lunes, 23 de noviembre de 2009

Seleccion de cuentos de Isabel Allende.




Boca de sapo

Eran tiempos muy duros en el sur. No en el sur de este país, sino del mundo, donde las estaciones están cambiadas y el invierno no ocurre en Navidad, como en las naciones cultas, sino en la mitad de año, como en las regiones bárbaras. Piedra, coirón y hielo, extensas llanuras que hacia Tierra del Fuego se desgranan en un rosario de islas, picachos de cordillera nevada cerrando el horizonte a lo lejos, silencio instalado allí desde el nacimiento de los tiempos e interrum­pido a veces por el suspiro subterráneo de los glaciares deslizándose lentamente hacia el mar. Es una naturaleza áspera, habitada por hom­bres rudos.

A comienzos del siglo no había nada allí que los ingleses pudieran llevarse, pero obtuvieron concesiones para criar ovejas. En pocos años los animales se multiplicaron en tal forma que de lejos parecían nubes atrapadas a ras del suelo, se comieron toda la vegeta­ción y pisotearon los últimos altares de las culturas indígenas.

En ese lugar Hermelinda se ganaba la vida con juegos de fantasía.

En medio del páramo se alzaba, como una torta abandonada, la gran casa de la Compañía Ganadera, rodeada por un césped absurdo, defendido contra los abusos del clima por la esposa del administrador, quien no pudo resignarse a vivir fuera del corazón del Imperio Británico y siguió vistiéndose de gala para cenar a solas con su mari­do, un flemático caballero sumido en el orgullo de obsoletas tradicio­nes. Los peones criollos vivían en las barracas del campamento, sepa­rados de sus patrones por cercas de arbustos espinudos y rosas sil­vestres, que intentaban en vano limitar la inmensidad de la pampa y crear para los extranjeros la ilusión de una suave campiña inglesa.
Vigilados por los guardias de la gerencia, atormentados por el frío y sin tomar una sopa casera durante meses, los trabajadores sobrevivían a la desventura, tan desamparados como el ganado a su cargo. Por las tardes no faltaba quien cogiera la guitarra y entonces el paisa­je se llenaba de canciones sentimentales. Era tanta la penuria de amor; a pesar de la piedra lumbre puesta por el cocinero en la comida para apaciguar los deseos del cuerpo y las urgencias del recuerdo, que los peones yacían con las ovejas y hasta con alguna foca, si se acercaba a la costa y lograban cazarla. Esas bestias tienen grandes mamas, como senos de madre, y al quitarles la piel, cuando aún están vivas, calientes, palpitantes, un hombre muy necesitado puede cerrar los ojos e imaginar que abraza a una sirena. A pesar de estos inconve­nientes los obreros se divertían más que sus patrones, gracias a los juegos ilícitos de Hermelinda.

Ella era la única mujer joven en toda la extensión de esa tierra, aparte de la dama inglesa, quien sólo cruzaba el cerco de las rosas para matar liebres a escopetazos y en esas ocasiones apenas se alcan­zaba a vislumbrar el velo de su sombrero en medio de una polvareda de infierno y un clamor de perros perdigueros. Hermelinda, en cam­bio, era una hembra cercana y precisa, con una atrevida mezcla de sangre en las venas y muy buena disposición para festejar. Había escogido ese oficio de consuelo por pura y simple vocación, le gusta­ban casi todos los hombres en general y muchos en particular. Entre ellos reinaba como una abeja emperatriz. Amaba en ellos el olor del trabajo y del deseo, la voz ronca, la barba de dos días, el cuerpo vigo­roso y al mismo tiempo tan vulnerable en sus manos, la índole com­bativa y el corazón ingenuo. Conocía la ilusoria fortaleza y la debili­dad extrema de sus clientes, pero de ninguna de esas condiciones se aprovechaba, por el contrario, de ambas se compadecía. En su brava naturaleza había trazos de ternura maternal y a menudo la noche la encontraba cosiendo parches en una camisa, cocinando una gallina para algún trabajador enfermo o escribiendo cartas de amor para novias remotas. Hacía su fortuna sobre un colchón relleno con lana cruda, bajo un techo de cinc agujereado, que producía música de flau­tas y oboes cuando lo atravesaba el viento. Tenía las carnes firmes y la piel sin mácula, se reía con gusto y le sobraban agallas, mucho más de lo que mía oveja aterrorizada o una pobre foca sin cuero podían ofrecer. En cada abrazo, por breve que fuera, ella se revelaba como una amiga entusiasta y traviesa. La fama de sus sólidas piernas de jinete y sus pechos invulnerables al uso había recorrido seiscientos kilómetros de provincia agreste y sus enamorados viajaban de lejos para pasar un rato en su compañía. Los viernes llegaban galopando desaforados desde extremos tan apartados, que las bestias, cubiertas de espuma, caían desmayadas. Los patrones ingleses prohibían el consumo de alcohol, pero Hermelinda se las arreglaba para destilar un aguardiente clandestino con el que mejoraba el ánimo y arruinaba el hígado de sus huéspedes, y que también servía para encender sus lámparas a la hora de la diversión. Las apuestas comenzaban después de la tercera ronda de licor, cuando resultaba imposible concentrar la vista o agudizar el entendimiento.

Hermelinda había descubierto la manera de obtener beneficios seguros sin hacer trampas. Aparte de los naipes y los dados, los hom­bres disponían de varios juegos y siempre el premio único era su persona. Los perdedores le entregaban su dinero y quienes ganaban tam­bién se lo daban, pero obtenían el derecho de disfrutar un rato muy breve en su compañía, sin subterfugios ni preliminares, no porque a ella le faltara buena voluntad, sino porque no disponía de tiempo para dar a todos una atención más esmerada. Los participantes en la Gallina ciega se quitaban los pantalones, pero conservaban los chale­cos, los gorros y las botas forradas en piel de cordero, para defender­se del frío antártico que silbaba entre los tablones. Ella les vendaba los ojos y comenzaba la persecución. A veces se formaba tal alboro­to que las risas y los jadeos cruzaban la noche más allá de las rosas y llegaban a oídos de los ingleses, quienes permanecían impasibles, fin­giendo que se trataba sólo del capricho del viento en la pampa, mien­tras continuaban bebiendo con parsimonia su última taza de té de Ceilán antes de irse a la cama. El primero que le ponía la mano enci­ma a Hermelinda lanzaba un cacareo exultante y bendecía su buena suerte, mientras la aprisionaba en sus brazos. El Columpio era otro de los juegos. La mujer se sentaba sobre una tabla colgada del techo por dos cuerdas; desafiando las miradas apremiantes de los hombres, flexionaba las piernas y todos podían ver que nada llevaba bajo sus ena­guas amarillas. Los jugadores, ordenados en fila, tenían una sola oportunidad de embestirla y quien lograba su objetivo se veía atrapa­do entre los muslos de la bella, en un revuelo de enaguas, balancea­do, remecido hasta los huesos y finalmente elevado al cielo. Pero muy pocos lo conseguían y la mayoría rodaba por el suelo entre las carca­jadas de los demás.
En el juego de El Sapo un hombre podía perder en quince minu­tos la paga del mes. Hermelinda dibujaba una raya de tiza en el suelo y a cuatro pasos de distancia trazaba un amplio círculo, dentro del cual se recostaba, con las rodillas abiertas, sus piernas doradas a la luz de las lámparas de aguardiente. Aparecía entonces el oscuro cen­tro de su cuerpo, abierto como una fruta, como una alegre boca de sapo, mientras el aire del cuarto se volvía denso y caliente. Los juga­dores se colocaban detrás de la marca de tiza y lanzaban buscando el blanco. Algunos eran expertos tiradores, de pulso tan seguro que podían detener un animal despavorido en plena carrera lanzándole entre las patas dos boleadoras de piedra atadas por una cuerda, pero Hermelinda tenía una manera imperceptible de escamotear el cuerpo, de escabullirse para que en el último instante la moneda perdiera el rumbo. Las que aterrizaban dentro del círculo de tiza, pertenecían a la mujer. Si alguna entraba en la puerta, otorgaba a su dueño el teso­ro del sultán, dos horas detrás de la cortina a solas con ella, en com­pleto regocijo, para buscar consuelo por todas las penurias pasadas y soñar con los placeres del paraíso. Decían, quienes habían vivido esas dos horas preciosas, que Hermelinda conocía antiguos secretos amo­rosos y era capaz de conducir a un hombre hasta los umbrales de su propia muerte y traerlo de vuelta convertido en un sabio.
Hasta el día en que apareció Pablo, el asturiano, muy pocos habían ganado ese par de horas prodigiosas, aunque varios habían disfrutado algo similar, pero no por unos céntimos, sino por la mitad de su salario. Para entonces ella había acumulado una pequeña fortuna, pero la idea de retirarse a una vida más convencional no se le había ocurrido todavía en verdad disfrutaba mucho de su trabajo y se sentía orgullosa de los chispazos felices que podía ofrecerle a los peones. Pablo era un hombre enjuto, de huesos de pollo y manos de infante, cuyo aspecto físico se contradecía con la tremenda tenacidad de su temperamento. Al lado de la opulenta y jovial Hermelinda, él parecía un mequetrefe enfu­rruñado, pero aquellos que al verlo llegar pensaron que podían reírse un rato a su costa, se llevaron una sorpresa desagradable. El pequeño forastero reaccionó como una víbora a la primera provocación, dis­puesto a batirse con quien se le pusiera por delante, pero la trifulca se agotó antes de comenzar, porque la primera regla de Hermelinda era que bajo su techo no se peleaba. Una vez establecida su dignidad. Pablo se sosegó. Tenía una expresión decidida y algo fúnebre, hablaba poco y cuando lo hacía quedaba en evidencia su acento de España. Había sali­do de su patria escapando de la policía y vivía del contrabando a través de los desfiladeros de los Andes. Hasta entonces había sido un ermita­ño hosco y pendenciero, que se burlaba del clima, las ovejas y los ingle­ses. No pertenecía en ningún lado y no reconocía amores ni deberes, pero ya no era tan joven y la soledad se le estaba instalando en los hue­sos. A veces despertaba al amanecer sobre el suelo helado, envuelto en su negra manta de Castilla y con la montura por almohada, sintiendo que todo el cuerpo le dolía. No era un dolor de músculos entumecidos, sino de tristezas acumuladas y de abandono. Estaba harto de deambu­lar como un lobo, pero tampoco estaba hecho para la mansedumbre doméstica. Llegó hasta esas tierras porque oyó el rumor de que al final del mundo había una mujer capaz de torcer la dirección del viento, y quiso verla con sus propios ojos. La enorme distancia y los riesgos del camino no lograron hacerlo desistir y cuando por fin se encontró en la bodega y tuvo a Hermelinda al alcance de la mano, vio que ella estaba fabricada de su mismo recio metal y decidió que después de un viaje tan largo no valía la pena seguir viviendo sin ella. Se instaló en un rin­cón del cuarto a observarla con cuidado y a calcular sus posibilidades.
El asturiano poseía tripas de acero y pudo ingerir varios vasos del licor de Hermelinda sin que se le aguaran los ojos. No aceptó quitar­se la ropa para La Ronda de San Miguel, para el Mandandirun-dirun- dan ni para otras competencias que le parecieron francamente infan­tiles, pero al final de la noche, cuando llegó el momento culminante del Sapo, se sacudió los resabios del alcohol y se incorporó al coro de hombres en tomo del círculo de tiza. Hermelinda le pareció hermosa y salvaje como una leona de las montañas. Sintió alborotársele el ins­tinto de cazador y el vago dolor del desamparo, que le había ator­mentado los huesos durante todo el viaje, se le convirtió en gozosa anticipación. Vio los pies calzados con botas cortas, las medias teji­das sujetas con elásticos bajo las rodillas, los huesos largos y los mús­culos tensos de esas piernas de oro entre los vuelos de las enaguas amarillas y supo que tenía una sola oportunidad de conquistarla. Tomó posición, afirmando los pies en el suelo y balanceando el tron­co hasta encontrar el eje mismo de su existencia, y con una mirada de cuchillo paralizó a la mujer en su sitio y la obligó a renunciar a sus trucos de contorsionista. O tal vez las cosas no sucedieron así, sino que fue ella quien lo escogió entre los demás para agasajarlo con el regalo de su compañía. Pablo aguzó la vista, exhaló todo el aire del pecho y después de unos segundos de concentración absoluta, lanzó la moneda. Todos la vieron hacer un arco perfecto y entrar limpia­mente en el lugar preciso. Una salva de aplausos y silbidos envidio­sos celebró la hazaña. Impasible, el contrabandista se acomodó el cinturón, dio tres pasos largos al frente, cogió a la mujer de la mano y la puso de pie, dispuesto a probarle en dos horas justas que ella tampo­co podría ya prescindir de él. Salió casi arrastrándola y los demás se quedaron mirando sus relojes y bebiendo, hasta que pasó el tiempo del premio, pero ni Hermelinda ni el extranjero aparecieron. Transcurrieron tres horas, cuatro, toda la noche, amaneció y sonaron las campanas de la gerencia llamando al trabajo, sin que se abriera la puerta.

Al mediodía los amantes salieron del cuarto. Pablo no cruzó ni una mirada con nadie, partió a ensillar su caballo, otro para Hermelinda y una mula para cargar el equipaje. La mujer vestía pan­talón y chaqueta de viaje y llevaba una bolsa de lona repleta de mone­das atada a la cintura. Había una nueva expresión en sus ojos y un bamboleo satisfecho en su trasero memorable. Ambos acomodaron con parsimonia los bártulos en el lomo de los animales, se subieron a los caballos y echaron a andar. Hermelinda hizo una vaga señal de despedida a sus desolados admiradores y siguió a Pablo, el asturiano, por las llanuras peladas, sin mirar hacia atrás. Nunca más regresó.

Fue tanta la consternación provocada por la partida de Hermelinda, que para divertir a sus trabajadores la Compañía Ganadera instaló columpios, compró dardos y flechas para tiro al blanco e hizo traer de Londres un enorme sapo de loza pintada con la boca abierta, para que los peones afinaran la puntería lanzándole monedas; pero ante la indiferencia general, estos juguetes acabaron decorando la terraza de la gerencia, donde los ingleses aún los usan para combatir el tedio al atardecer.

APLICACIÓN DE LA LECTURA.

a) Elabore un vocabulario en orden alfabético con las siguientes palabras:
Páramo – flemático – mácula – agreste – parsimonia – salario – convencional – trifulca – hosco – resabios – bártulos.

a) Responda las siguientes preguntas:

1. ¿Qué tipo de descripción aparece en el primer párrafo?
2. ¿ Por qué la esposa del administrador de la Compañía Ganadera Inglesa se vestía de gala?
3. Explique como la era la vida de los peones en la pampa.
4. ¿Por qué los peones cometían “insesto”?
5. A qué se refiere la autora cuando señala de Hermelinda:”Había escogido ese oficio por pura y simple vocación”
6. Describa a Hermelinda.
7. ¿Qué atributos físicos tenía esta mujer que hacían tan famosa?
8. Explique en consistían los siguientes juegos llevados a cabo por Hermelinda y los peones: Gallina ciega – El columpio.
9. Describa a Pablo.
10. ¿Por qué el juego erótico El sapo era el más importante entre los hombres?
11. ¿Por qué Pablo había salido de España?
12. En relación a Pablo el texto señala que: “ …llegó hasta esas tierras porque oyó que (…) había una mujer capaz de torcer la dirección del viento” Explique este fragmento contextualmente.
13. ¿Qué ocurrió en la Compañía cuando Pablo asestó en el juego El Sapo?

Si me tocaras el corazón.

Amadeo Peralta se crió en la pandilla de su padre y llegó a ser un matón, como todos los hombres de su familia. Su padre opinaba que los estudios son para maricones, no se requieren libros para triun­far en la vida, sino cojones y astucia, decía, por eso formó a sus hijos en la rudeza. Con el tiempo, sin embargo, comprendió que el mundo estaba cambiando muy rápido y que sus negocios necesitaban conso­lidarse sobre bases más estables. La época del pillaje desenfadado había sido reemplazada por la corrupción y el despojo solapado, era hora de administrar la riqueza con criterio moderno y mejorar su ima­gen. Reunió a sus hijos y les impuso la tarea de hacer amistad con personas influyentes y aprender asuntos legales, para que siguieran prosperando sin peligro de que les fallara la impunidad. También les encomendó buscar novias entre los apellidos más antiguos de la región, a ver si lograban lavar el nombre de los Peralta de tanta salpi­cadura de barro y sangre. Para entonces Amadeo había cumplido treinta y dos años y tenía muy arraigado el hábito de seducir mucha­chas para luego abandonarlas, de modo que la idea del matrimonio no le gustó nada, pero no se atrevió a desobedecer a su padre. Comenzó a cortejar a la hija de un hacendado cuya familia había vivido en el mismo lugar por seis generaciones. A pesar de la turbia fama del pre­tendiente, ella lo aceptó, porque era muy poco agraciada y temía que­darse soltera. Ambos iniciaron entonces uno de esos aburridos noviazgos de provicia. Incómodo en su traje de lino blanco y sus botines lustrados, Amadeo la visitaba todos los días bajo la mirada atenta de la futura suegra o de alguna tía, y mientras la señorita servía café Y Pasteles de guayaba, él atisbaba el reloj calculando el momento oportuno de despedirse.

Pocas semanas antes de la boda, Amadeo Peralta tuvo que hacer un viaje de negocios por la provincia. Así llegó a Agua Santa, uno de esos lugares donde nadie se queda y cuyo nombre los viajeros rara vez recuerdan. Pasaba por una calle angosta, a la hora de la siesta, maldiciendo el calor y ese olor dulzón de mermelada de mangos que agobiaban el aire, cuado escuchó un sonido cristalino como de agua deslizándose entre piedras, que provenía de una casa modesta, con la pintura descascarada por el sol y la lluvia, como casi todas por allí. A través de la reja divisó un zaguán de baldosas oscuras y paredes enca­ladas, al fondo un patio y más allá la visión sorprendente de una muchacha sentada en el suelo con las piernas cruzadas, sosteniendo sobre las rodillas un salterio de madera rubia. Se quedó un rato obser­vándola.

—Ven, niña —la llamó, por último. Ella levantó la cara y a pesar de la distancia él distinguió los ojos asombrados y la sonrisa incierta en un rostro todavía infantil—. Ven conmigo —mandó, imploró Amadeo con la voz seca.

Ella vaciló. Las últimas notas quedaron suspendidas en el aire del patio como una pregunta. Peralta la llamó de nuevo, ella se puso de pie y se acercó, él metió el brazo entre los barrotes de la reja, corrió el pestillo, abrió la puerta y la cogió de la mano, mientras le recita­ba todo su repertorio de galán, jurándole que la había visto en sue­ños, que la había buscado toda su vida, que no podía dejarla ir y que ' era la mujer destinada para él, todo lo cual podía haber omitido, por­que la muchacha era simple de espíritu y no comprendió el sentido de sus palabras, aunque tal vez la sedujo el tono de la voz. Hortensia había cumplido recién quince años y su cuerpo estaba listo para el primer abrazo, aunque ella no lo sabía ni podía darle un nombre a esas inquietudes y temblores. Para él fue tan fácil llevarla hasta su coche y conducirla a un descampado, que una hora después ya la había olvidado por completo. Tampoco pudo recordarla cuando una semana más tarde ella apareció de súbito en su casa, a ciento cua­renta kilómetros de distancia, vestida con un delantal de algodón amarillo y alpargatas de lona, con su salterio bajo el brazo, encendida por la fiebre del amor.

Cuarenta y siete años más tarde, cuando Hortensia fue rescata del foso donde había permanecido sepultada y los periodistas viaja ron de todas partes del país para fotografiarla, ni ella misma sabia ya su nombre ni como llegó hasta allí.

—¿Por qué la tuvo encerrada como una bestia miserable? — aco­saron los reporteros a Amadeo Peralta.
—Porque se me dio la gana —replicó él calmadamente. Para entonces ya tenía ochenta años y estaba tan lúcido como siente pero no comprendía aquel alboroto tardío por algo ocurrido tanto tiempo atrás.

No estaba dispuesto a dar explicaciones. Era hombre de palabra autoritaria, patriarca y bisabuelo, nadie se atrevía a mirarlo a los ojos y hasta los curas lo saludaban con la cabeza inclinada. En su larga vida acrecentó la fortuna heredada de su padre, se adueñó de todas las tierras desde las ruinas del fuerte español hasta los límites del Estado y después se lanzó a una carrera política que lo convirtió en el cacique más poderoso de la zona. Se casó con la hija fea del hacendado, con ella tuvo nueve descendientes legítimos y con otras mujeres engendró un número impreciso de bastardos, sin guardar recuerdos de ninguna porque tenía el corazón definitivamente mutilado para amor. A la única que no pudo descartar del todo fue a Hortensia, por que se le quedó pegada en la conciencia como una persistente pesadillia. Después del breve encuentro con ella entre las yerbas de un terreno baldío, regresó a su casa, su trabajo y su desabrida novia de familia honorable. Fue Hortensia quien lo buscó hasta encontrarlo, fue ella quien se le atravesó por delante y se aferró a su camisa con una aterradora sumisión de esclava. Vaya lío, pensó él entonces, yo a puyo de casarme con pompa y fanfarria y esta niña desquiciada se me cruza en el camino. Quiso deshacerse de ella, pero al verla con su vestido amarillo y sus ojos suplicantes le pareció un desperdicio no aprovechar la oportunidad y decidió esconderla mientras se le ocurría alguna solución.
Y así, casi por descuido, Hortensia fue a parar al sótano del antiguo

—El me quiere, siempre me ha querido —declaró, cuando la res­cataron los vecinos. En tantos años de encierro había perdido el uso de las palabras y la voz le salía a sacudones, como un ronquido de moribundo.

Las primeras semanas Amadeo pasó mucho tiempo en el sótano con ella, saciando un apetito que creyó inagotabe. Temiendo que la descubrieran y celoso hasta de sus propios ojos, no quiso exponerla a la luz natural y sólo dejó entrar un rayo tenue a través de la clara­boya de ventilación. En la ocuridad retozaron en el mayor desorden de los sentidos, con la piel ardiente y el corazón convertido en un cangrejo hambriento. Allí los olores y sabores adquirían una cuali­dad extrema. Al tocarse en las tinieblas lograban penetrar en la esen­cia del otro y sumergirse en las intenciones más secretas. En ese lugar sus voces resonaban con un eco repetido, las paredes les devol­vían ampliados los murmullos y los besos. El sótano se convirtió en un frasco sellado dode se revolcaron como gemelos traviesos nave­gando en aguas amnióticas, dos criaturas turgentes y aturdidas. Por un tiempo se extraviaron en una intimidad absoluta que confundie­ron con el amor.

Cuando Hortensia se dormía, su amante salía a buscar algo de comer y antes de que ella despertara regresaba con renovados bríos a abrazarla de nuevo. Así debieron amarse hasta morir derrotados por el deseo, debieron devorarse el uno al otro o arder como una antorcha doble; pero nada de eso ocurrió. En cambio, sucedió lo más previsi­ble y cotidiano, lo menos grandioso. Antes de un mes Amadeo Peralta se cansó de los juegos que ya empezaban a repetirse, sintió la hume­dad royéndole las articulaciones y comenzó a pensar en todo lo que había al otro lado de aquel antro. Era hora de volver al mundo de los vivos y recuperar las riendas de su destino.

—Espérame aquí, niña. Voy afuera a hacerme muy rico. Te traeré regalos, vestidos y joyas de reina —le dijo al despedirse.
—Quiero hijos —dijo Hortensia.
—Hijos no, pero tendrás muñecas.

En los meses siguientes Peralta se olvidó de los vestidos, las joyas y las muñecas. Visitaba a Hortensia cada vez que se acordaba, no siempre para hacer el amor, a veces sólo para oírla tocar alguna melo­día antigua en el salterio, le gustaba verla inclinada sobre el instru­mento pulsando las cuerdas. En ocasiones llevaba tanta prisa que no alcanzaba a cruzar ni una palabra con ella, le llenaba los cántaros de agua, le dejaba una bolsa con provisiones y partía. Cuando se olvidó de hacerlo por nueve días y la encontró moribunda, comprendió la necesidad de conseguir alguien que lo ayudara a cuidar a su prisione­ra, porque su familia, sus viajes, sus negocios y sus compromisos sociales lo mantenían muy ocupado. Una india hermética le sirvió para ese fin. Ella guardaba la llave del candado y entraba regular­mente a limpiar el calabozo y raspar los liqúenes que le crecían a. Hortensia en el cuerpo como una flora delicada y pálida, casi invisi­ble al ojo desnudo, olorosa a tierra removida y a cosa abandonada.

—¿No tuvo lástima de esa pobre mujer? —le preguntaron a la india cuando también a ella la llevaron detenida, acusada de compli­cidad en el secuestro, pero ella no contestó y se limitó a mirar de fren­te con ojos impávidos y lanzar un escupitajo negro de tabaco.

No, no tuvo lástima porque creyó que la otra tenía vocación de esclava y por lo mismo era feliz siéndolo, o que era idiota de nacimiento y, como tantos en su condición, mejor estaba encerrada que expuesta a las burlas y peligros de la calle. Hortensia no contribuyó a cambiar la opinión que su carcelera tenía de ella, jamás manifestó alguna curiosidad por el mundo, no intentó salir a respirar aire limpio ni se quejó de nada. Tampoco parecía aburrida, su mente estaba dete­nida en algún momento de la infancia y la soledad terminó por per­turbarla del todo. En realidad se fue convirtiendo en una criatura sub­terránea. En esa tumba se agudizaron sus sentidos y aprendió a ver lo invisible, la rodearon alucinantes espíritus que la conducían de la mano por otros universos. Mientras su cuerpo permanecía encogido en un rincón, ella viajaba por el espacio sideral como una partícula mensajera, viviendo en un territorio oscuro, más allá de la razón. Si hubiera tenido un espejo para mirarse se habría aterrado de su propio aspecto, pero como no podía verse no percibió su deterioro, no supo de las escamas que le brotaron en la piel, de los gusanos de seda que anidaron en su largo cabello convertido en estopa, de las nubes plo­mizas que le cubrieron los ojos ya muertos de tanto atisbar en la penumbra. No sintió cómo le crecían las orejas para captar los soni­dos externos, aún los más tenues y lejanos, como la risa de los niños en el recreo de la escuela, la campanilla del vendedor de helados, los pájaros en vuelo, el murmullo del río. Tampoco se dio cuenta de que sus piernas antes graciosas y firmes, se torcieron para acomodarse a la necesidad de estar quieta y de arrastrarse, ni que las uñas de los pies le crecieron como pezuñas de bestia, los huesos se le transfor­maron en tubos de vidrio, el vientre se le hundió y le salió una joro­ba. Sólo las manos mantuvieron su forma y tamaño, ocupadas siem­pre en el ejercicio del salterio, aunque ya sus dedos no recordaban las melodías aprendidas y en cambio le arrancaban al instrumento el llan­to que no le salía del pecho. De lejos Hortensia parecía un triste mono de feria y de cerca inspiraba una lástima infinita. Ella no tenía con­ciencia alguna de esas malignas transformaciones, en su memoria guardaba intacta la imagen de sí misma, seguía siendo la misma muchacha que vio reflejada por última vez en el cristal de la ventana del automóvil de Amadeo Peralta, el día que la condujo a su guarida.

Entretanto Amadeo Peralta, rico y temido, extendía por toda la región la red de su poder. Los domingos se sentaba a la cabecera de una larga mesa, con sus hijos y nietos varones, sus secuaces y cómpli­ces, y con algunos invitados especiales, políticos y jefes militares a quienes trataba con una cordialidad ruidosa, no exenta de la altanería necesaria para que recordaran quién era el amo. A sus espaldas se rumoreaba de sus víctimas, de cuántos dejó en la ruina o hizo desapa­recer, de los sobornos a las autoridades, de que la mitad de su fortuna provenía del contrabando; pero nadie estaba dispuesto a buscar prue­bas. Decían también que Peralta mantenía a una mujer prisionera en un sótano. Esta parte de su leyenda negra se repetía con mayor certeza que la de sus negocios ilegítimos, en verdad muchos lo sabían y con el tiempo se convirtió en un secreto a voces.

Una tarde de mucho calor, tres niños se escaparon de la escuela para bañarse en el río. Pasaron un par de horas chapoteando en el lodo de la orilla y luego se fueron a vagar cerca del antiguo ingenio de azú­car de los Peralta, cerrado desde hacía dos generaciones, cuando la caña dejó de ser rentable. El lugar tenía fama de hechizado, decían que se escuchaban ruidos de demonios y muchos habían visto por allí a una bruja desgreñada invocando a las ánimas de los esclavos muer­tos. Exaltados por la aventura, los muchachos se metieron en la pro­piedad y se acercaron al edificio de la fábrica. Pronto se atrevieron a entrar en las ruinas, recorrieron los amplios cuartos de anchas pare­des de adobe y vigas roídas por el comején, sortearon la maleza cre­cida del suelo, los cerros de basura y mierda de perro, las tejas podri­das y los nidos de culebras. Dándose valor a fuerza de bromas, empu­jándose, llegaron hasta la sala de molienda, una habitación enorme abierta al cielo, con restos de máquinas despedazadas, donde la lluvia y el sol habían creado un jardín imposible y donde creyeron percibir un rastro penetrante de azúcar y sudor. Cuando empezaba a quitárseles el susto, oyeron con toda claridad un canto monstruoso. Temblando, trataron de retroceder, pero la atracción de horror pudo más que el miedo y se quedaron agazapados escuchando hasta que la última nota se les clavó en la frente. Poco a poco lograron vencer la inmovilidad, se sacudieron el espanto y empezaron a buscar el origen de esos extraños sonidos, tan diferentes a cualquier música conocida, y así dieron con una pequeña trampa, a ras del suelo, cerrada con un candado que no pudieron abrir. Sacudieron la plancha de madera que cerraba la entrada y un indescriptible olor a fiera enjaulada les golpeó la cara. Llamaron, pero nadie respondió, sólo oyeron al otro lado un sordo jadeo. Entonces partieron corriendo a avisar a gritos que habían descubierto la puerta del infierno.

El barullo de los niños no pudo ser acallado y así los vecinos com­probaron finalmente lo que sospechaban desde hacía décadas. Primero llegaron las madre detrás de sus hijos a atisbar por las ranu­ras de la trampa, y ellas también escucharon las notas terribles del sal­terio, muy diferentes a la melodía banal que atrajo a Amadeo Peralta al detenerse en una callejuela de Agua Santa para secarse el sudor de la frente. Detrás de ellas acudió un tropel de curiosos y por último, cuando ya se había juntado una muchedumbre, aparecieron los poli­cías y los bomberos, que hicieron saltar la puerta a hachazos y se metieron al hoyo con sus lámparas y sus bártulos de incendio. En la cueva encontraron a una criatura desnuda, con la piel flaccida col­gando en pálidos pliegues, que arrastraba unos mechones grises por el suelo y gemía aterrorizada por el ruido y la luz. Era Hortensia, bri­llando con fosforescencia de madreperla bajo las linternas implaca­bles de los bomberos, casi ciega, con los dientes gastados y las pier­nas tan débiles que casi no podía tenerse en pie. La única señal de su origen humano, era un viejo salterio apretado contra su regazo.

La noticia produjo indignación en todo el país. En las pantallas de televisión y en los periódicos apareció la mujer rescatada del agujero donde pasó la vida, mal cubierta con una manta que alguien le puso sobre los hombros. La indiferencia que durante casi medio siglo rodeó a la prisionera, se convirtió en pocas horas en pasión por vengarla y socorrerla. Los vecinos improvisaron piquetes para linchar a Amadeo Peralta, atacaron su casa, lo sacaron a rastras y si la Guardia no llega a tiempo para quitárselo de las manos, lo habrían despedaza­do en la plaza. Para callar la culpa de haberla ignorado durante tanto tiempo, todo el mundo quiso ocuparse de Hortensia. Se reunió dine­ro para darle una pensión, se juntaron toneladas de ropa y medica­mentos que ella no necesitaba y varias organizaciones de beneficen­cia se dieron a la tarea de rasparle la mugre, cortarle el cabello y ves­tirla de pies a cabeza, hasta convertirla en una anciana común. Las monjas le prestaron una cama en el asilo de indigentes y durante meses la tuvieron amarrada para que no se escapara de vuelta al sóta­no, hasta que por fin se acostumbró a la luz el día y se resignó a vivir con otros seres humanos.

Aprovechando el furor público atizado por la prensa, los numero­sos enemigos de Amadeo Peralta reunieron por fin el valor para lan­zarse en picada en su contra. Las autoridades, que durante años ampa­raron sus abusos, le cayeron encima con el garrote de la ley. La noti­cia ocupó la atención de todos durante el tiempo suficiente para con­ducir al viejo caudillo a la cárcel y luego se fue esfumando hasta desa­parecer del todo. Rechazado por sus familiares y amigos, convertido en símbolo de todo lo abominable y abyecto, hostilizado por los guar­dianes y por sus compañeros de infortunio, estuvo en prisión hasta que lo alcanzó la muerte. Permanecía en su celda, sin salir nunca al patio con los otros reclusos. Desde allí podía oír los ruidos de la calle.

Cada día, a las diez de la mañana, Hortensia caminaba con su vacilante paso de loca hasta el penal y le entregaba al vigilante de la puerta una marmita caliente para el preso.

—Él casi nunca me dejó con hambre —le decía al portero en fono de excusa. Después se sentaba en la calle a tocar el salterio, arran­cándole unos gemidos de agonía imposibles de soportar. En la espe­ranza de distraerla y hacerla callar, algunos pasantes le daban una moneda.

Encogido al otro lado de Ios muros, Amadeo Peralta escuchaba ese sonido que parecía provenir del fondo de la tierra y que le atravesaba los nervios. Ese reproche cotidiano debía significar algo, pero no podía recordar. A veces sentía unos ramalazos de culpa, pero enseguida le fallaba la memoria y las imágenes del pasado desapare­cían en una niebla densa. No sabía por qué estaba en esa tumba y poco a poco olvidó también el mundo de la luz, abandonándose a la desdicha.


APLICACIÓN DE LA LECTURA.

a) Elabore un vocabulario en orden alfabético con las siguientes palabras:
solapado – impunidad – salterio – mutilado – retozar – impávida – agazapado – atisbar – reproche.

a) Responda las siguientes preguntas:

1. ¿Qué opinión tiene el padre de Amadeo Peralta acerca de que los jóvenes estudiaran?
2. ¿Qué solución buscó el padre de Amadeo para el tema de administrar sus riquezas y lavar su mala imagen?
3. ¿Cómo enfrentó Amadeo el mandato de su padre acerca del matrimonio?
4. ¿De qué manera conoció Amadeo a Hortensia?
5. Señale los acontecimientos ocurridos en la vida de amadeo hasta cuando era un anciano.
6. ¿Por qué Hortensia fue a parar al fondo de un sótano?
7. ¿Quién se encargó de atender a Hortensia en el sótano?
8. ¿Por qué Hortensia no manifestó nunca curiosidad por el mundo exterior?
9. Describa en que condiciones se encontraba Hortensia al momento de ser encontrada

Regalo para una novia

Horacio Fortunato había alcanzado los cuarenta y seis años cuan­do entró en su vida la judía escuálida que estuvo a punto de cam­biarle sus hábitos de truhán y destrozarle la fanfarronería. Era de raza de gente de circo, de esos que nacen con huesos de goma y una habi­lidad natural para dar saltos mortales y a la edad en que otras criatu­ras se arrastran como gusanos, ellos se cuelgan del trapecio cabeza abajo y le cepillan la dentadura al león. Antes de que su padre lo con­virtiera en una empresa seria, en vez de la humorada que hasta enton­ces había sido, el Circo Fortunato pasó por más penas que glorias. En algunas épocas de catástrofe o desorden, la compañía se reducía a dos o tres miembros del clan deambulando por los caminos en un destar­talado carromato, con una carpa rotosa que levantaban en pueblos de lástima. El abuelo de Horacio cargó solo con el peso de todo el espec­táculo durante años; caminaba en la cuerda floja, hacía malabarismos con antorchas encendidas, tragaba sables toledanos, extraía tanto naranjas como serpientes de un sombrero de copa y bailaba gracioso minué con su única compañera, una mona ataviada de miriñaque y sombrero emplumado. Pero el abuelo logró sobreponerse al infortu­nio y mientras muchos otros circos sucumbieron vencidos por otras diversiones modernas, él salvó el suyo y al final de su vida pudo reti­rarse al sur del continente a cultivar un huerto de espárragos y fresas, dejándole una empresa sin deudas a su hijo Fortunato II. Este hombre carecía de la humildad de su padre y no era proclive a los equilibrios en la cuerda o a las piruetas con un chimpancé, pero en cambio esta­ba dotado de una firme prudencia de comerciante. Bajo su dirección el circo creció en tamaño y prestigio, hasta convertirse en el más grande del país. Tres carpas monumentales pintadas a rayas reemplazaban el modesto tenderete de los malos tiempos, jaulas diversas albergaban un zoológico ambulante de fieras amaestradas, y otros vehículos de fantasía transportaban a los artistas, incluyendo al único enano hermafrodita y ventrílocuo de la historia. Una réplica exacta de la carabela de Cristóbal Colón transportada sobre ruedas, completaba el Gran Circo Internacional Fortunato. Esta enorme caravana ya no navegaba a la deriva, como antes lo hiciera con el abuelo, sino que iba en línea recta por las carreteras principales desde Río Grande hasta el Estrecho de Magallanes, deteniéndose sólo en las grandes ciudades, donde entraba con tal escándalo de tambores, elefantes y payasos, con la carabela a la cabeza como un prodigioso recuerdo de la Conquista, que nadie se quedaba sin saber que el circo había llegado.

Fortunato II se casó con una trapecista y con ella tuvo un hijo a quien llamaron Horacio. La mujer se quedó en el lugar de paso, deci­dida a independizarse del marido y mantenerse mediante su incierto oficio, dejando al niño con su padre. De ella prevaleció un recuerdo difuso en la mente de su hijo, quien no lograba separar la imagen de su madre de las numerosas acróbatas que conoció en su vida. Cuando él tenia diez años, su padre se casó con otra artista de circo, esta vez con una equitadora capaz de equilibrarse de cabeza sobre un animal al galope o saltar de una grupa a otra con los ojos vendados. Era muy bella. Por mucha agua, jabón y perfumes que usara, no podía quitar­se un rastro de olor a caballo, un seco aroma de sudor y esfuerzo. En su regazo magnífico el pequeño Horacio, envuelto en ese olor único, encontraba consuelo por la ausencia de su madre. Pero con el tiempo la equitadora también partió sin despedirse. En la madurez Fortunato II se casó en terceras nupcias con una suiza que andaba conociendo América en un bus de turistas. Estaba cansado de su existencia de beduino y se sentía viejo para nuevos sobresaltos, de modo que cuan­do ella se lo pidió no tuvo ni el menor inconveniente en cambiar el circo por un destino sedentario y acabó instalado en una finca de los Andes, entre cerros y bosques bucólicos. Su hijo Horacio, que ya tenía veintitantos años, quedó a cargo de la empresa.

Horacio se había criado en la incertidumbre de cambiar de lugar cada día, dormir siempre sobre ruedas y vivir bajo una carpa, pero se sentía muy a gusto con su suerte. No envidiaba en absoluto a otras criaturas que iban de uniforme gris a la escuela y tenían trazados sus destinos desde antes de nacer. Por contraste, él se sentía poderoso y libre. Conocía todos los secretos del circo y con la misma actitud desenfadada limpiaba los excrementos de las fieras o se balanceaba a cincuenta metros de altura vestido de húsar, seduciendo al público con su sonrisa de delfín. Si en algún momento añoró algo de estabili­dad, no lo admitió ni dormido. La experiencia de haber sido abando­nado, primero por la madre y luego por la madrastra, lo hizo descon­fiado, sobre todo de las mujeres, pero no llegó a convertirse en un cínico, porque del abuelo había heredado un corazón sentimental. Tenia un inmenso talento circense, pero más que el arte le interesaba el aspecto comercial del negocio. Desde pequeño se propuso ser rico, con la ingenua intención de conseguir con dinero la seguridad que no obtuvo en su familia. Multiplicó los tentáculos de la empresa com­prando una cadena de estadios de boxeo en varias capitales. Del boxeo pasó naturalmente a la lucha libre y como era hombre de ima­ginación juguetona, transformó ese grosero deporte en un espectácu­lo dramático. Fueron iniciativas suyas la Momia, que se presentaba en el ring dentro de un sarcófago egipcio; Tarzán, cubriendo sus impudi­cias con una piel de tigre tan pequeña que a cada salto del luchador el público retenía el aliento a la espera de alguna revelación; el Ángel, que apostaba su cabellera de oro y cada noche la perdía bajo las tije­ras del feroz Kuramoto —un indio mapuche disfrazado de samurai— para reaparecer al día siguiente con sus rizos intactos, prueba irrefu­table de su condición divina. Estas y otras aventuras comerciales, así como sus apariciones públicas con un par de guardaespaldas, cuyo papel consistía en intimidar a sus competidores y picar la curiosidad de las mujeres, le dieron un prestigio de hombre malo, que él cele­braba con enorme regocijo. Llevaba una buena vida, viajaba por el mundo cerrando tratos y buscando monstruos, aparecía en clubes y casinos, poseía una mansión de cristal en California y un rancho en Yucatán, pero vivía la mayor parte del año en hoteles de ricos.

Disfrutaba de la compañía de rubias de alquiler. Las escogía suaves y de senos frutales, como homenaje al recuerdo de su madrastra, pero no se afligía demasiado por asuntos amorosos y cuando su abuelo le reclamaba que se casara y echara hijos al mundo para que el apellido de los Fortunato no se desintegrara sin heredero, él replicaba que ni demente subiría al patíbulo matrimonial. Era un hombronazo moreno con una melena peinada a la cachetada, ojos traviesos y una voz auto­ritaria, que acentuaba su alegre vulgaridad. Le preocupaba la elegan­cia y se compraba ropa de duque, pero sus trajes resultaban un poco brillantes, las corbatas algo audaces, el rubí de su anillo demasiado ostentoso, su fragancia muy penetrante. Tenía el corazón de un doma­dor de leones y ningún sastre inglés lograba disimularlo.

Este hombre, que había pasado buena parte de su existencia albo­rotando el aire con sus despilfarres, se cruzó un martes de marzo con Patricia Zimmerman y se le terminaron la inconsecuencia del espíri­tu y la claridad del pensamiento. Se hallaba en el único restaurante de esta ciudad donde todavía no dejan entrar negros, con cuatro compin­ches y una diva a quien pensaba llevar por una semana a las Bahamas, cuando Patricia entró al salón del brazo de su marido, vestida de seda y adornada con algunos de esos diamantes que hicieron célebre a la firma Zimmerman y Cía. Nada más diferente a su inolvidable madrastra olorosa a sudor de caballos o a las rubias complacientes, que esa mujer. La vio avanzar, pequeña, fina, los huesos del escote a la vista y el cabello castaño recogido en un moño severo, y sintió las rodillas pesadas y un ardor insoportable en el pecho. Él prefería a las hembras simples y bien dispuestas para la parranda y a esa mujer había que mirarla de cerca para valorar sus virtudes, y aun así sólo serían visibles para un ojo entrenado en apreciar sutilezas, lo cual no era el caso de Horacio Fortunato. Si la vidente de su circo hubiera consultado su bola de cristal para profetizarle que se enamoraría al primer vistazo de una aristócrata cuarentona y altanera, se habría reído de buena gana, pero eso mismo le ocurrió al verla avanzar en su dirección como la sombra de alguna antigua emperatriz viuda, en su atavío oscuro y con las luces de todos esos diamantes refulgiendo en su cuello. Patricia pasó por su lado y durante un instante se detuvo ante ese gigante con la servilleta colgada del chaleco y un rastro de salsa en la comisura de la boca. Horacio Fortunato alcanzó a percibir su perfume y apreciar su perfil aguileño y se olvidó por completo de la diva, los guardaespaldas, los negocios y todos los propósitos de su vida, y decidió con toda seriedad arrebatarle esa mujer al joyero para amarla de la mejor manera posible. Colocó su silla de medio lado y haciendo caso omiso de sus invitados se dedicó a medir la distancia que le separaba de ella, mientras Patricia Zimmerman se preguntaba si ese desconocido estaría examinando sus joyas con algún designio torcido.

En la misma noche llegó a la residencia de los Zimmerman un ramo descomunal de orquídeas. Patricia miró la tarjeta, un rectángu­lo color sepia con un nombre de novela escrito en arabescos dorados. De pésimo gusto, masculló, adivinando al punto que se trataba del tipo engominado del restaurante y ordenó poner el regalo en la calle en la esperanza de que el remitente anduviera rondando la casa y se enterara del paradero de sus flores. Al día siguiente trajeron una caja de cristal con una sola rosa perfecta, sin tarjeta. El mayordomo tam­bién la colocó en la basura. El resto de la semana despacharon ramos diversos: un canasto con flores silvestres en un lecho de lavanda, una pirámide de elefantes blancos en copa de plata, una docena de tulipa­nes negros importados de Holanda y otras variedades imposibles de encontrar en esta tierra caliente. Todos tuvieron el mismo destino del primero, pero eso no desanimó al galán, cuyo acecho se tornó tan insoportable que Patricia Zimmerman no se atrevía a responder al teléfono por temor a escuchar su voz susurrándole indecencias, como le ocurrió el mismo martes a las dos de la madrugada. Devolvía sus cartas cerradas. Dejó de salir porque encontraba a Fortunato en luga­res inesperados: observándola desde el palco vecino en la ópera, en la calle dispuesto a abrirle la puerta del coche antes que su chofer alcan­zara a esbozar el gesto, materializándose como una ilusión en un ascensor o en alguna escalera. Estaba prisionera en su casa, asustada. Ya se le pasará, ya se le pasará, se repetía, pero Fortunato no se disipó como un mal sueño, seguía allí, al otro lado de las paredes, reso­plando. La mujer pensó llamar a la policía o recurrir a su marido, pero su horror al escándalo se lo impidió. Una mañana estaba atendiendo su correspondencia, cuando el mayordomo le anunció la visita del presidente de la empresa Fortunato e Hijos.
—¿En mi propia casa, cómo se atreve? —murmuró Patricia con el corazón al galope. Necesitó echar mano de la implacable disciplina adquirida en tantos años de actuar en salones, para disimular el tem­blor de sus manos y su voz. Por un instante tuvo la tentación de enfrentarse con ese demente de una vez para siempre, pero compren­dió que le fallarían las fuerzas, se sentía derrotada antes de verlo.
—Dígale que no estoy. Muéstrele la puerta y avísele a los emplea­dos que ese caballero no es bienvenido en esta casa —ordenó.
Al día siguiente no hubo flores exóticas al desayuno y Patricia pensó, con un suspiro de alivio o de despecho, que el hombre había entendido por fin su mensaje. Esa mañana se sintió libre por primera vez en la semana y partió a jugar tenis y al salón de belleza. Regresó a las dos de la tarde con un nuevo corte de pelo y un fuerte dolor de cabeza. Al entrar vio sobre la mesa del vestíbulo un estuche de ter­ciopelo morado con la marca de Zimmerman impresa en letras de oro. Lo abrió algo distraída, imaginando que su marido lo había dejado allí, y encontró un collar de esmeraldas acompañado de una de esas rebuscadas tarjetas de color sepia, que había aprendido a conocer y a detestar. El dolor de cabeza se le transformó en pánico. Ese aventure­ro parecía dispuesto a arruinarle la existencia, no sólo le compraba a su propio marido una joya imposible de disimular, sino que además se la enviaba con todo desparpajo a su casa. Esta vez no era posible echar el regalo a la basura como las rumas de flores recibidas hasta entonces. Con el estuche apretado contra el pecho se encerró en su escritorio. Media hora más tarde llamó al chofer y lo mandó a entre­gar un paquete a la misma dirección donde había devuelto varias car­tas. Al desprenderse de la joya no sintió alivio alguno, por el contra­rio, tenía la impresión de hundirse en un pantano.

Pero para esa fecha también Horacio Fortunato caminaba por un lodazal, sin avanzar ni un paso, dando vueltas a tientas. Nunca había necesitado tanto tiempo y dinero para cortejar a una mujer, aunque también era cierto, admitía, que hasta entonces todas eran diferentes a ésta. Se sentía ridículo por primera vez en su vida de saltimbanqui, no podía continuar así por mucho tiempo, su salud de toro empezaba a resentirse, dormía a sacudones, se le acababa el aire en el pecho, el corazón se le atolondraba, sentía fuego en el estómago y campanas en las sienes. Sus negocios también sufrían el impacto de su mal de amor, tomaba decisiones precipitadas y perdía dinero. Carajo, ya no sé quién soy ni dónde estoy parado, maldita sea, refunfuñaba sudan­do, pero ni por un momento consideró la posibilidad de abandonar la cacería.

Con el estuche morado de nuevo en sus manos, abatido en un sillón del hotel donde se hospedaba, Fortunato se acordó de su abue­lo. Rara vez pensaba en su padre, pero a menudo volvía a su memo­ria ese abuelo formidable que a los noventa y tantos años todavía cul­tivaba sus hortalizas. Tomó el teléfono y pidió una comunicación de larga distancia.

El viejo Fortunato estaba casi sordo y tampoco podía asimilar el mecanismo de ese aparato endemoniado que le traía voces desde el otro extremo del planeta, pero la mucha edad no le había quitado la lucidez. Escuchó lo mejor que pudo el triste relato de su nieto, sin interrumpirlo hasta el final.

—De modo que esa zorra se esta dando el lujo de burlarse de mi muchacho, ¿eh?
—Ni siquiera me mira, No, no. Es rica, bella, noble, tiene todo.
—Aja... y también tiene marido.
—También, pero eso es lo de menos. ¡Si al menos me dejara hablarle!
—¿Hablarle? ¿Y para qué? No hay nada que decirle a una mujer como ésa, hijo.
—Le regalé un collar de reina y me lo devolvió sin una sola palabra.
—Dale algo que no tenga.
—¿Qué, por ejemplo?

—Un buen motivo para reírse, eso nunca falla con las mujeres —y el abuelo se quedó dormido con el auricular en la mano, soñando con las doncellas que lo amaron cuando realizaba acrobacias mortales en el trapecio y bailaba con su mona.

Al día siguiente el joyero Zimmerman recibió en su oficina a una espléndida joven, manicurista de profesión, según explicó, que venía a ofrecerle por la mitad de precio el mismo collar de esmeraldas que él había vendido cuarenta y ocho horas antes. El joyero recordaba muy bien al comprador, imposible olvidarlo, un patán presumido.

—Necesito una joya capaz de tumbarle las defensas a una dama arrogante—había dicho.

Zimmerman le pasó revista en un segundo y decidió que debía ser uno de esos nuevos ricos del petróleo o la cocaína. No tenía humor para vulgaridades, estaba habituado a otra clase de gente. Rara vez atendía él mismo a los clientes, pero ese hombre había insistido en hablar con él y parecía dispuesto a gastar sin vacilaciones.

—¿Qué me recomienda usted? —había preguntado ante la bande­ja donde brillaban sus más valiosas prendas.

—Depende de la señora. Los rubíes y las perlas lucen bien sobre la piel morena, las esmeraldas sobre piel más clara, los diamantes son perfectos siempre.

—Tiene demasiados diamantes. Su marido se los regala como si fueran caramelos.

Zimmerman tosió. Le repugnaba esa clase de confidencias. El hombre tomó el collar, lo levantó hacia la luz sin ningún respeto, lo agitó como un cascabel y el aire se llenó de tintineos y de chispas ver­des, mientras la úlcera del joyero daba un respingo.

—¿Cree que las esmeraldas traen buena suerte?

—Supongo que todas las piedras preciosas cumplen ese requisito, señor, pero no soy supersticioso.

—Ésta es una mujer muy especial. No puedo equivocarme con el regalo, ¿comprende?
—Perfectamente.

Pero por lo visto eso fue lo que ocurrió se dijo Zimmennan sin poder evitar una sonrisa sarcástica, cuando esa muchacha le llevó de vuelta el collar. No, no había nada malo en la joya, era ella la que constituía un error. Había imaginado una mujer más refinada, en nin­gún caso una manicurista con esa cartera de plástico y esa blusa ordi­naria, pero la muchacha lo intrigaba, había algo vulnerable y patético en ella, pobrecita, no tendrá un buen final en manos de ese bandole­ro, pensó.

Es mejor que me lo diga todo, hija —dijo Zimmerman, final­mente.

La joven le soltó el cuento que había memorizado y una hora des­pués salió de la oficina con paso ligero. Tal como lo había planeado desde un comienzo, el joyero no sólo había comprado el collar, sino que además la había invitado a cenar. Le resultó fácil darse cuenta de que Zimmerman era uno de esos hombres astutos y desconfiados para los negocios, pero ingenuo para todo lo demás y que sería sencillo mantenerlo distraído por el tiempo que Horacio Fortunato necesitara y estuviera dispuesto a pagar.

Ésa fue una noche memorable para Zimmerman, quien había con­tado con una cena y se encontró viviendo una pasión inesperada. Al día siguiente volvió a ver a su nueva amiga y hacia el fin de semana le anunció tartamudeando a Patricia que partía por unos días a Nueva York a una subasta de alhajas rusas, salvadas de la masacre de Ekaterimburgo. Su mujer no le prestó atención.

Sola en su casa, sin ánimo para salir y con ese dolor de cabeza que iba y venía sin darle descanso, Patricia decidió dedicar el sábado a recu­perar fuerzas. Se instaló en la terraza a hojear unas revistas de moda. No había llovido en toda la semana y el aire estaba seco y denso. Leyó un rato hasta que el sol comenzó a adormecerla, el cuerpo le pesaba, se le cerraban los ojos y la revista cayó de sus manos. En eso le llegó un rumor desde el fondo del jardín y pensó en el jardinero, un tipo tes­tarudo, quien en menos de un año había transformado su propiedad en una jungla tropical, arrancando sus macizos de crisantemos para dar paso a una vegetación desbordada. Abrió los ojos, miró distraída con­tra el sol y notó que algo de tamaño desusado se movía en la copa del aguacate. Se quitó los lentes oscuros y se incorporó. No había duda, una sombra se agitaba allá arriba y no era parte del follaje.

Patricia Zimmerman dejó el sillón y avanzó un par de pasos, entonces pudo ver con nitidez a un fantasma vestido de azul con una capa dorada que pasó volando a varios metros de altura, dio una vol­tereta en el aire y por un instante pareció detenerse en el gesto de salu­darla desde el cielo. Ella sofocó un grito, segura de que la aparición caería como una piedra y se desintegraría al tocar tierra, pero la capa se infló y aquel coleóptero radiante estiró los brazos y se aferró a un níspero vecino. De inmediato surgió otra figura azul colgada de las piernas en la copa del otro árbol, columpiando por las muñecas a una niña coronada de flores. El primer trapecista hizo una señal y el segundo le lanzó a la criatura, quien alcanzó a soltar una lluvia de mariposas de papel antes de verse cogida por los tobillos. Patricia no atinó a moverse mientras en las alturas volaban esos silenciosos pája­ros con capas de oro.

De pronto un alarido llenó el jardín, un grito largo y bárbaro que distrajo a Patricia de los trapecistas. Vio caer una gruesa cuerda por una pared lateral de la propiedad y por allí descendió Tarzán en per­sona, el mismo de la matinée en el cinematógrafo y de las historietas de su infancia, con su mísero taparrabo de piel de tigre y un mono auténtico sentado en su cadera, abrazándolo por la cintura. El Rey de la Selva aterrizó con gracia, se golpeó el pecho con los puños y repi­tió el bramido visceral, atrayendo a todos los empleados de la casa, que se precipitaron a la terraza. Patricia les ordenó con un gesto que se quedaran quietos, mientras la voz de Tarzán se apagaba para dar paso a un lúgubre redoble de tambores anunciando a una comitiva de cuatro egipcias que avanzaban de medio lado, cabeza y pies torcidos, seguidos por un jorobado con capucha a rayas, quien arrastraba una pantera negra al extremo de una cadena. Luego aparecieron dos mon­jes cargando un sarcófago y más atrás un ángel de largos cabellos áureos y cerrando el cortejo un indio disfrazado de japonés, en bata de levantarse y encaramado en patines de madera. Todos se detuvie­ron detrás de la piscina. Los monjes depositaron el ataúd sobre el cés­ped, y mientras las vestales canturreaban en alguna lengua muerta y el Ángel y Kuramoto lucían sus prodigiosas musculaturas, se levantó la tapa del sarcófago y un ser de pesadilla emergió del interior. Cuando estuvo de pie, con todos sus vendajes a la vista, fue evidente que se trataba de una momia en perfecto estado de salud. En ese momento Tarzán lanzó otro aullido y sin que mediara ninguna provo­cación se puso a dar saltos alrededor de los egipcios y a sacudir al simio. La Momia perdió su paciencia milenaria, levantó un brazo y lo dejó caer como un garrotazo en la nuca del salvaje, dejándolo inerte con la cara enterrada en el pasto. La mona trepó chillando a un árbol. Antes de que el faraón embalsamado liquidara a Tarzán con un segun­do golpe, éste se puso de pie y se le fue encima rugiendo. Ambos rodaron anudados en una posición inverosímil, hasta que se soltó la pantera y entonces todos corrieron a buscar refugio entre las plantas y los empleados de la casa volaron a meterse en la cocina. Patricia estaba a punto de lanzarse a la pileta, cuando apareció por encanta­miento un individuo de frac y sombrero de copa, que de un sonoro latigazo detuvo en seco al felino y lo dejó en el suelo ronroneando como un gato con las cuatro patas en el aire, lo cual permitió al joro­bado recuperar la cadena, mientras el otro se quitaba el sombrero y extraía de su interior una torta de merengue, que trajo hasta la terra­za y depositó a los pies de la dueña de casa.

Por el fondo del jardín aparecieron los demás de la comparsa: los músicos de la banda tocando marchas militares, los payasos zurrán­dose bofetones, los enanos de las Cortes Medievales, la equitadora de pie sobre su caballo, la mujer barbuda, los perros en bicicleta, el aves­truz vestido de colombina y por último una fila de boxeadores con sus calzones de satén y sus guantes de reglamento, empujando una plata­forma con ruedas coronada por un arco de cartón pintado. Y allí, sobre ese estrado de emperador de utilería, iba Horacio Fortunato con su melena aplastada con brillantina, su irrevocable sonrisa de galán, orondo bajo su pórtico triunfal, rodeado por su circo inaudito, aclamado por las trompetas y los platillos de su propia orquesta, el hom­bre más soberbio, más enamorado y más divertido del mundo. Patricia lanzó una carcajada y le salió al encuentro.

Ester Lucero

Le llevaron a Ester Lucero en una improvisada camilla, desan­grándose como un buey, con sus ojos oscuros abiertos de terror. Al verla, el doctor Ángel Sánchez perdió por primera vez su calma proverbial y no era para menos, pues estaba enamorado de ella desde el día en que la vio, cuando ella era aún una niña. En esa época ella todavía no se desprendía de sus muñecas y él, en cambio, regresaba envejecido mil años de su última Campaña Gloriosa. Llegó al pueblo a la cabeza de su columna, sentado en el techo de una camioneta, con un fusil sobre las rodillas, una barba de meses y una bala alojada para siempre en la ingle, pero tan feliz como nunca lo estuvo antes ni des­pués. Vio a la muchacha agitando una bandera de papel rojo, en medio de la muchedumbre que vitoreaba a los libertadores.

En ese momento él tenía treinta años y ella bordeaba los doce, pero Ángel Sánchez adivinó, por los firmes huesos de alabastro y la profundidad de la mirada de la niña, la belleza que en secreto se esta­ba gestando. La observó desde lo alto de su vehículo, convencido de que era una visión provocada por la calentura de los pantanos y el entusiasmo de la victoria, pero como esa noche no encontró consuelo en los brazos de la novia fugaz que le tocó en turno, comprendió que debía salir a buscar a esa criatura, al menos para comprobar su con­dición de espejismo. Al día siguiente, cuando se calmaron los tumul­tos callejeros de la celebración y empezó la tarea de ordenar al mundo y barrer los escombros de la dictadura, Sánchez salió a recorrer el pueblo. Su primera idea fue visitar las escuelas, pero se enteró que estaban cerradas desde la última batalla, de modo que tuvo que gol­pear las puertas una por una. Al cabo de varios días de paciente pere­grinaje, y cuando ya pensaba que la muchacha había sido un engaño de su corazón extenuado, llegó a una casa minúscula pintada de azul y con el frente perforado de balas, cuya única ventana se abría a la calle sin más protección que unas cortinas floreadas. Llamó varias veces sin obtener respuesta, entonces se decidió a entrar. El interior era un aposento único, pobremente amoblado, fresco y en penumbra. Cruzó la habitación, abrió una puerta y se encontró en un amplio patio agobiado de trastos y cachivaches, con una hamaca colgada bajo un mango, una artesa para el lavado, un gallinero al fondo y una pro­fusión de tarros de lata y cacharros de barro donde crecían yerbas, verduras y flores. Allí encontró por fin a quien creía haber soñado. Ester Lucero estaba descalza, con un vestido de lienzo ordinario, su mata de pelos atada en la nuca con un cordel de zapatos, ayudando a su abuela a tender la ropa al sol. Al verlo ambas retrocedieron en un gesto instintivo, porque habían aprendido a desconfiar de quien lle­vara botas.

—No se asusten, soy un compañero —se presentó con la boina grasienta en la mano.

A partir de ese día Ángel Sánchez se limitó a desear a Ester Lucero en silencio, avergonzado de esa inconfesable pasión por una chiquilla impúber. Por ella rehusó irse a la capital cuando se repartió el botín del poder, y prefirió quedarse a cargo del único hospital en ese pueblo olvidado. No aspiraba a consumar el amor más allá del ámbito de su propia imaginación. Vivía de ínfimas satisfacciones: verla pasar rumbo a la escuela, cuidarla cuando se contagió con el sarampión, proporcionarle vitaminas durante los años en que la leche, los huevos y la carne sólo alcanzaban para los más pequeños y los demás debían conformarse con plátano y maíz, visitarla en su patio, donde se instalaba en una silla a enseñarle las tablas de multiplicar ante el ojo vigilante de la abuela. Ester Lucero acabó llamándolo tío a falta de un nombre más apropiado, y la anciana, aceptando su pre­sencia como otro de los inexplicables misterios de la Revolución.

—¿Qué interés puede tener un hombre instruido, doctor, jefe del hospital y héroe de la patria, en la charla de una vieja y los silencios de su nieta?—se preguntaban las comadres del pueblo.
En los años siguientes, la muchacha floreció como sucede casi siempre, pero Ángel Sánchez creyó que en su caso era una especie de prodigio y que sólo él podía ver a la beldad que maduraba escondida bajo los vestidos inocentes confeccionados por la abuela en su máqui­na de coser. Estaba seguro de que a su paso se alborotaban los senti­dos de quien la viera, tal como ocurría con los suyos, por eso se extra­ñaba de no encontrar un remolino de pretendientes en tomo de Ester Lucero. Vivía atormentado por sentimientos arrolladores: celos preci­sos de todos los hombres, una perenne melancolía —fruto de la deses­peranza— y la fiebre de infierno que lo acosaba a la hora de la sies­ta, cuando imaginaba a la niña desnuda y húmeda, llamándolo con gestos obscenos entre las sombras del cuarto. Nadie supo nunca de sus tormentosos estados de ánimo. El control que ejercía sobre sí mismo se convirtió en una segunda naturaleza y así adquirió fama de hombre bueno. Por fin las matronas del pueblo se cansaron de bus­carle novia y terminaron por aceptar que el médico era un poco raro.
—No parece maricón —concluyeron— pero tal vez la malaria o la bala que tiene en la entrepierna le quitaron para siempre el gusto por las mujeres.

Ángel Sánchez maldecía a su madre, que lo había traído al mundo veinte años muy temprano, y a su destino, que le había sembrado el cuerpo y el alma de tantas cicatrices. Rogaba que algún capricho de la naturaleza torciera la armonía y opacara la luz de Ester Lucero, para que nadie sospechara que era la mujer más hermosa de este mundo y de cualquier otro. Por eso el jueves fatídico, cuando la lle­varon al hospital en una angarilla con la abuela marchando adelante y una procesión de curiosos detrás, el doctor dio un grito visceral. Al retirar la sábana y ver a la joven perforada por una herida horrenda, creyó que de tanto desear que ella jamás perteneciera a otro hombre, había provocado esa catástrofe.
—Se trepó al mango del patio, resbaló y cayó ensartada en la esta­ca donde atamos al ganso —explicó la abuela.
—Pobrecita, quedó atravesada como un vampiro. No fue nada fácil desclavarla —aclaró un vecino que ayudaba a transportar la camilla.

Éster Ester Lucero cerró los ojos y se quejó levemente. Desde ese mismo instante Ángel Sánchez se batió en duelo per­sonal contra la muerte. Lo intentó todo para salvar a la joven. La operó, la inyectó, le hizo transfusiones con su propia sangre y la colmó de antibióticos, pero a los dos días era evidente que la vida escapaba por la herida como un torrente incontenible. Sentado en una silla junto a la moribunda, agotado por la tensión y la tristeza, apoyó la cabeza los pies de la cama y por unos minutos se durmió como un recién nacido. Mientras él soñaba con moscas gigantescas, ella anda­ba perdida en las pesadillas de su agonía, y así se encontraron en una tierra de nadie y en el sueño compartido ella se aferró a la mano de él y le rogó que no se dejara vencer por la muerte y que no la abando­nara. Ángel Sánchez despertó sobresaltado por el recuerdo nítido del Negro Rivas y el absurdo milagro que le devolvió la vida. Salió corriendo y tropezó en el pasillo con la abuela, quien estaba sumida en un murmullo de interminables oraciones.
—¡Siga rezando, que yo regreso en quince minutos! —le gritó al pasar.

Diez años antes, cuando Ángel Sánchez marchaba con sus compañe­ros por la selva, con la vegetación hasta las rodillas y la tortura incon­solable de los mosquitos y el calor, acorralados, cruzando el país en todas direcciones para emboscar a los soldados de la dictadura, cuan­do no eran más que un puñado de locos visionarios con el cinturón ati­borrado de balas, el morral de poemas y la cabeza de ideales, cuando llevaban meses sin oler a una mujer o echarse jabón por el cuerpo, cuando el hambre y el miedo eran una segunda piel y lo único que los mantenía en movimiento era la desesperación, cuando veían enemigos por todas partes y desconfiaban hasta de sus propias sombras, enton­ces el Negro Rivas se cayó por un barranco y rodó ocho metros hacia el abismo, estrellándose sin ruido, como una bolsa de trapos. Sus com­pañeros necesitaron veinte minutos para descender con cuerdas entre piedras filudas y troncos retorcidos, y encontrarlo sumergido en los matorrales, y casi dos horas para izarlo, ensopado en sangre.

El Negro Rivas, un hombronazo valiente y alegre, con la canción siempre lista en los labios y buena disposición para echarse al hom­bro a otro combatiente más débil, estaba abierto como una granada,' con las costillas al aire y un tajo profundo que comenzaba en la espalda y acababa en la mitad del pecho. Sánchez llevaba su maletín para emergencias, pero eso escapaba por completo a sus modestos recursos. Sin la menor esperanza suturó la herida, lo vendó con tiras de tela y le administró las medicinas disponibles. Colocaron al hom­bre sobre un trozo de lona tendido entre dos palos y así lo transpor­taron, turnándose para cargarlo, hasta que fue evidente que cada sacudida era un minuto menos de vida, porque el Negro Rivas supu­raba como un manantial y deliraba con iguanas con senos de mujer y huracanes de sal.

Estaban planeando acampar para dejarlo morir en paz, cuando alguien divisó a orillas de un pozo de agua negra a dos indios que se despiojaban amigablemente. Un poco más allá, hundida en el vaho denso de la selva, estaba la aldea. Era una tribu inmovilizada en edad remota, sin más contacto con este siglo que algún misionero atrevido que fue a predicarles sin éxito las leyes de Dios y, lo que es más grave, sin haber oído jamás de la Insurrección ni haber escuchado el grito de Patria o Muerte. A pesar de estas diferencias y de la barrera del len­guaje, los indios comprendieron que esos hombres exhaustos no representaban mayor peligro y les dieron una tímida bienvenida. Los rebeldes señalaron al moribundo. El que parecía ser el jefe los con­dujo a una choza en eterna penumbra, donde flotaba una pestilencia de orines y de lodo. Allí acostaron al Negro Rivas sobre una esterilla, rodeado por sus compañeros y por toda la tribu. Al poco rato llegó el brujo en atavío de ceremonia. El comandante se espantó al ver sus collares de peonías, sus ojos de fanático y la costra de mugre en su cuerpo, pero Ángel Sánchez explicó que ya muy poco se podía hacer por el herido y cualquier cosa que lograra el hechicero —aunque rüera tan sólo ayudarlo a morir— era mejor que nada. El comandan­te ordenó a sus hombres bajar las armas y guardar silencio, para que ese extraño sabio medio desnudo pudiera ejercer su oficio sin dis­tracciones.
Dos horas más tarde la fiebre había desaparecido y el Negro Rivas podía tragar agua. Al día siguiente volvió el curandero y repitió el tra­tamiento. Al anochecer el enfermo estaba sentado comiendo una espesa papilla de maíz y dos días después ensayaba sus primeros pasos por los alrededores, con la herida en pleno proceso de curación. Mientras los demás guerrilleros acompañaban los progresos del con­valeciente, Ángel Sánchez recorrió la zona con el brujo juntando plantas en su bolsa. Años después el Negro Rivas llegó a ser Jefe de la Policía en la capital y sólo se acordaba de que estuvo a punto de morir cuando se quitaba la camisa para abrazar a una nueva mujer, quien invariablemente le preguntaba por ese largo costurón que lo partía en dos.
—Si al Negro Rivas lo salvó un indio en pelotas, a Ester Lucero la sal­varé yo, así tenga que hacer pacto con el diablo —concluyó Ángel Sánchez mientras daba vuelta a su casa en busca de las yerbas que había guardado durante todos esos años y que, hasta ese instante, había olvidado por completo. Las encontró envueltas en un papel de perió­dico, resecas y quebradizas, al fondo de un destartalado baúl, junto a su cuaderno de versos, su boina y otros recuerdos de la guerra.
El médico regresó al hospital corriendo como un perseguido, bajo el calor de plomo que derretía el asfalto. Subió las escaleras a saltos e irrumpió en la habitación de Ester Lucero empapado de sudor. La abuela y la enfermera de turno lo vieron pasar a la carrera y se apro­ximaron a la mirilla de la puerta. Observaron cómo se quitaba la bata blanca, la camisa de algodón, los pantalones oscuros, los calcetines comprados de contrabando y los zapatos con suela de goma que siem­pre calzaba. Horrorizadas, lo vieron despojarse también de los cal­zoncillos y quedar en cueros como un recluta.
—¡Santa María, Madre de Dios! —exclamó la abuela. A través del ventanuco de la puerta pudieron vislumbrar al doctor cuando movía la cama hasta el centro de la habitación y, después de posar ambas manos sobre la cabeza de Ester Lucero durante algunos segundos iniciaba un frenético baile alrededor de la enferma.

Levantaba las rodillas hasta tocarse el pecho, efectuaba profundas inclinaciones, agitaba los brazos y hacía grotescas morisquetas, sin perder ni por un instante el ritmo interior que ponía alas en sus pies. Y durante media hora no paró de danzar como un insensato, esqui­vando las bombonas de oxígeno y los frascos de suero. Luego extra­jo unas hojas secas del bolsillo de su bata, las colocó en una palanga­na las aplastó con el puño hasta reducirlas a un polvo grueso, escu­pió encima con abundancia, mezcló todo para formar una pasta y se aproximó a la moribunda. Las mujeres lo vieron retirar los vendajes y tal como notificó la enfermera en su informe, untar la herida con aquella asquerosa mixtura, sin la menor consideración por las leyes de la asepsia ni por el hecho de que exhibía sus vergüenzas al desnu­do. Terminada la cura, el hombre cayó sentado al suelo, totalmente exhausto, pero iluminado por una sonrisa de santos.

Si el doctor Ángel Sánchez no hubiera sido el director del hospi­tal y un héroe indiscutible de la Revolución, le habrían colocado una camisa de fuerza y enviado sin más trámites al manicomio. Pero nadie se atrevió a echar abajo la puerta que él trancó con el cerrojo, y cuando el alcalde tomó la decisión de hacerlo con ayuda de los bomberos, ya habían pasado catorce horas y Ester Lucero estaba sen­tada en la camilla, con los ojos abiertos, contemplando divertida a su tío Ángel, quien había vuelto a despojarse de sus ropas e iniciaba la segunda etapa del tratamiento con nuevas danzas rituales. Dos días más tarde, cuando llegó la comisión del Ministerio de Salud enviada especialmente desde la capital, la enferma paseaba por el corredor del brazo de su abuela, todo el pueblo desfilaba por el tercer piso para ver a la muchacha resucitada y el director del hospital, vestido con impecable corrección, recibía a sus colegas detrás de su escrito­rio. La comisión se abstuvo de preguntar detalles sobre las inusitadas danzas del médico y dedicó su atención a indagar sobre las maravi­llosas plantas del brujo.

Han pasado algunos años desde que Ester Lucero se cayó del mango. La joven se casó con un inspector de atmósferas y se fue a vivir a la capital, donde dio a luz una niña con huesos de alabastro y ojos oscuros. A su tío Ángel le envía de vez en cuando nostálgicas tar­jetas salpicadas de horrores ortográficos. El Ministerio de Salud ha organizado cuatro expediciones para buscar las yerbas portentosas en la selva, sin ningún éxito. La vegetación se tragó la aldea indígena y con ella la esperanza de un medicamento científico contra los acci­dentes irremediables.

El doctor Ángel Sánchez ha quedado solo, sin más compañía que la imagen de Ester Lucero que lo visita en su cuarto a la hora de la siesta, abrasando su alma en una bacanal perpetua. El prestigio del médico ha aumentado mucho en toda la región, porque lo escuchan hablar con los astros en lenguas aborígenes.

APLICACIÓN DE LA LECTURA.

a) Elabore un vocabulario en orden alfabético con las siguientes palabras:
alabastro – perenne – opaca – pestilencia – abstener..

a) Responda las siguientes preguntas:
1. ¿Quién es Ángel Sánchez?
2. ¿Cuándo se enamoró Sánchez de Ester Lucero?
3. ¿Dónde y cómo entró Sanchez a Ester Lucero?
4. ¿Qué cosas hizo Sánchez por el amor que profesaba a esta niña?
5. ¿Qué pensaban de Sánchez las “matronas” del pueblo y por qué ocurría esto?
6. ¿Qué accidente le ocurrió a Ester Lucero?
7. Relate lo ocurrido con el negro Rivas en la selva.
8. Explique de que manera Ester logro recuperar la salud.
8. Qué ocurrió con Ester Lucero y el doctor Ángel Sánchez al final del relato.

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