edad de Conejo.
-- ¡Porra de hombre! ¿Para dónde habrá agarrado? --gruñó dientes.
--Tará onde on Rubio --dijo la Rita, sin saber que prendía fuego a la
mecha de una bomba.
--Donde don Rubio... ¿Y por qué donde don Rubio?
--Tará jugando a la baraja --contestó la Rita con la misma inconciencia.
--Jugando a la baraja... --repitió la Petaca, reconcomiéndose las
sílabas.
Pudo comprobar que el marido jugaba brisca. Jugaba dinero. ¡Era tan
fácil sacarlo del cajón del mostrador! Pudo comprobar que tenía patota de
amigotes en la estación --mozos, obreros flotantes, con los cuales se iba de
jarana donde don Rubio. A revolcarse con chinas mugrientas. Donde don Rubio,
que se decía dueño de una fonda, que bien merecía su negocio el nombre de casa
de remolienda. ¡A eso había llegado Lindor! Mientras ella se deslomaba
haciéndole una situación, ganándole dinero, dándole comodidades, creándole un
nombre honrado. ¡A eso!
Era el motivo dominante en sus peleas, en las tremendas peleas que
estallaban a diario, con justo motivo, porque Lindor seguía escapándose,
deslizándose subrepticia e irresistiblemente hacia eso que él seguía llamando
"su derecho a vivir su vida". Broncas que estallaban a toda hora,
porque con tal de escapar, Lindor se iba en cualquier momento propicio. Broncas
que sólo la presencia de Conejo silenciaba, porque la Petaca no quería que su
hijo supiera la vergüenza que era la vida del padre. Ante los demás no tenía
pudor alguno y los insultos salían de su boca como pedrea. Lindor se aferraba a
sus solapas, ladeaba la cabeza, entornaba los párpados y esperaba mudo,
esperaba que la mujer callara, ahogada en ira y en el tumultuoso latir de su
corazón, perdido en capas de grasa.
Lindor advirtió que la presencia del niño enmudecía a la madre. Fue
entonces cuando comenzó a esperar que Conejo estuviera en casa para hacer su
entrada pacífica. Llegaba como si nada hubiera pasado. Decía:
--Buenas noches --y buscando su antiguo empaque de mozo de confitería
principal, se disponía a atender a los parroquianos.
Porque con trifulcas y sin trifulcas, el negocio prosperaba.
Rita vivía mirando de reojo a la Petaca, deteniéndose medrosa en su ceño
tempestuoso. El mozo pensaba:
"Viejo maula...", con bastante envidia y no poca admiración,
porque a él, como a la Rita, lo empavorecía la cólera de la patrona. Conejo no
sabía nada, perdido en su mundo de maravillas.
6
Misiá Melecia tenía a su cargo el correo. Desde que enviudara, al filo
de la cincuentena, había decidido ser vieja, fea y desagradable. Y esto nada
más que por fidelidad a un principio: "Un Dios y un marido".
Para lo cual se había transformado con total éxito en una espantahombres. En
una época en que hasta la chinita más lejana de toda civilización se echa
"su manito de gato" y puede prescindir de cualquier cosa menos de los
polvos para la cara y del rojo para los labios, misiá Melecia aparecía con el
rostro lavado, descolorido, con los labios exangües y una mata de pelo
entrecano tirante y enroscada atrás en un gran moño espinudo de horquillas.
Usaba trajes negros hasta el tobillo, con mangas largas y escotes monacales,
hechos con una deliberada falta de gracia. En invierno usaba pañolones negros
de rebozo. En verano, manteletas de seda con flecos. Y en todo tiempo una cinta
le rodeaba el cuello, colgando de ella un medallón de oro y esmalte negro, en
medio del cual lucía un diminuto diamante y que contenía el retrato de "su
adorado finadito".
Su hermana Liduvina, poco menor que ella y defendiéndose con heroicidad
de los años, llena de melindres y caireles por dentro y por fuera, le decía
siempre:
--No veo por qué hay que vestirse de mamarracho para guardar la memoria
del marido. Lo mismo se puede ser respetable vestida como gente.
--Maneras de pensar. Y no veo tampoco por qué te metes en mis cosas
cuando yo jamás me he permitido hacerte una observación. No crea que te
gustaría mucho que te dijera lo que pienso de tu forma de vestirte, de
comportarte y menos de lo que pienso de tus amistades... --Ya salieron las
amistades...
--Cuando me buscan me encuentran. Yo soy muy prudente, pero no hay que
pedir que sea santa y aguante todo...
Las dos eran viudas y habían resuelto vivir juntas, porque uniendo las
pequeñas rentas lograban darse mejor vida. Y además completábanse sus trabajos:
porque una era empleada de correos y la otra telegrafista. Moviendo las viejas
relaciones de familia siempre se referían con modestia respetuosa al tío abuelo
obispo--, habían logrado que las destinaran a Colloco, donde tenían toda suerte
de ventajas: casa nueva, poco trabajo, independencia y las mil regalías con que
se las rodeaba: que leche, mantequilla y queso, que un saco de porotos, que una
gallina, que empanadas, que una pierna de cordero, que huevos, que otro saco de
porotos.
Era una ganga.
Y además y principalmente: ¡qué entretenido!
Un correo así, chiquito, permite saberlo todo. Claro que hay que tener
maña. Saber recalentar hasta cierto punto un filo de gillette para levantar
sellos, manejar el vaho del agua caliente para abrir sobres. ¡Y qué apasionante
es la vida de la gente vista por dentro! ¡Y qué satisfacción es poder anunciar
la llegada de los señores, el nacimiento de u niño, la muerte de un pariente
del senador, el pedido de una prórroga en el banco! Claro es que hay que saber
lo que puede decirse abiertamente y lo que debe decirse entre líneas y lo que
no debe decirse nunca, comentándose sólo entre ellas. Eso es prudencia y buena
educación. Saber que la mujer del administrador tiene un amante, así, sin
remilgos, un amante, que le escribe a nombre de la sirvienta. ¡Buena frasca
mujer del administrador! Saber que a la pobre señora del dueño de los fundos
más valiosos, del más millonario terrateniente del sur, cuando la operaron y le
dijeron que era apendicitis, lo que le sacaron fue un cáncer y no le dieron
vida sino para seis meses. Y como ya se cumple esa fecha trágica, ellas están
esperando que de un momento a otro llegue el telegrama anunciando la defunción.
Ellas lo saben todo.
Parecen buitres pulcramente devorando carroñas. Un buitre disfrazado de
buitre y un buitre disfrazado de lorita real.
El desastre empezó para ellas cuando un buen día --día nefasto hubiera
dicho don Lindor-- apareció el administrador de la Compañía Maderera de Colloco
con Reinaldo, anunciándoles sin mayores ambages que estaba acordado crear allí
una oficina de teléfonos, que los trabajos empezarían de inmediato y que, para
mayor comodidad, la telefonista viviría allí, independizándole parte de la
casa, tan grande para dos personas. Como todo parecía estar previsto y la
sorpresa las paralizó, dieron la callada por respuesta.
Y al día siguiente apareció el capataz de construcciones. Ya habían
logrado sacar voz y quisieron protestar:
--Pero esto es un atropello. Vamos a escribir inmediatamente a la
Dirección de Correos y Telégrafos para presentar nuestra queja.
--Yo sólo cumplo órdenes.
--Pero ¿qué van a hacer?
--Independizar todo el lado que da a la calle atravesada. La esquina
queda como siempre para oficina. Es harto grande y perfectamente se puede
instalar a un costado la mesa conmutadora. Y a ustedes les quedan para casa
habitación todo el frente y las dos piezas de los altos. No creo que vayan a
sufrir mucho porque les quiten estas piezas del costado, que al fin las tienen
cerradas.
--Pero es un atropello. Ni la consultan a una. Ni nada. Y le meten gente
extraña en su casa.
--Piense lo que será si la telefonista viene con familia, si tiene
marido y niños. Los niños son siempre mal educados. No es agradable.
--Es una falta de respeto.
--De consideración.
--Y sin siquiera que le manden aviso por conducto regular.
--Ya está todo resuelto --afirmó perentoriamente el capataz, que
recorría la casa con ellas a la siga, abriendo y cerrando puertas, calculando
ubiques y anexos, para hacer de aquellas tres amplias habitaciones una casita
confortable.
Porque a la Compañía le gustaba que sus empleados, que los que de cerca
o de lejos dependían de ella, por lo menos no tuvieran que quejarse en cuanto a
buen alojamiento. Era un gasto mínimo que redundaba en prestigio.
Parecía que todos tenían prisa por completar el trabajo. Aparecieron
obreros de la telefónica que en breves días dejaron hecha la conexión colocaron
junto a la ventana de la oficina --justo la que daba a la calle principal y era
observatorio espléndido-- la mesa conmutadora. Del aserradero trajeron un
mostrador y unas mamparas, éstas hasta con los vidrios puestos, creando un
pequeño recinto privado en torno a la mesa.
Las tres habitaciones fueron el centro de otras habitaciones. Se
fraccionó una galería, se abrió una puerta a la calle, se dividió el patio. Y
la casa quedó lista, bastante cómoda, aunque pequeña.
Nadie sabía quién vendría a habitarla. Por primera vez la
correspondencia era muda a la curiosidad de las hermanas.
Ya estaban tendidas muchas de las líneas que unían las casas de los
fundos, los aserraderos, las bodegas, las casas de los empleados principales, a
la pequeña mesa conmutadora, misteriosa y obsesionante en espera de quien debía
manejarla. Cuyo arribo era inminente. Porque algunos bultos habían ya llegado
por ferrocarril y aguardaban en la bodega a sus propietarios.
La Liduvina había ido a la disimulada a echarles un vistazo. Por su
parte, misiá Melecia hizo sus investigaciones, más íntimas, porque a ella no le
importaba nada de nada y no hizo como la hermana, fisgonear de lejos. Ella
entró en la bodega, miró cosa por cosa, supuso qué contenías cada bulto y pudo
así predecir una porquería de menaje que, eso sí -- ¡lo que les esperaba!--,
contenía una radio. Pero ¿qué gente era que les iban a mandar?
Don Lindor dio su opinión donde don Rubio:
--Un equipaje de pordioseros.
Pero la que llegó fue considerada por todos como una joven princesa.
7
-- ¿A usted le parece decente no usar polleras ni por casualidad? Yo no
le conozco otra pollera que la que traía cuando llegó. Después se puso los
pantalones. ¡Si hasta para dormir los usa! Nada de vestirse como se visten las
demás mujeres. Ella tiene que ser distinta en todo...
--Yo no me extraño de eso, misiá Melecia, porque, al fin y al cabo, ya
ve usted que los tiempos han cambiado y que nosotras andábamos a caballo con
ropón y ahora hasta las mujeres del campo, para montar; usan los pantalones
viejos del marido o de quien sea. Y usted ve en las revistas: en las playas, en
los deportes, también se ven hartas mujeres con pantalones. --La señora del
jefe de estación hablaba siempre conciliando buscando excusas a todo,
comprensiva y bonachona.
--Pero no en una oficina --arguyó belicosa misiá Melecia--. Una oficina
es algo respetable. Una debe vestirse como corresponde. Que se ponga lo que le
dé la gana en su casa, que no se ponga nada, que se empiluche al sol, pero que
para ir a su trabajo se vista como persona decente.
-- ¿Pero es que se empilucha? No puedo creerlo...
--Estos dos ojos la han visto. Y quise morirme. Tirada en el patio sobre
una toalla, como Dios la echó al mundo. Para morirse...
-- ¿Pero no tenía tapado nada?
--Nada..., ¿para qué?
--Creería que no iban a verla.
--La decencia es la decencia. Así se lo digo yo a la Liduvina, que a
veces tira para el lado de ella. Y que la defiende. Todo porque la fresca se la
ha ganado celebrándole sus vestidos. Como si una no se diera cuenta de que es
para pitársela.
--Para ustedes, acostumbradas en tantos años a la independencia, tiene
que resultarles pesada la vecindad.
--La convivencia. Diga mejor así. Tener que aguantarla el día entero
metida en la oficina, soportar la radio todito el día, oírle conversar de
cuanta cosa una puede imaginarse con el mundo entero. Y nadie sabe nada de
ella. ¡Porque es de ladina para no contar cosa de su vida! Como muerta. ¿Creerá
que desde que llegó nunca ha recibido una carta ni un telegrama? Es para
morirse de rabia...
--Dicen que pasea mucho.
--De repente le agarra la loca y las echa para la montaña. A la hora de
la siesta. ¿Cree usted que se puede andar por los caminos con el sol rajante?
Yo un día la seguí de lejitos, ¡y de repente se me perdió, como si se la
hubiera tragado la tierra! Para desesperarse. Casi me morí del sofoco.
-- ¿La llamarán por teléfono?
--La tenemos bien vigilada. Nunca le hemos oído nada personal. Nunca.
Pero ya caerá...
--Es mucha cosa...
--Sí, es mucha cosa. Y "todos" loquitos con
ella. La oficina parece ahora choclón. Todos los hombres metidos allá, con la
disculpa de las cartas, de los telegramas, de las comunicaciones. Y ella
haciéndose la lesa, como si nada pasara...
-- ¡Vaya por Dios!...
--Y no nos queda más que aguantar y comernos las uñas. Pero yo le tengo
dicho a la Liduvina que a mí no me la pega nadie. Porque en todo esto hay gato
encerrado.
-- ¡La casa dicen que la tiene de linda!
--Yo me moriría antes de poner el pie en ella, pero la Liduvina suele
dar por allá sus vueltitas y me cuenta. Y como vive con todo abierto, una sin
querer tiene que mirar y verlo todo.
--A mí me da curiosidad a veces y me dan ganas de hacerle visita. Es
bueno tener criterio formado.
--Sería muy mal visto. Usted sabe bien que nadie ha ido a visitarla.
Nunca ha recibido una visita. ¡Es de hipócrita! Una mujer sola, sin familia, es
siempre sospechosa. Sabe Dios qué pájara será ésta. Y para colmo se llama María
López. ¡Miren qué nombre y qué apellido!
-- ¿Y qué tiene? --preguntó sinceramente sorprendida la otra.
--María López --y alargando el morro muy fruncido, siguió hablando llena
de ascos-- es como llamarse María Nadie. Un nombre tan vulgar y un apellido que
lo tiene cualquiera. Los nombres empiezan por hacer a las personas --y la miró
al sesgo, porque éste era sayo que podía ponerse la mujer del jefe, que se
llamaba Juana, otro nombre tan vulgar.
Hubo un silencio.
--Pero tampoco se puede formar juicio sin que haya motivos --insistió la
que se llamaba Juana, con cierta impaciencia, desusada en su carácter.
-- ¿Y le parece poco? Una loca suelta, vestida con pantalones y una
chomba que le deja todo a la vista. Y con ese pelo color de choclo...
--insistió también misiá Melecia.
--No parece pintado --interrumpió. Pero no pudo atajar el torrente que
eran las palabras de la otra.
--Es que yo creo que lo decente, si se tiene ese pelo natural, es
pintárselo de un color como el de todos. Negro, rubio, castaño. Una mala
pájara, eso tiene que ser y nada más, convénzase, doña Juana. Y por nada del
mundo vaya a hacerle visita.
Llevaba misiá Melecia dos meses aferrada a ese tema. La vida se le había
transformado en un atisbar, un deducir, un hilar sospechas, un hacer y deshacer
urdimbres de suposiciones, porque en resumidas cuentas, al cabo de largas
semanas, sabía tanto de la muchacha como el primer día. Claro era que desde el
primer día había tomado ella una actitud de mutismo agresivo frente a
"ésa". Que parecía ignorarla. Y la Liduvina, tan tonta, tan incapaz
de preguntas, de esas preguntas que se hacen como si se estuviera distraída y
que son anzuelos para pescar peces gordos. Si no fuera por mantener su palabra,
gritaba y juraba, de que nunca cruzaría palabra con "la tal". ¡Las
cosas que sabría de su vida, de todo cuanto pudiera concernirle! ¿Pero con la
tonta de la Liduvina de puente? ¡Qué sólo sabía decirle sandeces a la muchacha:
que era linda y qué crema usaba para la cara, y cuál era el color más de moda!
Para matarla a la Liduvina.
8
Reinaldo, desde el primer momento, le pidió al administrador que se ocupara
de recibir a la telefonista.
--Aquí hay una carta de la central. Léala y por favor solucione el
asunto.
Por encargo a su vez del "señor" --el dueño de los aserraderos
y antiguo patrón de la Petaca--, el gerente pedía que se esperara en fecha
determinada a la señorita María López, la telefonista, allanándole cualquier
inconveniente que pudiera tener en su instalación.
Reinaldo fue a esperarla, fastidiado con el encargo, que estimó
subalterno. Dudó al verla bajar del tren de si sería o no la persona que esperaba,
y tuvo que rendirse a la evidencia cuando la oyó preguntar si no había un mozo
que pudiera llevarle el equipaje a la oficina nueva de teléfonos.
Se acercó entonces, presentándose.
Fue el comienzo de otro sueño que tampoco había soñado nunca. Pero que
esta vez sí era el amor.
Lo sabía porque al abrir los ojos y cobrar conciencia súbitamente, sin
vacilaciones entre lo negro del profundo dormir mineral que seguía siendo el
suyo y la primera habitual flotante indecisión de la vigilia, ahora, de golpe, el
día estaba teñido de dicha, porque en algún momento oiría su voz y la vería.
Ir por la montaña manejando el auto o a caballo, rumbo al trabajo,
sintiendo en el aire enrarecido de la madrugada una sensación de plenitud
vital, de íntegro entendimiento con la naturaleza, sin porqué ni cuándo, ajeno
a treinta y cinco años de existencia desperdigada en vaciedades e suciedades,
en una especie de torpe gestación, larva que de pronto se encuentra con alas.
Los árboles ofrecían su contorno indistinto, mezclando frenéticamente
sus verdes, liados por parasitarias y enredaderas que apretaban y hacían a
veces compacto como un muro el perfil del bosque. Los pájaros cruzaban
insistentes trinos y la algarabía de las cachañas, comadres impenitentes, lo
hacía voltear la cara buscando la bandada y sonriendo como pudiera sonreírle a
misiá Melecia y a la Liduvina, sorprendidas en cotorreo similar. El sol
empezaba a forrarlo en su tibieza. Un sol recién asomado por sobre la
cordillera rosada, azulenca, amarillosa, malva, teñida desde hacía rato por la
luz en mil tonalidades borrando sombras. Una luz que preparaba la triunfal
llegada del sol.
Fino aire en roce de terneza. Monocordes las ranas en la hondonada
echando su rosario matutino. Y a lo lejos, insistente y tremendo, se levantaba
un relincho de potro galopando su reclamo por los potreros, abiertos los
hollares y las crines erizadas por el temblor de la piel vahorosa.
Era como encontrar nuevo el mundo en cada amanecer. Y todo porque
existía una muchacha, y a cualquier hora, con el pretexto de una llamada, podía
él oír su voz al final del hilo metálico, en frases convencionales, su voz
siempre enronquecida, articulando nítidamente cada sílaba en una suerte de
cantinela, tan viva y cargada de su presencia, que a veces se quedaba
estupefacto mirando el fono, por si algún milagro podía haberse realizado y
estuviera ella allí en carne y hueso, diciendo:
--Hable. Lista su comunicación.
Multiplicaba los llamados por el simple placer de escuchar esas frases.
Nunca cambió con ella otras que las necesarias. Le bastaba. Como le bastaba en
las tardes ir al correo y demorarse viéndola y oyéndola, eficiente, centro de
un corrillo de hombres que a esa hora, después del paso del tren del norte, se
había hecho habitual, teniendo para cada interlocutor una respuesta apropiada,
segura y sencilla, sin darle importancia al interés con que todos la rodeaban,
a la curiosidad latente, sorteando preguntas directas, con un especial tino
para ser accesible a todos sin diferenciaciones que crearan posibles intimidades,
escamoteando una directa o sesgada alusión a sí misma, toda explicación de su
propia vida. Como si antes del día en que llegó a Colloco no hubiera existido
para ella el tiempo.
Un corrillo de hombres.
Lo que era habitual en ese pueblo en que los hombres, pasado el horario
de trabajo, no tenían otro sitio donde reunirse si no era la estación, el
correo, el almacén de la Petaca, la cocinería de don Rubio, la fonda de las
Larrondo y algún otro lugar rotativo en que solían juntares a remoler con mujerzuelas
transeúntes.
Pero claro es que antes, cuando en el correo imperaba el morro mal
humorado de misiá Melecia y la Liduvina haciendo melindres para lucir su traje
nuevo, nadie se demoraba allí sino lo imprescindible.
Podía verla y oírla. Entrar al círculo mágico de su presencia, en que el
aire vibraba en corrientes perceptibles sólo para él, nacidas de su vos y de
sus gestos, de su mirada de porcelana azul, del lino de los cabellos en la
corta melena de paje. Tan fina, tan cimbreante. Cerca y lejanas Lejana como si
siempre estuviera al fin de otro mundo, donde la llevaran invisibles hilos de
inexistentes teléfonos.
La felicidad de verla vivir y adorarla.
La rutina del trabajo, lo chirriante de su vida hogareña, la falta de
ambiciones que un porvenir seguro había hecho nulas, los días indiferenciados
por la costumbre, todo, hasta el imperativo sexual, había desaparecido, gráfico
en un pizarrón borrado por mano experta. Como criatura nueva, al borde de la
esperanza, asordado de revelaciones, confuso, sin saber aún qué quería, qué
esperaba, sólo consciente de la certeza de su amor.
9
Como el padre, el chiquillo se llamaba Reinaldo. Posiblemente alguna
vez, en sus deliquios de ternura, la madre le dijo "Cachito de
cielo", y de ahí le quedó el nombre: Cacho, Cachito, el Cacho.
Porque habían quedado de juntarse al otro día de madrugada en la cueva,
apenas apareció el sol ya estaban ambos, por distintos caminos, yendo hacia la
cita: Cacho y Conejo.
Ernestina conocía a la Petaca desde los tiempos en que servía en el
pueblo. Cuando la encontró de nuevo en Colloco se alegró de su vecindad, de
contar con su colaboración y, más que nada, se alegró de poder serle útil a su
vez, ayudándole a criar al niño debilucho.
Que era de la misma edad que el suyo. Pero distinto. Eran distintos y
como hechos el uno para el otro. Porque si Cacho podía ser el trasunto de la
salud, el pobrecito rengo era una miseria de criatura que hasta los tres años
parecía que cada hora era la última de su existencia. Conejo, incapaz de otra
cosa que estarse sentadito mirando, oyendo, sin protestas, sin molestar, antes
bien tratando de pasar inadvertido, un poco ensimismado, lejano. Pero bastaba
mirarlo para que los grandes ojos de cabal belleza, misteriosamente advertidos,
se alzaran llenos de tan rebosante amoroso ruego, que hasta los más
endurecidos, el propio Reinaldo, no tenían otro remedio que trocar amor por
amor. Lo adoraban todos. Lo que para la Petaca era un descanso, un íntimo
orgullo y una especie de consuelo. Nadie ignoraba a Conejo.
De la mano de Ernestina, Cacho vino a verlo apenas llegado a Conoce. Por
entonces tenían ambos seis años. El niño sano miró al niño lisiado, se anegó en
la expresión doliente, en el llamado a compasión, en el pedido de esa infancia
que quería el complemento de otra infancia. Y de inmediato, junto con el libro
de estampas que la madre le había dado para que se lo trajera de regalo, antes
que el libro de estampas, dejando éste de lado sobre la mesa, puso en la manito
de Conejo su más preciado bien: un diminuto caracol.
--Si lo arrimas a tu oreja, vas a oír el mar.
Era difícil hacerlo. Tan chiquito, tan pulida era la superficie
trabajada por las olas mejor que por el más extraordinario artífice.
Conejo oyó el maravilloso mensaje y aseguró enfático:
--Se oye también cantar una sirenita.
Poco tiempo tenía ahora la Petaca para ocuparse del niño. Don Lindor era
el llamado a pasearlo, a darle las medicinas, a distraerle las largas horas de
inmovilidad. Antes, en el pueblo, había más recursos: la plaza en que tocaba la
banda de músicos, el cine en que sábados y domingos se ofrecían programas de
películas infantiles, el parque municipal en que giraba un carrusel y en la
laguna los cisnes paseaban su interrogante gracia. Pero ¿qué iba a hacer don
Lindor en Colloco sino comprarle revistas y libros de estampas para que mirara
los monos? Don Lindor, que había resuelto "vivir su vida".
Ernestina fue una providencia para Conejo.
--Creo que es un error lo que están haciendo con su niño, Petaca. No es
posible dejarlo el día entero sentado. Hay que obligarlo a hacer ejercicio, hay
que estimularlo para que se mueva y juegue juntándolo con otros niños. Usted
misma me dice que lo que tiene es una simple renguera. Pero, por desgracia,
como ha sido debilucho, la renguera se ha impuesto, y de esta criatura, entre
todos, se ha hecho un inválido. Esto no puede seguir así --hablaba por boca de
Ernestina la sabiduría vieja como el mundo del instinto materno.
--No me diga... Yo me desespero con esto. ¿Qué quiere que haga? El niño,
en cuanto anda un poco, se queja de dolores en las caderas. Lo llevo al doctor
y éste me da remedios. Cuando chiquito me lo tenían como criba con las
inyecciones. Se le pusieron rayos, de esos violetas. ¡No le diré lo que he
gastado en doctores y en botica!... Y así seguimos. Yo me desespero y no sé qué
rumbo tomar, porque mucho tiempo no me queda para ocuparme del pobrecito. Usted
no puede darse idea de lo que es el almacén, la cocina, la casa y todo el
resto. Porque la verdad es también que Lindor mucho no me desempeña y todo
tengo que verlo y hacerlo yo --contestó la Petaca.
-- ¿Quiere usted que hagamos la prueba por un tiempo y me ocupe del
Conejo? Me lo pueden ir a dejar por la mañana a la casa. Si es mucho trabajo,
yo veré de que alguien pase a buscarlo y en la tarde yo misma con el Cacho se
lo traigo. Siempre salgo a esta hora a dar una vueltita para estirar las
piernas.
--Pero, doña Ernestina; no hallo qué decirle. ¡Que Dios me la bendiga!
Unos años de paciencia bastaron para que Conejo se convirtiera en el
niño de ahora, flaco y fuerte, rengo y ágil, despierto y capaz. Buen alumno de
la escuela. No tanto como Cacho, pero buen alumno. Lector infatigable.
Desbordante de fantasía. Creador de un mundo superior al de Alicia, viviendo
con Cacho toda suerte de imprevisibles aventuras, impermeable a la realidad, si
esta realidad era posterior a la inocencia del Paraíso del Buen Dios de los
cielos.
Su mundo estaba hecho de círculos concéntricos separados por muros de
cristal. En el primero estaba Cacho. Luego, en el otro, la madre y mamá
Ernestina. Después el padre. Y la maestra. Algunos compañeros en el otro. Y
enseguida, como en una réplica del arca de Noé, todos los seres del reino
animal: pájaros, bichos, alimañas, peces y reptiles. Y también, para sustentarlos
debidamente, la montaña y el valle con río y piedras y la comba azul de su
cielo. Todo sazonado de seres maravillosos, que iban desde la Cenicienta y su
perdido zapatito hasta los creados por cuenta propia o en colaboración con su
inseparable compañero.
En el primer círculo, junto con Cacho, quedó instalada María López, que
bien podía ser en carne y hueso la niña de los cabellos de oro.
10
El muro de piedra que bordeaba el camino, aún con el pueblo a la vista,
comenzaba a verdear de humedad, mulléndose de musgo, y un hilo de agua
viboreaba en la muesca que con paciencia de años había logrado trazar. Una
cortina de enredaderas cubría la entrada de la cueva y adentro se sentía caer
una gota con persistencia de eternidad. El pequeño cuenco que la recibía
desbordaba en el fino hilo que afuera delataba su presencia.
Camino arriba era improbable que la sed acuciara a los viandantes.
Camino abajo la cercanía del pueblo prometía algo mejor para su posible ansia.
Alguna vez un pájaro, a saltitos, con la cabeza de un lado a otro inquiriendo
peligros, sumía el pico en el agua, en los pocitos minúsculos del regato, pero
nunca se atrevió a pasar la cortina de lianas y madre-selvas, llegándose a la
vertiente viva y a su ojo transparente.
Cacho y Conejo sí que se habían atrevido, descubriendo algo más: las
rocas en el fondo se separaban, formando un largo, estrechísimo desfiladero en
ascenso, por el cual se llegaba a un abra, en plena montaña, una suerte de gran
círculo de musgos rodeado de apretada vegetación, sin otra vista que árboles y
cielo y de tan impresionante soledad que a veces los niños se sobrecogían
misteriosamente.
Ese era el ignorado escenario de sus aventuras mayores. Los piratas, los
pieles rojas, los cruzados, las carabelas de Colón, el paso de los Andes por
San Martín, la carga de Rancagua, la travesía del Mar Rojo, las aventuras de
Tom Sawyer, las domas de potros, las corridas de toros, los abordajes, los
terremotos, todo cabía allí merced a la vara mágica de la imaginación infantil.
Todo: hasta la presencia de María López. Que les pareció tan natural que
inmediatamente la sumaron al juego:
--A vuestros pies, digna princesa. ¿Qué mandáis a vuestro esclavo? La
muchacha, sorprendida y encantada, dio la réplica sin vacilaciones siguiendo la
farsa.
Pero había una hora para ella en que debía irse. Conejo la hubiera visto
desvanecerse en el aire sin mucha sorpresa. Fue Cacho quien preguntó con
desparpajo:
-- ¿Y usted, quién es? ¿Y cómo pudo llegar hasta aquí? Nadie, nada más
que nosotros dos sabemos el camino. Aquí no viene nadie más que nosotros.
Conejo intervino:
--Ella puede venir. Ella es la niña de los cabellos de oro.
Fue el nombre que aceptó feliz. A los niños no les importó mucho quién
era, cómo se llamaba, de dónde había salido. La veían llegar sorpresivamente
--la esperaban siempre como al milagro--, fina, espigada, dulce el azul de las
pupilas, el pelo color de paja, tan niña como ellos, liada a aventuras,
aportando nuevos temas. Buscaban para ella piedrezuelas a las que asignaban
propiedades taumatúrgicas, varillas que bien podían ser la de la virtud, frutos
y flores, algún pájaro, algún lebrato. Con su voz ronquita les decía largos
romances de princesas cautivas y fieros guerreros, cuentos en que florecía una
belleza poética primaria. A veces cantaba, simples rondas, dulces canciones de
cuna. Era la felicidad; el misterio. Ellos tenían su hada, su niña de los
cabellos de oro, viva maravillosa.
--No hay que decírselo a nadie. Lo que pasa en el abra es secreto de
tres. Ahora somos tres para un secreto. Tres. Tres. Tres --y solemnemente
extendían las mano sellando una y otra vez el pacto.
Y mantenían su palabra. Los tres. Nadie en el pueblo conocía la
existencia del pasillo en el fondo de la cueva y del abra en la montaña.
A Cacho le hurgaba esa mañana la pregunta y al fin la formuló:
-- ¿Tú la has visto alguna vez?
-- ¿A quién? --preguntó Conejo, que desde hacía días estaba en trabajo
de labrar un trompo.
--A la niña...
-- ¿Verla dónde? ¿Aquí? Mira la lesera que preguntas... --No, no verla
aquí. Verla en el pueblo.
-- ¿Cuándo querías que la viera? Si no sabemos siquiera dónde vive
--Es tan raro... Yo te contaría algo, algo... No sé cómo decirte...
Mira, ¿tú crees que ella pueda darle a alguien las cosas que nosotros le damos
a ella?
-- ¿Como qué?... No entiendo lo que me quieres decir... --Cosas... Como
algo que le diera yo... Que le buscara yo para darle gusto. O que le buscaras
tú..., que tú le consigues porque sabes que le gusta..., como, como violetas,
por ejemplo...
-- ¿Y por qué iba a dárselas a otro? ¿A quién?
Cacho dudó, se rascó enérgicamente la cabeza, y por fin dijo, porque era
demasiado pesada para él la sospecha que lo agobiaba desde la noche anterior:
--Tú le diste anteayer violetas. ¿Te acuerdas? --Conejo asintió con
graves cabezazos
-- Las violetas silvestres son escasas. Hay que buscarlas por la
montaña. Eso bien lo sabemos nosotros. Y anoche mi papá... -- lo dijo como
quien confiesa una vergüenza--, mi papá, ¿sabes?, andaba con unas violetas en
la solapa. Yo le pregunté. Y me dijo que se las habían regalado. Y no dijo más.
Y yo no me animé a preguntarle más... --y como se prolongara el silencio en que
Conejo hacía trabajosamente sus deducciones, interrogó impaciente--: ¿Ah? ¿Tú
no crees que ella se las dio? ¿Ah?
-- ¡Ah! --dijo el otro con desaliento, con un escozor que empezaba a
hurgarle la garganta y a licuársele en los ojos.
Cacho afirmó con mucha energía:
--Desde hoy no más regalos.
Conejo agachó la cabeza, sintiendo que la pena lo diluía en lagrimones.
El, que días enteros rastreaba bajo los matojos, buscando muchas veces, más que
con la vista con el olfato, las pequeñas violetas de un descolorido malva,
minúsculas, que avaramente entrega la montaña. Las que ella recibía entre
alegres exclamaciones y se prendía al pecho, cerca del cuello, cerca del hombro
y que, levantando un poco éste, era gesto habitual suyo quedárselas oliendo
para decir después:
--No hay violetas en el mundo que tengan este perfume.
Y las regalaba. Se las regalaba a don Reinaldo. Porque ni las violetas
ni Conejo le importaban nada. O porque le importaban las violetas, pero más le
importaba don Reinaldo, y por eso se las daba. ¿Y a quién le habría dado la
piedrita azul con una sombra en el centro que parecía una mariposa y a quién el
otro trompo de ulmo que había él labrado?
Por primera vez se le presentaba el misterio de la vida de la muchacha,
de su verdadera vida, vivida como él y como Cacho, en una casa donde sus horas
tenían un sentido que por completo se escapaba a sus presunciones. ¿Dónde
vivía? ¿Con quién? ¿Quién era? Ni siquiera sabía cómo se llamaba. Era la niña
de los cabellos de oro; lo afirmaba ella, feliz y risueña, canturreando en un
estribillo: "¡Yo - no - soy - yo! Soy - la - niña - de - los - cabellos -
de - oro", y lo repetían ellos, Cacho y Conejo, como motivo único de sus
actuales conversaciones.
11
Por primera vez, en años, un zanjón de silencio se abrió entre los
niños. Cacho había pensado que a su revelación seguiría una interminable
charla, deduciendo cómo las violetas habían ido a parar a la solapa de su
padre, planeando una red detectivesca, destinada a lograr la verdad. Cacho
necesitaba saber la verdad. Esa fue su idea frente al hecho que consideraba una
traición a los pactos jurados por los tres.
Preguntárselo a ella, lisa y llanamente, no podía proponerlo, seguro de
que Conejo no iba a aceptarlo. Intuía que en su compañero las reacciones eran
más complicadas. El iba siempre directamente hacia su objetivo. Conejo se
demoraba en contemplaciones, dudas, vacilando en si debía o no hacerlo, en si
era su derecho, en si lastimaría sentimientos, en si no heriría
susceptibilidades. Jamás iba a permitir que le preguntara a la niña de los
cabellos de oro qué había hecho con las violetas.
Claro que formularle la pregunta así, en su pensamiento, era fácil.
Comprendía que hasta para su habitual manera de lanzarse con arrojo a lo que
fuera, iba a resultar difícil la pregunta. La niña llegaría en cualquier
momento --si es que aparecía esa tarde--, surgiendo de la hendidura del
desfiladero, con gotas de agua en la cabeza, las alpargatas atadas una con otra
colgando en un hombro y los pantalones arremangados, sucios los pies de barro.
Luminosa y reidora.
--La hemos tratado siempre como si fuera un compañero --dijo Cacho a
media voz, porque el silencio se tornaba intolerable--; no hemos tenido con
ella secreto alguno. Si tú lo piensas bien, le hemos contado nuestras vidas,
todo lo tuyo y lo mío. No es que haya tratado de sacarnos secretos, se los
hemos dado de regalo junto con las piedritas, las violetas, los pájaros y los
bichitos. La hemos tratado como un compañero, y ya ves... -- ¿Ah? --preguntó
imperativamente, viendo que el otro seguía en su mutismo.
--Nunca la miré como a un compañero --dijo Conejo al fin con un hilillo
de voz, agachada la cabeza sobre la madera que pulía--. Yo no sé bien lo que
pensaba de ella... Que era algo distinto, que podía ser un hada, que se nos
aparecía porque éramos capaces de entenderla y quererla...
--Creo que hemos sido unos buenos tontos... --aseguró Cacho sin vacilaciones.
Conejo cayó de nuevo en su trabajo silencioso.
--Unos buenos tontos --repitió al cabo--, y que no tenemos por qué
afligirnos, ¿no te parece? Si nos ha traicionado, la que sale perdiendo es
ella. ¿No te parece?
No dijo lo que le parecía, pero como le temblaban las manos, dejo el
trompo sobre la yerba y buscó ocultar la cara de la urgente inquisición
de Cacho.
-- ¡Ah! No. No te vas a poner a llorar como antes. Eso ya pasó. Mira: en
cuanto no más llegue, se lo vamos a preguntar, así, cara a cara. Y que diga la
verdad, Pero, por favor, no te aflijas... No me aflijas... ¿Se lo preguntas tú?
¿Quieres que se lo pregunte yo? ¿O es que quieres que de hombre a hombre yo se
lo pregunte a mi padre? --Sacaba pecho, seguro en aquel momento de que sería
capaz de cualquier acción heroica.
--No quiero nada. Déjame, por favor...--Se puso en pie trabajosamente,
deshecho por la sensación de desposeimiento.
Cacho lo vio alejarse rumbo a la boca del desfiladero. Con el balanceo
acentuado, como si en la pierna renga revivieran todas las penurias pasadas,
gacha la cabeza por la carga de esta nueva forma del sufrimiento. Este de
ahora, que era como si el corazón se le hiciera de plomo y la amargura lo
anegara en acíbar, sollamándole los ojos el rodar de las lágrimas.
--Porra de niña --exclamó Cacho, y furiosamente abrió a tirones la tapa
de la cajita en que estaba la tenca, dejando que ésta trazara su vuelo en la
radiante luminosidad matinal.
Conocían en tal forma las sinuosidades del desfiladero que muchas veces
jugaban a pasarlo con los ojos cerrados. Ahora Conejo lo seguía a
trastabillones, rasmillándose las piernas, deliberadamente dejándose llevar por
la desesperación a un abandono, a un deseo de sumirse a la tierra, de
desaparecer en un tembledal, diluyéndose no sabía bien de qué manera. Un paso
en falso, un rasmillón más profundo, lo hizo gemir, y del tajante dolor físico
le nació una sensación de gozo, una sorpresiva certeza de felicidad, porque
toda su pena, su angustia, su desolación, su dolor, lo que padecía su corazón y
lo que sobrellevaba su cuerpo, eran por ella, y nadie, nadie --de eso estaba
seguro--, nadie podría ofrecerle un presente mejor.
Por años alimentado de soledad, desarrollando silenciosamente su caudal
de terneza; por otros años alimentado de cuentos y narraciones, de libros, de
cine y de radio, con la sensibilidad agudizada, poseedor de un idioma literario
--bueno o malo-- madurado hacia lo ficticio intuitivamente, buscando allí la
bondad, el premio para los buenos, la equidad en la justicia, la correspondencia
en el amor. En ese mundo, palabras y hechos cobraban un sentido especial.
Porque al hablar de crimen y muerte no significaba nada. Ninguna objetividad
concedía a esas palabras su trágica, lamentable realidad. Un hereje, un pirata,
un cowboy, un ogro, eran seres que en sus juegos solían cobrar
vida, como a veces se humanizaban en las figuras del cine o en los dibujos de
las historietas. Era un mundo que podía existir, pero tan lejano, tan
absolutamente remoto, como esa estrella que existía y cuya luz aún no había
tocado la tierra.
De ese mundo creyó llegada la niña de los cabellos de oro. La presencia
de un pirata tampoco lo hubiera sorprendido. Pero no era un pirata el que
apareció una tarde en el abra: era la niña y su latente seducción de mujer.
De haber tenido un temperamento místico, la hubiera creído una
transmutación celestial. En el pueblo, de chiquito, la Petaca hacía que don
Lindor lo llevara a misa los domingos, deber que éste cumplía muy solemnemente,
mientras la mujer se arrebolaba junto al horno criollo de las empanadas. En
Colloco, sin iglesia, se prescindió sin mayores escápulas de este mandamiento.
Y por ende, de otros. En casa de Ernestina no existía una mayor fervorosidad
religiosa y la escuela premunía de una- enseñanza religiosa equitativamente
dosificada entre las demás materias de estudio, pequeña siembra, que
no fructificó en los niños, dado uno a la ensoñación y el otro a la actividad,
como eran Conejo y Cacho.
En la cueva junto al ojo de agua, se quedó un rato Conejo alargando la
sensación de amargura, de abandono, de real sufrimiento. El rasmillón, corto y
profundo, manaba sangre y escocía. Aun así la sentía manar con doloroso placer.
Con la espalda apoyada en la pared licuosa, los pies en el agua, incómodo,
ardida la cabeza, helándose en la atmósfera subterránea, dejó pasar un largo
rato. No sabía qué hacer. No quería volver al abra. No quería irse a casa de
mamá Ernestina a esperar a Cacho. ¿Como explicar su llegada sin su compañero?
Irse por los caminos, por las calles, no tenía objeto. Tal vez lo mejor sería
regresar a su casa, entrar por el portillo del fondo y quedarse a obscuras en
su pieza, pudiendo allí, sin que nadie lo viera, dar rienda suelta a su pesar.
Se lavó, alisó los cabellos, prestó oído a que nadie viniera por el
camino y apareció de pronto en medio de este, rengueando --como antes hubiera
afirmado Cacho--, molido, con agujetas que le clavaban las espaldas encogidas y
una aguja mayor ardiéndole en la herida que seguía sangrando.
12
La madre y Ernestina pasaron dos días al borde de la cama de Conejo. La
fiebre le hacía castañetear los dientes y pintaba redondeles rojos en sus
mejillas. Pero él se sentía dichoso en ese trasmundo en que flotaba llevado de
la mano de la niña de los cabellos de oro, sin sobresaltos, por extensas
superficies en subidas y bajadas que no oprimían el pecho, mecidos por apenas
perceptibles melodías, entre globos de colores inmovilizados o meciéndose en
leves cabeceos.
Dos días de fiebre con la Petaca y Ernestina anhelantes de angustia, sin
saber a qué achacar la enfermedad. Inexplicable, porque había salido al alba,
como siempre en vacaciones, en busca de Cacho. Cuando ambos se separaron,
Conejo no se quejaba de nada. Cuando la madre lo encontró a mediodía en su
pieza, estaba hecho un ovillo, tiritando y con los anchos ojos desbordando
fulgores.
¡Y en ese pueblo sin médico ni practicante, atenido a los remedios que
vendía la propia Petaca en su almacén y que no iban más allá de purgantes y
analgésicos, parches porosos y sudoríficos!
Ernestina, la prudente Ernestina, poseía un botiquín de emergencia y era
la providencia de todos.
--Y la gente se admira de que me mate trabajando --decía la Petaca esa
mañana en que el niño amaneció sin fiebre, volviendo deshecho a enfrentarse con
la realidad--. Si no pienso en otra cosa que en juntar mis pesos para llevarme
a esta criatura a la capital, para que me lo examinen los mejores médicos y ver
si de una vez por todas me lo mejoran.
--Una fiebre le da a cualquier niño --contestó sosegadamente
Ernestina--; yo creo que ha tenido un gran enfriamiento y que esto ha sido una
especie de gripe fulminante. En otro par de días va a estar como nuevo.
--Pero yo no voy a quedarme tranquila, créame, señora. No voy a estar
tranquila hasta que pueda irme de este pueblo... A veces se me le imagina que
es una condenación tener que vivir aquí...
--Por de pronto, el niño está mejor. Ahora hay que cuidar mucho que no
se enfríe; déle cositas livianas, jugo de frutas, y déjelo tranquilito, sin
mucha conversación. Yo me voy. Hasta luego, caballerito --y puso una mano
blandamente cariciosa en la frente de Conejo, despidiéndose.
La Petaca la acompañó por el pasillo, asomándose a la puerta que daba al
almacén, para llamar:
--Lindor. Venga a despedirse de la señora... Lindor...
--Ta na --contestó la Rita.
La Petaca se sofocó de indignación. Y queriendo disimular lo que
consideraba una grosería, dijo muy ligero:
--Lindor salió --para continuar conmovida--: Y muchas gracias por lo que
ha hecho por mi niño. Yo sólo le puedo decir que Dios me la bendiga. Se lo he
dicho tantas veces, pero nunca lo he deseado más desde el fondo de mi corazón.
-- ¡Vaya, Petronila! Ya sabe lo que quiero al Conejo. Es como si fuera
algo mío. Despídame de Lindor.
--Lindor... --y estallando--: Lindor me tiene hasta la coronilla... Es
el colmo que en estos momentos, en vez de estar aquí, se largue para la calle
con sus famosos amigotes y amiguitas:... El colmo. Me tiene como loca...
-- ¡Vaya, Petronila! A los hombres hay que dejarlos. No se haga mala sangre.
Cada una de nosotras tiene que soportarlos como puede. Yo también pienso que
una no es perfecta, y que ellos tienen a su vez que soportarnos a nosotras.
--No es lo mismo. Y yo no estoy para aguantar a nadie. Y menos a Lindor.
--Cálmese. Y vaya a descansar. También usted está rendida de dos malas
noches.
-- ¡Cómo estará usted, señora!
--Vaya a recostarse. Y ya todo se arreglará. Las cosas, hasta las
peores, siempre terminan por arreglarse... Tenga paciencia... Yo volveré
después de almuerzo. No creo que pase nada, pero si le nota cualquier cosa al
niño, llámeme inmediatamente.
13
Lindor encontró al señor Lorena en la estación, recién llegado en el
tren del sur, proveniente de la capital de la provincia, liado en una
conversación con el jefe y sin que de ella sacara nada positivo.
--Mire, don Lindor --llamó el jefe--, creo que nadie mejor que usted
puede ayudar al señor, al señor, ¿cuánto me dijo?
--Lorena, Pedro Lorena, representante de la Compañía de Comedias Olimpia
Lorena.
Para don Lindor fue caer en un delirio dichoso.
La compañía estaba en esa capital terminando una temporada que había
sido un gran éxito. Debía seguir rumbo al norte, para debutar a fin de semana
en otra ciudad. Estos días vacíos de compromisos, pretendía llenarlos el señor
Lorena con una gira por los pueblos de la zona, yendo de uno a otro, siempre
que hubiera ambiente propicio. ¿Qué opinaba don Lindor?
Don Lindor empezó hablando de sus mocedades, de sus aficiones, de sus
triunfos, de las obras en que había intervenido. Recitó una estrofa de
"Don Juan Tenorio", dijo una larga tirada de "Espinas de una
Flor" y prometió encargarse de todo, todo, todito. El se hacía responsable
del buen éxito.
El señor Lorena lo miraba dudoso, juzgándolo un pelma, un borrachito
cariñoso y nada más.
Pero el jefe le aseguró formalmente:
Si don Lindor asume la responsabilidad, puede usted descansar tranquilo,
anunciar su función y tener un lleno.
Don Lindor trazó un plan, y, por primera providencia, llevó al señor
Lorena al correo, presentándoselo a María López, a misiá Melecia, a Liduvina,
orden de precedencia que engarabitó a las hermanas. Lo llevó donde don Rubio,
donde las Larrondo, y, en el colmo del entusiasmo, lo llevó a su almacén, con
el resultado de una trifulca mayúscula con la Petaca, que no porque aún Conejo
convaleciente estaba en su pieza y podía oírla, acalló sus gritos, terminados
como terminaban ahora, no por la presencia del niño, sino porque el corazón
empezaba a tabletearle ahogándola.
La gerencia, con la intervención de Reinaldo, facilitó uno de sus
grandes galpones para improvisar un teatro. El propio Reinaldo se encargó de la
iluminación. Don Lindor y una comisión de señoritas, entre las que se contaba
Liduvina --desafiando los vinagres reprobatorios de misiá Melecia--, vendieron
las entradas yendo de casa en casa. Los artistas fueron alojados donde las
Larrondo, y por la tarde del gran día reinaba en el pueblo una agitación
desusada, un ir de mozos de las casas al galpón llevando sillas, un asomarse
caras curiosas a puertas y ventanas para ver tanto traqueteo, gentes que
llegaban de los fundos en toda suerte de carruajes, en filas de caballos y
hasta en las sólidas mulas montañesas de firme paso.
Ni siquiera para las elecciones se había visto en Colloco una animación
igual.
14
La enfermedad de Conejo había ensanchado el zanjón tan inesperadamente
abierto entre los niños. Del lado de allá estaban los años resplandecientes en
el compañerismo confiado, limpio de toda reserva. Del lado de acá estaban ambos
cohibidos, sin saber cómo conversar de cosas que fueran sin importancia,
acuciados por la necesidad de hablar de la niña de los cabellos de oro y sin
atreverse ninguno a tocar el tema que les ardía en la mente.
Mientras Conejo estuvo enfermo, Cacho no se movió de su casa, imperativamente
prohibido por Ernestina de abandonarla, temiendo la madre que ambos hubieran
cogido una fiebre infecciosa y que en su hijo pudiera aparecer de repente. Ya
mejor Conejo, reponiéndose en una lenta convalecencia que parecía haberlo
devuelto a su época de reposo, perdido en ensoñaciones, Cacho iba a
acompañarlo, pero cuando no Ernestina, estaba presente la Petaca o la Rita y
hasta don Lindor, llamado a instantáneas constricciones y vanos propósitos de
enmienda par alguna reciente pelotera conyugal.
Conejo demoraba reanudar la existencia de antes. No le interesaba si
campo, ni la montaña, ni la sellada vida en el abra. Sólo aspiraba a quedarse
quieto en un sillón, junto a la ventana de su pieza, o en la galería; o en el
corredor que daba al huerto, o, cuando más, bajo los robles del fondo del
patio, cercanos a la tapia y al portillo de sus escapadas.
Seguía deleitándose con sus pensamientos íntimos, pulpa amarga de
humillaciones, monólogo interminable referente a la niña de los cabellos de
oro, pero dirigido a ese pobre ser presuntuoso que era él mismo, ¡un
desgraciado que creyó ser con Cacho su único compañero. Un flacuchento, un
rengo deforme, un bicho para arrastrarse por el suelo. Capaz sólo de sufrir por
ella, sin que jamás llegara ella a saberlo. Porque nunca volvería a verla, de
eso estaba seguro. Nunca volvería al abra. Su pata renga iría adelgazándose por
días, perdiendo fuerzas, y sería tan lindo morirse, quedarse dormido y no
despertar nunca. No despertar con la randa de luz amarillenta en la ventana y
los pájaros frenéticos de canto en espera del sol; despertar un tanto confuso,
subconscientemente sabiendo que al moverse en la vigilia algo iba a dolerle.
Nada, de nada serviría ese día vacío de esperanzas. ¿Por qué esforzarse en
ponerse en pie, apoyar la pierna y avanzar, balanceándose, un paso? ¿Rumbo a
qué? Vestirse trabajosamente, hacer los pequeños deberes hogareños que la madre
exigía e irse a casa de mamá Ernestina, ¿a qué? A sufrir viendo a Cacho que
también sufría, que iba de un lado a otro, que lo miraba dubitativo, que de
repente exclamaba:
-- ¡Porra! Hay que inventar algo.
Manera suya de zambullirse en el juego, en la lectura, en el estudio, en
lo que fuera, pero que esta vez bien sabían ambos que sólo respecto a una cosa
había que inventar algo. Y además --creándole un pan de hielo en el estómago--
estaba el pavor de encontrarse con don Reinaldo poseedor del secreto clave de
su desdicha.
Al correr de las horas, los simples hechos iban deformándose: la niña de
de los cabellos de oro era más que una aparición radiante, que la compañera
adorable de sus juegos: era la novia en un cielo de limpia. ternura, sin que
jamás hubieran cambiado palabra al respecto; pero el sabía cómo era de certero
el sentimiento que le llenaba el corazón "para la vida entera" y cómo
ella recibía ese silente mensaje, lo comprendía y lo aceptaba,
muy serios los ojos, réplica del azul de los nomeolvides, por la boca estampada
una sombra de sonrisa.
La novia para ir por la vida de la mano, abra inmensa, con césped:
mullendo los pasos y en torno, lejana y presente, la polifonía del viento los
pájaros en los árboles. ¡Qué importaba la diferencia de edad! Ya crecería, él
estudiaría, sería un hombre.
Eso era lo que ella había traicionado. Sus flores, sus pobres violetas
prendas de amor, las desdeñaba entregándolas a cualquiera. Nunca puso en duda
que las violetas vistas en la solapa de don Reinaldo fueran las suyas.
Sumía la cabeza en los hombros enflaquecidos, dando vueltas y más
vueltas al calidoscopio alucinante en que todas las imágenes se teñían de
sombrías tonalidades.
Abandonado a sus propias iniciativas, Cacho se dedicó a buscar por el
pueblo a la niña de los cabellos de oro. "Porque no iba a comérsela la
tierra", se decía, repitiendo sin saberlo la frase de misiá Melecia. Fue a
la estación al paso de todos los trenes, sitio donde se organizaba un paseo,
donde las señoras y las muchachitas del pueblo iban a lucir sus galas, a
curiosearse unas a otras, a saber quién se iba y quién llegaba, y, en esa época
de vacaciones, a ver a los dueños de los fundos, a las señoras y sus invitados,
a las niñitas que habían crecido tanto, a los muchachos ya de pantalón largo,
gozosamente recibiendo el halo de esa otra vida mundana y opulenta.
Cacho fue a toda hora, hallándose allí con compañeros de colegio a los
que no le ligaba mayor amistad, exclusivista como era la suya con Conejo. No
iba a hacerles preguntas que los pusieran sobre una pista.
Se asomó a la cocinería de don Rubio, a la fonda de las Larrondo, dio
vueltas por el pueblo, calle arriba, calle abajo, concienzudamente
recorriéndolas todas. Hasta que una tarde en que vio muchos autos y coches
alineados en la cuadra del correo y no pocos caballos atados a los palenques
cercanos, se coló en la oficina de rondón por entre el grupo de hombres para
encontrarse con la niña de los cabellos de oro, de pie tras el mostrador, con
el aparato de los auriculares en una mano y en la otra un lápiz, mientras oía a
un señor que algo estaba explicándole. Oyéndolo distraídamente, vagando sus ojos
por el apretujado gentío en espera de que misiá Melecia abriera el ventanillo y
repartiera la correspondencia. Se encontraron sus miradas.
Cacho muy
pasmado. Ella sorprendida.
"¡Porra! Es la telefonista...", se dijo el chiquillo.
Ella lo miró seria y, queriendo continuar el juego, lentamente se llevó
el lápiz hasta los labios, cruzándolo allí junto con el índice alzado en un
gesto de silencio... Cacho bajó los párpados asintiendo, se deslizó de nuevo
entre la concurrencia y a todo correr tomó rumbo hacia la casa de Conejo.
Soltó como una bomba la noticia:
--Es la telefonista, ¿sabes? La telefonista, la que mandaron al
correo..., es ella misma...--Pero calló cohibido porque la expresión de Conejo
cambiaba, se contraía, se hacía dura, y también duramente su voz contestó:
-- ¿Y a mí qué me importa? Nada de todo eso me importa, ¿entiendes? No
me importa nada...
Bajó la cabeza y se sumió en la contemplación de una hormiga que
trabajosamente arrastraba un trozo de azúcar.
Cacho lo miraba a hurtadillas a la vez que cavaba un hoyo en el suelo
con la punta del zapato. ¡También a este porfiado quién iba a sacarle palabra
cuando no quería decirla! ¡Que se fregara entonces! ¡Por chinche! Pero
inmediatamente se sobrepuso el viejo compañerismo.
-- ¿Quieres que juguemos al ludo? Voy de una carrera a buscarlo a tu
pieza.
--No quiero nada --contestó el otro desabridamente--; quiero que me
dejen solo reventar en paz.
-- ¡Porra! --y al rato, como lo viera seguir con la cara gacha-- :
Bueno: me voy para mi casa. Hasta luego.
Y se fue por el portillo, arrastrando los zapatos, rabioso, desolado,
sin saber qué hacer. Porque algo había que hacer, pero en verdad no sabía qué.
Al cerrar el portillo se volvió a mirarlo. Lo angustió aún más el
aflojamiento muscular de la figura desplomada en el sillón.
--¡Porra! ¡Y más porra! --y siguió arrastrando los zapatos cuando no
dando puntapiés iracundos a las guijas, camino de su casa.
15
La víspera de la función hubo en el almacén una escena inusitada. Don
Lindor sacó pecho y voz, bajó las manos de las solapas y las metió en los
bolsillos, abrió mucho los párpados y anunció a la Petaca que iba a traer a
comer a varios amigos, viejos compañeros de sus escarceos teatrales, a los que
quería festejar.
--Aquí no viene esa mugre --contestó perentoriamente la mujer.
--Mire, Petronila, ya me estoy cansando de aguantarle sus ideas. No
abuse. A estos amigos ya los invité y usted no puede hacerme quedar mal. Un
plato de sopa, unas empanadas, su postrecito y un trago no se le niegan a
nadie... Ya está, Petronila, ¡no sea así!
--Aquí no viene esa mugre. Se lo digo por última vez. Esta es mi casa y
aquí mando yo.
--Creo que también es la casa mía --dijo don Lindor con altivez, pero
chillando para que no se le aflojara el tono--. Y si usted manda, también mando
yo.
--Atrévase... So holgazán, como si algo hiciera de provecho. Era lo que
me faltaba por oír. Salga para allá, váyase con sus amigotes y déjeme
tranquila.
Don Lindor no se iba. Y de repente, chillando como un condenado, quiso
hacerle frente y amilanarla:
--En esta casa soy el dueño, el hombre. Mando yo. Estoy hasta aquí de
que no me considere nadie. Peor que perro. Como basura. Sin tener derecho ni
siquiera para convidar un amigo. Voy a mandar yo, entiende, yo, y a hacer lo
que se me le dé la gana... Hasta la coronilla estoy con usted y sus malos
modos...
--Atrévase a seguir gritando. De un sopapo lo dejo en la calle. Sin
vergüenza, asqueroso... Salga de aquí...
A don Lindor le dio miedo verla avanzar resueltamente, hecha una
ventolera, con los ojos estrábicos y en la boca un gesto feo que le atirantaba
el labio superior, mostrando los dientes como perro al cargar. Tuvo miedo. Sacó
las manos de los bolsillos, se aferró a las solapas y retrocedió,
arrinconándose en un ángulo de la cocina, rumiando su fracaso. Al poco se
deslizó hacia la calle y no volvió hasta el amanecer, completamente borracho.
La Petaca lo esperaba en vela, dando vueltas silenciosas por la casa,
atenta a rumores, ahogada, furiosa y proyectando empezar al día siguiente mismo
a vender todo aquello, deshacerse como fuera del almacén, de la casa, de todo,
e irse a la capital, manera que estimaba única para librar al marido de una
completa perdición y de hallar para el niño una posible mejoría, dándole además
la educación que ella quería darle.
Al día siguiente fue a consultarse con Ernestina, paño de lágrimas de
todos sus calvarios.
--Yo no había querido tomar ninguna resolución por flojera, señora. Una
acaba por acostumbrarse hasta a las peores cosas. Pero este hombre se está
rematando. Yo no quiero que el niño sepa de estas cosas. Lindor agarró esto del
trago y cada vez está peor. Anoche me llegó como cuba. Mejor dicho: llegó hoy
con día claro. Y con Conejo otra vez enfermo, y yo que no me aguanto, no voy a
poder seguir tapándole al viejo asqueroso. ¡Ay! ¡Señor!, ni sé lo que digo...
--No es cosa que se pueda hacer de un día para otro, Petronila. Vender
su negocio no es fácil, porque usted ahí tiene metida mucha plata y no va a
tirarla por la ventana con los apuros. Usted también lo ve todo a la
desesperada. Puede ser que esta lesera se le pase a Lindor. Tenga paciencia.
--No quiero tener paciencia. Ya se me acabó la paciencia. Lo que quiero
es irme. Me ha dado como una desesperación, señora. Fíjese: el marido tomando,
el hijo otra vez enfermo y yo como una bestia de carga, trabaja y trabaja, peor
que mula de noria, sin atender al niño ni al padre. A veces me hago el cargo de
que los dejo muy abandonados, pero es que el almacén se me vuelve un quintral
si yo no lo atiendo y se me le va al hoyo. Y yo quiero plata, juntar harta
plata para poder irme.
--¿Por qué no busca un buen empleado, una persona que la ayude en todo?
--¿Para tener otra boca que quiera vivir de mí? No, señora, ya sé para
lo que sirven. De estorbo.
--Es que usted no puede seguir haciéndolo todo, Petronila. Se está
matando. Tiene que darse a la razón.
--Lo que sé es que quiero irme. ¿Usted qué me aconseja? Usted tiene
criterio formado y sabrá aconsejarme.
Ernestina la miró pensativamente. Deforme, como hinchada, vestida
limpia, pero de cualquier manera, sin coquetería alguna, las facciones perdidas
en napas de grasa, en los ojos un temblor que no dejaba un instante fija la
mirada, las manos haciendo gestos nerviosos, anhelante la respiración y un feo
jadear en el pecho.
--Creo que ante todo usted debe cuidarse, Petronila. No le hallo buen
aspecto. ¿Por qué no suprime por un tiempo el restaurante, la fiambrería, los
dulces? Eso solo la aliviaría mucho. Un par de meses con ese descanso la haría
otra. Está con los nervios rotos. Y creo también que debe ir al pueblo a
consultar médico. Esta gordura suya me parece sospechosa. Usted misma dice que
no es comedora. Entonces tiene que ser algo que no le funciona bien. Por de
pronto, coma sin sal, tome poco líquido. No me atrevo a darle ningún remedio. Y
en cuanto al almacén, creo que lo mejor es que le consultemos a Reinaldo y que
éste hable con el patrón. Ya sabe que al patrón le gusta elegir él mismo la
gente que viene a radicarse en el pueblo.
16
--¿Qué estás haciendo aquí? Yo creía que te habías ido a acompañar al
Conejo --preguntó Ernestina horas después, al hallar a Cacho en si pieza,
hojeando distraído una revista.
--El Conejo está de mañoso y no quiere que lo acompañe --murmuró con mal
modo Cacho.
--¡Vaya por Dios! Lo que falta es que a los años hallen gusto en
pelearse. El pobrecito no puede estar muy contento. Una gripe deja muy
apaleado. Hay que acompañarlo, distraerlo, ir a jugar con él, llevarle algún
regalito. Yo tengo que ir al centro, me acompañas y de paso vemos en la
cigarrería si hay alguna cosita que pueda serle de agrado. Una linda caja de
lápices de colores. O un cortaplumas que le sirva para sus trompos.
Cacho se quiso hacer rastras, pero en el fondo padecía ese estado de
ánimo en que se desea que otro inicie la actividad. Roído por las dudas,
hilvanando en cada momento un proyecto más descabellado que el otro: ir donde
la niña de los cabellos de oro y enrostrarle airadamente su proceder, contarle
todo a su madre, que con esa manera suya, tan blandamente serena, era capaz de
hallarle arreglo al asunto, aunque en él estuviera metido el padre. Volvía a su
primera idea de hablar con la niña de los cabellos de oro. Pedirle que fuera
subrepticiamente por el portillo a ver a Conejo, a darle una explicación. Inmediatamente
pensaba que lo más acertado era recurrir a su madre y que ésta indagara el
origen de las violetas. Se perdía en cavilaciones, andando con los mismos pasos
sobre la misma curva hasta cerrar el círculo y en el punto inicial
desesperarse. No es lo mismo librar batallas contra hordas de salvajes ni
saltar a la cubierta de empavesados barcos piratas que entenderse con un ser
real, como Conejo, empecinado en demorarse, en permanecer en su desgracia.
Ernestina hizo sus compras en el centro, y asesorada por Cacho adquirió
un espléndido cortaplumas con diversas hojas de distintos tamaños, de nácar por
fuera y en un estuche de cuero. Una joya que Cacho apretaba en su mano, en el
fondo del bolsillo, adjudicándole un poder de vara de la virtud, capaz de hacer
volver a Conejo instantáneamente a la salud, al buen humor, a las carreterías
gloriosas, borrando lo pasado, volviendo la vida al punto exacto en que se
había echado a perder. Ni más ni menos.
"Varita de la virtud, por tu poder vas a hacer que el Conejo sea el
de antes", se decía, andando muy formalito al lado de la madre, que iba
lindamente sonriendo a los conocidos. Y también él, mecánicamente sonriéndoles,
y, a la par que ella, saludándolos.
Conejo estaba en la galería con don Lindor, recién salido éste del sueño
de la borrachera, melindroso, cargado de reproches propios y ajenos, que no
sólo la Petaca había dicho lo que le correspondía, con una inusitada mesura,
trasunto de los consejos de Ernestina, y que tuvo el don de conmoverlo hasta
las lágrimas, sino que hasta la Rita le había dicho al pasar, con mucho apuro,
asustada ella misma de su atrevimiento:
--Ta güeno que la corte, patrón...
Y Conejo, tras mucho mirarlo, terminó por murmurar dulcemente,
anegándolo en el hondo amoroso resplandor de sus ojos, enormes en la carucha
adelgazada:
--Por favor, no la haga sufrir a la mamá...
Con lo que a don Lindor se le derrumbó el castillo de naipes tras el
cual se había parapetado siempre, convencido de que Conejo nada sabía de sus
andanzas. Y se sintió miserable en descubierto, como desnudo, sin saber qué
hacer, con ganas de echarse al suelo como un perro y lloriquear su humillación
o hacer un foso con sus propias manos y enterrarse allí para siempre. ¡Dios
mío! ¿Qué hacer? ¿Qué decir? ¿Qué contestar a Conejo? ¿A Conejo, que había
dicho esas palabras, sacándolas trabajosamente de su deseo de no herir al
padre, de proteger a la madre, de ser parcial e imparcial, cierto de que no
debía callar más haciendo como que no sabía ni oía debilidades y reyertas, pero
también de súbito convencido de que no podía dejar a la madre debatiéndose sola
contra su infortunio?
Del almacén llegó Ernestina con Cacho y la Petaca. Muy sonreídos y
charladores. Con una fuerza vital que borró la angustia en que se ahogaban
padre e hijo.
--Los paso a buscar yo en el coche. No me va a negar este gusto,
Petronila. No me diga que no, porque no lo acepto. Una ocasión como ésta no la
vamos a perder --decía Ernestina con una vehemencia ajena a su carácter,
imponiendo su voluntad y queriendo disimularla con ese jovial impulso de
entusiasmo.
--Pero, ¿y el almacén? Le había dado ya permiso a la Rita y al Venancio
para que fueran ellos a la función --contestó la Petaca.
--El almacén se cierra. ¡Que se vaya al diablo! Usted se me viste con
los trapitos del fondo del baúl, don Lindor se pone el traje nuevo, al Conejo
me lo arregla como usted sabe arreglarlo, yo me emperifollo como corresponde.
De Reinaldo y el Cacho me ocupo de que vayan como soles y hacemos una entrada
triunfal en el teatro. Misiá Melecia va a tener para hablar un año y un día de
nosotros.
Don Lindor la oía embelesado. Esta señora era un tesoro. No era ya que
él la quisiera y la respetara: la reverenciaba. Todo se le ocurría. Hasta
convencer a la Petronila de que había que ir al teatro. Una reina. Eso era. La
reina de Inglaterra.
La Petaca sonreía complaciente, ganada por ese entusiasmo. Conejo sabía
que ese tono, en mamá Ernestina, era ficticio. ¿Por qué toda esa farsa? Cacho
esperaba impaciente el momento de ofrecer su regalo.
Conejo dijo:
--Yo no quisiera salir. Me puedo quedar en la casa, me entretengo con
algún libro. No quisiera salir.
--Usted va a salir, caballerito, va a ir con nosotros a ver, ¿cómo se
llama lo que dan?
--Usted debe saberlo, don Lindor, la comedia esa --continuó Ernestina
con el mismo tono retozón.
--"Amores y Amoríos" --apuntó don Lindor, muy almibarado.
--Eso mismo. Y nosotros los venimos a buscar. Ya está todo dicho y todo
resuelto.
--Mira, para ti --dijo Cacho, colocando el cortaplumas en la mano de
Conejo.
Que lo miró con un súbito relámpago de gozo. Que deliberadamente al
sentirse alegre, se dejó resbalar a la tristeza, dándole las gracias con una
sonrisa de desvanecida melancolía.
17
En Reinaldo el amor por la muchacha había superado la era contemplativa.
No se contentaba ya con mirarla de lejos, cambiando con ella el
convencionalismo de frases hechas a través del teléfono y las otras frases no
menos rituales que se cruzaban en el correo, entre la gárrula presencia del
gentío, la inquisitiva mirada de misiá Melecia, siempre en acecho, y una
especie de complacencia de la Liduvina en el interés creado en torno a María
López, y a cuyo retortero se ufanaba como de algo que le perteneciera.
Hacía tiempo que no se preguntaba Reinaldo cómo serían las otras
mujeres. Había conocido tantas y de todas había sacado igual ceniza de hastío.
Ese conocimiento le servía para cumplir un rito viejo como el hombre. Respecto
a María López no se formulaba pregunta alguna. Su estupefacta primera reacción
fue recrearse en la certidumbre de su amor por ella, desde una distancia en que
ni la sombra de un pensamiento pecaminoso rozó la sombra de la muchacha. Fue
una larga época de bienaventuranza, éxtasis lindante al arrobo místico.
De estratos desconocidos empezaron a aflorar en su conciencia deseos al
principio vagarosos, nieblas que se fueron uniendo a otras nieblas hasta darle
la certeza de su ansia de abordarla, de acercarse a ella, de conocer su vida,
de ofrecerle su compañía, su amistad. La concreción de ese deseo lo desazonaba
profundamente y se esforzaba por ahuyentarlo, por hacerlo desaparecer en los
profundos meandros de donde había surgido. Pero sabía que el ansia estaba ahí,
como ente en un ámbito obscuro, peligro de asalto que obliga a la tensa
inmovilidad y al otro pavor aún mayor de chocar en cualquier movimiento con su
geografía ilimitada, hecha de no se sabe qué ignorados elementos.
Conscientemente se decía que esa amistad era imposible. ¿Cómo llegar
hasta ella? El único camino que le parecía hacedero era introducir a la
muchacha en su propio hogar, haciendo que ella y Ernestina se amistaran.
Proyecto que desechaba al recordar desalentado la cortesía de su mujer, su
buena educación, su sonrisa bondadosa, su largueza para prestar servicios y su
cerrazón absoluta a amistarse con nadie. Ella vivía limitada por natural
disposición a las fronteras de su hogar, a una existencia sin amigos. Y él
directamente, ¿qué podía hacer? ¿En qué plano, haciendo gala de qué afinidad
podía llegarse a María López? Se daba cabal cuenta de lo que significaría en el
pueblo cualquier acercamiento entre ellos. ¿Dónde iba a verla? ¿En medio del
campo? ¿En casa de ella?
La muchacha tenía por hábito salir después de almuerzo, a veces del lado
del río en el valle, con el aparejo de pescar a cuestas, dándose luego a la
paciente espera de un-salmón que picara; otras veces tomaba montaña arriba para
volver cargada de flores, de hierbas, de plantas, con pajillas o pinochas en el
pelo, y los tobillos, cuando no las alpargatas, cubiertos de barro. Lo que lo
hacía suponer que se deslizaba por el barranco hasta el río, en que el fondo de
la hondonada cobraba su belleza mayor.
A caballo o en auto podía a veces seguirla de lejos. Un día pudo más en
él su ansia que toda prudencia y se le acercó saludándola y preguntándole si no
podía llevarla en el coche a donde fuera. Ella siguió andando con su largo paso
gimnástico, volvió la cabeza en escorzo para que le viera a fondo la seria
expresión de sus ojos y le dijo que no; que muchas gracias, que lo que deseaba
era caminar sola y en paz. Recalcó con una habilidad de actriz las dos
palabras: "sola" y "paz"
Para Reinaldo fue como si le hubiera dado un mazazo en la cabeza. No
reaccionó por el lado de la humillación ni de la soberbia: se quedo anonadado,
reconociendo que tenía ella razón. ¿Con qué derecho iba mezclarse a su vida?
¿Qué podía ofrecerle? En ese medio pueblerino, entrecruzado de chismes, de
melindres, de suspicacias, de gentes aburridas dispuestas a sacar provecho de
cualquier acontecimiento: ¡qué rica presa, qué suculento trozo para dar en él
dentelladas, la noticia de Reinaldo y María López paseando por la montaña
amartelados!
La circunstanciada razón, la burguesa medida, los cánones divinos y los
convencionalismos humanos estaban en su contra. Los aceptaba, aunque en su yo
más íntimo una poderosa voz, tan poderosa que a pesar suyo llegaba a su
conciencia, se argüía contra todo ese cúmulo de barreras lanzándoles un reto.
Pero la firme decisión de la muchacha, las dos palabras, "sola" y
"paz", su tintineo de metal verdadero, le hacían sentir que había
muros para siempre entre ellos.
Marta López, que quería estar sola y en paz. No en relación únicamente a
él, sino al resto del pueblo y tal vez del mundo, sola y en paz consigo misma,
dentro de normas prefijadas por una voluntad sin fallas.
De eso, y no sabía por qué laberínticas deducciones, Reinaldo también
estaba seguro.
18
Misiá Melecia pretendía ser la primera en llegar. Desde temprano empezó
a urgir a la Liduvina, aturdida con los apurones, oyendo a la hermana repetir
con insistencia maníaca:
--No te espero más. Me voy. Me voy. No quiero perderme un detalle.
Misiá Melecia quería irse, estaba por irse, sentía el ímpetu de irse, se
iba, pero se demoraba esperando a la Liduvina, porque en el fondo abrigaba la
sospecha dé que ésta se retrasaba deliberadamente, con la intención de hacer
pareja con la María Nadie del lado, en cuanto ella se fuera.
"Capaz es la necia de hacerlo", se decía para su capote,
arreciando al mismo tiempo sus apuros.
Con lo que salieron rumbo al teatro con una hora de anticipación,
hallando para su pasmo desierto el pueblo, cerradas persianas y puertas,
cerrado el comercio, las aceras sin viandantes y lasa calles libres de
vehículos y cabalgaduras.
Apareció al final de una calle, casi en las afueras del pueblo, la
bodega empavesada de banderas, banderolas y banderines, con dos focos
convergentes que iluminaban el cartel en arco de entrada. Donde, entre
arabescos, cuernas de la abundancia y antifaces, dos posibles musas sostenían
las letras testimonio de que aquélla era la Compañía de Comedias Olimpia
Lorena. Todos los vehículos y las cabalgaduras ausentes de las calles estaban
allí estacionados, casi impidiendo el paso, y aun de lejos se sentía bullir en
el improvisado teatro una multitud en espera impaciente.
Misiá Melecia creyó morirse del disgusto y toda sofocada quería apurar
el paso, reprochar a la Liduvina, indignarse contra los otros. ¿Qué diablo de
apuro les había agarrado, si eran las ocho y la función estaba anunciada para
las nueve? ¿A qué hora habían comido? ¿O era que estaban con las tripas vacías?
Pero ¡qué gente sin consideración! Ella, ¡que esperaba ver la llegada de todos
y tener tema para el resto del año! Ya no se podía contar con la buena crianza
de nadie. Y todo era culpa de esta desgraciada de la Liduvina que echaba una
eternidad en arreglarse, como si al fin no quedara lo mismo de adefesio. Y en
su soliloquio le echó una mirada reprobatoria a las zarandajas que por todas
partes se había distribuido y a los crespos que tanto tiempo había demorado en
hacerse. ¡Tonta presuntuosa!
Luchaba entre su deseo de pararse en medio de la acera y enrostrarle su
demora y el deseo de apurarse cada vez más para ganar la bodega, donde
--¡gracias a Dios!-- aún se veía gente que llegaba.
Unas cuantas últimas zancadas la dejaron bajo el arco y frente a una
improvisada garita en la cual el señor Lorena oficiaba de boletero. Cambiaron
una sonrisa, un saludo de fina amistad, y misiá Melecia se quedó esperando que
la Liduvina entregara las entradas. La Liduvina esperaba lo mismo de ella, y al
fin dijo:
--Pero, Melecia, pásale las entradas al señor.
Con lo que vinieron a darse cuenta de que ninguna las tenía, lo que se
reprocharon sin muchos ambages: que yo te las di a ti, que yo las dejé sobre la
cómoda para que tú las trajeras, que no sé dónde tienes la cabeza, que vaya por
Dios que eres necia, y que mejor te calles y no seas grosera.
Punto en el cual intervino el señor Lorena, diciéndoles que pasaran no
más, que él bien sabía que habían tomado entradas y que un olvido, así era
excusable y podía ocurrirle a cualquiera.
Misiá Melecia pasó el arco, tropezó en el umbral del portón y ya
adentro, pero sin avanzar, fisgoneó rápidamente el panorama.
¡Ya lo había pensado ella! Los de los fundos no habían llegado todavía.
Todos los asientos de las primeras filas estaban vacíos. Esos que correspondían
a las localidades más caras. En las otras que las seguían en precio, el público
dejaba ya pocas ralas, y en los costados se apretujaba una densa multitud en
improvisada gradería --tres escalones que no daban una sensación muy firme--,
en la cual estaba todo el pueblo, de, medio pelo para abajo.
Medida dada por misiá Melecia: obreros, peones, campesinos, todos bulliciosos,
endomingados, rebosantes de inocente felicidad y ardidos en curiosidades por
aquello que iban a ver, muchos por primera vez, que el conocimiento general
llegaba hasta el circo trashumante o el cine portátil.
Dos niños, hijos de los artistas, hacían uno de acomodador y otro vendía
chocolates y caramelos, gritando éste su mercancía con un pregón largamente
modulado, que tornaba ininteligibles las palabras. Pero era evidente la venta
por el cajoncillo que le colgaba del cuello, desbordante de paquetes en sus
prometedores envoltorios colorinches que obligan al público a vaciar los
bolsillos, acuciados por la golosina.
Misiá Melecia echó una mirada rápida. Y alargó el morrito porque dos
nuevas musas que estimó demasiado "piluchas" formaban otro arco al
escenario, cerrado por una cortina de terciopelo rojo, cuyas estrías calvas
testimoniaban lo lejano de su grandeza.
Se volvió, agarró del brazo a la Liduvina y deshizo camino hasta enfrentar
sonriendo al señor Lorena, sorprendido de ver juntos tantos dientes amarillos,
y le dijo:
--Vamos a esperar un ratito aquí a unos amigos con quienes tenemos que
juntarnos.
Manera de montar guardia y ver la llegada de los que faltaban y que era
lo más salado del espectáculo.
Frenó silenciosamente el auto de Reinaldo y empezaron a bajar sus
ocupantes: Ernestina y Cacho, la Petaca, don Lindor y Conejo. Reinaldo partió a
estacionar el coche en algún sitio, donde pudiera, que cercano estaba todo
atestado. El grupo se quedó esperándolo junto a la boletería.
Saludaron las hermanas, contestaron los otros y misiá Melecia se hizo
sus reflexiones:
"También eran ideas de esta Ernestina, siempre tan parada y de
repente se acompaña con la Petaca. Y todo por la amistad de los
chiquillos".
Esas juntas no le gustaban. Como si en el pueblo no hubiera niños más de
familia para compañeros de Cacho. Y la pobre Petaca como chancho de gorda, que
ya parecía reventar, y tan ordinaria. ¿Y el marido? ¡Qué facha! ¡Y el pobre rengo
cada día más esmirriado, una pizca de criatura! La verdad era que la Ernestina
parecía a veces loca rematada al presentarse con esa familia. Con tanta buena
gente que había para hacer relaciones. ¡Claro! ¡Como ella estaba por encima de
todo! ¡Eso se creía la presuntuosa! ¡Era una "creída" y nada más!
Pero no pudo seguir en sus observaciones. Volvía Reinaldo a grandes
trancos, coincidiendo con la llegada de María López.
Misiá Melecia por primera vez en su vida no frunció el morrito
empujándolo hacia adelante. Abrió grande la boca. La abrió. Se le quedó
abierta, caída la mandíbula: porque esto sí que era para abismarse. María López
vestida de negro, como Dios manda, con pollera y blusa, con medias, con zapatos
de taco alto, lisa la melena bajo un pequeño sesgado pañuelo gris que le
sujetaba las crenchas justo a la altura en que nacía el flequillo, con un
gruesa cadena de oro alrededor del cuello y en la mano una cartera y un chal
también gris. Fina y llena de señorío. ¡Para no creerlo!
Ernestina la miró morosamente, sin curiosidad, como miraba ella todo:
comprobando que estaba allí, que era agradable y discreta. ¡Qué mala la gente
del pueblo diciendo esto y murmurando lo otro respecto a la muchacha!
Don Lindor entrecerró los ojos, se aferró a sus solapas y esbozó la más
fina de sus sonrisas al saludarla. La Petaca la miró sin saber quién era, sin
identificarla con la rubia platinada de las alusiones del marido. Reinaldo se
detuvo, seca la boca, con una fina aguja clavada en el pecho, saludando
torpemente. Cacho balbuceó un enredado:
--Buenas noches.
Todo hubiera pasado naturalmente. Un grupo de personas que en la entrada
de un teatro cambia un saludo cortés con una conocida. Pero la muchacha,
súbitamente viendo a Conejo escondido tras el volumen de la madre, a Conejo que
la había visto, al chiquillo que como el hombre tenía la boca seca y en el
pecho un aguja dolorosa atravesándole el corazón, a Conejo que trataba de que
ella no lo viera y al que había visto y al que se acercó, incontrolada por la
sorpresa, diciendo alegremente:
--Conejo, al fin te encuentro. ¿Cómo estás? ¡Fue todo tan rápido.!
Cacho dio un paso para advertirla de que trasgredía promesas. Conejo
alzó la cabeza mirándola admonitivamente. La Petaca preguntó:
--Y usted, ¿quién es?
--La señorita es la señorita telefonista --dijo, hecho merengues, don
Lindor.
La Petaca relampagueó sus azabaches en la mirada, preguntando a María
López:
--¿De dónde conoce usted al Conejo?
No contestó María López. E hizo el gesto que desató la tempestad: puso
una mano sobre el hombro del niño.
--¿Se conocen de dónde? ¿Cuándo has hablado tú con esta mujer?
--insistió con creciente ímpetu la Petaca--. Contesta... ¿Dónde? ¿Así que
tienes estas amistades a escondidas? Hable, le mando...
--Pero, mamá... --balbuceó Conejo.
--Saque usted su mano, no toque a mi niño... --gritó sin control la
Petaca.
--Pero, Petronila, no sea así... --intervino balbuciente don Lindor,
--Soy como me da la gana --contestó la Petaca, siempre gritando No le
basta manosear a todos los hombres para también agarrársela os los niños...
--Eso, eso es... --gruñó misiá Melecia desde su recuperado morrito
--¡Que al fin haya alguien que le diga las verdades!...
--Pero, señora... --pudo decir María López, que se había quedado
desconcertada, sin saber a quién atender y sin saber tampoco por qué le caía
encima ese aluvión de palabras.
--Usted se calla, Melecia, y usted también, Petronila --intervino a su
vez Reinaldo violentamente, queriendo volverlas a la razón.
En la bodega, algunos habían oído las voces y prestaban oído. Misiá
Melecia chilló ya en pleno histerismo:
--Mala pájara, María Nadie, al fin. Habría que echarla del pueblo.
Fuera...
Adentro una mujer chilló a su vez:
--Fuego... --Hubo un sobresalto general.
Un hombre quiso aplacar la alarma:
--Por favor, no se muevan. No hay nada. No pasa nada.
Conejo se aferraba a las faldas de la madre, cerrados los ojos, con la
angustia de vivir la peor pesadilla. Cacho se le había acercado mirando a uno y
a otro sin atinar a explicarse nada.
--Pero cállese, Melecia. Cállese, ¿entiende? Y usted, Petronila ¿Se han
vuelto locas? --insistía también a gritos Reinaldo.
--Mala pájara. Que se vaya del pueblo... María Nadie... Habría que
echarla... Fuera... Fuera...
--¡Fuego! ¡Fuego! ¡Incendio! --gritó de nuevo la mujer que seguía
prestando oído a las deformadas confusas voces que llegaban del exterior. Y en
la concurrencia, ya desasosegada, hubo un eléctrico sobrecogerse, un pánico, un
levantarse todos simultáneamente, un empujar y gritar y tropezar y caer y no
saber nadie lo que pasaba, y un hombre grandote, una especie de hércules
montañés, abrirse de brazos en la salida y repeler la multitud vociferando:
--Pedazos de animales, si no pasa nada, si no hay incendio...
Se abrió con violencia el telón y uno de los actores habló inútilmente
de que nada pasaba, de que por favor tuvieran calma, de que no había peligro
alguno. Que no había fuego. Que no había incendio.
El torrente humano pudo más que el hombre que quería detenerlo con los
brazos extendidos y se vació desordenadamente afuera, volteó la casilla de la
cual había salido despavorido el señor Lorena. Lloraban los chiquillos; los
hombres, entre asustados y cohibidos, enrostraban a las mujeres sus nervios.
Había manos magulladas, preguntas, explicaciones, arañazos, una muchacha con un
pie a rastras, y adentro, en el escenario, el actor y sus compañeros, ya sin
saber qué hacer, mirando el desorden de las sillas derribadas y de los pocos
rezagados a los cuales el miedo no contagiara, en un último alarde de
serenidad, empezaron temblorosamente a entonar el himno patrio.
--Pero ¿qué ha pasado? --repetía insistentemente alguien.
--Una mujer dijo que había fuego --contestaban varias voces al unísono.
--¡Dios! Jacobita... ¿Dónde estás, criatura? Jacobita... --aullaba una
desesperada viejecita.
--Voy, mamita... Voy, ¿dónde está? Mamitaaá...
--Pero, señores, por favor, si no ha pasado nada. Tranquilidad, por
favor. Si no ha pasado nada. Nada --aseguraba el señor Lorena, queriendo poner
en pie su casilla y que los otros volvieran a entrar.
El torrente humano separó al grupo. De un lado quedó sola María López,
del otro el resto. La Petaca seguía gritando en el bullicio general,
enronquecida; sin que pudieran acallarla ni siquiera las palabras llamándola a
tranquilidad de Ernestina.
--No se lo permito. Que no toque a mi niño. Era lo que faltaba... --se
ahogó, ahogada con el intolerable dolor que le atravesó el pecho, que le quedó
ahí fijo, corriéndose después por el hombro hasta la mano, quedándose también
ahí fijo, toda ella hecha un solo dolor que la hizo vacilar.
--¡Ay! --exclamó Reinaldo acudiendo a sostenerla.
--Juan Alberto, venga, por favor --llamó Ernestina a un muchachón que
pasaba con aire ausente--. Hay que tener tranquilidad, hijo. No pasa nada.
Ayude a sostener a la Petronila, que se siente mal.
--Ta bien --dijo el muchachón con el mismo acento de la Rita. --¿Dónde
está el coche, Reinaldo?
--No muy cerca.
--¿Pasa algo? --preguntó un señor de gafas y aspecto extranjero.
--La Petronila que no se siente bien --logró decir farfullando don
Lindor.
--Tengo aquí mismo mi camioneta. En un segundo la acerco --aseguró el
señor prestamente.
--Mamá..., mamá... --murmuraba Conejo, apoyándose en su terror en Cacho,
no menos transido de espanto.
El tumulto se sosegaba en cuanto a empujones y corridas, en cuanto a
pavor, pero seguían todos afuera, llamándose, explicándose cómo había sido
aquello, cómo había empezado, por qué cada cual había hecho lo que había hecho.
El señor Lorena imploraba en todos los tonos:
--Por favor, entren, no ha pasado nada. Por favor, ocupen sus
localidades, por favor...
Lentamente fueron entrando. La cortina se había cerrado entre las musas
ligeras de ropa y de tan caricaturesca expresión. Los asientos habían sido
rápidamente alineados. Llegaban los rezagados, gente de los fundos que ocupó
sus asientos de privilegio, sin saber lo ocurrido. El señor Lorena, cuando
sonaron dentro los tres timbrazos que hacían inminente el comienzo de la
función, preguntó a misiá Melecia, que seguía firme en su vigía:
--¿No entra, señora?
--Se me perdió mi hermana. Tengo que esperarla.
--Se fue con la señorita López hace rato. Cuando..., cuando...--no se
atrevió a precisar cuándo, él, testigo de todo lo pasado.
Misiá Melecia masculló un último:
--¡Mala pájara! --antes de entrar, estirado el morro, semejante a sí
misma rumbo al aquelarre.
LA MUJER
Dos palabras para calificarla: mala pájara. Y otras dos --que en su
simpleza le había comunicado la Liduvina--, con las que la nombraba misiá
Melecia, y por añadidura todos en el pueblo: María Nadie.
¿Qué era peor? ¿Y cuáles calzaban más con ella misma?
¡Mala pájara! Mala. Mala. ¿Por haber sido una rebelde frente a la vida?
¿Por su sublevación profunda desde que tuvo uso de razón frente a cuanto
consideró inconducta?
Inconducta de los suyos, familia de un funcionario mediocre, pusilánime,
sin iniciativa, aferrado a la costumbre, aterrorizado siempre por la idea de
desagradar al jefe, buscando quedar bien con todos, jugando en el balancín de
las ideas políticas a estar con la mayoría gobernante; brujuleando un ascenso,
obsecuente, listo a la inclinación, si era ella necesaria ante el poderoso, y
al propio tiempo con los músculos listos para el paso atrás, si el poderoso en
ese mismo instante dejaba de serlo. Batallando entre las letras, los recibos, los
protestos, las cuentas, los créditos, las deudas; cercano a la extorsión,
bordeando la estafa, especie de araña tejiendo laboriosamente su red en la
conciencia de que el plumero, la escoba, el azar abriendo una ventana y dejando
entrar el viento, amenazaban en cada momento su meticuloso trabajo.
¿Cómo podía unirse lo que tenía un nombre, una palabra desdeñosa, con la
bondad y el cariño? Porque ese mismo hombre rastrero, sin ningún pudor para
ocultar sus manejos, antes bien, haciendo de ellos tema de conversación
familiar, desbarataba con la mujer y los hijos un inagotable tesoro de
comprensión, de generosidad, de buenos sentimientos. Todo lo entendía, para
todo poseía una sonrisa, una cordialidad. Jamás negó nada a nadie. Lo que la
mujer quería era ley. Lo que los hijos pedían era mandato, siempre que mamita
dijera que sí. ¿Hasta dónde llegaba lo bondadoso y comenzaba el cinismo? ¿Y
dónde terminaba el cariño y se abría la muelle comodidad?
María López lo miraba en su memoria, que por desgracia tenía una alucinante
exactitud de placa fotográfica. Chiquito, farruto, como resecado por la
inquietud, así era el padre, con los ojillos de ratón, ancha la frente y el
pelo haciendo prolijas eses sobre la calva incipiente, de caballete la nariz y
la boca triste sobre unos dientes rectangulares, ahumados del constante
cigarrillo en las comisuras de los labios y que tenía la particularidad de
mantener allí suspendido, cambiándolo sin tocarlo de un extremo a otro,
hablando y sin que se desprendiera. Siempre como acurrucado, como si descansara
en una gradería con los brazos entornando las rodillas. Siempre como en atisbo
y dispuesto a decir que sí, a complacer a la mujer, a dar agrado a los hijos, a
sonreír, a aprobar.
Por contraste, la madre aparecía más espléndida de lo que en verdad era.
Con el pelo de un negro denso y brillante, morena, soberbia de cuerpo, con la
cabeza en alto con un gesto de "aquí estoy yo, ¿y qué?" y
unos ojos almendrados, verdes, sonrientes y burlescos. De familia modesta,
ambiciosa e inteligente para cuanto fuera su conveniencia, casó jovencita con
Enrique López, empleado fiscal. No gran cosa, pero era un marido, una
situación, una ayuda para hacerse un sitio en la pequeña sociedad provinciana y
la esperanza de viajar, de ir al albur de ascensos en la carrera del marido, de
pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, para terminar en la capital. Ella
contaba --barajadas esas posibilidades con un obscuro instinto, sutil en sus
formas externas, capaz de envolver y convencer al más inteligente-- con el escalafón,
los quinquenios y las recomendaciones. Sobre todo con las recomendaciones.
A través de los años, de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad, en el
clima y las circunstancias que fueran, jamás dejó de ir por las tardes a buscar
al marido a la oficina. Era un rito. Vistosa, atrayente, amable, resultaba una
fiesta verla llegar. Nadie eludía el placer de mirarla: los hombres por un
natural homenaje y las mujeres por una especie de malsano interés. ¡Se decían
tantas cosas de ella! Y ella arrastraba la cola de las suposiciones y de los
comentarios con tanta seducción como una reina de opereta puede arrastrar su
traje de corte. Tenía una manera especial de interesarse por cada uno, de
preguntar justo lo que su interlocutor, fuera hombre o mujer, ansiaba que le
preguntaran para contar sus pequeños problemas caseros, sus obsesionantes
conflictos sentimentales, sus aspiraciones, sus desengaños, sus enfermedades,
sus líos domésticos; su opinión sobre el tiempo. Ella lo oía todo atentamente,
con una que otra palabra que incitaba a terminar la confidencia, sostenida la
mirada y una seria expresión en la boca abundante que un rojo escarlata ponía
en manifiesto como un arrebatador llamado.
Ese era tal vez el secreto de su encanto. Se la discutía, se formaban
bandos, se aducían argumentos en pro y en contra de ella. Pero aparecía y aun
los más reacios contrarios se entregaban a la magia de su mirar a la delicia de
narrarle la historia de su vida.
La cola que arrastraba se habla ido formando en años de ir de un lado a
otro, en traslados que siempre significaban ascensos para el marido. De sus
amistades con los jefes, de su manera trepadora de hacerse situaciones,
resultaba siempre la primera en los directorios de sociedades la organizadora
de todas las fiestas, la que se sentaba a la derecha --saltando sobre toda
suerte de normas sociales que a veces tocaban protocolos-- de la figura
masculina preponderante, a la que monopolizaba y de quien recibía toda suerte
de homenajes.
Sí, ésa era ella, la mujer de Enrique López. No había nada que hacer.
¿Cómo se las arreglaba, con qué métodos derribaba barreras y se le concedía ese
lugar? ¿Eran cosas pertenecientes al ignoto mundo de las irradiaciones
personales, al magnetismo de ciertos seres que logran imponerse, con méritos o
sin ellos, en forma incuestionable? La señora de López, por derecho propio, era
la primera.
De ahí nacía la urdimbre de su cola, la que estaba a la vista. La trama
eran los comentarios, las suposiciones, su amistad con el diputado, su
compañerismo en el juego con el senador, su otra larga amistad con el viejo
personaje, influyente jefe de partido. Pero comentarios y suposiciones eran
hilos febles que nunca lograron tejer una realidad. Nunca nadie pudo afirmar
nada concreto.
Enrique López seguía medrando. Con la mujer y cinco hijos, de ascenso en
ascenso, llamado por imperativo de la mujer a ocupar una situación social fuera
de sus posibilidades económicas, siempre rebasando su presupuesto, acosado por
las deudas, achicándose, como disminuyéndose físicamente con los años, terroso,
yendo de aquí para allá en busca de una fianza, de una prórroga, con los
hombros curvados, la cabeza inclinada, garfio movedizo en busca de terreno
donde adentrarse y sin lograr nunca firmeza alguna.
Eso eran sus padres, los padres de María López, o, como la llamaban en
el pueblo, de María Nadie.
Si no hubiera tenido desde chiquita ese sentido incómodo de lo absoluto,
¡qué felizmente podía haber vivido en la despreocupación! Niños consentidos
ella y los hermanos --en total eran dos hombres y tres mujeres--, entregados a
sí mismos, en el patio o en la cocina. ¿Cuántos patios y cuántas cocinas fueron
escenarios de su infancia? Ella llegaba a una de estas tantas casas, similares,
edificadas absurdamente en torno a un patio, fuera el que fuere el clima en que
se alzaran, con habitaciones, una tras otra, dando a una galería y cerrando un
cuadrado o un rectángulo. Al fondo se abría otro patio con árboles y alguna vez
con un gallinero. Llevaban tras ellos un equipaje miserable: viejos baúles con
la ropa y unos grandes fardos con los colchones. La partida coincidía siempre
con un remate. Según la madre: "Vida nueva, muebles nuevos". Lo que
significaba adquirir íntegro otro menaje, con la lógica consecuencia de los
créditos y los vencimientos.
Arribaba ella, María López, a una de estas tantas casas e inmediatamente
creaba su ambiente: un rincón para su cama, para su ropa, para sus libros. Un
rincón, el más propicio al silencio, para leer y soñar.
Para leer, soñar y mirar la vida.
La faz y la contrafaz del padre, su asquerosa aquiescencia a la madre,
su arrastrarse mendigando favores, ¡cuánto mal le hicieron, cómo acibararon sus
años de criatura precozmente madura! ¡Y la madre, la madre, la contrafaz de la
madre, su también asquerosa manera de quebrar voluntades, de crear intereses,
de especular consigo misma en un comercio en que ni siquiera tenía el arrojo de
darse íntegra, que todo eran promesas, encandilar deseos, avanzando un pasito
para poner más a la vista la pulpa violenta de la boca, oyendo con las pestañas
bajas, un tanto anhelante la respiración, lista para el paso atrás, si aún no
había madurado la promesa de una ventaja!
¿Cómo había ella conocido toda esa miseria? Entre sirvientas, en una
promiscuidad sin secretos de índole alguna. Entre compañeras de escuela,
hablando de la vida sin ambages, descubriéndola, suponiéndola, sabiéndola, con
una tremenda obsesión de todo cuanto atañe al sexo. Y después: los libros. Y si
se tiene una natural inteligencia y se mira descarnadamente en torno, siendo
contemplativa y deductiva, lo que se va comprobando es no sólo la cara visible
de los seres, sino el dibujo primero borroso, y al final nítido, de otro rostro
contrapuesto, alucinante, revelador de tanta desoladora certidumbre.
¡Ella, que ansiaba que fueran puros los seres y los sentimientos, que
simplemente aspiraba a que cada ser, cada sentimiento, tuvieran su justo
relieve, en una justa proporción, y así poder entregárseles sin reservas o de
lo contrario apartarse prudentemente! Pero ¿cómo entenderse con este entrevero
que era cada cual, amasijo de afirmaciones y negaciones, en que no podía
saberse siquiera qué primaba en ellos?
¿Cómo atreverse a despreciar al padre? ¿Cómo juzgar definitivamente a la
madre? ¿Dónde terminaba el bien y empezaba el mal?
En ese medio medró ella, con los hermanos como encarnizados enemigos o
como grandes amigos, tampoco hallando asidero en ninguno, palo a la deriva en
la correntosa fluencia de un existir, entregado por circunstancias familiares
al azar.
Iba rápidamente huyendo del escándalo, de las palabras como piedras
cayendo sobre ella, de las gentes enloquecidas por el pavor, de los gritos, de
las corridas, de los ojos de Conejo insondables de dolorosa sorpresa y de no
sabía, además, qué otro sentimiento, todo tan rápido, todo como un relampaguear
de superpuestas imágenes. Cacho, diciendo algo como una súplica; esa mujer
gorda, en un frenesí de insultos. Reinaldo, endurecido, también diciendo algo
imperioso a la mujer frenética; la gente atropellándose, alguien que tiraba de
ella --la Liduvina tal vez-- y un señor que también tiraba de ella, poniéndola
a salvo de la multitud. Y por sobre todo, como un refrán persistiendo en
dolorosos ecos, la voz que insistía: "Mala pájara, ¡qué se vaya!... Mala
pájara... Había de ser María Nadie... ¡Fuera..., María Nadie!..."
Sí, el bodegón, el teatro, las gentes, esos seres fantasmales, la luz
enceguecedora de los grandes focos, esas figuras grotescas pintadas en el arco
de la entrada, los mascarones, la voz de misiá Melecia, la mujer gorda, don
Lindor, Cacho, sí, y otra mujer difuminada, hecha de sombras. Todo, hasta
Conejo y su tierna dolorida expresión de reproche --¿por qué?--, todo iba
quedando atrás, lejano como algo que se soñó y se pierde lentamente en la
recobrada conciencia de la vigilia.
Iba presurosa. Hasta su casa, hacia ese recinto de soledad y paz,
siguiendo la veredilla bordeada de pastito y de insistentes llamadas de
grillos.
Cerradas las casas, puertas y ventanas, portones, todo estaba cerrado.
Fachadas plácidas, arquitecturas simples. Colores grises, blanquecinos, o la
violencia de pinturas en audaces contrastes. Elementos nobles; piedra y madera.
La montaña con su duro insensible corazón y el árbol sirviendo siempre en su
múltiple generosidad. Y adentro, ¿qué? ¿Qué en las casas? Habitualmente todos
esos seres, ese mundo del que venía huyendo, despiadado, malévolo, injusto. ¿Es
que nunca iba a lograr la paz? ¿Es que no podía tener un ámbito para su
cansancio? ¿Nunca?
Se detuvo ante una puerta, grande, lustrada, con una impresionante
bocallave, y arriba una mano de bronce, un llamador colonial, alargados los
dedos con cautela sobre una esfera, sujetándola con un pequeño gesto de
atildada elegancia, un poquitín en alto el dedo meñique, caído sobre el dorso
el volado de encaje y una sortija en el anular. La miró y sin saber para qué,
alzó su mano, cogió la otra y un golpe metálico y seco retumbó por las calles
desiertas. En la casa su eco despertó a un perro, que ladró enérgicamente.
Continuaba de pie junto a la puerta, oyendo aún el retumbo perderse, diluirse
en la distancia, hacerse carne de silencio nocturno. Oyendo al perro lanzar sus
desvelados ladridos.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que Liduvina la seguía, tratando de
alcanzarla, incómoda sobre los tacones altos, silenciosa por las tapillas de
goma. "Así duran más", aseguraba misiá Melecia.
--María..., por favor... Déjeme que la acompañe..., no puede seguir
sola..., por favor...-- rogaba Liduvina con expresión de humilde insistencia.
--También se lo pido por favor, Liduvina, déjeme sola. Déjeme volver
sala a casa. --Y como viera que dudaba, que iba a insistir, agregó
firmemente--: Deseo estar sola.
La otra, que quería complacerla, que quería serle útil, que no sabía qué
hacer entre su sincero deseo de serle útil y de complacerla, farfulló a
tropezones con las palabras:
--No son tan malos como parecen, María; perdónelos, están todos como
locos. La creen una orgullosa. Cada uno supone algo de usted. No la conocen...
Usted tiene cierta culpa... No ha querido ser amiga de nadie. Perdónelos a
todos... Esa mujer de la Petaca yo creo que se está muriendo... Vive comida por
los celos, creyendo que al marido todas se lo pelean..., a esa basura...
--No quiero saber nada. Liduvina, por favor, déjeme...
--¿Me promete irse para su casa? ¿No hacer ninguna lesera?
--Sí, Liduvina... --sonrió con una súbita reacción y poniendo suavemente
una mano sobre el hombro de la mujer, que vio en el gesto una inesperada prueba
amistosa, casi de cariño, que la tranquilizó--. Le prometo no hacer ninguna
lesera...
--¿Por qué llamó en esta casa? --preguntó con cierta ansiedad. La
muchacha se encogió de hombros.
--No lo sé, Liduvina. No sé de quién es esta casa. Pero vi la mano y me
pareció que alguien adentro estaba esperando que llamaran. No se asuste,
Liduvina. No estoy loca. Y vuélvase al teatro..., por favor...
Sin esperar contestación, siguió andando por el caminito bordeado dé
cantos de grillos. Todavía el perro lanzaba hacia desconocidos peligros la
advertencia de sus ladridos.
...Entonces había que ir hacia las gentes y decirles, para que la
conocieran, para que no la creyeran orgullosa: "No pude entenderme con la
manera de vivir de mis padres. Para querer a las gentes necesito estimarlas, y
la otra faz de mis padres no era incentivo para que tuviera por ellos la menor
estimación. Sí, lo sé; a los padres se los quiere sin abrir juicio sobre ellos.
Ese es el axioma sobre el cual se basa el equilibrio familiar. Lo maravilloso
es poder juzgarlos y hallar en ellos sólo virtudes, modelo para calcar nuestra
propia personalidad. Pero ¿qué se hace si con sólo mirarlos con cierta atención
se les encuentran las verrugas de todas las prevaricaciones? ¿Qué se hace?
¿Encostrarles su proceder? ¿Tratar de ser su conciencia? ¿De llamarlos a
rectitud?
"Yo no supe ser eso, me contenté con apartarme, continuando mi vida
por otros caminos. Ante todo, quise hacerme una situación que me independizara
económicamente. Casarme no era mi meta. Estudiar largas carreras, al albur de
nuestra vida trashumante, no era posible. Si apenas, de pueblo en pueblo,
lográbamos, a fuerza de las recomendaciones que tan diestramente conseguía mi
madre, que sin mayores dificultades se nos aceptara en colegios o liceos. Mis
hermanos eran los mayores; empezaron a trabajar y se quedaron en pueblos
diferentes. Una de mis hermanas se casó. Otra ingresó a una oficina. También yo
empecé a trabajar, pero en cuanto tuve dinero suficiente para cubrir mis
gastos, sin mayores dificultades impuse mi deseo de tener mi propia vivienda.
"Desde entonces estoy sola.
"Pero no en paz.
"María Nadie..., qué justo el nombre: María anónima. María entre
mil Marías.
"María Nadie, en una gran ciudad, en la capital, es una plumilla de
vilano, esa cosita infinitesimal en el aire. Una nada. Se vive en una pensión.
Del sueldo se hacen unos pequeños montoncitos: para la patrona, para la
farmacia, para la locomoción, para juntar el mes que viene con otro montoncito
y comprar un género para una pollera, que hace mucha falta. Y se va a la
Biblioteca, porque gusta mucho la lectura, pero los libros son muy caros, y
caminando como autómata cuarenta cuadras diarias se ahorra el dinero del
colectivo y se puede alguna vez ir a un concierto o al cine.
"Porque por reacción la vida familiar ha puesto en pie, trazados en
mí para siempre, varios preceptos. Primero y principal: "jamás
contraigas una deuda"
"A ustedes, gentes de Colloco, según la Liduvina, tan interesadas
por conocer mi vida, posiblemente les resulte un poco pesado oír mi historia de
simple empleada de teléfonos, de la sección larga distancia. Ese estar horas de
horas quieta con el aro de los auriculares que termina por pesar sobre la
cabeza como un suplicio y oír números, números, docenas, cientos de números, y
conectar y desconectar y hacer las mismas preguntas con igual tono y no
equivocarse, y seguir indefinidamente, en indiferenciado tiempo, que se suma en
semanas, meses y años, siempre lo mismo, tomada a veces por el pavor de no ser
sino parte de un aparato mecánico, un grotesco ser hecho de madera y metales,
de hilo y caucho. Y créanlo ustedes, los que me dicen orgullosa, diez años
pueden pasar en ese trabajo embrutecedor. Diez años que la dejan a una al otro
lado de la treintena, mirándose en el espejo los ojos fatigados, las comisuras
de la boca que tienden a desplomarse y tal vez, aunque se tenga el pelo de
color de lino, por las sienes comiencen a blanquear unas canas precoces.
"Pero he querido vivir sola y en paz. Vivo sola, tengo una pequeña
holgura. Los montoncitos de dinero a fin de mes dan mayores esperanzas de
agrado; a veces puedo comprar un vestido mejor. Logro cosillas para formar un
interior agradable. Tengo libros propios, un radio, discos. La soledad no posee
un diámetro opresor, se ha enanchado y permite nuevos horizontes para moverse
en ellos.
"Amigos, sí, ustedes que han pretendido llamarse mis amigos, los de
este pueblo, gentes que tienen variados nombres y tan cabal interés por conocer
mi vida: esa a quien llaman María Nadie tuvo soledad. A veces le costó
sobrellevarla. Pero lo que no logró nunca fue paz...
Había llegado al radio central del pueblo. La iluminación se hacía más
intensa, con focos de un blanco espectral pululantes de insectos. Unos
esféricos focos encaperuzados de latón gris que echaban abajo una enorme moneda
de luz, pista ideal para duendes y trasgos, o escenario para un monólogo
desesperado, o un truculento fin de gran guiñol. Más allá las sombras se
adensaban, luego se adelgazaban en un intermedio breve, se espesaban de nuevo y
otra moneda de luz ponía en evidencia la falta de personajes de fiebre. En una
de las zonas intermediarias, a la puerta de una casa, había un gato echado en
el umbral, en una paciente actitud de espera.
María López se detuvo y lo miró, diciéndole:
--¿Te han dejado fuera? ¡Pobre michino!...
El gato levantó la cabeza a esa voz cordial y con cautela mayó una
contestación, casi una queja.
María López se sentó a su lado. El gato no se hurtó a la vecindad. Se
quedó quieto en la misma postura, echado sobre las cuatro patitas, como sumidas
en el cuerpo, y la larga cola sinuosamente a su medio alrededor.
--Te han dejado solo... Pero ya llegarán y te abrirán la puerta... Hay
puertas que se abren, puedes creerme. Puedes también creerme que otras puertas
no se abren jamás.
El gato mayó otra desvaída queja, sin moverse. María López se quedó
quieta y no hizo más preguntas.
Pasó una racha de aire y las hojas susurraron una protesta soñolienta.
Los focos cabecearon, moviéndose la luz hasta de nuevo lentamente
inmovilizarse. En un alambre de la corriente eléctrica una tira de papel
--restos tal vez de un volantín-- siguió un largo rato cosquilleando el
silencio. Lejana, lejana se elevó una alarma de perros que se disolvió en la
nada. Un gallo trasnochado cantó una falsa amanecida.
"...Pero debo seguir contándoles mi historia. Tal vez para
innumerables María Nadie la vida signifique una aceptación, un estirar la mano
y recibir lo que en la palma vaya depositando el destino. Yo no acepté eso
primordial que es la familia. Creí que la independencia me daría el derecho a
elegir el grupo humano que me rodearía. Tendría amigas, amigos. Puede que
tuviera un amor.
"¿También quieren ustedes conocer esto? Bueno. Bueno. La soledad en
los comienzos, cuando tanto se la ambicionó, es como un aire delgado para
pulmones enfermos. Una desesperada ansia de respirarla, de vivir en ella a
ventanas abiertas, de sentir cómo por instantes ese aire va rehaciendo células,
creando nuevos perfiles, dando a la piel una tersura frutal y a la sangre un
ritmo de reconcentrado gozo. Se es feliz animalmente. Porque se logró esa
provincia ilimitada para morar en ella libremente.
"Ya les he dicho que cuesta sobrellevar la soledad. Porque a la
primera embriaguez de ese aire purísimo sigue el despertar en su helada
condición intrínseca. Ni siquiera el Dios de los cielos fue capaz de existir en
ella y creó el mundo para su compañía. ¿Cómo María Nadie, en la gran ciudad,
podía sobrevivir en el aislamiento?
"Me dirán que María Nadie quiso esa vida. Pero piensen ustedes que
su soledad era media soledad, porque ella, la empleada de teléfonos, tiene
media vida complicada de deberes, de horarios, de frases repetidas, de números,
de esas cifras que se multiplican, del uno al cero, danzando frenéticamente,
nunca en el mismo sitio, descomponiendo guarismos en una demoníaca agobiadora
danza.
"Entonces hablemos de la otra, de la auténtica media vida de
soledad. Aunque tal vez no valga la pena relatarla, tan monótona: hecha de
pequeños menesteres caseros, de gestos que por repetidos llegan a parecer, no
éste de ahora, sino el de ayer, sin sentido, automatismo que lentamente mella
la posibilidad de lo inesperado. Los deseos se desvanecen, las aspiraciones se
aquietan.
"Conscientemente le quedan a María Nadie dos boquerones por donde
evadirse: la música y la lectura. Y subconscientemente, profundo y dramático,
el imperativo del amor.
"Llámese amistad o tenga el tremendo nombre de la pasión.
"Hay destinos de los cuales uno logra evadirse. Yo pude librarme de
mi familia. Junto a esa familia viví trabajada por la angustia de juzgarlos y
de no estimarlos. De no sentirme en ningún momento ligada a ella. Me evadí de
mi familia. Tuve una situación independiente, un haber material que lindaba al
correr de los años con la holgura para quien, como yo, no abriga grandes
ambiciones. ¡Perdonen! Ya esto se lo había contado. Se lo había dicho antes.
"Empecé a convencerme de que existía un destino ineludible para mí,
y era mi imposibilidad de conseguir amigos, fueran ellos hombres o mujeres.
Amigos como yo los entendía: seres inteligentes y bondadosos, capaces de darse
enteros. Yo seguía viendo la doble faz de las gentes, analizando, pesando,
deduciendo, esperando, a veces estremecida, llena de ilusiones ante un ser que
me parecía "ése", el que esperaba, lista para intercambiar con él
--hombre o mujer-- toda mi ternura, mi abnegación, mi conocimiento, mi mínimo
caudal de cultura tan trabajosamente conseguido. Y con el anhelo de la espera,
del momento en que ese otro ser se volvería a mí, dando la respuesta a no sé
qué pregunta que jamás formulé, siempre el hecho se repitió, calcado uno en
otro, como se calcaban los hechos cotidianos en el hogar y en la oficina: las
mujeres ni siquiera adivinaban mi ansia y los hombres tan sólo alargaban la
mano en busca de mi cuerpo.
"Yo vivía en parte desmaterializada en la música. Pero vivía
también en los hechos que la lectura entrega, amalgamada con cuanta pasión
puede agitar al ser humano: de la más celestial a la más abyecta. Nada me era
extraño. Todo podía vivir en mi comprensión, pero al propio tiempo quedaba al
margen de todo, a un costado, mirando, entendiendo, doliente, gozosa, admirada,
repelida, capaz de la identificación, pero sin perder jamás mi noción de ser
una simple lectora. Como un cuerpo de cristal que se sume en agua, se extrae,
se orea y vuelve a su condición primera. Esa terminó por ser mi verdadera vida,
mi media vida de soledad, cuando me convencí de que la soledad cordial era para
mí definitiva.
"Desde chiquita me habían dicho linda. Más crecida me dijeron irte:
interesante. Siempre he tenido la convicción de que físicamente soy una mujer
que pasaría inadvertida si no fuera por el color del pelo. Nunca me ocupé de mi
persona sino para darle un tratamiento que la hiciera are soportable. Los
trajes no tuvieron nunca otro sentido que el muy necesario y modesto de
cubrirme. Los adornos no existían para mí. Y nada digo de pinturas...
"Nunca sentí el deseo. Eso que se llama "deseo". Esa vaga
o imperiosa urgencia que hace presente el sexo.
"Viví mi vida de independencia, batallando por vivirla en paz, o
seas limitando mis aspiraciones tan sólo a lo que me daba mi media vida
solitaria.
"Batallando. ¡Qué ironía! Y sin lograrlo..."
Sorpresivamente el gato levantó la cabeza y mayó una nueva pregunta
inarticulada.
--Sí, ten paciencia. Ya llegarán tus gentes --contestó al punto.
"... A veces la soledad pesa. Es como un molde que se va ciñendo al
propio cuerpo hasta oprimirlo. Hay algo que duele adentro y los músculos
envarados no se atreven a un movimiento que delataría su torpeza. Son
sensaciones que duran menos que un segundo, pero que dejan la horrible frialdad
del vértigo en el pecho y en el corazón un aletear de pájara caído. Entonces se
busca alguien alrededor, alguien para alargarle la mano, temerosa de no lograr
el movimiento y hallar en la otra palma una certeza de calor vital, una especie
de cuenco en que acurrucarse. Esa soledad de pozo húmedo que nos despierta a
media noche con el pavor de estar efectivamente en lo hondo de un pozo,
desesperadamente mirando arriba el punto de salida inalcanzable. Esa soledad en
que empiezan a caer las palabras dichas por una misma a media voz para espantar
el intolerable silencio de las horas, que morosos relojes no terminan de enviar
nunca al pasado. Ese deseo que asalta y empuja a no hacer siempre lo mismo, a
no calcar hoy el gesto que se hizo ayer.
"Pesa la soledad en que un día cualquiera se filtra la miseria
física, El que me duele, y no tengo quién me acompañe; el que padezco sed y que
la sed de la fiebre me quema, y que nadie me da un vaso de agua, y que la
soledad es buena para morir, y que podrida me encontrarán cuando el hedor salga
por debajo de la puerta y el mayordomo avise a la policía. Y que nadie se
afligirá mucho, y en lejanos pueblos los parientes dirán: "Murió en su
ley". Y. --¡ay!-- que cuándo amanecerá, y barra la luz la angustia que
teje el desvelo, y que ya estoy mejor, pero que no puedo levantarme y que
tendré que avisar a la oficina, y que si aviso yo misma, no creerán lo mal que
estoy. ¿Quién podrá avisar entonces? Llamaré a la mujer del portero, y que no
me atrevo a hacerlo, no le gusta que la molesten con recados, y si no la llamo,
¿a quién llamo? ¡Ay, Dios! ¡Vivir sola y en paz!"
"No sé si me entienden ustedes, gentes del pueblo, esta
deshilvanada historia; tal vez la entiendas tú más que ellos, gatito paciente,
buenito como eres, sosegado a la puerta de la casa, esperando que tus patrones
regresen, y que sin saberlo has ayudado a una mujer, a una pobre mujer que se
creyó más fuerte que la soledad. --El gato levantó la cabeza, mirándola. María
López se dijo aún--: Tan absurdo todo. Tan mezclado. Tan no pudiendo a veces
separar lo que fue de lo que queríamos que fuera. Pero fue "eso", y
"eso" fue "así". Pasó "así". ¿Cómo? Me lo
pregunto siempre. Voy a tratar de contarlo como historia ajena. Puede que así
vea más ordenada y claramente los hechos."
"...Un día cualquiera, María Nadie tiene que ir a
una fiesta. Se casa el jefe de sección y hay que despedirlo de su vida de
soltero, darle una comida, ofrecerle un regalo. Hay que asistir. Es el jefe.
Claro.
"María Nadie no tiene el hábito de esa bulliciosa compañía. Hay que
reunirse, viajar en un enorme colectivo para llegar a una quinta en los
alrededores de la capital; llamarse, gritar, ocupar asiento, dar vuelta la
cabeza, sofocarse porque alguien no llega, ponerse en pie. Hablar. Reír.
Chillar. Hablar de todo, de la fiesta, del novio, del regalo, del tiempo, de lo
linda que es la novia. "¿A usted le parece?" Hay que lanzar frases al
viento que se desarrolla en rachas, serpentinas cosquilleando sobre el cuello,
revolviendo la melena, enfriando las mejillas que arden de un entusiasmo porque
sí.
"Ella, María Nadie, está un poco perdida en esa baraúnda. Sin
hallar su ritmo, previendo, desolada, unas horas de violencia, de tener que forzarse
para ponerse a tono con el ambiente. Al fin se dice: "Qué me importa a mí.
Tuve que venir y vine. Que me aguanten como soy".
"El enorme auto está casi completo. Solamente atrás quedan unos
asientos vacíos que nadie quiere ocupar. Dos grandes manos calientes se posan
sobre sus hombros y una voz dice reidora:
"--A la princesa nórdica me la rapto yo...
"María Nadie protesta, levantando la cara para ver al hombre que
está de pie en el pasillo, a su espalda, y encuentra unos ojos joviales, una
cara de perfil duro, con la mandíbula acusada, y, sin embargo, el conjunto se
aliviana, se hace casi tierno por la expresión de la boca, que, aun seria,
parece sonreír en sus comisuras, y por los ojos vivaces, inteligentes, que al
reír se vuelven un trazo alargado en que esplende la piedra marrón del iris.
Las manos siguen sobre sus hombros.
"Ahí nace la tremenda historia de su instantáneo amor.
"Algo ha dejado de ser en ella. Su voluntad. Se alza. Va hasta el
fondo del coche, se instala junto al hombre. Es alto y fuerte, justo su cabeza
de ella alcanza su pecho; reclinada allí podría oírle el corazón poderoso.
¡Tac! ¡Tac! Es su propio corazón el que late no sólo en su propio pecho, sino
en sus sienes, aturdiéndola.
"Siente las manos frías y sabe que tiene la cara roja porque le
arde. El hombre --es algo más que joven, menor que ella, desde luego--, el
hombre pregunta siempre desde arriba, porque si bien está ahora sentado, ni
estirándose lo más posible alcanzaría ella a reclinar su cabeza en el hombro
atlético.
"Pregunta algo. Dice cosas. La obliga a contestar. Ocupa casi todo
el doble asiento. Ella se acurruca contra la carrocería, buscando dejarle
holgura. El ríe. Y ella empieza a sentir que está adherida a una cadera dura de
huesos. Porque ese gigantón no es un fardo de carne. Parece un joven dios. Se
lo diría hecho para vivir en un estadio, desnudo al sol, con la jabalina o el
disco, o saliendo del agua como un bronce emergiendo de una fuente.
"Después nada tiene sentido. Se ríe. Se habla. El auto parte por calles
semiurbanas, entre árboles que forman túneles de sombra perfumada, en busca de
la quinta en una altura. Arriba hay miríadas de estrellas de palpitante plata
azulenca. Croan las ranas. El olor a humo de las quemazones vespertinas da
cabal contorno a la presencia del campo y su vivir sencillo. Una voz canta. Las
otras voces se le unen en el coro popular. Ella está ahí, perdida en ese mundo
desconocido, adherida a esa cadera cuya presencia hace a veces más insistente
un vaivén del coche.
"Se llega. ¿Dónde? Tal vez a la felicidad, porque esa maravillosa
sensación de reposo sólo puede existir en el país de la dicha.
"Las grandes manos la bajan. Camina junto a él, chiquita y delgada,
elástica. La guía. Es como dejarse llevar por el destino que al fin tiene para
ella un rostro. No sabe qué nombre tiene. No importa. Se deja llevar. La
instala junto a él. Conversan. Comen. Oyen conceptuosos discursos. Brindan.
Conversan. Bailan. Ella protesta. No sabe bailar. "¡Tonterías!" Él
asegura que sí sabe. Y baila, llevada por el joven dios que tiene el ritmo
sincopado metido en el cuerpo como un demonio alegre. Pasean por el parque.
Llegan a la terraza. Se acodan a la balaustrada y miran abajo la ciudad enorme,
punteada de luces. El coro canta más allá de los árboles, en el corredor de la
casa. Acá están sólo el susurro de las hojas y el fino removerse de los
insectos y, a veces, el espectral vuelo de un ave nocturna.
"Ella no es nada. Ni siquiera es ese alguien a quien después
llamarán María Nadie. Es algo sin nombre, parte del universo, compenetrada con
el oculto sentido de las cosas, perdida en el abrazo del hombre, diluida en la
fugacidad de su beso, apenas estampado en su sien.
"--Chiquita --dice él--, pareces tan chiquita que me das un poco de
susto.
"Ella sólo sabe alzarse un tanto para
alcanzar su hombro.
"Vuelven. Están todos cansados, casi silenciosos. El auto se
desliza cuesta abajo, llegando rápidamente a la ciudad. La sombra en la alta
noche se hace cómplice para el embotamiento. Está cansada, más que nadie tal vez,
gozosamente cansada. No desea otra cosa que seguir así, con la cabeza apoyada
en el brazo del hombre que cruza su espalda y vuelca la mano sobre su cintura,
mano que a veces sube y lentamente acaricia su pequeño pecho y baja de nuevo a
colocarse sobre su cintura. Una mano ancha, caliente. A veces la boca del
hombre llega hasta su sien y besa dulcemente el ángulo de su ojo, pasa una
dulce lengua sobre las pestañas estremecidas. Luego vuelve a la inmovilidad. Y
el camino desciende, entra en las calles, semiurbanas, se desliza por el
asfalto de las grandes avenidas y a los pocos minutos está en el centro, frente
a la oficina de teléfonos, impecablemente junto al cordón de la vereda, dando
término a este viaje al absurdo.
"Él la acompaña. ¿Vive lejos? No importa. Un taxi los lleva. A la
puerta de la casa, él pregunta:
"--¿Puedo subir? Me gustaría que me dieras una taza de café.
¿Puedo?
"Suben. El pequeño departamento no se sorprende con la presencia
inesperada. Todo tiene un aire natural, de inveterada costumbre. El hombre
trajina en la cocinilla minúscula, besa sus cabellos, bebe café, enciende un
cigarrillo, la besa. Su gran mano ha encontrado, de nuevo cruzando un brazo
sobre su espalda, el camino de su pequeño pecho; la boca halla el ángulo de los
ojos, de uno, del otro; la boca reidora dice cosas sin sentido, palabras
deshilvanadas; habla como sigilosamente al oído de un enfermo, de un inanimado
al cual hay que dar esperanza; habla con un sonsonete adormecedor. La mano
sigue, prolija, acariciando el pequeño pecho. Ella deja que todo pase. Cuando
conoce su boca la violencia de esos labios apretados a los suyos y su lengua el
sabor de la pulpa enervante de esa otra lengua, entonces sí, que sabe que lo
demás va a pasar, que es inevitable, que ella dejará que pase, porque ¿cómo va
a contrarrestar la tumultuosa y al propio tiempo embriagadora marea que corre
por su sangre y asorda toda razón? ¿Cómo?
"Está desnuda tendida bajo ropas revueltas. Siente en el baño el
caer de la lluvia. Tiene tan sólo dos certezas: que está desnuda en su cama, de
espaldas, cubierta de heterogéneas prendas, y que en la ducha alguien se baña
silbando un baile cadencioso de trópico. Ella regresa del caos y
dificultosamente empieza a reconocer lo cotidiana. Esa es su pieza, ése es su
baño, ésa es su cocinilla. Esta es ella misma, esta mujer desnuda donde el amor
y todo lo que implica carnalmente han hecho su trabajo y el que está ahí bajo
el agua, silbando, es un hombre, el que ha misteriosamente trabajado en ella
para revelarle cuánta vibración de íntimo gozo puede lograr la pareja humana.
Adán y Eva en los primeros días del paraíso.
"Aparece en la puerta y es tan grande que casi alcanza su dintel.
Se abrocha el cuello de la camisa, alzando la barbilla, lo que muestra en toda
su dureza la arista de la mandíbula. Entonces repara ella que esa barbilla es
cuadrada y una cicatriz, marca en el medio una hendidura. Con la cabeza así, en
escorzo, sus ojos la están mirando, entre risueños y burlones. Entonces oye lo
inesperado:
"--Creo que he hecho una gran burrada... Pero ¿cómo me iba a
imaginar que usted, tan chiquita y tan bonita, iba a estar así de enterita?....
--Se ríe y llega hasta la cama, sentándose para alargar su gran mano, ponerla
abierta sobre su plexo y sacudirla como si fuera un animalito regalón--.
Mírenla a la pollita, igual a la de la canción... --y bruscamente serio--:
Váyase al baño: no sea cochina.
"¿Es que ya tiene que empezar a ver la contrafaz de la dicha? ¿Es
que ya está fuera de la puerta del paraíso, con un amenazante índice que le
señala el camino del sufrimiento?
"--Vaya a lavarse --insiste él--. Yo me voy. Creo que casi sería
mejor que me fuera a tomar desayuno por ahí y leyendo el diario esperara la
hora de la oficina. No vale la pena que vuelva a casa --la mira reflexivamente--.
Eres una chiquita bien mala de la cabeza. Y yo me dejé engañar como un chino
por usted, princesa de los países nórdicos. La verdad es que mereces unos
buenos azotes. ¿A que te los doy a poto lado?
"La sacude riendo. Y se inclina por fin para besarla sobre los
párpados que, no quieren abrirse, sobre la boca que no quiere decir nada. La
besa con algo que linda pero no es la ternura, y dice con la expresión
habitual, entre seria y burlesca:
"--Nada te puedo decir, chiquita, pero creo que volveré... Hasta
pronto.
"Cuando ya está en la puerta se vuelve y dice:
"--Chiquita. Yo sé cómo te llamas. Pero es conveniente que sepas
cómo me llamo yo. Mi nombre es Gabriel Arcángel, pero en cuanto pude me deshice
de la compañía celestial. Y mi papá es Menotti, el italiano de los vidrios,
¿sabes? Y además soy ese ser ridículo al cual su mamá llama Lito... Hasta luego
otra vez.
"Y se va.
"Se va. María Nadie sabe, como si estuviera leyendo sus
pensamientos, que va entre confuso y contento, porque su programa le resultó
esta noche "una chiquita entera". Y está ahí, sin atinar a movimiento
alguno, como trizados los huesos, empavorecida, buscándose a sí misma, antes
que nada palpando qué queda de su cuerpo con una mano temblorosa que pretende
hallar los labios maduros de besos. Mano que no alcanza a llegar a su boca,
porque la relaja la certidumbre, algo que se le presenta como una futura
actitud permanente: la espera. Porque desde que el hombre ha desaparecido por
la puerta, comienza María Nadie a esperar su regreso.
"Entra. Sale. La oficina, el trabajo frente a la mesa conmutadora,
se hacen insoportables. Tiene la sensación de un desdoblamiento: la telefonista
que contesta por reflejos lo que debe contestar y la mujer atenta al reloj,
exasperada por la lentitud con que se mueve el minutero, exacerbada por el
deseo de retornar a su hogar y a la servidumbre de la espera."
"...Pero no puedo seguir contando para ustedes esta historia como
si fuera la historia de otra, de una María Nadie que no fuera yo, María López.
La he sentido demasiado en la sangre para poder desprenderme de ella. La
siento, demasiado en la sangre para lograr considerarla ajena..."
"...Mis días de entonces no tienen otro sentido:
esperar. El método en mi departamento, las horas de levantarse, de comer, de
dormir, el día que se lava, el que se plancha, los domingos ociosos, las idas a
los conciertos, al cine, las largas horas de lectura en la biblioteca, las
caminatas interminables bajo los árboles teñidos de los múltiples tonos que
con-sigo traen las estaciones, nada de eso existe. Yo soy nada más que una
mujer que espera.
"Llega él a cualquier hora, reidor, cargado de paquetes,
levantándome en vilo y echándome de espaldas en la cama para poner su gran mano
sobre mi plexo y jugar conmigo, sacudiéndome como quien juega con un cachorro.
Cuando se ha cansado de jugar me suelta y empieza a trajinar, desenvolviendo
cosas absurdas que contempla con una alegría de chiquillo extasiado ante sus
zapatos nuevos. Lo primero que ha traído es el banderín de su club. La
habitación tiene un aire de bazar, atestada de los infinitos regalos, que él
admira, que jamás ha puesto en duda que me parecen maravillosos y me hacen
feliz.
"Dice en esos momentos tan dichosamente: "Mire lo que le
compré, princesa", que no me atrevo a pedirle que se lleve esos
pequeños horrores. Puede haber venido en la mañana a hacerme el desayuno --y en
verdad no ha venido sino a eso--, apurado, mirando el reloj de reojo;
rezongando contra el mechero de gas que no hace hervir pronto el agua, juguetón
y disparatado, para volver al medio día, asomando la cabeza, y preguntar si el
café no tenía veneno para los ratones e irse, para regresar en el atardecer
como un enloquecido amante. O puede estarse días de días sin que sepa yo nada
de él. Como si no existiera. Jamás me hubiera atrevido a llamarlo a su oficina
y menos a su casa. ¿Qué pasaba? La imaginación tejía horribles accidentes,
enfermedades, y, más que nada tejía la historia de la aventura que para el
hombre dejó de tener interés y pasó a reunirse en lo profundo de la memoria con
otras aventuras igualmente olvidadas.
"La primera vez que quise pedirle que
nuestras entrevistas tuvieran un ritmo, una hora prefijada, me miró sorprendido
para decirme que "eso nunca". Lo maravilloso para él era lo
inesperado, el seguir sencillamente su impulso. Así él venía porque sí, porque
quería verme, porque sentía la necesidad de mi presencia. Lo otro era la
cochina costumbre que mella todos los placeres.
"Quise explicarle lo que era mi vida de espera. Pareció más
sorprendido aún. No, no, eso sí que no. Yo debía hacer mi vida como siempre, ir
donde buenamente me placiera. Si me agradaba la monserga de los conciertos, que
fuera. Si me gustaba el olor a pipí de gato de la biblioteca, que fuera. Yo
debía seguir mi impulso. Y si él venía a casa y no me hallaba, ¡para otra vez
sería! ¡Y todos contentos!
"¿Qué hacía? ¿Cómo vivía? ¿Cuál era la verdad del sentimiento que
lo apegaba a mí? No lo supe ni intenté saberlo. Cuando volvía de sus ausencias,
solía decirme:
"Chiquita, he pasado unos días regios".
"A veces venía tostado de sol. Alguna vaga alusión hacía a la
montaña o al mar. Al ardor del sol de altitud o a lo salobre de las olas que
mis sentidos exasperados rastreaban en su piel. Era curiosa su manera de no hablar
nunca de sí mismo, hablando todo el tiempo, contando esto y lo otro de los
demás, de los compañeros de equipo deportivo, de las gentes de su club, de sus
amigos. Todos para mí desconocidos. Jamás hizo una nueva referencia sobre su
familia. Nunca a su propia actividad. Ni me dijo que me quería. Llegaba. Se
iba. Bullangueaba por el departamento. Revolvía todo. Hacía sus arreglos
decorativos con las nuevas cosas que traía. Reía maliciosamente diciendo que la
pieza parecía un árbol de Pascua.
"Yo lo adoraba. Mis días seguían siendo sólo la espera de su
presencia.
"Alguna vez le pregunté precauciosa qué significaba para él. Me
miraba sorprendido, en escorzo la cabeza, presentando el filo de su mandíbula,
y a su vez me preguntaba riendo si quería una declaración en confidente o con
música de ópera. Nunca me dijo nada que revelara un sentimiento amoroso. Yo era
"la chiquita", "la princesa, nórdica", "la pollita que
quiso casarse", y ahí terminaba todo.
"No estaba sola y no tenía paz.
"La portera me había advertido entre seria y tímida que a la
propietaria no le gustaba que los inquilinos "recibieran tanta
visita". Trabajaba mal, no lograba concentrarme para
retener los números, me dolía la cabeza constantemente y tenía en el plexo una
sensación de vacío. Si venía Gabriel de mañana o al mediodía, estaba pendiente
del reloj, calculando el último minuto para decirle que debía irme. Demoraba
las horas de comida esperándolo. No me acostaba hasta que la raya del amanecer
en la ventana me convencía de que era imposible que viniera, y cuando estaba al
borde del sueño, despertaba bruscamente porque sentía su llave en la cerradura
y efectivamente llegaba, contento, de alguna fiesta --me lo decía su traje de
etiqueta--, trayendo caramelos, un marrón glacé, un dulce que
solemnemente depositaba en mi mano, asegurándome que le había costado mucho
robarlo para mí. Y se iba o no se iba. Yo tenía los nervios rotos, con la falta
de sueño, de descanso, con la tensión, con el trabajo, con la pregunta de dónde
estará que no viene, y que está aquí y debo irme, y que ha llegado, y que si lo
habrá visto alguien llegar, y que se ha ido, y que si alguien se habrá cruzado
con él, y que dónde echará las horas que no está conmigo, y. que si en verdad
yo soy tan sólo la comodidad de una mujer enamorada que se aviene a todo, y que
si en su vida habrá otra mujer, otras mujeres a cuya casa también llega
sonriente y un tantito burlesco, cargado de pequeños paquetes, cosas absurdas:
muñecos, chiches, abanicos, banderines, bombones; estampas, papeleras, lápices,
muñecas, postales, animalitos de cristal y más muñecos y bombones y cositas
chiquitas, enternecedoras, porque significan la preocupación de comprar algo
que ofrecer y al propio tiempo testimonian el absoluto desconocimiento que
tiene de mis gustos... ¿También esas otras posibles mujeres juzgarían así sus
regalos? ¿También?
"¿Por qué su aventura conmigo no podía ser una entre muchas?
"¿Cómo era su contrafaz? Viéndolo tan cabalmente no lograba
descubrirla.
"Ya ven ustedes que el no estar sola tampoco me dio la paz..."
"...Y no crean que aquí en el pueblo he permanecido callada,
aislada, por considerar que nadie podía ser mi interlocutor ni mi amigo. No.
Siempre fui callada. Mi hábito en la soledad fue siempre conversar conmigo
misma, pero no tan sólo como hablando para mí, sino que hablando para los
demás. Como lo estoy haciendo ahora para ustedes, que tanto interés tienen por
conocer mi vida... A veces me hago el firme propósito de decir esto, o lo otro,
a Fulano o a Mengano. Es imperioso que lo haga para aclarar una duda, para dar
una explicación. Para nada. Para hablar solamente. No lo logro. No lo logro
porque todo eso que me propongo decir me lo digo a mí misma, no a mí misma, se
lo dirijo en imaginación al que está destinado. Hago preguntas, arguyo,
explico. Igual que estoy haciendo ahora con ustedes. Comprendo que no es éste
el camino para acercarse a las gentes. Que debo hablar. Pero no puedo. Es
imposible. La voz se me anuda en la garganta, y si algo digo, es lo trivial, lo
que nada significa ni se relaciona con lo que quería decir. Debe ser un
fenómeno psíquico. Porque lo sorprendente es que después de estos monólogos
dirigidos a tal o cual persona quedo convencida de que se lo he dicho y mi
sorpresa es dar con la realidad de mi silencio.
"Tal vez, cuando llegué a este pueblo, debí hablar
con ustedes. Con usted, misiá Melecia, que en forma tan agresiva me recibió.
Pudieron mis palabras haberla desarmado. Pero nada dije. Y apenas si dije algo
a la Liduvina, algo, aunque nada que le diera un poquito de mí misma. Los
niños, Cacho y. Conejo, fueron mis adorables compañeros en un recinto de
cuento. Ellos me aceptaban como salida de un sombrero de prestidigitador, sin
pasado, sin porvenir, y por eso fueron mi parcela de felicidad."
"En ensayar lo que iba a decir a Gabriel se me iban las horas.
Porque debo decirle esto y él me contestará lo otro, y al fin podré estar en
paz y saber lo que piensa y lo que hace. Llegaba. Y como ya se lo había dicho
todo in mente, me ponía absurdamente a esperar que me diera su
respuesta. El me tomaba en vilo alegremente, me echaba en la cama, jugaba
conmigo como con un animalito nuevo, sacaba del bolsillo un paquete con otro
regalo absurdo, se acostaba o no se acostaba conmigo.
"A veces me sorprendía encogida, temerosa de que sus manos
grandotas dieran zarpazos sobre mí destruyéndome. O que sus besos, cuando
encontraba sus dientes, se convirtieran en dentelladas feroces.
"Una vez me miró sostenidamente y al fin me preguntó si no me
sentía mal. Me hallaba mala cara, ojerosa. Aseguré que estaba bien, un poco
cansada tal vez, que posiblemente no dormía bastante. El siguió mirándome.
"--Está flaca, princesa. No me gusta la cara que tiene. ¿Por qué no
se toma un descanso y se va a la playa?
"Me eché a reír. Las idas a la playa no estaban al alcance de mi
presupuesto. Se lo dije. Pareció muy sorprendido y molesto.
"Fue la primera vez que lo vi enojado. Quiso darme dineros para que
me fuera a la costa. No lo acepté. Insistió. El lo tenía, le sobraba; papá
Menotti era generoso con sus bambinos, a más de lo que él ganaba eh estudio.
¿Qué estudio? Con sus otros hermanos. ¿Qué hermana? Y era una vergüenza que él
no me ayudara a vivir. Pero la verdad es que nunca se le había ocurrido que
podía necesitar alguna cosa. Tenía, debía aceptar que él me hiciera ese
regalillo de nada y me fuera a orear. Los tritones iban a creer que había una
nueva sirenita...
"Ni con bromas ni sin bromas acepté nada. Se fue furioso dando un
portazo. Tardó en volver una semana de infierno para mi angustia. Dijo
entonces:
"--Te vas a ir al mar, pelo de choclo, tonta rematada.
"Yo contestaba que no con la cabeza.
" --Entonces vas a ir a vera un médico. Tienes una cara de bruja
que da miedo...
"--No tengo nada.
"--Tienes.
"Se fue con otro portazo.
"Cuando volvió, después de unos días de sentir que realmente me
moría, despavorida por la certeza de un embarazo y por lo largo de su ausencia,
tuvimos la más violenta de las explicaciones..."
El gato se alzó, echó atrás el cuerpo estirando las patitas delanteras,
flexó las traseras y repitió igual ejercicio, alternando la flexión. Bostezó
luego. Y miró a la mujer mallando otra pregunta breve.
María López le acarició el lomo. El gata avanzó lentamente hasta llegar
a su regazo y ronroneando acomodarse en él. Trató ella de ayudarlo, y entonces
se dio cuenta de que era una gata, con una gran panza anunciando la maternidad
próxima. La acarició lentamente, enternecida, tocó las tetitas en que ya
parecía apuntar la leche, rascó las orejas. El animal, cuando su mano se
quedaba inmóvil, levantaba la cabeza y avanzaba una pata arañando suavemente su
falda, ronroneante y abriendo apenas el hocico para modular nuevos pequeños
mayidos interrogantes.
"...Tal vez esta parte de mi historia la entiendas tú mejor que
nadie, aunque sólo seas una gatita. Desde el primer momento el hombre, el joven
dios, no ya sonriente ni burlesco, advirtió que bien había él sospechado eso,
que era lo que tenía que pasar, que eso era fatal dada mi absoluta
despreocupación y que sin perder más tiempo había que ir donde el médico, que
era un amigo suyo y que en un momento ,todo eso quedaría en nada. En nada,
¿qué?
"Yo quería mi hijo. Lo quería. Tal vez desde siempre lo que
obscuramente quería era eso: un hijo. Compañía para mi soledad, ¿y paz? No importaba.
Nada importaba. Obscuramente en mis entrañas se estaba formando lo que sería mi
hijo. Mi tremenda angustia, el malestar constante, lo que tendría que decir, lo
que la vida tendría también para mí de duro después, lo porvenir, se diluía en
una especie de muelle niebla en que las palabras se deshacían perdiendo
sentido.
"Gritó él. Grité yo. Una violencia se opuso a la otra.
"--Quiero mi hijo.
"--Estás loca.
" --Quiero mi hijo y nadie me obligará a que lo pierda.
"--Te voy a obligar yo, aunque sea llevándote a la rastra donde el
médico.
"--No quiero.
"--Pero ¿qué vas a hacer con un hijo? ¿Vas a ir a la oficina con el
hijo al apa? Y mientras nazca, ¿qué vas a hacer? ¿Pasearte por las calles
luciendo la panza?
"Eran como golpes sobre mi cabeza. Nunca me dolió tanto. Los sentía
dar contra mí. ¿Pero es que el hijo no era también suyo? ¿Nada decía a sus
sentimientos la criatura por venir?
"--Cuando tenga un hijo, tendré un hijo legítimo, no un hijo guacho
--remachó él.
"--Mi hijo entonces será mío, nada más.
"--Déjate de majaderías. ¿Qué le vas a decir a tu hijo cuando sea
grande y te pregunte por qué lo has traído al mundo con una situación
irregular? ¿Le vas a decir que porque querías tener un hijo, egoístamente, para
jugar a la gran mujer independiente o porque te parecía mejor jugar con él que
ir a los conciertos o a las bibliotecas? No, hija. Hay que tener sensatez y
hacer las cosas como se debe.
"--Quiero mi hijo.
"--Lo que quieres es amarrarme a mí. Eso es lo que quieres,
¿entiendes? Pero a mí nadie me amarra a la fuerza. Ni tú ni un hijo. No quiero
amarras. ¿Entiendes? No quiero amarras. Ninguna. Y menos que de nadie de ti.
Anda. Vístete. Voy a llamar por teléfono a mi amigo y a las ocho te vengo a
buscar.
"A las ocho, cuando volvió, yo no estaba. Y cuando
llegué al amanecer, rota de andar cuadras de cuadras en una especie de
automatismo, deslizándome por la sombra de calles desconocidas como una alimaña
que huye de reiterados cepos, lo hallé sentado en mi cama, duro y ceñudo. Me
agarró violentamente, puso su gran mano sobre mi plexo, me volcó en la cama, y,
con el mismo automatismo con que había andado cuadras de cuadras, una vez más
fui su mujer.
"--Bruja loca --lo sentía gruñir entre suspiros--, bruja loca.
"Cuando se hubo ido, me desangré en una hemorragia. Tuve tal miedo
de morir sin volver a verlo, que por primera vez lo llamé por teléfono. Vino.
Trajo a su amigo médico. Me llevaron quemada por la fiebre a una clínica. Me
hicieron un raspaje. Pasé allí días solitarios en una pequeña habitación sobre
un jardín, sin ruidos, rodeada de una solicitud aséptica. Renacía lentamente.
La oficina. El departamento. Gabriel. Todo se me aparecía lejos, borroso, en un
fondo cónico, círculo estrecho al cuál yo misma me asomaba desde el punto que
era la habitación de paredes desnudas, con una simple cama de metal y una
mesilla de luz y otra mesa articulada que ponía a mi alcance los alimentos.
Unas discretas enfermeras me manejaban como a un niño, unos médicos aparecían
para mirar el gráfico de mi temperatura, el amigo médico de Gabriel llegaba
bonachón y grandote como él, haciendo las mismas preguntas que antes habían
hecho sus ayudantes.
"Gabriel no vino nunca..."
"...Me esperaba en la casa el día que regresé. Con
los ojos muy sonrientes y un si es no es burlesco, tendidas sus grandes manos
para buscar mi cuerpo.
"Pero yo era otra mujer. Que no estaba ya al arbitrio de su deseo.
"--Vas a dejar ahí la llave del departamento y te vas a ir para no
volver más. No quiero verte más. Eso es todo. Y te doy las gracias por haber
pagado la clínica. Puede que con el tiempo te devuelva ese dinero. Por ahora
sólo puedo darte las gracias.
"Quiso hacer el juego de siempre. Poner su gran mano en mi plexo.
Le dije que si me tocaba, gritaba. Algo vio en mí de tan resuelto que también
seriamente dijo:
"--Si es tu gusto --y desprendió la llave del aro en que estaba con
otras, dejándola sobre la cómoda.
"Se volvió para salir. ¿Así iba a terminar todo? Lo vi girar
lentamente la cabeza hasta mirarme.
"--Es lástima --dijo-. Lo pasábamos bien. Si algún día quieres, me
llamas. Creo que no me llamarás. Pero no esperes que lo haga yo. Eres tú la que
me echa. Eres tú la que me tienes que llamar. Te lo digo seriamente... --Y se
fue..."
"...Para que yo cayera de nuevo en la soledad y en la
desesperación.
"Batallando conmigo misma. Acuciada por el punzante deseo de verlo.
Llamándolo en largos, desgarradores monólogos; viviendo como ausente, confiada
en que volvería, en que alguna vez lo vería entrar como antes a cualquier hora,
cargado con sus inútiles regalos, llenando la pieza con su presencia, jugando
conmigo como si fuera uno de los gatitos que tú vas a tener, gatita guatona...
"Riente y burlesco: "Usted ¿quién es? ¿Un granito de maíz que
se es-capó del choclo con todo el pelo de su mamá?" ¿Se
pueden decir esas palabras maravillosas y manidas cuando no nacen de una
auténtica ternura? ¿No es ése el verdadero lenguaje que el amor habló siempre
puerilmente? No. No significa nada si lo dice esta boca de labios
voluntariosos. Nada. Dice él eso porque sí, inconsciente de los ecos que
levanta, buscando su placer, jugando con la muñeca nórdica, con la princesa
chiquita; chiquita, al igual que ahora jugará con otra, diciéndole las mismas
palabras con igual expresión en los ojos y en las comisuras de lo labios.
"Conocí el círculo peor del infierno: el de los celos.
"¿Cómo continuaba desarrollándose su vida? ¿Qué otra mujer era
ahora la suya? Si es que alguna vez había sido yo "su mujer" y no
"una de sus mujeres". No era hombre para vivir sin mujer. Y, además,
¿qué sentimientos lo ataban a mí para obligarlo a la fidelidad? Una mujer como
yo, nunca para él había sido otra cosa que una alegre costumbre, una facilidad,
el hecho sin responsabilidades.
"¿Qué era peor? ¿Vivir junto a él, esperando su presencia, atada
por mil sutiles sentimientos de todo orden a su persona, queriéndolo,
deseándolo, pendiente de que llegara o no llegara, llenas las horas --el sueño
y la vigilia-- de encontradas sensaciones, a vivir como vivía caída de nuevo en
la soledad que me parecía abyecta por egoísta y más que nunca ajena a la paz?
"Volver a él era condenarme para siempre a la espera, a la zozobra;
vivir en el sobresalto de lo que está después de la posesión, macerada por
pavor de un nuevo embarazo. Era condenarme a la servidumbre de un amor en que
no había siquiera una remota posibilidad de correspondencia.
"¡Pero también condenarme a la soledad! A esta soledad sin nada
para realzarla, como sorda, ahora mía.
"Fue cuando el jefe de la oficina me ofreció venirme con un ascenso
a este pueblo, a Colloco. Acepté. Era poner entre él y yo una distancia que me
aseguraba a mí misma la imposibilidad física, geográfica, de acercarnos.
"Y me vine al pueblo creyendo que en esta lejanía, rodeada de
gentes sencillas, pacíficas, bondadosas, iba a volver a encontrar la entereza
para arrastrar la soledad en paz..."
"Y ya ves tú, gatita, lo que ha acontecido. Unas pasiones
enloquecidas me han rodeado. Desde el primer minuto me han envuelto en
sospechas en malos pensamientos; me han cercado los hombres creyéndome presa
fácil, me han...supuesto las mujeres intenciones aviesas; hasta los niños me
han abandonado sin saber yo por qué. Nos reuníamos los niños y yo, en
un abra en la montaña, misteriosamente, jugando a ser personajes de magia, y un
bien día --un mal día, mejor dicho-- no aparecieron, más. No
los vi hasta esta noche, en esta escena de aquelarre en que misia Melecia hizo
el auténtico papel a que su físico la destina. ¿Es que puedo que puedo yo
seguir viviendo aquí, roída por la angustia, siempre contra toda lógica
esperando que Gabriel me llame, que me escriba, que su voz sea la que me hable
al final del hilo telefónico, diciéndome, con sinceridad o sin ella, las
palabras que mi corazón espera, y que, nazcan del sentimiento que nazcan, me
provean de una mísera felicidad, pero felicidad al fin? ¿Tú crees, gatita, que
vale la pena vivir entre sospechas, risitas y comentarios, siendo buena,
cabalmente buena, honrada hasta los tuétanos, para que de repente te caiga
encima una lluvia de feas palabras y casi de hechos delincuentes? Porque si
algo insólito no pasa, si esa otra gente que estaba en el teatro no sale de
repente asustada por no sé qué --¿qué pasó?--, creo que ni la presencia de
Reinaldo consigue aplacar a esa furia gorda que termina agrediéndome. ¿Vale la
pena?
"¿Qué te parece a ti? ¿No te parece absurdo que yo, María López --
María Nadie en el idioma gentil de misiá Melecia, pero que no sabe ella con
cuánta verdad lo dice--, esté aquí en la noche pueblerina hablando contigo, una
gatita que se ha quedado fuera de casa y aguarda pacientemente que vengan a
abrirle la puerta? ¿No te parece que soy un poco loca? ¿No crees tú que es
mucho mejor que vuelva sobre mis pasos, que arríe bandera y que humildemente,
en simple mujer enamorada, vuelva en busca del brazo de un hombre para apoyarme
en él, aunque ese brazo no se tienda a mí sino por costumbre, porque "eres
linda y tienes los ojos azules y el pelo de choclo y me gustas"?
"¿Qué te parece?
"Poco sabrán las gentes del pueblo el bien que me ha hecho esta
revisión de mi vida, ordenadamente recordada para responder a su curiosidad.
Aunque dirigida a ellos, no la sabrán nunca. Seguirán ignorando que nada
vergonzoso tengo que ocultar. Que no soy una orgullosa. Ni una egoísta. Que soy
tan sólo una pobre mujer, una María Nadie sin gloria ni pena. Como tampoco
sabrán hasta qué punto les agradezco el haber provocado esta auténtica hora de
soledad, de estar frente a mí misma sacando hechos del pasado para enfrentarlos
al presente. Ha sido como poner en un platillo de balanza lo que en dicha y
sufrimiento me dio el amor y la miserable nada que me dieron ellos. Misiá
Melecia y el resto. Pongo aparte a los niños en el abra mágica. Ha sido como
medir y dar precio a la pequeña felicidad, pero felicidad al fin, proporcionada
por un sentimiento puro.
"Gatita, te dejo. Me voy, ¿sabes? Cerrando los ojos a toda
consecuencia. Vuelvo a decirte que seas paciente; ya llegarán y te abrirán la
puerta. Yo me voy. Me voy. Hasta mi casa del pueblo, primero. Arreglaré mis
cosas. No son muchas y es fácil liarlas, hacer paquetes, arreglar maletas.
Dejaré un mensaje para el jefe explicando de cualquier manera esta súbita
partida. Al amanecer pasa un tren rumbo al norte. Me iré, gatita, ¿oyes? Me iré
a esa hora en que una mala pájara debe regresar a su nido. Me iré. María Nadie
también tendrá ante sí una puerta abierta. Seré de nuevo María López. Una
puerta abierta ante mí. Puede que hacia una vida radiante. Puede que hacia inenarrables
sufrimientos. Pero será la vida..."
Brunet, Marta. María Nadie. Obras Completas de Marta Brunet. Santiago,
Zig-Zag, 1962. Pp. 711-788.
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