La
estrella de Botafogo
Enrique Bunster
Eruditos historiadores han precisado
cómo fue descubierto el futbolista más grande de todos los tiempos y países. El
hecho aconteció en la favela das
Mariposas Azules de Río de Janeiro, a la sombra del Corcovado. Tití, de
diecisiete años y vendedor de periódicos, no había jugado nunca a la pelota
hasta el instante en que un impulso misterioso lo hizo mezclarse con los
muchachos que pateaban entre nubes de polvo. Repararon en él cuando despidió
el balón como un proyectil, de extremo a extremo del campo, con un impacto
detonante de su pie descalzo. Interrumpióse el juego y se quedaron contemplando
al mocito de físico esbelto y ojos inquietos, que parecía el más sorprendido
de todos.
- ¡Nadie puede cañonear así! -exclamó
un chico de cuyos ojos saltaban lágrimas-. ¡Por Dios, Tití; rompiste la
pelota!...
De esta manera se dio a conocer el
ilustre moreno que hoy es un recuerdo legendario en el prodigioso Brasil.
Nadie, que sepamos, ha conquistado la
gloria como él lo hizo: ¡con un puntapié! De golpe y porrazo pasó a ser el
ídolo de la favela. En su
primera presentación dominical apabulló al cuadro enemigo por cuenta abrumadora.
A los pocos días fueron a buscarlo a su vivienda mísera para llevárselo como un
diamante en bruto a las oficinas del Club Botafogo.
Al preguntarle su nombre supieron que
no tenía apellidos. Le llamaban Tití por su agilidad de animalito de la selva.
Lo había recogido en Pelotas (Río Grande do Sul) una morena caritativa; de
ahí el otro apodo de Recolhido.
Le dieron ropa y por primera vez calzó zapatos. También se preocuparon de
nutrirlo, pues saltaba a la vista que estaba subalimentado...
Viéndolo expedirse en la cancha, dicen
que dijo un experto: "¡Dios mío, qué va a salir de aquí!" Y al
terminar la práctica, el entrenador lo besó en la frente, como consagrándolo.
De inmediato formalizaron la contratación;
y entonces descubrieron que era analfabeto.
- Tendrás un profesor por cuenta
nuestra -expresó el gerente comercial de Botafogo, señor Peixoto de Azevedo. No
está de más que un futbolista sepa leer y escribir.
Firmó con una cruz y quedó ganando un
sueldo equivalente al de un rector de universidad.
El crack inaudito remontó hacia la fama
con rapidez de centella. En cuarenta y ocho horas se esparció la buena nueva:
!Ha aparecido el delantero del siglo! Y los místicos del balompié invadieron
el estadio para presenciar su adiestramiento.
Cuando se anunció su debut, meses después,
ya era célebre, y el crítico de O Globo
escribió: "Delante de Tití, el gran Pelé hubiera parecido un
anciano gotoso. El nuevo monarca juega como en estado de trance y con
sabiduría inexplicable".
La tarde de aquel histórico domingo
llovía con exageración. De las nubes bombardeadas por los truenos caía un
diluvio que rebotaba por los barrancos de la jungla incrustada en la ciudad,
anegaba las rúas de baldosas serpenteantes y lavaba los rascacielos adornados
de azulejos y plantas paradisíacas. En el Estadio Maracaná, el más grande do
mundo, doscientas cincuenta mil personas soportaban el aguacero a la espera
de o Messias do Futebol. Paró
de llover cuando la escuadra de Botafogo salió por el túnel, y al aparecer el Recolhido brilló el sol como
alegrándose de verlo...
¡Digno saludo de un astro a una
estrella!
A los pocos minutos de iniciado el encuentro
llegó Tití frente al arco de Flamengo y disparó un pelotazo espeluznante que
trizó el travesaño y dejó al guardavallas Nilton Coutinho encogido de pavor. A
los catorce minutos embistió de nuevo y pateó a boca de jarro: el bólido cortó
la red y aturdió a un fotógrafo. El griterío de la concurrencia pareció
sacudir el embudo de concreto de Maracaná. Tití era el pateador más potente
que hubiérase visto nunca... Pero era además inalcanzable, inatajable e
inadivinable.
Corría con zancadas de orangután que
hacían imposible prever en qué dirección daría el paso siguiente. Cambiaba
instantáneamente de velocidad: de la carrera a la marcha y del tranco a la
huida, dejando a sus perseguidores con un palmo de narices. La muchedumbre lo
ovacionaba de pie, mientras el locutor más veloz del idioma relataba:
-Tití toma la pelota/burla a Olinto y
pasa a Bubú/recibe otra vez de Bubú/arranca/burla a Faleiro/engaña a Nono/lo
mismo a Lalá/Tití avanzando/el público delirante/Cerveza Brahma refresca al
Brasil/Tití corriendo con sus brincos de mono y sus gestos raros/confusión en
Flamengo/locura en tribunas y ga-lerías/suspenso/Tití en el área
enemiga/Nil-ton, paralizado/Tití va a patear/va a patear/
¡no lo hace y entra al arco cosa
increíble entra al arco arreando la pelota gooooooool gooooooool de Tití sin
patear señoras y señores gooooooool sin patear entró este hombre en el pórtico
de Nilton como Pedro por su casa séptimo gol consecutivo de Tití a los ocho
minutos del segundo tiempo Botafogo nueve Flamengo dos tormenta de gritos y
risas saludando esta masacre de goles aquí en el Estadio Maracaná!...
Así transcurrió esa jornada memorable.
Al sonar el pitazo final volaron sombreros, diarios y abanicos. Y al vaciarse
el mar humano por las portadas del estadio, cantando y bailando el samba, un
carnaval espontáneo se armó en las calles de la ciudad más alegre del mundo.
El país experimentó una sensación de
fortalecimiento. Era la confianza de que el Brasil podría tremolar invicta su
bandera verde, parecida a una cancha, con un balón al centro. Se sentía a la
patria defendida.
Por eso el nuevo solista del césped conquistó
el amor de decenas de millones de almas. De un día para otro se encontró convertido
en una especie de imagen de devoción. Su retrato en camiseta cubría los quioscos
de revistas y adornaba los escaparates; luego decoró las paredes de los
dormitorios infantiles e invadió las casinhas
aglomeradas sobre los precipicios.
Si se hubiera podido hacer un registro
electrónico, habríase visto que su nombre era pronunciado millares de veces por
segundo. Discutían sobre él en las esquinas, en los bares y cafés, en los baños
turcos, en los pasillos de la
Bolsa , en Copacabana, en las letrinas y en los salones.
Rotativos y semanarios dedicábanle columnas y páginas: homenaje permanente
que el campeón absorbía a tropezones con su corto conocimiento del silabario.
Lo enfocaban las cámaras de televisión:
- ¿Por qué juega fútbol?
- Porque soy jugador de fútbol. (Risas
en el auditorio, y aplausos.)
- ¿Se considera un futbolista intuitivo
o cerebral?
- Goleo con la cabeza igual que con los
pies. (Salva de risas y de aplausos.)
- La crítica ha afirmado que el boceto de su juego es impresionista,
con influencia de Nene; ¿pero
no le parece que su ejecución es abstracta?
- Eso se verá en Sao Paulo, donde
espero defender los colores de mi cuadro. (Carcajadas y gritos: ¡Genial!
¡Genial!.)
Vestía deslumbrantes ternos de seda, y
se fue adornando con prendedores y colleras de oro, flor en el ojal y monóculo
de fantasía a la portuguesa. A la puerta de su departamento de la rúa Lord
Cochrane se estacionaban los admiradores para pedirle autógrafos y estrecharle
la mano. Dondequiera que fuese lo seguía una escolta de curiosos y niños
fascinados. Nadie hace caso de nadie en las calles de Río, donde lo usual es
ver pasar a lumbreras del mundo en traje de baño; pero al entrever a Tití la
gente corría en su persecución para mirarlo de cerca. Encandilado por la
visión del ídolo, un chofer entró con su Camión en una peluquería de señoras.
Viajando con Botafogo por los estados,
sembró a su paso la euforia de las masas y los alaridos de los locutores. En
Sao Paulo hizo rugir al estadio marcando un gol con el estómago. En Belo
Horizonte, un místico que no consiguió entrada sacó su revólver y asesinó al
boletero: En Recife hizo ganar a su escuadra por 10 a 1. En Bahía, una poetisa
morena le llamó en una oda: "Mariposa azul de las canchas, razón de ser de
las hojas de laurel, abanderado de la gloria, luz de las favelas, campana de los domingos,
recompensa de los niños buenos".
Su celebridad trascendió hasta Londres
y un ejecutivo de Arsenal Incorporated voló dispuesto a comprarlo para el
equipo campeón de las Islas Británicas. AI llegar este financiero al
aeropuerto de Galeáo, una turba de mocetones lo recibió con feroz silbatina.
Sir T.Crookes sonrió encantado creyendo que era una manifestación de
bienvenida, y sólo salió del error cuando un huevo de avestruz hizo impacto en
su noble faz.
Pero Inglaterra ofrecía más de cuanto
pagara nunca por un deportista o por un pursang,
y las agencias informativas comunicaron que Tití iba a ser transferido.
Sólo esto esperaba el pueblo para
echarse a la calle a protestar. Una columna de cinco mil hombres y mujeres
desfiló vociferando, mientras que otra poblada rodeaba la casa del cónsul
inglés para darle una serenata con música de palanganas y tarros parafineros.
Estos desórdenes cesaron cuando se supo
que el Gobierno de Brasilia había mandado suspender las negociaciones. Don
Theophilo Peixoto de Azevedo se trasladó a la capital, y en o Palacio da Alvorada tuvo lugar este
diálogo tajante:
- Hemos tomado el acuerdo de prohibir
que Tití sea exportado.
- Señor Ministro, la oferta es de
trescientas mil libras por tres años de contrato...
- No podemos, señor Peixoto, privar al
pueblo de su deportista más inspirado. De hacerlo, la impopularidad caería
sobre el Gobierno... en vísperas de elecciones.
- Pero Tití va a ser lesionado en sus
intereses...
- El jugador no será lesionado, porque
el Estado arbitrará medidas compensatorias en el área esterlina. Y a propósito,
¿cuándo veremos a Botafogo jugando en Brasilia?...
Nuevamente las multitudes se desbordaron,
pero esta vez en un delirio de alegría. El centro de Río presenció un carnaval pequenino que paralizó el
tránsito y obligó a cerrar las oficinas.
Desfilaron las escuelas de samba con su
murgas estrepitosas, dos mil futbolistas en tenida de cancha, la Academia de Locutores de
la Universidad
y millares de místicos portando banderitas y bailando.
Dos semanas después se celebraron las
elecciones generales del Parlamento y las candidaturas gobiernistas triunfaron
por abrumadora mayoría.
Sus biógrafos están de acuerdo en que
fue entonces cuando Tití tomó el camino de la leyenda. Nadando en libras
esterlinas, adquirió una mansión a los pies del Pan de Azúcar, a orillas de la
ensenada donde descansan los veleros del placer de los magnates. A esta
residencia de sueño se llevó a vivir a la morena que lo recogió en un portal
de Río Grande do Sul. Llevóse también a un secretario que contestaba las cartas
de los inventores, sablistas y niñas casaderas; a un guardaespaldas y al
profesor encargado de alfabetizarlo.
Cuando quiso comprar un automóvil, la
fábrica se lo obsequió. Era el vendedor más eficiente y mejor remunerado:
recibía sumas increíbles por declarar: "Para mí, cerveza Brahma". El
cura de su parroquia le confió el cepillo en la misa de moda: el cepillero de
monóculo recogía el dinero en un canasto. De igual modo se agotaban las entradas
para el stríp-tease si
anunciaban que Tití desabrocharía el portaligas de Miss Pernambuco.
De pronto, la sugestión colectiva
comenzó a dar sus frutos de floresta tropical. Un periodista, hasta entonces
inofensivo, publicó lo siguiente: "Tití ha entrado en los dominios de la
armonía pura. Su actuación de anoche pudo haber sido una sonata para piano y pelota".
Cierto es también que había hecho
filigranas y culminó marcando un gol con el trasero.
Pero esto no era más que el comienzo.
Todo el país oyó hablar del prodigio acaecido en el barrio de Leblón. Un niño
que se moría de enfermedad misteriosa balbuceó en su delirio que quería ver a
Tití. El enloquecido padre salio a la carrera y una hora después Tití estaba sentado al borde del
lecho. El niño miró al dios humano con sus ojos vidriosos de fiebre, y cuando
éste tomó sus manos y le sonrió, el pequeño moribundo le devolvió la sonrisa y
le dijo:
- Recolhido, ¿harás otro gol con o traseiro?
- Por cierto que sí, y tú lo verás, y el
arbitro se tragará el pito de risa.
El enfermito se durmió sonriendo, y
tres días después jugaba en el jardín de su casa...
A raíz de este episodio conmovedor e
inexplicable, un pubÍicitario visitó a Tití para ofrecerle un millón de
cruzeiros por acompañar a cierto político en su gira por el estado. La
entrevista tuvo lugar a la sombra del toldo de la terraza, mirando hacia la
bahía poblada de velas.
- ¿Y para qué tengo que ir con el
político?
- Para atraerle gente. Es candidato a
una elección de senador.
- ¿Y qué tengo que hacer?
- Nada; bastará con que anunciemos que
usted va en la comitiva...
Esperó al público en el muelle del ferryboat. Iban a Niteroi, cuyos
rascacielos se apiñan al otro lado de la rada de Guanabara. Al entrar en el
puerto, divisaron un lienzo de bienvenida con este rótulo: RECOLHIDO. Llamó la
atención de los pasajeros la enorme cantidad de enfermos, ciegos y paralíticos
en sillas de ruedas que esperaban en el embarcadero.
Trepándose a la tribuna, el estadista
exclamó:
- ¡Electores de Niteroi...!
- ¡Tití! ¡Tití! -gritó la multitud.
- ¡Amigos míos de Niteroi, leales
amigos de vuestro leal candidato!
- ¡Tití, devuélveme la vista!
- ¡Tití, tú que sanas a los moribundos,
cura a un paralítico!
Espantado de lo que oía, el delantero
retrocedió, y viendo cómo la gente empezaba a rodearlo, emprendió la huida a
lo largo del muelle.
- ¡Tití, haz que yo pueda volver a
caminar! -gritaba un hombre que corría persiguiéndolo.
Sin hallar hacia dónde huir, el
fugitivo se lanzó al mar y nadó hasta abordar un ferry que salía para Río. Su última visión de Niteroi fue la del
ex inválido que brincaba arrojando las muletas al agua...
Esta experiencia de pesadilla atacó los
nervios del goleador. A llegar a casa sufrió una crisis histérica y sus
servidores tuvieron trabajo para calmarlo.
Pero las cosas empeoraron por la noche
cuando la radio informó que Tití había realizado su segunda curación
maravillosa.
- ¡No he curado a nadie! -gritó
parándose de la mesa-. ¡Lo que falta es que se me venga todo el mundo encima!
Dicho y hecho. A las diez los
fotógrafos y reporteros pechaban a la puerta de la mansión. El aterrorizado
futbolista pasó la noche sin pegar los ojos, y así lo sorprendió la algarabía
de los papagayos que anunciaban el amanecer en la espesura del Pan de Azúcar.
Con el desayuno le llevaron los diarios
matutinos..., y ahí estaba la información sensacional en primera plana. El
bien informado redactor decía: "En el curso de una visita a Petrópolis,
nuestro cañonero accedió a ejercitar sus dotes pasmosas curando a un
polio-mielítico con sólo tocar sus rodillas. A raíz de este milagro, centenares
de infelices gestionaban anoche su traslado a Río en busca de
mejoría".
- ¡Milagros! -gritó Tití saltando fuera
del lecho-. ¡Esto no puede ser!
Corrió escaleras abajo llenando la casa
con sus voces : ¡Pongan llave a las puertas! ¡Agripinha, baja las persianas! ¡
Napoleáo, llama a la policía!...
Dos horas después la residencia estaba
rodeada por un cordón de guardianes que mantenían a raya a una turba de curiosos.
Abriéndose camino a bocinazos llegó Don Theophilo Peixoto de Azevedo, el que
entró por la puerta de servicio después de dar el santo y seña convenido:
"Ortem e Progresso!"
- ¡ Me tienen sitiado! exclamó Tití al
verlo precipitarse en el living. Necesito que me lleven a un refugio secreto.
- No será fácil, meu filho: hay afuera una bandada de
cacatúas de la prensa. Si te disfrazaras de no sé qué, trataría de raptarte no sé adónde.
Vistieron al crack con una falda, blusa y pañolón de Agripinha, llenaron
rápidamente una maleta y consiguieron escapar despistando a los perseguidores.
Cuando tuvo al fugado en su escondite,
a cuarenta kilómetros de la ciudad, el señor Peixoto de Azevedo comentó:
- Ahora que estamos solos, ¿cómo haces
eso?
- ¿Qué cosa?
- Los milagros...
- ¡Por Cristo, yo no hago milagros!
- Pero es que ya van dos...
- ¡Se mejoran solos!... ¡Esto es
espantoso!
Estaban en un bungalow en medio de esa
selva caliente, más extensa que Europa, donde proliferan mosquitos,
serpientes, caníbales y rascacielos de Lecorbusier. El cañonero disfrazado de
mucama paseaba por la veranda como un tigre por su jaula.
- ¿Y dónde estamos, a todo esto? — En
la garconniére de campo del
Jefe de Policía. Socio de Botafogo, ejem.
- Yo de aquí no me muevo hasta que me aseguren que van a dejarme
tranquilo.
- Tienes que volver para el partido con
los congoleños...
- Iré cuando me den garantías; de lo
contrario tendrán que buscar un sustituto.
- ¡ Un sustituto de Tití! -rió Don
Theophilo a grandes voces-. ¿Es que puede haber un nuevo Tití, un nuevo
Amazonas, un nuevo Mato Grosso?... Cálmate; te dejo por un par de días; cuando
vuelvas a Río no precisarás la pollera de Agripinha.
Fueron dos días deliciosos tendido en
la hamaca, bajo el mosquitero, contemplando el furor vegetal de la jungla y
asistiendo al carnaval nocturno de grillos y luciérnagas.
En la ciudad habíase desatado el
sensacio-nalismo parlante e impreso. Pero la fuga de Recolhido hacía menos ruido que sus curaciones portentosas. En
el intento de apelar a la cordura del público, el señor Peixoto de Azevedo
organizó un foro en la TV ;
y éste es su texto conservado en cinta magnética:
animador.-Vamos a entrevistar a personas
capacitadas para arrojar luz sobre el caso Tití. He dicho "arrojar
luz", y por eso se ha iluminado este auditorio con ampolletas de Westinghouse Brasileira Sociedad Anónima.
Tenemos aquí al niño Getulio Barroso, desahuciado y vuelto a la vida. Tenemos
al señor Juscelino Menezes, paralítico que ahora baila el samba. Está también
el célebre sicoanalista doctor Bastos; y nos honramos en presentar al Asesor
Eclesiástico, Monseñor Joáo Gomes. Comenzaremos por nuestro amiguito Getulio.
Ponte de pie, monín... Bueno, si prefieres, quédate sentado. Dinos, crianza, lo que recuerdas de cuando
Tití fue a verte a tu lecho de enfermo.
getulio.- No fue a verme. Yo soñé con Tití, pero
no lo veía bien, como si hubiera poca luz.
animador.- Ah, vamos; no tendrían ampolletas
Westinghouse.
getulio.- Sí, eran Westinghouse.
animador.- Ejem, siendo de Westinghouse
Brasileira tenían que ser buenas.
getulio.- No, no son buenas. Pestañean y se
queman.
animador.-Bien, ejem; prosigamos. ¿Qué puede
decirnos el papá del simpático Getulio?
sr. barroso.- Tití estuvo en casa. Yo fui a buscarlo.
A raíz de su visita empezó a bajar la fiebre. Supongo que mi hijo confunde a
causa del delirio.
doctor bastos.-
Así es en efecto.
animador.- Queda en claro que la presencia de
Tití produjo la mejoría... Veamos el otro caso, el de Juscelino Menezes.
getulio.- ¿Puedo irme?
animador.- Sí, sí, por favor. Cuéntenos,
Juscelino, su curación en Niteroi.
juscelino.- No sé hablar..., soy un pobre analfabeto.
animador.- No se preocupe: la mitad de la
población del país es analfabeta.
Primero los estadios, después los estudios. ¿Por qué fue a recibir a Tití?
juscelino.- Porque decían que había resu-citado a
un niño. Me puse tan dichoso cuando lo vi, que salí corriendo, y él se asustó
y se tiró al agua.
animador.- ¿Él no lo tocó? ¿No le habló?
juscelino.- ¿No le estoy diciendo que apretó a
correr?
animador.- Entonces ha sido la fe la que obró el
milagro...
juscelino.- Yo no profeso religión.
animador.- ¿No cree en Dios?
juscelino.- No. Soy del Noreste.
animador.- Bien. Tenemos aquí un hombre que no
admite los milagros... Seguramente ustedes querrán saber qué opina al respecto
Monseñor Gomes. Monseñor, tenga la bondad.
getulio.- ¡Hola! Volví. Fui al urinario.
animador.- Monseñor: los telespectadores esperan
conocer la opinión eclesiástica sobre el caso de Juscelino Menezes, a quien una
curación calificada de milagrosa no ha bastado para moverlo a la fe.
monseñor
gomes.- ¿Quién la calificó de milagrosa?
animador.-Bueno..., el pueblo, la gente...
monseñor gomes.-
¡Y el animador de la televisión!...
Bien: Si desea saberlo, mi opinión particular es que estamos ante una persona
dotada de excepcional cordura y buen juicio, y esa persona es Juscelino
Menezes. Este analfabeto, de cuya ignorancia somos todos culpables, ha dado una
lección a nuestros periodistas superficiales y a nuestro público atacado de
infantilismo. (Aplausos.) Juscelino permanece ateo porque instintivamente sabe
que no hubo milagro. Parece mentira que tenga yo que explicar que su curación
no reúne ni una sola de las condiciones del hecho milagroso. Tití no es un
santo, no tuvo relación mental con el enfermo, no lo conocía, no le dirigió la
palabra, no lo tocó, no lo vio
hasta después de estar curado... ¡La verdad es, queridos hermanos, que Juscelino
demuestra mayor discernimiento que muchos creyentes que leen y que escriben!
(Gritos de adhesión y ardorosos aplausos.)
sr. barroso.-¿Por qué el paralítico tiró las muletas
y corrió?
doctor bastos.-
Se trata de un fenómeno de sugestión o de histeria, producido
por el tremendo deseo de mejorarse y por la fanática admiración que despierta
el futbolista.
animador.- ¿Qué habría pasado si Tití hubiera
permanecido delante de los tullidos y sordomudos que había en el muelle?
doctor bastos.-
Probablemente algunos de ellos habrían
recobrado la salud; o tal vez no…
monseñor
gomes.- Es tranquilizador que estos hechos se
reduzcan a sus justas proporciones. Quisiéramos hacer desde aquí un llamado...
animador.-Agradezco a ustedes, en nombre de
ampolletas Westinghouse Brasileira...
monseñor.-... un llamado a la conciencia pública...
animador.-... y ponemos fin a este reportaje de
cinco minutos improrrogables auspiciados por Westinghouse Brasileira Sociedad
Anónima por Acciones...
De esta manera las cosas fueron puestas
en su lugar. Pero sucede que la mayoría no ve televisión, y por otro lado, los
enfermos no renunciaban a su anhelo de mejoría. Al regresar Tití de la selva,
encontró su casa como la había dejado: cercada por los guardianes y rodeada de
un piño de suplicantes. Al bajar del automóvil, un mudo le gritó:
- ¡R-r-recolhido! Y la multitud aulló:
- ¡ ¡Milagroooo!!...
A partir de entonces la vida fue para
Tití una prueba harto difícil de sobrellevar. No pudiendo huir de nuevo, pues
ya habían llegado los congoleños (tres aviones con jugadores, corresponsales
y místicos), se tuvo que resignar a recluirse en su domicilio, del cual sólo
salía para trasladarse al campo de entrenamiento. Sus entradas y salidas daban
lugar a tumultos comparables a los que
se producían en las puertas del estadio.
Desesperado, declaró en conferencia de
prensa que jugaría por última vez para emigrar o retirarse a un refugio
inaccesible. Nadie le creyó, pero, ¡ay!, estaba próximo el broche final de su
brevísima carrera.
El encuentro con los gigantes del Congo
había despertado una expectación nunca vista. Cien mil personas quedaron sin
entrada, lo que hizo pensar en la necesidad de construir un estadio aún más
grande que el de Maracaná. Veinte mil espectadores de galerías pasaron la
jornada en sus asientos, bajo el sol abrasador, y centenares se introdujeron
con artimañas, con entradas falsas o a puñetazos. Dos niños perecieron en el
raudal humano y hubo decenas de casos de insolación y centenares de robos de
billeteras.
Un helicóptero recogió a Tití del
jardín de su casa (bloqueada por la muchedumbre) y lo trasladó volando sobre la
ciudad acribillada de luces, de parpadeos rojos y verdes y de convoyes de faros
que se perseguían a lo largo de las avenidas, caracoleaban por los cerros y
desaparecían y reaparecían por las bocas de los túneles.
En medio de esa vorágine lumínica, el
coliseo inmenso semejaba una caldera con la humareda de los cigarros
concentrada bajo los haces de los reflectores.
Flameaban las banderas futbolizantes y
relucía la malla de acero que protege la vida de los arbitros. El helicóptero
descendió con lentitud y se detuvo a unos metros del suelo; y cuando Botafogo
hacía su entrada a la cancha, a Maravilha
do Mundo se descolgó con agilidad por una escala de cuerdas. El gentío
compacto se puso de pie, batiendo palmas y voceando, a tiempo que racimos de
globos y bandadas de papagayos se largaban al aire por las escotillas de
acceso. A la recepción apoteósica siguió el aplauso tibio que saludó a los
invictos del Congo, gigantones de pies descomunales y camisetas rojas que
obsequiaron banderines pero no sonrisas...
Tarea difícil resumir un partido que
cierto diario de Río llamó Jutlandia
do céspede.
Desde las primeras evoluciones de las
escuadras, se echó de ver la aviesa estrategia de los cañoneros africanos.
Bebé y Pipo rodaron lesionados, efecto de colisiones intencionales, y
aprovechando esta ventaja el enemigo batió dos veces consecutivas el arco de
Botafogo. Entretanto, un hombre vigilaba al peligroso Tití, siguiéndolo de
cerca sin quitarle de encima su mirada oblicua. Tan pronto el crack arrancó con
la pelota entre los pies, este sujeto y dos o tres dé sus conmilitones
lanzáronse a interceptarlo; y uno de ellos lo atropello con propósito
inequívoco. Tití rodó lejos, y de la violenta caída se levantó dando señales de
fuertes dolores. Dio unos pasos, tambaleante, y volvió a caer. La concurrencia
saltó de sus asientos -¡un cuarto de millón de almas!-y un clamor
indescriptible se elevó dentro de ese valle de cemento. Arrojaron botellas y
cocos sobre el infractor y sobre el árbitro argentino, que no atinó a censurar
la falta.
Con tres de sus hombres arrastrándose
por el campo, el disminuido Botafogo movía a lástima en sus desesperados
esfuerzos por no dejarse arrollar... Y así terminó la primera etapa de la
batalla: Congo 5 — Botafogo 0.
Durante los angustiosos minutos del
intervalo, expertos masajistas trabajaron con ardor para ayudar a recuperarse
al ídolo descalabrado, mientras el entrenador enfurecido le daba a beber
aguardiente con pólvora. El público guardaba silencio, como si estuviese
entregado a la oración; en el gabinete de transmisiones un comentarista llamaba
a los africanos "rinocerontes", y al referí, "monigote".
Una ovación hizo revivir al estadio
cuando Recolhido reapareció
andando con ademán de resolución sombría. ¡Ahora verán!, parecía decir con su
boca apretada...
Sonó el pito y fue como si se desatara
una fuerza de la naturaleza. Tití se apoderó de la pelota, corrió con sus
zancadas de orangután, ayudado por la mirada de quinientos mil ojos que
parecían llevarlo en vilo, y desde veinte pasos "hizo fuego" contra
la valla enemiga. El goalkeeper
no tuvo tiempo de pensar.
- ¡Gooooooooool!! -gritó el Brasil entero.
Uno de los locutores radiales dio
comienzo al alarido más largo que se ha escuchado jamás. En el mismo instante,
un cañonazo retumbó del lado de Guanabara. Era la salva de un destructor,
disparada en señal de júbilo patriótico. Su estampido rebotó en la mole del
Pan de Azúcar, en la Mesa
del Emperador y en el enhiesto Corcovado donde resplandecía el Redentor; y
siguió multiplicándose en el caos de islas y montañas, como si la flota
nacional hubiese entrado en acción. Cuando esos ecos se extinguieron, el
alarido del locutor continuaba. Parecía que duraría toda la noche. De pronto
el artista puso los ojos blancos, giró sobre sí mismo y cayó muerto como un
héroe, sin soltar el micrófono.
A partir de entonces la Mariposa Azul de las
Canchas revoloteó libando el néctar de las ovaciones. Al minuto siguiente llegó
otra vez ante el arco africano y desde dos metros tiró un pelotazo homicida. El
guardavallas atajó (por simple casualidad), pero fue a dar al fondo de la red
con las manos quebradas y la pelota reventada. A los siete minutos, nueva
patada horrísona a una nueva pelota contra el nuevo arquero Moshomba. A los
catorce minutos el marcador señalaba el empate y el estadio se volvió un
manicomio de gritos, brincos y cosas lanzadas al aire.
Viendo perfilarse la derrota, los
congoleños repitieron la táctica del palitroque, dejando a Pipo y Catete
contusos. Una batahola de trompones y puntapiés fue la consecuencia, y el
arbitro no halló nada mejor que expulsar a dos de los jugadores brasileños...
Patriotas iracundos destruyeron secciones de la malla salvavidas y un coco dio
bote en la coronilla del señor Juan Carlos Leguizamón.
En el tiempo que tardaron Catete y Pipo
en reponerse, los arteros africanos batieron otras dos veces la valla de
Botafogo. Tormentosas rechiflas condenaron esta ventaja inmérita. Pero la Razón de Ser de las Hojas de
Laurel iba ganando en inspiración por momentos y sus divinas jugadas quitaron
toda esperanza al, congoleño. Coqueteaba sobre el césped como el lápiz del
caricaturista sobre el papel. La pelota era un colibrí entre sus pies cuando
algún iluso intentaba arrebatársela; era una pluma en la borrasca cuando
corría con ella burlando interceptores; y era una bala de cañón cuando la
disparaba al arco.
Cosa nunca vista: sus propios
contrincantes se iban convirtiendo en espectadores. Lo seguían con mirada
hechizada, y uno de ellos aplaudió-todo el estadio fue testigo cuando a raíz de
una caída la Campana
de los Domingos marcó el décimo gol desde el suelo.
-¡¡¡Desde el suelo, como lo oyen!!! -aulló
el locutor que sustituía al que había fallecido-. ¡¡Cayó, retuvo al balón
entre los botines, y con patada insospechada derrotó al desprevenido
Moshomba!! ¡¡Faltando siete minutos para finalizar el partido, el hombre de
Pelotas ha producido el gol más inaudito de la Historia !!...
Todo lo anterior había quedado en la
sombra; por eso aplaudió el africano Lolombo y sus coterráneos mostraron los
colmillos en muecas parecidas a sonrisas.
¿Qué más podía verse esa noche? La muchedumbre
afónica y sudorosa empezó a moverse en demanda de los pasillos, y entonces
apareció el helicóptero que venía a recoger al Abanderado de la Gloria. ¡A llevárselo por
el aire, por su nuevo camino: el cielo!
- Descendí hasta unos noventa pies
-dijo más tarde el piloto al declarar en el sumario policial-, y me quedé
observando el juego que estaba por terminar. Es muy curioso visto desde arriba.
Los jugadores parecen pigmeos aplastados contra el suelo y la pelota es laque
juega con los hombres... De repente el nº 10 de Botafogo (todos saben que hablo
de Tití) corrió a lo largo de la cancha, que semejaba el tapete verde de una
mesa de billar, llevando entre los pies la bola blanca. Después de eludir a
dos o tres individuos, la Luz
de las Favelas se encontró ante una compuerta de zagueros y medio zagueros a
través de la cual no podía filtrarse. Pero un poco aparte de este grupo, y
cerca del pórtico africano, vio al arbitro. Con la rapidez del relámpago
calculó y pateó contra el señor Leguizamón. El balón rozó matemáticamente el
cuerpo del referí, y cambiando de dirección entró en la valla como una
pedrada. Era el primer gol conseguido en el mundo utilizando al arbitrador. En
ese instante terminó el match y se produjo el tumulto. Mientras el estadio
enloquecía, los congoleños corrieron a rodear a la Recom pensa de los Niños
Buenos, como también le llamará la posteridad. El fabuloso jugador pareció
sucumbir entre los rojos uniformes de los gigantes. Divisé su camiseta cuando
entre varios se la arrancaban como una reliquia.
Coincidió esto con el derrumbe de la
malla de seguridad y la avalancha de místicos con banderitas congoleñas que
invadió el campo en medio del griterío selvático. Nada más distinguí de esa
escena incongruente hasta que acudió la policía...
¡La policía! Demasiado tarde para
advertir a Moshomba y sus piadosos paisanos que lo que estaban haciendo no era
costumbre en el país, salvo, naturalmente, en el interior, en los misteriosos
territorios de la Amazonia ,
donde todavía practican las tribus el rito de devorar al enemigo ilustre para
posesionarse de sus virtudes de valor e inteligencia con el objeto de elevar el
espíritu hacia altas metas de perfección.
ANALISIS
DE LECTURA.
1. Relate el primer encuentro de Tití
con el fútbol.
2. ¿ A qué se debe el nombre Tití?
3. ¿ Cuando fue la primera vez que Tití
huso zapatos?
4. ¿ Por qué se descubrió que Tití era
un analfabeto?
5. ¿ Como le cambio la vida a Tití después
de comenzar a jugar fútbol?
6. ¿ Por qué Tití se convierte en un
ídolo?
7. ¿ Qué ocurrió con los brasileños
cuando Tití iba a ser transferido a un equipo de fútbol de Inglaterra?
8. ¿ Quienes tuvieron que intervenir y
de que manera para que Tití no se fuera del país?
9. Relate lo que ocurrió con un niño
enfermo en el barrio Leblón?
10. ¿Qué pasó con la gente de
Petrópolis cuando fue visitado por Tití?
11. ¿Dónde tubo que huir Tití para
esconderse de los fanáticos que lo seguían?
12. ¿Cuál fue la opinón de monseñor
Joâo Gomes en relación con los milagros realizados por Tití?
13. Mencione tres hechos ocurridos por
el encuentro de fútbol con los congoleños.
14. Relate lo que ocurrió en el partido
de fútbol con los Congoleños.
15. Quienes son los siguientes
personajes:
Agriphina – Peixoto de Azevedo –
Getulio Barroso – Juscelino Meneses – Joâo Gomes.
Piedra
callada
Marta Brunet
Cuando Esperanza dijo que
quería casarse con Bernabé, la madre, en respuesta, le dio una paliza, manera
bastante simple, pero que ella estimaba infalible, para quitarle la idea de la
cabeza. La muchacha no dio un grito y en cuanto pudo escapó a contarle a la
patrona sus cuitas.
—iHasta
cuándo no me va' ejar casarme! Cada vez que tengo un pretendiente me lo
espanta. Al mocetón de los Machuca lo corretió a lo qu' es piedra de
honda. Y sin contar con las apaliaduras que me da. Hable su mercé con ella y
llámela a razón. Ando en los veinte años. ¿Es que me quere ejar pa vestir
santos?
La
patrona la miraba vagamente reflexiva. No era extraño que tuviera
pretendientes, linda, bien enseñada, casi como una sirvientita pueblerina, que
siempre había vivido allegada a las casas, bajo su protección.
—Pero
¿qué te dice ella?
—Agora
no me ijo na. Me apalió no más. Pero otras veces ice qu' ella no mi'ha criado
como una flor para que me coma el más burro. Cosas de veterana... Porque, al
fin y al cabo, pue, patrona, yo no soy más que una huasita pa casarse con uno
d'estos laos.
—¿Y
quién te pretende ahora?
Esperanza
vaciló un segundo antes de responder:
—Bernabé,
el de los Villares, el más guaina, el que trabaja en el palo parao, en los
cercos.
—Pero
si es una bestia... —exclamó la patrona después de una pausa para recordar al
mozo.
—Yo
lo quero harto... Claro qu'es así, medio lerdo, pero güeno y trabajaor como
ni'uno. D'esto puee dar fe cualesquiera en el fundo. Y sin vicios. Arreglao pa
toas sus cosas. Es lerdo no más. Eso es too.
La
patrona la miraba en suspenso, sin saber qué resolución tomar, porque no era
la primera vez que se le presentaba el caso que la muchachita venía a pedir
auxilio para defenderse de la madre, que no admitía más voluntad que la suya. Y
no era posible que sistemáticamente se opusiera a que Esperanza se casara.
Celos de madre que no tenía sino esa hija, viuda y bregando como una
desesperada para criarla, ayudante del molinero al morir el marido, que por
años sirvió ese puesto, y desempeñándose ella con tal pericia que en verdad era
quien dirigía los trabajos.
Ambición
de madre que tal vez quería un hombre con mayores posibilidades para marido de
la muchacha y no aquellos cachazudos peones que nunca serían otra cosa. Pero
¿dónde hallar ese marido? Su mundo, lógicamente, tenía que ser aquél de campo
entre montañas. Su destino, casarse con un mocetón allí nacido. Tener un rancho
propio. ¿Qué más? Si, porque más que eso, que los mocetones hijos de los
inquilinos, no había en el fundo hombre alguno soltero. ¿Dónde, entonces,
encontrar un marido para Esperanza, que en verdad era superior inmensamente a
su medio?
Y
cansada de haber cavilado tanto sobre un asunto que le importaba un poco, no
mucho, no estaba segura si mucho o poco, la patrona hizo una pregunta que creyó
definitiva:
—¿Pero
tú estás segura de querer a ese Bernabé? Esperanza hizo el gesto clásico de
arrollar y desarrollar la punta del delantal y contestó sin ambages:
—Patrona,
de toos es el que más hei querío. A los otros los hei querío así no más. A éste
lo quero harto. Es güeno y me quere harto tamién. Claro qu'es lerdo...
—concluyó con apuro, porque la patrona la miraba sostenidamente, como si
quisiera verle el fondo del alma. Y en realidad no la miraba, entregada, como
siempre, a sus propios vagos pensamientos.
—Bueno,
bueno. Hablaré con tu madre.
—Claro
que su mercé —y se puso muy zalamera y era así un encanto, con los ojitos
pequeños y muy rebrillosos, y con dos hoyuelos que se le marcaban en las
mejillas tan de melocotón pelusiento, y tan arremangada la nariz, y por boca un
mohín de niña que se sabe linda y especula con su lindeza— podía irle
diciendo al patrón que nos diera rancho, porque así mi mamita no hallaría tanto
que icir y ya teniendo rancho seguro, a Bernabé no lo miraría en menos naiden
y es claro que too andaría al tiro mejor... Su mercé se lo ice al patrón, ¿no?
—Si, sí... Ya te conozco... Con lo
buena que eres para los arrumacos... Ándate tranquila...
Se
quedó pensando, así, yendo de una a otra nebulosa de ideas, que era su manera
de pensar, que tal vez podía llevarse a Esperanza, a la ciudad, como
sirvienta, o mandarla a la escuela, o que ayudara a la enfermera que cuidaba a
su madre. Hizo un gestó con la mano, como si borrara algo frente a los ojos. No,
resultaba aquello mucha responsabilidad. Con lo linda que era la muchacha... A
lo mejor, en vez de casarla... —y de repente pensó en el chofer, tan excelente
hombre, que tenía su hermana, soltero, que podía enamorarse de Esperanza y
casarse con ella—; si, en vez de casarla, pasaba cualquiera de esas cosas feas,
que se cree que sólo existen en las novelas o en los films y que de repente .se
hallan también en la vida... Y la madre, la vieja Eufrasia, no iba nunca
a dejarla irse, así fuera con ella. Y es claro que con la vieja. Eufrasia y
con Esperanza no iba a cargar. Aunque a lo mejor la vieja servía para lavandera
o para hacer dulces o para abrir la verja cuando llegaban los coches. Volvió a
hacer el gesto de borrar algo ante los ojos, algo que estaba allí sin forma. Y
terminó por irse muy de prisa a su habitación, que de pronto recordó que era la
hora del episodio radial tan lleno de inesperados acontecimientos.
Por
cierto que olvidó hablar con Eufrasia. Pero Esperanza vino a la tarde siguiente
y no cejó hasta conseguir que llamara a la madre y tuviera con ella una
explicación. De la cual no se sacó nada, porque ese día la patrona estaba más
en las nubes que de costumbre, perdida en su limbo, y la vieja quedó triunfante
con sus respuestas y sus argumentos.
Era
una vieja alta, huesuda, con el perfil corvino y una boca fina,
apretados los labios y el inferior sellando una voluntad que sabía su meta,
pero que sabía también llegar a ella por atajos, gateando, entre largas esperas,
si el camino derecho se ponía dificultoso de obstáculos.
De
regreso al molino, sin mayores explicaciones, le dio una paliza a Esperanza.
Con lo que ésta entendió que tenía que buscar otro apoyo si quería casarse con
Bernabé.
Fue
entonces a verse con el patrón, estampa de viejo cuño. Señor que parecía la
réplica del abuelo que guerreara en la independencia. Le dijo Esperanza lo
mismo que ya le había dicho a la patrona. E inmediatamente el patrón hizo
venir a Eufrasia. Diez minutos después salía del escritorio una vieja
asequible que se cruzaba con Bernabé —también mandado a llamar por el patrón—,
al que saludaba con frío comedimiento:
—Güenas
tardes.
A
lo que el hombre sólo atinó a contestar con un gruñido ininteligible. Adentro
el patrón le dijo:
—Bien.
La Eufrasia
está conforme con que te cases con la
Espe ranza. Eres serio y trabajador. Como el casado casa
quiere, te voy a dar el rancho de don Valladares en la laguna. Valladares
quiere venirse para acá, para estar cerca de la escuela y educar a su parvada
de chiquillos, deseo que me parece muy sensato. Te casas y te vas para arriba.
El rancho es nuevo. Y allá tienes trabajo para años, qué todavía queda por
cercar todo ese lado que linda con las termas. Ya hablaré con el administrador
sobre las condiciones en que te irás. Y ahora a ser un hombre cabal y a
portarse muy bien con la
Esperanza.
Contestó
Bernabé con otro gruñido ininteligible, dio dos o tres vueltas a la chupalla
entre sus manazas, agachó la cabeza y como embistiendo se dirigió a la puerta.
Parecía casi rectangular, con los hombros, horizontales y unos enormes píes
cuyas puntas sé volteaban hacia afuera, colgantes los brazos y todo él anudado
de fuertes músculos. Sobre ese cuerpo de gigante, la cabeza pequeña, redonda,
se alzaba sobre el cuello desproporcionadamente delgado, con la nuez enorme y
temblona. Una frente estrecha, el pelo duro de escobillón, unos ojillos sesgados
y apenas lucientes bajo los pesados párpados cautelosos, una boca de labios
gruesos, un cutis lampiño y entre todo ese conjunto negativo en que el
espíritu parecía no hallar albergue, la inusitada belleza de unos albos dientes
brillosos.
Al
llegar al molino. Eufrasia dijo fría y firme a la hija, que la esperaba
recelosa y ansiosa:
—El
patrón quere que te casis con Bernabé. Te podís casar cuando se te antoje.
Pero desde ese día no tenis más madre.
Fue
un corto noviazgo entre los hoscos silencios de Eufrasia, la chachara de pájaro
enloquecido de sol de la hija y el otro silencio del hombre, presencia que enardecía
en ira a aquélla y que para Esperanza significaba dos oídos atentos a sus
palabras, la aceptación de todos sus propósitos, una defensa latente para —¡al
fin!— realizar su voluntad, haciendo caso omiso de la madre.
Bernabé
fue al rancho, ya desalojado por don Valladares. Volvió diciendo, con sus
palabras tartajosas, que estaba muy bien, que no necesitaba arreglo alguno, que
el menaje que llevara a lomo de mula había llegado sanito.
Se
casaron en el pequeño pueblo cercano, y ahí mismo —tan sólo los habían
acompañado los testigos y padrinos, que Eufrasia fue terminante para decir que
no quería festejos— enrumbaron los recién casados para el rancho, junto a la
órbita azul de la laguna, entre las estribaciones de la cordillera.
Eufrasia
se hizo más dura, más recóndita, más ahincada en su trabajo. Nada se sabía de
la nueva pareja. La laguna quedaba en un extremo del fundo. El camino era tan
sólo transitable hasta cierta altura por vehículos, y desde ese punto en que se
entraba de lleno por desfiladeros entre montañas vírgenes, había una huella
para caballares, tortuosa, vadeando torrenteras, yendo de uno a otro lado del
río que lentamente cobraba caudal, hasta llegar al fondo de aquel anfiteatro de
picachos, arremansándose para formar la tersa extensión de la laguna. De un
lado la bordeaba la montaña, espesa, caída hasta dentro del agua; del otro se
abría un angosto valle, y allí, en un altozano, estaba asentado el rancho,
edificio de madera, chato, rodeado de cobertizos y casillas. La laguna parecía
ciega. Pero en un extremo las montañas curvaban un recodo, se abrían
estrechamente en un tajo y por ahí, fragorosamente, entre líquenes y
enredaderas, en un ambiente de verde humedad, el agua se arrojaba precipicio
abajo para, sobre el fondo de un nuevo cauce, seguir su tumultuosa búsqueda del
mar.
Del
lejano rancho no podía nadie traer noticias. Eufrasia parecía no aguardarlas.
Nunca mentaba a la hija. Con un sordo rencor hacia ella. Con un sordo
resentimiento hacia los patrones, que le impusieran ese matrimonio. Que fuera
feliz o desgraciada le era igual. Se abroquelaba en esa indiferencia.
—No
me importa .. . No me importa na ... Que sufra si es que tiene que sufrir.. .
¿Pa qué se casó? Ella bien sabía lo que hacía ...
Pero
el "Que sufra ..." era la repetida cantinela de su corazón, ritmo de
su sangre, rueda como la del molino, jamás detenida y siempre moliendo renovado
grano
Ni
siquiera tenía Bernabé necesidad de venir a las casas para proveerse, porque en
aquel fundo enorme, encomienda que fuera en tiempos coloniales, había cinco
mayordomías bajo el mandato de una administración general y el hombre estaba
ahora a las órdenes del mayordomo de la hijuela Primera y allí debía llegarse
para su abastecimiento y todo lo concerniente al trabajo. Hacía un viaje cada
tantos meses. Y una vez al año el mayordomo iba hasta la laguna para echar una
mirada a los cercos. De las venidas de Bernabé a la hijuela Primera poco se
sacaba, que el hombre seguía siendo callado y a las preguntas contestaba con
atropelladas palabras y no muchas. Era el mayordomo el que traía noticias:
—¡Ta
de canija la Esperanza !
¡Parece palo di'ajo! .Con tanto chiquillo, tamién, no es pa menos. Y sin salir
nunca del rancho. Trabajaora, eso sí, lo mesmo qu' él. ¡Bestia igual no si' ha
visto! Viera, vieja, el muelle que si'há hecho en la laúna y un bote de lo más
encachao, y como hay tanta pesca, se las arregla lo más bien pa tener toos los
días su caldillo de trucha o de salmón. ¡Viera! Y el rancho lo más acomodao.
Porqu'ella es tan señorita, la
Esperanza , da gusto. Si no estuviera tan flaca. La mocosa mayor
es igualita a ella, a la
Esperanza : los mesmos ojos y lo mesmito e donosa ...
La
mujer del mayordomo, doña Cantalicia, inventaba viaje a las casas,
especialmente para contarle estas novedades a Eufrasia. Que apretaba los
labios, remarcando ese gesto que la semejaba a una máscara voluntariosa; que
endurecía el filo de la mandíbula, cerrando con el labio inferior el otro
desaparecido bajo su presión. Pero no hacía comentario alguno, para grande
enojo de doña Cantalicia.
.
"Porque
hasta a las bestias les debe gustar saber de sus crías...", se decía muy
alborotada por dentro. Y se desquitaba en interminables chacharas con el otro
mujerío de las casas.
Eufrasia
cumplió treinta años en el molino. ¡Treinta años! Una vida. El patrón la llamó
y con su manera recta y sin discusión, le dijo que se la jubilaba con sueldo
íntegro y que podía elegir entre seguir en el molino, en el departamento que
había ocupado siempre, pero sin intervención alguna en el trabajo, o vivir en
las propias casas de los patrones, en algunas piezas que se le destinarían y
haciendo lo que quisiera. ¡Que bien ganado tenía el derecho al descanso!
—No
estoy cansa. No preciso descanso —protestó, agregando en seguida rápidamente—:
Pero si su mercé ha dispuesto ya lo que quere qui'haga..., no hay más que
agachar la cabeza y decir amén ...
—¿Quiere
quedarse en el molino?
—Pa
mí el molino es el trabajo. No tengo pa qué quearme allá si voy' estarme mano
sobre mano.
—Hable
entonces con mi mujer y arreglen el traslado. Hay dos piezas en el último
patío, que le serán cómodas.
—Gracias
—dijo la vieja secamente, y obligándose a una mayor amabilidad añadió—: Muchas
gracias por too.
Se
instaló en esas dos piezas que le asignaban. Pasó días de días hoscamente
encerrada en ellas y en sí misma. Pero al cabo empezó a abandonar su rincón y a
tomar parte en las actividades de la enorme casa. Un día, sin que nadie se lo
pidiera, limpió, sin ayuda alguna y en la forma más prolija, todos los vidrios
de la galería. Otro se fue con un colchón a cuestas hasta un extremo del patío
y allí organizó un verdadero taller, escarmenando lana, lavando telas,
rellenando, cosiendo. Apenas daba término a una de estas labores, oteaba por la
casa y sus dependencias hasta dar con otra.
Los
años no le desgastaban la energía. Esos mismos años que en los demás habían ido
acentuando características, y así la patrona, dulce y distraída, exclamaba al
verla trajinando, con un acento cantante como ritornelo:
—¡Qué
perla es esta Eufrasia! ¡Qué perla es esta Eufrasia! De regreso de sus paseos a
caballo, al caer la tarde, el patrón solía encontrarla ayudando a rodear los
chanchos o los terneros, manejando la honda para avivar a los rezagados:
—¡A
ése, Eufrasia! ¡Buen tiró! —y con una de sus súbitas sonrisas agregaba con la
voz autoritaria que no resquebrajaba el tiempo—: Pero no' ponga piedras
grandes, que de repente va a dejar rengo a un animal...
Un
día llegó doña Cantalicia. Como siempre, con su alforja de novedades.
.
—La Esperanza ta harto
enferma. Tanto chiquillo y tanto aborto, no es pa menos, así ice mi viejo. Y
Bernabé no quere saber na de llevarla pa'l pueblo pa que la vea el doutor. ¡Tan
bestia el pobre! Con razón usté no fue gustaora d'este matrimonio. Pero el caso
es que la Esperanza
ta en los puros güesos; a veces pasa días sin poder levantarse, y cuando se
levanta, anda a la pura rastra no más. Yo sé que a usté no le gusta na que
li'hablen d'estás cosas, pero a mí se me
le hace pecao no venir a icírselas.
—Gracias
por lo comedía —contestó Eufrasia, y se volvió de perfil, dando por terminada
la conversación. Aquello le hurgaba adentro como un cominillo: "Enferma..
En cama... A la rastra...". Pero se volvía furiosa consigo misma y se
imponía la vieja frase rencorosa: "iQue sufra! iQue sepa lo qu'es güenol...¡Que se friegue!..." Pero la
frase no podía tomar su antiguo ritmo de estribillo, ahogada por las olas de
inquietud, cada vez más fuertemente repercutiendo en su interior, acantilado en
tormenta.
Poco
tiempo después la llamó el patrón.
—Mire,
Eufrasia, me avisa el mayordomo de la hijuela Primera que Bernabé pasó para el
pueblo con la Esperanza
enferma. Está en el hospital. Los chiquillos quedaron solos en el rancho. Creo
conveniente que se vaya a cuidarlos.
—Yo
no voy onde naiden me llama...
—Pero
va donde la manda su patrón. —Se hallaron sus ojos y la vieja al fin desvió los
suyos, como siempre, ante esa voluntad de hombre y de señor.
—Ta
bien, patrón.
—Arregle
sus cosas. Ya di orden para que mañana al alba vaya un mozo a dejarla. Se van
en cabriolé hasta la hijuela Primera, de ahí siguen a caballo y llevan
su equipaje en una mula. Vea allá cómo están las cosas, quédese el tiempo que
estime conveniente. Ya hablé por teléfono con el mayordomo, para decirle que
advierta a Bernabé que usted estará cuidando a los niños por orden mía.
—Gracias
—pareció aliviada, como si las olas que continuaban pegándole en el pecho se
hubieran de pronto vuelto mansas. No habló una palabra más.
El
mozo que hizo con ella el camino la miraba de soslayo, un poco incómodo con esa
compañía silenciosa, admirado al propio tiempo por la entereza de Eufrasia, que
aguantaba barquinazos, polvo y viento, calor, sed y fatiga, sin una protesta.
Doña
Cantalicia tenía noticias nuevas.
—Mi
viejo telefoneó p'al hospital, por orden del patrón, no se le imagine que por
novedosear nosotros. Habló con la Madre Superiora , que le'i jo, después de muchas
demoras pa consultar al doutor, que a la Esperanza tenían que operarla del interior, usté
sabe, y que icía el doutor que una vez que la operaran tenía por lo menos pa un
mes de cama y que después d'ese mes él vería si la ejaba o no irse pa'l rancho.
Que no es bien grave lo que tiene, pero qu'es grave.
La
vieja apretó los labios, presentó el perfil por sobre el cual sintió que pasaba
un hálito de pozo, y no dijo nada.
No
parecía haberle hecho mella el cansancio al llegar a la laguna. Inmediatamente
ordenó el revoltijo que era todo, sucio y despatarrado. Empezando por Venancia
y los cinco hermanitos. Que, llenos de azoro, no sabían qué actitud tomar ante
esa abuela que aparecía sin anuncio previo y de cuya existencia tenían tan
vagas noticias. Una abuela que los miraba sostenidamente, que sobre la cabeza
de cada cual fue poniendo una mano con gesto que no alcanzaba a ser una
caricia, sino una especie de toma de posesión, a la par que le preguntaba el
nombre. En seguida examinó rancho y dependencias y empezó a dar órdenes, a
trabajar ella misma, con ese método que obraba el milagro de la rapidez.
Antes
de irse al amanecer del otro día, el mozo vio un rancho en perfecto aseo y unos
chiquillos limpios y sumisos al mandar de la abuela. Y llevaba una lista de
cosas absolutamente necesarias, lista que Eufrasia enviaba al patrón con una
carta, pidiendo que se las comprara a su propia cuenta y que por favor se las
hiciera llegar en seguida. A más de otras cosas de su propio menaje. Y el
patrón entendió aquello e hizo que el mozo volviera con una recua cargada. Así
fue cómo los niños por primera vez vieron una máquina de coser y cada cual
durmió en su cama y tuvieron ropa a la que se pudiera llamar tal y no andrajos.
Una
semana después llegó Bernabé. Ya había digerido, pero malamente, la noticia
que le dieran en la hijuela Primera. Saludó con un gruñido, a la vieja. Que le
contestó con otro similar. Y se quedaron mudos, pensando él hombre que no le
hablaría de la Esperanza
si ella no le preguntaba, empecinada la vieja en no preguntar nada si él no
daba espontáneamente noticias.
Fue
Venancia la que intervino:
—¿Ta
mejor la mamita?
—Ta
mejor, más alivia —y no agregó otro detalle.
—¿Se
levanta ya?
—No
... y no más preduntas. Cébame un mate...
El
hombre paseaba por el rancho una lenta mirada de soslayo. Parecía aquello como
cuando la Esperanza
estaba sana, en un tiempo tan lejano que no alcanzaba a precisarlo. Cuando
recién se casaron, Por ahí... Y no había tanto chiquillo. La verdad era que
los chiquillos lo habían arruinado todo. Porque la culpa de la enfermedad de la Esperanza la tenían los
chiquillos, tantos chiquillos. Parir y parir. ¡Pobrecital... Y le temblequeó la
nuez en una súbita emoción. Lo que faltaba era que fuera a morirse no más.
Estaba tan flaquita, tan blanca, tan sin fuerzas cuando se despidió de ella. El
doctor le había dicho que volviera a verla pasado un mes. Bueno... Así era la
vida... Y la vieja ahora en el rancho. ¿Por qué el patrón se metía en cosas que
no le importaban? ¿Por qué había mandado a la vieja al rancho? Su rancho era
suyo. Faltaba más... Echó otra mirada en contorno, sostenida, deteniéndose en
cada cosa. Cuando llegó a la máquina, sin volverse, dijo despaciosa y
trabajosamente:
—Parece
que se trajo toas sus pilchas. ¿Que se le imagina que va a vivir pa siempre en
el rancho?
—Mientras
el patrón no mande otra cosa...
Él
hombre masculló algo y siguió mirando.
También
era cierto que él, solo con la chiquillería y con aquella Venancia que no sabía
hacer nada, tan quedada para todo, tan sin asunto... Miraba ahora, ceñudo, el candil
que la vieja encendía.
—No
soy gustoso d' esos lujos —dijo atascado con las palabras más que nunca, porque
estaba furioso.
—Los
pago yo —contestó la vieja firmemente.
Una
semana después vino un recadero de la hijuela Primera. Habían avisado del
hospital que Esperanza estaba gravísima. Partieron ambos, el recadero y
Bernabé, y días después regresaba el, hombre, como si de golpe la cabeza se le
hubiera enterrado entre los hombros y los brazos colgantes. Esperanza había muerto.
La
vida giró por un tiempo en torno a la ausente. Se hablaba de la difunta los niños tenían largas
confidencias con la abuela y hasta el hombre, alguna vez en que el recuerdo lo
ahogaba, decía algunas palabras en que volcaba su tristeza.
Pero
en la abuela el reconstruir lo que había sido la existencia de Esperanza en
esos años, hecho a través de las historias interminables de los niños, se
convirtió en palos, virutas, estopas, montón al cual ella sentía, con una
especie de frío miedo, que en cualquier momento iba a prender el fuego de su
viejo rencor, que era ahora odio por el hombre.
Decía un niño:
—Allí,
en la montaña, ebajo del roble con copigües, enterraba el taita a las
guagüitas. O decía Venancia:
—Si
se lo pasaba encima d'ella y despué era el lamientarse porque s'embarazaba. Y
otro de los niños añadía:
—A
veces ella lloraba harto y gritaba. ¿Te acordái?
—Y
la vez que la Venancia
jue y le gritó: "Ejela, éjela, no ve que s'está muriendo".
—Y
la tunda qu'él le dio.
—¿A
quén? —preguntó la abuela.
—A
la Venancia ,
pus, por intrusa.
Eufrasia
no hablaba de irse. Bernabé no decía que se fuera. De las casas no había
noticia alguna.
Empezó
el invierno. Viento que bajaba de la cordillera, afilado y silbante, cortando
las hojas y burlándose de las desnudas ramas de los árboles. No se oía el
insistente barullo de las cachañas y tan sólo algún lento pájaro de
presa rayaba el cielo con la rúbrica amenazante de su vuelo. Pájaros que no
contaban con Eufrasia, su honda y su prodigiosa puntería que los alcanzaba, y
era entonces la algarada de los niños buscando el ave muerta por valle y
montaña.
Las
nubes llegaban del norte, negras, grises, blancas; se confundían, hacían y
deshacían arquitecturas monstruosas, se iban. Pero a veces se amalgamaban
hasta formar una sola nube gris y baja, y entonces la lluvia caía, persistente,
interminable, desesperante. Aclaraba; apenas si había un día, dos; tres a lo
sumo, de bonanza, y de nuevo empezaba el juego del viento y de las
nubes, hasta que otra tormenta hacia desaparecer en los hilos de lluvia la montaña
y la laguna, aislando a la familia en el encierro del rancho, en lentas,
interminables horas, días, semanas, indistintos, abrumadores hasta la atonía.
Para
la abuela siempre había actividad. Quehaceres domésticos. Costuras. Tejidos. Enseñar
a los niños. El hombre Se iba a uno de los cobertizos y con el hacha en un
constante revoleo brilloso, picaba leña para el hogar, que debía mantenerse
siempre encendido, evitando que el frío se metiera en los huesos hasta
entumecer. Pero todo trabajo cobraba mecanismo. Se hacía sin gusto, sin disgusto
también. Se hacía. Lo demás era el tozudo caer de la lluvia, el grito del
viento, el retumbo de un árbol derribado en la montaña. Y esperar que la
lluvia se hiciera menos agresiva, que la rastra del viento sur se llevara los
nubarrones.
La
peor tempestad empezó dentro del rancho una tarde en que la abuela dijo:
—Cuando
usté se güelva'casar... —mirando al hombre bien de frente.
Bernabé
removió la cabeza, tortuosamente en los movimientos y en las ideas.
—¿Golverme
a casar?
—Sí,
es claro. Un viudo no sirve pa na. Usté es joven entuavia. Un hombre con rancho
tiene que tener mujer propia.
—¡Je!
—gruñó, quedándose perplejo.
—Ya
le tendrá echao el ojo' alguna —continuó la abuela, liando un cigarrillo.
—Las
cosas...
Pero
Eufrasia cometió la imprudencia de mostrar sus cartas.
—Por
los chiquillos no s' aflija. Yo me los llevo pa las casas a toos, a la Venancia tamién, y usté
quea librecito, mesmamente que si juera soltero.
El
hombre terminó despaciosamente de sorber el mate y se lo entregó a Venancia,
que, de pie, aguardaba inmóvil.
—Los
chiquillos son míos y del rancho no se los lleva naiden. ¡Faltaba másl...
—Pa
usté sería una ventaja...
—Ya
le ije que los chiquillos no salen del rancho. ¿Entiende? Eufrasia terminó
despaciosamente de liar el cigarrillo, agarró las tenazas y sacó un tizón del
hogar, haciendo nacer una súbita pirotecnia que iluminó sus facciones de
tierra dura y resquebrajada, como de secano.
—¿Y
usté se le imagina que va' hallar mujer que quera enterrarse en estos
andurriales, pa hacerse cargo más encima de seis chiquillos? Las cosas...
Por
el pecho del hombre empezó a crecer la violencia, como algo vivo que le
anduviera en la sangre, que temblara en sus músculos, que refulgiera en la
mirada torva fija en el fuego.
—Y
usté no es hombre pa pasarse sin mujer. Lo que me parece raro es qu'entuavía no
haya salió a buscar alguna. Claro que otra como la Esperanza no
va'hallar...
La
oía sin entender el sentido exacto de todas las palabras, ensordecido por la
violencia que ahora le golpeaba en el cerebro. De repente sintió, sí, la
necesidad de hacer algo: remecer el rancho hasta destruirlo, agarrar a la vieja
y echarla de cabeza a la laguna...
Bruscamente
una de sus manos se extendió haciendo saltar el mate que Venancia le ofrecía.
—¿Quere
callarse? ¿Quere callarse su boca? ¿Quere no meterse en lo que no l' ímporta?
Eufrasia
se volvió de perfil, apoyó los codos sobre las rodillas, juntó las manos
dejándolas caer casi hasta tocar el suelo y se quedó muda e inmovilizada, con
el cigarrillo colgando en un ángulo de la boca, adherido allí y de pronto
marcando la punta roja de su fuego.
El
hombre movía la cabeza de uno a otro lado, mascullando palabrotas, echando aviesas
miradas de furor en contorno. Venancia recogió el mate, rodado en un rincón, la
bombilla en otro sitio. Pero ¿cómo recoger la yerba desparramada? Se volvió a
la abuela, que no le dio los ojos, aunque bien sabía que la estaba mirando y
que, desesperadamente, la consultaba: en una mano el mate, en la otra la
bombilla. Se volvió tímidamente al padre y al fin preguntó:
—¿Le
cebo otro mate?
—No.
Y naiden más toma mate esta noche. A la cama toos... Los cinco chiquillos que
pelaban papas en el corredor, un instante levantaron la cabeza y por la puerta
atisbaron dentro, donde ya la noche alquitranaba el cuarto y el fuego
ponía la mancha de sus largas lenguas humosas.
Uno
le dio con el codo a otro y murmuró:
—¡Tá
p' apaliario!
—Cállate...
—Menos
mal que l' agüela...
—Cállate...
El
hombre gritó, como si la violencia lo anegara de nuevo con su corrosivo veneno:
—A
la cama hei dicho... ¿Qué no entienden?
Los
chiquillos entraron la batea con las papas peladas, el balde con las papas sin
pelar; amontonaron las cascaras, guardaron los cuchillo.
La
abuela gritó sin enojo, sorprendiéndolos:
—Ya
saben qui' hay que lavar los cuchillos. Condenaos porfíaos... Los cinco pares
de ojos, azorados y tiernos, se volvieron a mirarla. Sonrieron, sacaron los
cuchillos, los lavaron y los guardaron de
nuevo.
—¡A la cama! —insistió el hombre,
obsesionado con su idea—, ¡Qué más se demoran!
Entraron
de soslayo, atropellándose, y desaparecieron por la puerta que daba a la
habitación en que estaban los pequeños catres de campaña y en un rincón el
otro más ancho en que dormía la abuela con Venancia.
El
hombre se puso de pie y se llegó a la puerta de entrada, cerrándola de un
golpe que retembló en el rancho entero. Se volvió, miró a la vieja, siempre
inmóvil, y dijo, a empellones con las palabras:
—Ya
una vez me salí con la mía. Y me casé con la Esperanza... No se
le imagine que agora se va a salir con la suya y se va a llevar los chiquillos.
Los chiquillos se quean en el rancho. La que sobra en el rancho sos vos... Ya
lo sabís... —y se volvió a la otra puerta, que marcaba su dormitorio, donde,
pomposamente, campeaba la' marquesa, regalo de casamiento de la patrona y
orgullo del menaje.
La
vieja no contestó ni hizo un movimiento. Roía su rencor. ¡Se la había ganado
una vez! Bueno: a ver quién ganaba ahora... Pero a la par que tragaba ésas
migajas acres, estaba atenta a los ruidos que venían del dormitorio. Cuando se
hizo el silencio que justificaba tan sólo el crepitar de la leña dentro del
rancho y el insistente silbido del viento en el exterior,. Eufrasia se levantó
pasito, cebó el mate, sacó pan y empezó a ir y a venir como alimaña nocturna
con elástica precisión, sirviendo a los niños, silenciosos y encantados con la
aventura.
La
violencia ya no salió del pecho del hombre. Estaba siempre allí, persistente. A
veces, en medio de un trabajo, en ese revoleo del hacha sobre su cabeza, la
sentía tan viva qué, desconcertado, con esa tarda comprensión que era la suya,
dejaba de lado la herramienta y se quedaba mirándose las manos, porque allí,
como en el pecho, sentía efectivamente que le andaba algo, un hormigueo que lo
impulsaba a empuñarlas y a pegar. Apenas hablaba con los suyos. Uno que otro
gruñido para dar una contestación. Una o dos palabras para impartir una orden.
Vivía reconcentrado. Odiaba a la vieja. Odiaba a los hijos. Odiaba al patrón.
Odiaba a la Esperanza ,
tan endeble, tan poco hembra, incapaz de resistir un embarazo, incapaz de
parir... Y que había muerto dejándolo solo, con la chiquillería y con la
vieja... Dejándolo solo, sin mujer, que era lo principal, porque él necesitaba
mujer, para eso era hombre, para ayuntarse y tener hijos. Irse a morir la Esperanza... Y
aquella vieja que le quería quitar los chiquillos. ¿Por qué, si eran suyos?
Intrusa... Los chiquillos eran suyos, para que él hiciera con ellos lo que le
diera la gana. Todos. Los chiquillos y la Venancia. Para
apalearlos si se le antojaba. Para dejarlos sin comer. Iba a aprender la
condenada vieja aquélla...
Se
le hizo costumbre pegar a los niños. Por cualquier cosa. Por nada. Tremendas
palizas con sus manazas como martillos. La vieja al principio no quiso
intervenir. Cuando lo hizo, el hombre la miró enfurecido y le gritó:
—Acuérdese
cuando le pegaba a la
Esperanza.. .
—Ojalá
qué la hubiera matao entonces. No hubiera vivió la vía e perros que vos le
diste, bandío...
El
hombre avanzó hacia ella amenazante. Pero la vieja se irguió con los ojos tan
llenos de llamas de odio, tan dura la boca, tan tremendamente iracunda,
que el hombre dejó a medio hacer el gesto.
—Anímate
a tocarme y veris lo que te pasa...
No
sabía qué podía pasarle al hombre, capaz de aniquilarla sin otra ayuda que sus
poderosas manos. No sabía el hombre qué podía hacerle de dañino la vieja. Pero
el caso es que repentinamente agachó la cabeza, se volvió con los brazos
colgantes y abandonó el rancho.
Había
ganado esta vez. No sabía Eufrasia en gracia de qué. Pero ¿y otras veces?
Afuera
seguía la lluvia, con las bonanzas más largas y más seguidas. El viento era
siempre el mismo, duro y tajante. A veces parecía acallarse, adormecerse en una
inesperada tibieza, en una especie de momentáneo relente de claras nubes. Una
mañana amaneció el cielo limpio y el sol hizo brillar en quebradizos cristales,
en repentinas irisaciones, todo el hielo que el frío escarchara con la
complicidad de la noche.
Los
niños corrían enloquecidos por la blanca superficie resbaladiza. Venancia se
estiraba como un gato, con los ojos cerrados, dejando que el sol le recorriera
la cara en escorzo. Eufrasia trajinaba, presta y silenciosa. Bernabé estaba
lejos, revisando el embarcadero, el puente tendido sobre el tajo y que unía
las dos laderas de la montaña por sobre el fragor de las aguas, los cercos de
paloparado, troncos de árboles fraccionados y enterrados uno junto a otro, en
interminables filas para demarcar potreros.
Volvió
el hombre a media tarde, malhumorado y por excepción comunicativo.
—Del.
muelle han queao tan sólo unas estacas. Hay qui' hacerlo too de nuevo. Menos
mal que las cercas y el puente no han sufrió mucho. Hay trabajo pa rato con el
muelle...
Uno
de los chiquillos dijo:
—¿Me
lleva mañana pa la montaña pa que li 'ayude, taita?
—Y
a nosotros tamién..., por favorcito... —dijeron los demás a coro y en el mayor
alborozo.
Eufrasia,
sentada en su habitual sitio junto al fuego, silenciosa y de perfil, apretó los
labios, marcando la arista de su disgusto.
—A
mí tamién, taitita... —agregó Venancia, acercándose al hombre, zalamera,
risueña porque los hoyuelos estaban siempre allí, en las, mejillas marcándose,
risueña aunque la risa no se dibujara en la boca. Y le rebrillaban los pequeños
ojitos perdidos entre la franja negra de las pestañas, largas y arqueadas.
Igual a la madre.
—Esperanza...
—murmuró el hombre, y se la quedó mirando con la boca abierta y temblorosa la
nuez—. Esperanza…, por Diosito que se le parece, da susto... —añadió como
hablando para sí mismo.
La
vieja, siempre de perfil; lo espiaba de reojo, .Los chiquillos y Venancia
gritaron a coro:
—Nos
lleva..., nos lleva...
El
hombre parecía seguir algo que ocurría en su interior. Se miró las manos, donde
empezaba a hurgarle la violencia. Las empuñó y de repente se echó sobre los
chiquillos, espantándolos a golpes que caían indistintamente sobre cualquiera
de ellos. Sobre Venancia. La niña empezó a sangrar por la nariz, llorando a gritos.
Y no atinó a huir como los otros.
—¡Válgame
Dios! —dijo la abuela, y se alzó a auxiliarla. Pero el hombre se había quedado
de nuevo mirándose las manos y, también de súbito, sintió que en el pecho algo
se deshacía en una tibia avalancha, como si llorase por dentro. Igual: una
marejada caliente. Y se acercó a Venancia, casi al mismo tiempo que la
abuela. . .
-
—Bestia..., déjala... Un día vai a salir acriminándote con uno de tus
hijos...
El
hombre se revolvió, porque la violencia regresaba y le corría por los músculos,
anidándose allí, juntó a la garganta, y que le hormigueaba en las manos. Gritó
—Pa
eso es m' hija... Pa hacer con ella lo que se me le ocurra... Con ella, con los
chiquillos y con vos tamién... —Esta vez alcanzó a darle un puñetazo, pero no
más, porque la vieja, prodigiosamente ágil, más rápida de pensamiento que él,
se esquivó en seguida y salió del rancho.
Se
fue al cobertizo del horno y allí se acurrucó, dura, con la cabeza ladeada, de
perfil, ardida la mejilla donde recibiera el golpe. Pero más le ardía la ira
por dentro. Los palos, las estopas, los leños acumulados. Ya no eran un peso,
sino una llamarada. ¿Qué estaría haciendo en el rancho la Venancia ? ¿Le estaría
pegando el muy criminal? No, porque no se oían gritos y ella podía separar
ruidos, clasificarlos, labor necesaria a su trabajo de antes en el molino, que
con sentir su jadeo sabía si andaba bien, si andaba mal y dónde entonces ubicar
la falla. Los chiquillos estaban lejos, jugando en la ladera, olvidados de los
golpes. A la niña le sangraba la nariz. Pero, ¿qué estaba haciendo allí,
sangrando? La chiquilla, que se parecía tanto a la Esperanza , ¿no? Bueno.
Pero ¿por qué no salía a juntarse con ella? ¿Qué hacer? Bruscamente se
decidió. Volvió al rancho.
La
chiquilla se restregaba la nariz con un trapo. Bernabé estaba derrengado en una
silla, lelo y más que nunca le temblaba la nuez.
No
pareció darse cuenta de la presencia de Eufrasia.
De
frente si era posible. Si no por caminos tortuosos, gateando.
Una
vez había perdido, sí. Pero esta vez ganaría. De frente era irse a las casas y
contarle al patrón lo que pasaba en el rancho. Y que él interviniera, le
quitara los chiquillos al hombre y se los diera a ella. No necesitaba más
piezas, que aquellas dos en el patio del fondo eran harto grandes y podían
todos acomodarse perfectamente. Era la única salvación.
El
tiempo sé iba lentamente afirmando en la bonanza, las aguas también lentamente
bajaban y en dos semanas más sería posible irse hasta la hijuela Primera.
¡Claro que el hombre no iba a querer acompañarla, y ese camino era tan malo!
Aunque las bestias saben mejor que nadie buscar la huella. Se iría. Era lo
mejor. Pero resultaba tremendo dejar a los chiquillos solos. ¡Si se pudiera ir
a escondidas con la Venancia !
Imposible. La Venancia ,
tan lerda, tan arrevesada y que ahora le tenía un terror pánico al padre,
después que le pegara... ¿Y si ella se iba sola y pasaba algo en el rancho?
Pero ¿qué iba a pasar, qué? Nada...,. y se encogía de hombros. Algo pavoroso,
obscuro y latente la inmovilizaba allí. No sabía qué. Miedo a algo impreciso.
Un irrazonado miedo.
En
la siguiente trifulca, otra tarde en que Bernabé les pegó a todos, incluso a
ella, sin motivo aparente, sino por satisfacer el hombre aquello que le hurgaba
en las manos y que a veces le hacían doler los ijares. Eufrasia le gritó a
tiempo de huir:
—Ya
arreglaris cuentas con el patrón....
Y
se quedó petrificada al oírlo contestar, mordiendo y ahogándose con las
palabras, las manazas colgantes y los ojos perdidos en la carnosidad de los
párpados:
—El
patrón... Cuando me vea... Con agarrar a los chiquillos y mandarme muar pa otro
lao. El patrón. .. Tanto cuco con el patrón… Que se meta en sus cosas el
patrón. ..
Se
había hecho costumbre en Eufrasia, ahora que el tiempo estaba despejado, irse
a sentar bajo el cobertizo del horno. Llevaba una banqueta, la costura del
tejido, y allí se estaba las horas, solitaria, en espera de que regresaran el hombre y los
niños, porque también en él se había hecho costumbre llevárselos para el
trabajo desde el alba. Lo que a los chiquillos llenaba de jolgorio, olvidados
de los golpes y de las palabrotas en cuanto se trataba de irse por la laguna
para atravesar a la montaña frontera o quedarse esperando que picara el salmón
o ayudando al padre en la tarea de elegir los árboles que habría de derribar
para fraccionarlos y hacer después con ellos los cercos, o si no aquella otra
aventura, maravillosa, que consistía en atravesar haciendo equilibrios el
puente tendido sobre el tajo, pasarela primitiva y peligrosa.
Regresaban
hambrientos y cansados. Eufrasia tenía la comida, que servía Venancia
desmañadamente, y luego el hombre daba orden de acostarse. Y estaban los
chiquillos tan rendidos, tan absolutamente rendidos con la caminata, el aire y
el sol, tan ahitos de comida, que caían como piedras al fondo del sueño,
sin que la abuela pudiera obtener de ellos la más mínima información de lo que
habían hecho en el .día.
Otra
vez ganaba el hombre... Y ella allí, como una buena tonta, trabajando el día
entero para que su mercé
hallara el pan dorado, el sabroso caldillo, las papas asadas y el agua
hirviendo para cebar el mate. Y la ropa limpia y el rancho como una plata. ..
Tonta...
Empezó
a merodear por los contornos. Hacía sigilosos viajes por el sendero hasta
enfrentar el puente sobré el tajo. Se perdía en la maraña de los árboles, de
los arbustos y enredaderas, apareciendo súbitamente frente al rancho, buscando
rectas entre el puente y su sitio habitual, bajo el cobertizo del horno.
Desahogaba su mal humor en los pájaros, hasta los más chiquitos, tocados siempre
por la piedra de su honda. Merodeos sin testigos, porque aguardaba siempre para
realizarlos que el eco no le trajera seña alguna de la presencia de los otros,
lejanos por las montañas.
Volvían
del bosque de araucarias. En la mañana había él hombre dejado tendida la red y
estaban los chiquillos impacientes por ver la pesca. Venancia se había hecho
una corona de pequeñas hojas y venía delante. Atravesó la primera el puente,
como si los pies descalzos adhirieran al tronco rugoso, firme y segura.
Pasó un chiquillo, silbando, sin darle importancia al abismo que estaba abajo,
profundo, verde, tonante. Los demás niños venían con el hombre, que cargaba el
hacha. Pareció que iba a pasar primero. Pero les cedió el paso a los hijos, que
atravesaron, uniéndose a los demás y echando a correr en dirección al
embarcadero y a ver la red.
El
hombre puso el pie en el puente. Como los chiquillos, parecía adherido a la
piel del árbol. Pero en la mitad, de súbito vaciló, herido por la piedra en la
frente; vaciló, osciló y desapareció entre las paredes del tajo, sumido en lo
húmedo, en lo fragoroso.
Los
niños lo esperaron en el embarcadero.
—Si'
habrá ido derecho pa'l rancho —dijo uno.
—¿Veímos
la red? —propuso el otro.
—La
veímos no más —dijo Venancia—, y si s'enoja, que s'enoje...
Trajinaron
un rato. Sacaron el pescado. Lo pasaron por largas ramas de plantas acuáticas
para formar sartas. Y echaron a andar camino del rancho con su carga. La abuela
los aguardaba sosegadamente bajo el cobertizo del horno, con las manos cruzadas
sobre la costura.
—Mire,
agüela, truchas y un salmón chico.
—¿Y
el taita? —preguntó uno de los chiquillos.
—Aquí
no ha llegao —dijo la abuela, y se volvió de perfil.
—¡Bah!
Se li' habrá olvidao algo y golvió pá la montaña.
—¿Por
qué no lo van a catear? Es harto tarde y vendrá con hambre.
Regresaron
al rato. El padre no estaba. ¿Qué hacían? ¿Lo iban a buscar al otro lado del
puente?
—No
—dijo la abuela—. Se hizo noche ya. Dentren a comer. Ya llegará...
Comieron
y esta vez fue la abuela quien en seguida dio orden dé que se acostaran. Se
caían de cansancio. Se caían de cansancio medio a medio del sueño.
La
abuela se quedó un largo rato en su otro sitio habitual, en el de las tremendas
noches invernales, cercana al fuego, volteada la cabeza sobre un hombro,
garduña en acecho, con el perfil fijo en la penumbra, en la mano el cigarrillo,
despaciosamente liado, despaciosamente encendido y que, de rato en rato,
marcaba un punto rojo.
De
pronto se volvió a la puerta que daba a la habitación del hombre.
Agora
gané yo... y pa siempre... ¡Je! —lo dijo, creyó decirlo, pero de la boca
cerrada, como trancada por el labio inferior, no se movió un músculo ni salió
un sonido.
Entonces
se alzó a cerrar la puerta de entrada.
Pero
no la cerró, la dejó abierta. Abierta porque para los otros el hombre todavía
podía volver.
APLICACIÓN
DE LA LECTURA.
1.
Escriba una breve biografía de Marta Brunet, destacando su importancia como
escritora nacional.
2.
Ordene alfabéticamente las siguientes palabras y elabore un vocabulario:
mocetón – bregar – ambages – sesgado – líquenes – abroquelar – hijuela – candil
– barullo – amalgamar – bonanza – atonía – aviesas – soslayo – atisbar –
iracunda – ahíto.
CUESTIONARIO.
1.
¿Por qué motivo acude Esperanza don de su patrona?
2.
¿ De qué manera ayudó la patrona a Esperanza?
3.
Describia físicamente a Esperanza.
4.
Describia físicamente a Bernabé.
5.
Describa físicamente a doña Eufracia.
6.
¿Quién permitió que se casará la
Esperanza y el Bernabé?
7.
¿Dónde se fue a vivir Esperanza con Bernabé? Describa.
8.
¿Cuál fue la actitud de doña Eufracia después del matrimonio?
9.
¿Quién le traía noticias a doña Eufracia de Esperanza y su esposo?
10.
¿Qué ocurrió con Eufracia cuando cumplió 30 años de trabajo?
11. ¿Qué permitió que doña Eufracia llegara a la
casa de Esperanza?
12.
¿Qué cambios se dieron en la casa de Bernabé con la llegada de la vieja?
13.
¿Quiénes fueron los mas beneficiados con esta visita y por qué?
14.
¿Cómo muere Esperanza?
15.
¿Qué fue sabiendo Eufracia después de la muerte de Esperanza?
16.
¿ Cuál fue la reacción de Bernabé al oir a doña Eufracia decirle que debería
volver a contraer matrimonio?
17.
¿ Por qué Bernabé golpeó a doña Eufracia?
18.
¿ De que manera se vengó Eufracia de Bernabé?
19.
¿Cómo termina este cuento?
Paulita
Federico Gana.
¿Llueve,
Paulita? —le pregunto, abriendo los ojos cargados de sueno.
—Lloviendo
toda la noche sin descansar, señor —me contesta, al mismo tiempo que deposita
cuidadosamente sobre el velador una humeante taza de café.
En seguida, cruza los brazos sobre el pecho y se
queda inmóvil contemplando fijamente, a través de los vidrios de la ventana,
el cielo, de un gris sucio y opaco, cerrado por la lluvia torrencial. Yo, desde
mi lecho, diviso confusamente allá, afuera, las siluetas de los árboles doblados por el fuerte viento del norte;
las nubes tenebrosas que vuelan rápidas hacia el sur; los campos, de un verde
tierno y brumoso, cubiertos de agua; los animales que vagan aqui y allá en los
potreros como entumecidos de frió; las gotas que borbotean sin término en las
charcas.
—Con este tiempo tan malo, los animales y los
pobres son los que padecen —agrega Paulita, contemplando tristemente, embebida,
el paisaje.
Después se vuelve hacia mi y me mira sonriendo,
con los ojos brillantes, como invitándome a entablar una de esas charlas
matinales a que la tengo acostumbrada, en las que tratamos largamente de toda
la crónica doméstica de la casa de campo, de la que ella está muy impuesta como
llavera del fundo que es, desde hace largos años.
Es una viejecita de pequeña estatura, encorvada
por los años y los achaques, vestida
de riguroso luto, y a pesar del frió y la humedad de ésa mañana de invierno, no
lleva por todo abrigo sino un pequeño pañuelo de lana que apenas le cubre la
cabeza y el cuello. Sus cabellos grises, ásperos y fuertes su color obscuro y bilioso, su estrecha
frente y los pómulos y las mandíbulas
muy pronunciados, denuncian a las claras su origen araucano. Solo los ojos son
grandes, negros, rasgados e inteligentes. Por fin le digo:
—¿Y ha sabido de José?
Al escuchar estas palabras, un destello
indefinible de orgullo, de embriaguez y de esperanza, parece encenderse de súbito en el fondo de sus ojos, que
parpadean; se acerca a mi lecho y me contesta rápidamente en voz baja, confidencialmente:
—¡De José, de josecito, mi hijo! si, señor, ¡cómo
no había de saber! Está muy en grande por allá, en Antofagasta. Dicen que ya se
salió de ese hotel y que ha juntado plata para poner una tienda. Dicen también
que anda muy elegante, que parece todo un caballero. Yo lo decía que Dios había
de proteger a mi hijo tan bueno, tan amante, tan sometido y respetuoso con su
madre. Cuando lo puse a servir, el primer sueldo me lo trajo hasta el último
centavo, y me dijo: »Aquí tiene, madre, para que se compre todas sus faltas».
Después cuando salía a verme, siempre me traía cualquier regalito. Decía también
que yo ya no estaba para trabajar, que él me daría para que descansara en mi
vejez. Ahora, tan arreglado, tan cuidadoso de su persona, tan sin vicios. ..
—Se interrumpe un instante, apoya la barba en su mano enflaquecida, suspira
débilmente y, fijando sus ojos dilatados
en el suelo, exclama con voz apagada, como hablándose a sí misma:
—Y ahora ¡tan lejos de mí el pobre niño! ¿Quién
me lo atenderá por allá?...
—¿Y le ha escrito desde que se fue? ¿Le ha
mandado algún recuerdo? Al escuchar estas palabras, su rostro moreno y
amarillento parece demudarse de súbito, cierra los ojos a medias y contesta
con voz estrangulada, sonriendo pálidamente:
—Si. . . siempre me escribe. . ., desde que se
fue, ahí tengo las cartas. . . se las traeré para que las vea. . . Es tan
atento. .. También me ha mandado algunos engañitos. . . Dice que no se viene,
porque no quiere llegar pobre aquí
—Suspira con esfuerzo, fija los ojos turbios e
inciertos en la abierta ventana, y continúa:
—Y pensar que va para los tres años que anda por
allá. ¡Esto es terrible para una, verse sola en la vejez sin tener a nadie que
le cierre los ojos! —Guarda silencio un instante, fijando en mí su mirada
triste y abatida, y, en seguida, agrega con dolorosa sonrisa:
—¡Ah! señor ¡qué crimen más grande es la pobreza,
porque si yo hubiera tenido algo, José no se me habría ido con ese caballero,
su pariente, qué le vino a formar tan bonitos planes para llevárselo al norte!
Y ese hombre tiene la culpa de que yo esté padeciendo ahora
—termina con voz fuerte, vibrante de cólera y
desesperación.
Trata de proseguir, pero la voz se le ahoga en la
garganta; su boca se contrae convulsivamente; gruesas lágrimas asoman a sus
ojos encendidos y resbalan lentamente por sus mejillas rugosas, y, por fin,
murmura con acento entrecortado por los sollozos:
—Y él allá. . . al fin del mundo. .. y yo tendré que morirme aquí como un perro:
¡porque esto me matará, esto me ha muerto, señor!
Se lleva al pecho las manos como tratando de
desembarazarse de algo que la ahogara, se da vuelta y se aleja rápidamente,
tambaleándose, con el rostro contraído inclinado hacia la tierra y la trémula
cabeza hundida en los hombros.
Pocos días después de esta escena, estoy sentado
frente a mi escritorio, leyendo tranquilamente los diarios, que acaba de traer
el correo de la mañana. Por la abierta ventana penetran los rayos del sol de
invierno; en el jardín que hay al frente se escucha el lento gotear de los
árboles que sacuden el agua de la pasada lluvia, el grito estridente de las golondrinas, el confuso gorjeo de los pájaros,
saludando alegremente al buen tiempo. Grandes, espesas nubes blancas se divisan
allá entre los árboles del camino real, destacándose inmóviles sobre el húmedo
azul del cielo; y un hálito poderoso, embriagante de vida, cargado con el acre
perfume de las yerbas silvestres y de la tierra mojada, llega hasta lo más
hondo de mi pecho. Todo lo que me rodea parece nuevo, brillante, claro: los
campos, las casas, los montes distantes, hasta la blanca torrecilla del
Cementerio lugareño que contemplo, en lontananza, a través de los álamos
negruzcos. Yo me siento también ágil, ligero y alegre, con el corazón henchido
de no sé qué vaga, indefinible esperanza,
De repente siento que la puerta de la habitación
se abre suavemente: rápidas pisadas que yo conozco muy bien resuenan tras de
mi sobre la alfombra. Paulita está frente a mí; trae debajo del brazo un
pequeño envoltorio; sus labios se agitan como si desearan comunicarme luego
algo importante. Con la luz fuerte y clara que penetra por la ventana, su
rostro parece demacrado, pálido y enfermizo; sus grandes ojos negros
circundados de profundas ojeras violáceas
brillan intensamente, con los resplandores de la fiebre; pero su boca sonríe
enigmática, maliciosa. . . Se inclina a mi oído y me dice misteriosamente:
—Hoy me ha llegado carta de él, ¿sabe? Aquí la
traigo para que la vea.
—¡ Ah! José le ha escrito—le digo.
Me hace un repetido signo de afirmación con la
cabeza, al mismo tiempo que busca nerviosamente algo en el pecho. Por fin, saca
un pequeño papel todo arrugado y me lo pasa cuidadosamente, diciéndome:
—Léamela, señor, para ver qué es lo que ha puesto
ahí.
Es una breve carta que principia con el
consabido: "Espero que al recibo de ésta se encuentre gozando de una
completa salud; yo quedo aquí bueno, a sus órdenes. Esta es para decirle que ya
muy luego me voy a embarcar. Espero sólo juntar algo para el pasaje, porque
hay que atravesar el mar.
"También
le diré que yo no me puedo hacer por aquí, porque no hay día que no me acuerdo
de usted y de todos. También quería decirle que el negocio mío es una cantina.
Algo se gana, porque es mejor trabajar solo que no apatronado. Le mando esas
cositas para que se abrigue este invierno y se acuerde de su pobre hijo.—José Morales».
Mientras deletreo pausadamente en voz alta esta epístola, la
anciana, con la mano en la mejilla, las cejas fruncidas y una suave sonrisa en los labios, parece sumergida en un
dulce v embriagador ensueño.
De cuando en cuando, durante la lectura, exhala
un suspiro entrecortado.
Al terminar, le devuelvo su tesoro, diciéndole:
—José es un buen muchacho, porque se acuerda de
su madre, y no es ingrato.
—Ingrato él —me contesta con una expresión de extravío
en la mirada—, ¡cuando es el mejor, el más bueno de todos los hijos! Vea, mire
lo que me manda
—y principia a desdoblar precipitadamente el
paquete que traia bajo el brazo. Y allí, sobre la mesa, veo extenderse un pañuelo de colores
chillones, de los de rebozo, y un género obscuro de lana, todo muy
ordinario. Durante esta exhibición, ella me mira a cada instante con el aire
inquieto sonriendo orgullosamente, como diciéndome: ¡Qué le parece!
—Muy bonito, muy bonito está todo, y la felicito
porque, al fin, va a ver á su hijo.
—Si, ya va a llegar muy pronto —me contesta
rápidamente, con los ojos ardientes, llenos de lágrimas.
Por fin, se aleja con su habitual rapidez,
haciéndome alegres signos con las manos, agitando triunfalmente, como un
trofeo, su paquete.
Dos días después tuve que hacer un viaje a,
Santiago, donde me llamaban diversos negocios urgentes.
Regresé una tarde, y conversando con el anciano
mayordomo Simón, sobre las novedades ocurridas en el fundo durante mi
ausencia, le pregunté:
—Y ¿qué ha habido de nuevo por acá?
—Lo único que hay de nuevo, señor —me contestó—, es que doña Paulita está
en las últimas.
—¡Cómo!—le dije sorprendido—¿y que tiene?
—Hacia tiempo que andaba enferma, sin querer
decir nada. Usted sabe lo ágil y alentada que era: pues se lo pasaba días enteros
sentada en el corredor mirando para el campo, y tan triste, sin hablar cosa.
Ahora, enflaqueciendo de día en día que da una compasión, hasta que se quedó
en los huesos. Yo creo también que en mucho entraba la malura de cabeza, porque
todo se le volvía hablar de José, que le había escrito, que iba a llegar. . .
Allá, a mi casa, iba siempre a mostrarme las cartas para que se las leyera y
entonces si que se ponía contenta. Hace como diez días cayó a la cama. Vino a
verla el doctor, y dijo que era consunción,
vejez, y que no tenia para qué volver, porque la encontró sin remedio. Ayer
traje al señor cura del pueblo para que le pusiese la extremaunción y la
confesara. Está muy mala, señor; parece que no pasará de esta noche.
—Vamos a verla —le digo, hondamente conmovido con
la noticia.
Al entrar a la habitación de la anciana,
situada, en la parte baja del edificio destinada a la servidumbre, vi a un
individuo desconocido, de manta, que estaba sentado en el umbral de la puerta,
quien, al verme y para dejarme paso, se puso de pie respetuosamente con el sombrero en la mano.
En el interior de la humilde estancia, a pesar de ser de día aún, una vela, colocada frente a
las imágenes, difundía su claridad triste v amarillenta; algunas mujeres,
sirvientas de la casa, arrodilladas aquí y allá sobre la estera, rezaban en voz
sorda y monótona. De cuando en
cuando, un hondo suspiro ahogado interrumpía la fúnebre calma que reinaba en
la habitación.
Allá, en un rincón sepultado en la sombra,
distinguí el lecho donde la anciana yacía. En su rostro terroso, profundamente
demacrado, vagaba ya la fría majestad de la muerte. Sus ojos, entreabiertos,
como velados por una bruma espesa, se fijaban allá, muy lejos, en lo alto; sus
labios, fuertemente plegados, denunciaban el misterioso y terrible trabajo de
destrucción que se operaba por instantes en su ser; sus manos delgadas y
huesosas vagaban continuamente sobre la colcha, como tratando de coger a
puñados algo invisible que por el aire vagara, y que se le escapaba siempre. .
.
—Paulita —le digo en voz baja— ¿me conoce?
Al escuchar estas palabras su cabeza rueda
lánguida sobre la almohada, volviendo el rostro hacia mi; sus ojos se agrandan
bajo las cejas fruncidas y sus labios se agitan trabajosamente, pareciendo
murmurar algo en secreto. De pronto, su semblante se anima y dulcifica, un
gesto de intima satisfacción se dibuja en su boca contraída, y no sé qué luz
interior parece iluminar su frente inmóvil; destellos fugitivos y ardientes se
reflejan rápidamente en el fondo de las oscuras pupilas, cual los últimos
resplandores de una lámpara próxima a extinguirse; su cuerpo se agita
débilmente bajo las ropas, y, por fin, con una voz sorda, lejana, vacilante,
entrecortada por el estertor de la agonía, murmura pausadamente, como en un
sueño:
—José. . . Josecito. . . ¿estás ahí? ¿Has llegado
al fin, hijo?. . . Acércate. .. pero... ¡Tan flaco, tan distinto! ¿Por qué te
pierdes ahora? ¡Abrázame.,.. asi... ¡Y tan elegante!... ¡Dios te bendiga!...
¿Pero ya te vas?. . . ¡No vuelves más!
Después lanzó un grito ronco y profundo; hace una
gran aspiración; exhala un leve
suspiro, y se .queda para siempre con los ojos entreabiertos y sin luz, fijos
en el más allá tenebroso . . .
Al ponerme de pie, veo a mi lado al individuo
desconocido que estaba sentado a la puerta, cuando entrara. Es un anciano de
cabellos grises, pobremente vestido. Con la cabeza inclinada contempla
fijamente a la muerta.
Y yo, para disimular mi emoción, murmuro entre dientes:
—Pobre José, ¡cuánto va a sentir esta desgracia!
¡Tanto que quería a su madre; tan buen hijo!
El anciano, al escuchar estas palabras, hace un
violento gesto de negación con la cabeza, y exclama con voz velada, sonriendo
irónicamente:
—José, buen hijo, señor, cuando es él quien tiene
la culpa de lo que estamos viendo, de que mi pobre comadre...
—¿Cómo?—le digo, mirándolo sorprendido...
—Si, señor —agrega—, porque desde que se fue al norte, ya no se acordó
más que tenia madre; no le escribió nunca; y como han llegado las noticias de
que por allá las está echando de caballero. ..
—¿Y esas cartas que ella andaba mostrando a
todos?
—Se las escribía yo, señor, que soy su compadre; porque la pobre vieja
me decía que no quería que nadie supiera nunca que su hijo era un ingrato.
—¿Y los regalos?
—Los compraba ella misma en el pueblo con sus ahorros, para venir a
enseñarlos aquí en la casa. Yo creo que ella misma trataba de engañarse al fin,
porque no tenia la cabeza buena de tanto sufrir. . . ¡Pobre doña Paulita, al
fin ha dejado de padecer! —y al terminar, el anciano va lentamente a sentarse,
allá en el umbral de la puerta, donde se queda en silencio, meditando, al
parecer, con la barba apoyada entre las manos.
APLICACIÓN DE LA LECTURA.
1. LEXICOLOGÍA. Ordene alfabéticamente las siguientes palabras,
busque en el diccionario lo que significa cada una y escriba una oración con
cada una de ellas: SILUETA – ACHAQUE – SÚBITO – DILATADO – ESTRIDENTE – FRUNCIDO –
CONSUNCIÓN – ESTANCIA – MONOTONO – EXHALAR.
2. ANALISIS DE LECTURA.
1.
Describa, según la información que aparece en el texto, como es Paulita.
2.
¿Por quién le pregunta el patrón a Paulita cuando se inicia el relato?
3.
¿Qué le cuenta Paulita al patrón acerca de su hijo José?
4.
¿Cuánto tiempo lleva separada Paulita de su hijo José?
5.
¿Quién se llevó al norte al hijo de Paulita?
6.
Relate el contenido de la carta.
7.
¿Qué cosas recibió Paulita en la encomienda?
8.
¿Cuál es el motivo de la enfermedad de Paulita?
9.
Relate los últimos momentos de vida de Paulita.
10.
¿Qué supo el patrón acerca de José al lado del lecho de muerte de Paulita?
No hay comentarios:
Publicar un comentario