SELECCIÓN
“CONFIESO QUE HE VIVIDO”
Pablo
Neruda
Capítulo
1 El joven provinciano
Contenido:
1. El bosque chileno 2. Infancia y poesía 3. El arte de la lluvia 4. Mi primer
poema 5. La casa de las tres viudas 6. El amor junto al trigo
1.
El bosque chileno
…Bajo
los volcanes, junto a los ventisqueros, entre los grandes lagos, el fragante,
el silencioso, el enmarañado bosque chileno... Se hunden los pies en el follaje
muerto, crepitó una rama quebradiza, los gigantescos raulíes levantan su
encrespada estatura, un pájaro de la selva fría cruza, aletea, se detiene entre
los sombríos ramajes. Y luego desde su escondite suena como un oboe... Me entra
por las narices hasta el alma el aroma salvaje del laurel, el aroma oscuro del
boldo... El ciprés de las Guaitecas intercepta mi paso... Es un mundo vertical:
una nación de pájaros, una muchedumbre de hojas... Tropiezo en una piedra,
escarbo la cavidad descubierta, una inmensa araña de cabellera roja me tu ir a
con ojos fijos, inmóvil, grande como un cangrejo... Un cárabo dorado me lanza
su emanación mefítica, mientras desaparece como un relámpago su radiante arco
iris... Al pasar cruzo un bosque de helechos mucho más alto que mi persona: se
me dejan caer en la cara sesenta lágrimas desde sus verdes ojos fríos, y detrás
de mí quedan por mucho tiempo temblando sus abanicos... Un tronco podrido: ¡qué
tesoro!... Hongos negros y azules le han dado orejas, rojas plantas parásitas
lo han colmado de rubíes, otras plantas perezosas le han prestado sus barbas y
brota, veloz, una culebra desde sus entrañas podridas, como una emanación, como
que al tronco muerto se le escapara el alma… Más lejos cada árbol se separó de
sus semejantes... Se yerguen sobre la alfombra de la selva, secreta, y cada uno
de los follajes, lineal, encrespado, ramoso, lanceolado, tiene un estilo
diferente, como cortado por una tijera de movimientos infinitos... Una
barranca; abajo el agua transparente se desliza sobre el granito y el jaspe...
Vuela una mariposa pura como un limón, danzando entre el agua y la luz... A mi
lado me saludan con sus cabecitas amarillas las infinitas calceolarias... En la
altura, como gotas arteriales de la selva mágica se cimbran los copihue s rojos
(Lapageria Rosea)... El copihue rojo es la flor de la sangre, el copihue blanco
es la flor de la nieve... -En un temblor de hojas atravesó el silencio la
velocidad de un zorro, pero el silencio es la ley de estos follajes... Apenas
el grito lejano de un animal confuso... La intersección penetrante de un pájaro
escondido... El universo vegetal susurra apenas hasta que una tempestad ponga
en acción toda la música terrestre. Más lejos cada árbol se separó de sus
semejantes... Se yerguen sobre la alfombra de la selva, secreta, y cada uno de
los follajes, lineal, encrespado, ramoso, lanceolado, tiene un estilo
diferente, como cortado por una tijera de movimientos infinitos... Una
barranca; abajo el agua transparente se desliza sobre el granito y el jaspe...
Vuela una mariposa pura como un limón, danzando entre el agua y la luz... A mi
lado me saludan con sus cabecitas amarillas las infinitas calceolarias... En la
altura, como gotas arteriales de la selva mágica se cimbran los copihue s rojos
(Lapageria Rosea)... El copihue rojo es la flor de la sangre, el copihue blanco
es la flor de la nieve... -En un temblor de hojas atravesó el silencio la
velocidad de un zorro, pero el silencio es la ley de estos follajes... Apenas
el grito lejano de un animal confuso... La intersección penetrante de un pájaro
escondido... El universo vegetal susurra apenas hasta que una tempestad ponga
en acción toda la música terrestre. Quien no conoce el bosque chileno, no
conoce este planeta. De aquellas tierras, de aquel barro, de aquel silencio, he
salido yo a andar, a cantar por el mundo.
2.
Infancia y poesía
Comenzaré
por decir, sobre los días y años de mi infancia, que mi único personaje
inolvidable fue la lluvia. La gran lluvia austral que cae como una catarata del
Polo, desde los cielos del Cabo de Hornos hasta la frontera. En esta frontera,
o Far West de mi patria, nací a la vida, a la tierra, a la poesía y a la
lluvia. Por mucho que he caminado me parece que se ha perdido ese arte de
llover que se ejercía como un poder terrible y sutil en mi Araucanía natal.
Llovía meses enteros, años enteros. La lluvia caía en hilos como largas agujas
de vidrio que se rompían en los techos, o llegaban en olas transparentes contra
las ventanas, y cada casa era una nave que difícilmente llegaba a puerto en
aquel océano de invierno. Esta lluvia fría del sur de América no tiene las rachas
impulsivas de la lluvia caliente que cae como un látigo y pasa dejando el cielo
azul. Por el contrario, a lluvia austral tiene paciencia y continúa, sin
término, cayendo desde el cielo gris. Frente a mi casa, la calle se convirtió
en un inmenso mar de lodo. A través de la lluvia veo por la ventana que una
carreta se ha empantanado en medio de la calle. Un campesino, con manta de
castilla negra, hostiga a los bueyes que no pueden más entre la lluvia y el
barro. Por las veredas, pisando en una piedra y en otra, contra frío y lluvia,
andábamos hacia el colegio. Los paraguas se los llevaba el viento. Los
impermeables eran caros, los guantes no me gustaban, los zapatos se empapaban.
Siempre recordaré los calcetines mojados junto al brasero y muchos zapatos echando
vapor, como pequeñas locomotoras. Luego venían las inundaciones, que se
llevaban las poblaciones donde vivía la gente más pobre, junto al río. También
la tierra se sacudía, temblorosa. Otras veces, en la cordillera asomaba un
penacho de luz terrible: el volcán Llaima despertaba. Temuco es una ciudad
pionera, de esas ciudades sin pasado, pero con ferreterías. Como los indios no
saben leer, las ferreterías ostentan sus notables emblemas en las calles: un
inmenso serrucho, una olla gigantesca, un candado ciclópeo, una cuchara
antártica. Más allá, las zapaterías, una bota colosal. Si Temuco era la
avanzada de la vida chilena en los territorios del sur de Chile, esto
significaba una larga historia de sangre. Al empuje de los conquistadores
españoles, después de trescientos años de lucha, los araucanos se replegaron
hacia aquellas regiones frías. Pero los chilenos continuaron lo que se llamó
"la pacificación de la Araucanía", es decir, la continuación de una
guerra a sangre y fuego, para desposeer a nuestros compatriotas de sus tierras.
Contra los indios todas las armas se usaron con generosidad: el disparo de
carabina, el incendio de sus chozas, y luego, en forma más paternal, se empleó
la ley y el alcohol. El abogado se hizo también especialista en el despojo de
sus campos, el juez los condenó cuando protestaron, el sacerdote los amenazó
con el fuego eterno. Y, por fin, el aguardiente consumó el aniquilamiento de
una raza soberbia cuyas proezas, valentía y belleza, dejó grabadas en estrofas
de hierro y de jaspe don Alonso de Ercilla en su Araucana. Mis padres llegaron
de Parral, donde yo nací. Allí, en el centro de Chile, crecen las viñas y
abunda el vino. Sin que yo lo recuerde, sin saber que la miré con mis ojos,
murió mi madre doña Rosa Basoalto. Yo nací el 12 de julio de 1904, y un mes
después, en agosto, agotada por la tuberculosis, mi madre ya no existía. La
vida era dura para los pequeños agricultores del centro del país. Mi abuelo,
don José Ángel Reyes, tenía poca tierra y muchos hijos. Los nombres de mis tíos
me parecieron nombres de príncipes de reinos lejanos. Se llamaban Amóos, Oseas,
Joel, Abadías. Mi padre se llamaba simplemente José del Carmen. Salió muy joven
de las tierras paternas y trabajó de obrero en los diques del puerto de
Talcahuano, terminando como ferroviario en Temuco. Era conductor de un tren
lastrero. Pocos saben lo que es un tren lastrero. En la región austral, de
grandes vendavales, las aguas se llevarían los rieles si no se les echara
piedrecillas entre los durmientes. Hay que sacar en capachos el lastre de las
canteras y volcar la piedra menuda en los carros planos. Hace cuarenta años la
tripulación de un tren de esta clase tenía que ser formidable. Venían de los
campos, de los suburbios, de las cárceles. Eran gigantescos y musculosos
peones. Los salarios de la empresa eran miserables y no se pedían antecedentes
a los que querían trabajar en los trenes lastreros. Mi padre era el conductor
del tren. Se había acostumbrado a mandar y a obedecer. A veces me llevaba con
él. Picábamos piedra en Boroa, corazón silvestre de la frontera, escenario de
los terribles combates entre españoles y araucanos. La naturaleza allí me daba
una especie de embriaguez. Me atraían los pájaros, los escarabajos, los huevos
de perdiz. Era milagroso encontrarlos en las quebradas, empavonados, oscuros y
relucientes, con un color parecido al del cañón de una escopeta. Me asombraba
la perfección de los insectos. Recogía las "madres de la culebra".
Con este nombre extravagante se designaba al mayor coleóptero, negro, bruñido y
fuerte, el titán de los insectos de Chile. Estremece verlo de pronto en los
troncos de los maquis y de los manzanos silvestres, de los copihues, pero yo
sabía que era tan fuerte que podía pararme con mis pies sobre él y no se
rompería. Con su gran dureza defensiva no necesitaba veneno. Estas
exploraciones mías llenaban de curiosidad a los trabajadores. Pronto comenzaron
a interesarse en mis descubrimientos. Apenas se descuidaba mi padre se largaban
por la selva virgen y con más destreza, más inteligencia y más fuerza que yo,
encontraban para mí tesoros increíbles. Había uno que se llamaba Monge. Según
mi padre, un peligroso cuchillero. Tenía dos grandes líneas en su cara morena.
Una era la cicatriz vertical de un cuchillazo y la otra su sonrisa blanca,
horizontal, llena de simpatía y de picardía. Este Monge me traía copihues
blancos, arañas peludas, crías de torcazas, y una vez descubrió para mí lo más
deslumbrante, el coleóptero del copihue y de la luma. No sé si ustedes lo han
visto alguna vez. Yo sólo lo vi en aquella ocasión. Era un relámpago vestido de
arco iris. El rojo y el violeta y el verde y el amarillo deslumbraban en su
caparazón. Como un relámpago se me escapó de las manos y se volvió a la selva.
Ya no estaba Monge para que me lo cazara. Nunca me he recobrado de aquella
aparición deslumbrante. Tampoco he olvidado a aquel amigo. Mi padre me contó su
muerte. Cayó del tren y rodó por un precipicio. Se detuvo el convoy, pero, me
decía mi padre, ya sólo era un saco de huesos. Es difícil dar una idea de una
casa como la mía, casa típica de la frontera, hace sesenta años. En primer
lugar, los domicilios familiares se intercomunicaban. Por el fondo de los
patios, los Reyes y los Ortegas, los Candia y los Masón se intercambiaban
herramientas o libros, tortas de cumpleaños, ungüentos para fricciones,
paraguas, mesas y sillas. Estas casas pioneras cubrían todas las actividades de
un pueblo.
Don
Carlos Masón, norteamericano de blanca melena, parecido a Emulo, era el
patriarca de esta familia. Sus hijos Masón eran profundamente criollos. Don
Carlos Masón tenía código y biblioteca. No era un imperialista, sino un
fundador original. En esta familia, sin que nadie tuviera dinero, crecían
imprentas, hoteles, carnicerías. Algunos hijos eran directores de periódicos y
otros eran obreros en la misma imprenta. Todo pasaba con el tiempo y todo el
mundo quedaba tan pobre como antes. Sólo los alemanes mantenían esa
irreductible conservación de sus bienes, que los caracterizaba en la frontera.
Las casas nuestras tenían, pues, algo de campamento. O de empresas
descubridoras. Al entrar se veían barricas, aperos, monturas, y objetos
indescriptibles. Quedaban siempre habitaciones sin terminar, escaleras
inconclusas. Se hablaba toda la vida de continuar la construcción. Los padres
comenzaban a pensar en la universidad para sus hijos. En la casa de don Carlos
Mason se celebraban los grandes festejos. En toda comida de onomástico había
pavos con apio, corderos asados al palo y leche nevada de postre. Hace ya
muchos años que no pruebo la leche nevada. El patriarca de pelo blanco se
sentaba en la cabecera de la mesa interminable, con su esposa, doña Micaela
Candia. Detrás de él había una inmensa bandera chilena, a la que se le había
adherido con un alfiler una minúscula banderita norteamericana. Esa era también
la proporción de la sangre. Prevalecía la estrella solitaria de Chile. En esta
casa de los Mason había también un salón al que no nos dejaban entrar a los
chicos. Nunca supe el verdadero color de los muebles porque estuvieron
cubiertos con fundas blancas hasta que se los llevó un incendio. Había allí un
álbum con fotografías de la familia. Estas fotos eran más finas y delicadas que
las terribles ampliaciones iluminadas que invadieron después la frontera. Allí
había un retrato de mi madre. Era una señora vestida de negro, delgada y
pensativa. Me han dicho que escribía versos, pero nunca los vi, sino aquel
hermoso retrato. Mi padre se había casado en segundas nupcias con doña Trinidad
Candia Marverde, mi madrastra.
Me
parece increíble tener que dar este nombre al ángel tutelar de mi infancia. Era
diligente y dulce, tenía sentido de humor campesino, una bondad activa e
infatigable. Apenas llegaba mi padre, ella se transformaba sólo en una sombra
suave como todas las mujeres de entonces y de allá. En aquel salón vi bailar
mazurcas y cuadrillas. Había en mi casa también un baúl con objetos
fascinantes. En el fondo relucía un maravilloso loro de calendario. Un día que
mi madre revolvía aquella arca sagrada yo me caí de cabeza adentro para
alcanzar el loro. Pero cuando fui creciendo la abría secretamente. Había unos
abanicos preciosos e impalpables. Conservo otro recuerdo de aquel baúl. La
primera novela de amor que me apasionó. Eran centenares de tarjetas postales,
enviadas por alguien que las firmaba no sé si Enrique o Alberto y todas
dirigidas a María Thielman. Estas tarjetas eran maravillosas. Eran retratos de
las grandes actrices de la época con vidriecitos engastados y a veces cabellera
pegada. También había castillos, ciudades y paisajes lejanos. Durante años sólo
me complací en las figuras. Pero, a medida que fui creciendo, fui leyendo
aquellos mensajes de amor escritos con una perfecta caligrafía. Siempre me
imaginé que el galán aquél era un hombre de sombrero hongo, de bastón y brillante
en la corbata. Pero aquellas líneas eran de arrebatadora pasión. Estaban
enviadas desde todos los puntos del globo por el viajero. Estaban llenas de
frases deslumbrantes, de audacia enamorada. Comencé yo a enamorarme también de
María Thielman. A ella me la imaginaba como una desdeñosa actriz, coronada de
perlas. Pero ¿cómo habían llegado al baúl de mi madre esas cartas? Nunca pude
saberlo. A la ciudad de Temuco llegó el año 1910. En este año memorable entré
al liceo, un vasto caserón con salas destartaladas y subterráneos sombríos.
Desde la altura del liceo, en primavera, se divisaba el ondulante y delicioso
río Cautín, con sus márgenes pobladas por manzanos silvestres. Nos escapábamos
de las clases para meter los pies en el agua fría que corría sobre las piedras
blancas. Pero el liceo era un terreno de inmensas perspectivas para mis seis
años de edad. Todo tenía posibilidad de misterio. El laboratorio de Física, al
que no me dejaban entrar, lleno de instrumentos deslumbrantes, de retortas y
cubetas. La biblioteca, eternamente cerrada. Los hijos de los pioneros no
gustaban de la sabiduría. Sin embargo, el sitio de mayor fascinación era el
subterráneo. Había allí un silencio y una oscuridad muy grandes. Alumbrándonos
con velas jugábamos a la guerra. Los vencedores amarraban a los prisioneros a
las viejas columnas. Todavía conservo en la memoria el olor a humedad, a sitio
escondido, a tumba, que emanaba del subterráneo del liceo de Temuco. Fui
creciendo. Me comenzaron a interesar los libros. En las hazañas de Búfalo Bill,
en los viajes de Salgari, se fue extendiendo mi espíritu por las regiones del
sueño. Los primeros amores, los purísimos, se desarrollaban en cartas enviadas
a Blanca Wilson. Esta muchacha era la hija del herrero y uno de los muchachos, perdido
de amor por ella, me pidió que le escribiera sus cartas de amor. No recuerdo
cómo serían estas cartas, pero tal vez fueron mis primeras obras literarias,
pues, cierta vez, al encontrarme con la colegiala, ésta me preguntó si yo era
el autor de las cartas que le llevaba su enamorado. No me atreví a renegar de
mis obras y muy turbado le respondí que sí. Entonces me pasó un membrillo que
por supuesto no quise comer y guardé como un tesoro. Desplazado así mi
compañero en el corazón de la muchacha, continué escribiéndole a ella
interminables cartas de amor y recibiendo membrillos. Los muchachos en el liceo
no conocían ni respetaban mi condición de poeta. La frontera tenía ese sello
maravilloso de Far West sin prejuicios. Mis compañeros se llamaban Schnakes,
Schlers, Hausers, Smiths, Taitos, Seranis. Éramos iguales entre los Aracenas y
los Ramírez y los Reyes. No había apellidos vascos. Había sefarditas: Albalas,
Francos. Había irlandeses: Me Gyntis. Polacos: Yanichewkys. Brillaban con luz
oscura los apellidos araucanos, olorosos a madera y agua: Melivilus, Catrileos.
Combatíamos, a veces, en el gran galpón cerrado, con bellotas de encina. Nadie
que no lo haya recibido sabe lo que duele un bellotazo. Antes de llegar al
liceo nos llenábamos los bolsillos de armamentos. Yo tenía escasa capacidad,
ninguna fuerza y poca astucia. Siempre llevaba la peor parte. Mientras me
entretenía observando la maravillosa bellota, verde y pulida, con su caperuza
rugosa y gris, mientras trataba torpemente de fabricarme con ella una de esas
pipas que luego me arrebataban, ya me había caído un diluvio de bellotazos en
la cabeza. Cuando estaba en el segundo año se me ocurrió llevar un sombrero impermeable
de color verde vivo. Este sombrero pertenecía a mi padre; como su manta de castilla,
sus faroles de señales verdes y rojas que estaban cargados de fascinación para
mí y apenas podía los llevaba al colegio para pavonearme con ellos... Esta vez
llovía implacablemente y nada más formidable que el sombrero de hule verde que
parecía un loro. Apenas llegué al galpón en que corrían como locos trescientos
forajidos, mi sombrero voló como un loro. Yo lo perseguía y cuando lo iba a
cazar volaba de nuevo entre los aullidos más ensordecedores que escuché jamás.
Nunca lo volví a ver. En estos recuerdos no veo bien la precisión periódica del
tiempo. Se me confunden hechos minúsculos que tuvieron importancia para mí y me
parece que debe ser ésta mi primera aventura erótica, extrañamente mezclada a
la historia natural. Tal vez el amor y la naturaleza fueron desde muy temprano
los yacimientos de mi poesía. Frente a mi casa vivían dos muchachas que de
continuo me lanzaban miradas que me ruborizaban. Lo que yo tenía de tímido y de
silencioso lo tenían ellas de precoces y diabólicas. Esa vez, parado en la
puerta de mi casa, trataba de no mirarlas. Tenían en sus manos algo que me
fascinaba. Me acerqué con cautela y me mostraron un nido de pájaro silvestre,
tejido con musgo y plumillas, que guardaba en su interior unos maravillosos
huevecillos de color turquesa. Cuando fui a tomarlo una de ellas me dijo que
primero debían hurgar en mis ropas. Temblé de terror y me escabullí
rápidamente, perseguido por las jóvenes ninfas que enarbolaban el incitante
tesoro. En la persecución entré por un callejón hacia el local deshabitado de
una panadería de propiedad de mi padre. Las asaltantes lograron alcanzarme y
comenzaban a despojarme de mis pantalones cuando por el corredor se oyeron los
pasos de mi padre. Allí terminó el nido. Los maravillosos huevecillos quedaron
rotos en la panadería abandonada, mientras, debajo del mostrador, asaltado y
asaltantes conteníamos la respiración. Recuerdo también que una vez, buscando
los pequeños objetos y los minúsculos seres de mi mundo en el fondo de mi casa,
encontré un agujero en una tabla del cercado. Miré a través del hueco y vi un
terreno igual al de mi casa, baldío y silvestre. Me retiré unos pasos porque
vagamente supe que iba a pasar algo. De pronto apareció una mano. Era la mano
pequeñita de un niño de mi edad. Cuando me acerqué ya no estaba la mano y en su
lugar había una diminuta oveja blanca. Era una oveja de lana desteñida. Las
ruedas con que se deslizaba se habían escapado. Nunca había visto yo una oveja
tan linda. Fui a mi casa y volví con un regalo que dejé en el mismo sitio: una
piña de pino, entreabierta, olorosa y balsámica que yo adoraba. Nunca más vi la
mano del niño. Nunca más he vuelto a ver una ovejita como aquélla. La perdí en
un incendio. Y aún ahora, en estos años, cuando paso por una juguetería, miro
furtivamente las vitrinas. Pero es inútil. Nunca más se hizo una oveja como
aquélla.
3.
El arte de la lluvia.
Así como se desataban el frío, la lluvia y el
barro de las calles, es decir, el cínico y desmantelado invierno del sur de
América, el verano también llegaba a esas regiones, amarillo y abrasador.
Estábamos rodeados de montañas vírgenes, pero yo quería conocer el mar. Por
suerte mi voluntarioso padre consiguió una casa prestada de uno de sus
numerosos compadres ferroviarios. Mi padre, el conductor, en plenas tinieblas,
a las cuatro de la noche (nunca he sabido por qué se dice las cuatro de la
mañana) despertaba a toda la casa con su pito de conductor. Desde ese minuto no
había paz, ni tampoco había luz, y entre velas cuyas llamitas se doblegaban por
causa de las rachas que se colaban por todas partes, mi madre, mis hermanos
Laura y Rodolfo y la cocinera corrían de un lado a otro enrollando grandes
colchones que se transformaban en pelotas inmensas envueltas en telas de yute
que eran apresuradamente corridas por las mujeres. Había que embarcar las camas
en el tren. Estaban calientes todavía los colchones cuando partían a la
estación cercana. Enclenque y feble por naturaleza, sobresaltado en mitad del
sueño, yo sentía náuseas y escalofríos. Mientras tanto los trajines seguían,
sin terminar nunca, en la casa. No había cosa que no se llevaran para ese mes
de vacaciones de pobres. Hasta los secadores de mimbre, que se ponían sobre los
braseros encendidos para secar las sábanas y la ropa perpetuamente humedecida
por el clima, eran etiquetados y metidos en la carreta que esperaba los bultos.
El
tren recorría un trozo de aquella provincia fría desde Temuco hasta Carahue.
Cruzaba inmensas extensiones deshabitadas sin cultivos, cruzaba los bosques
vírgenes, sonaba como un terremoto por túneles y puentes. Las estaciones
quedaban aisladas en medio del campo, entre aromos y manzanos floridos. Los
indios araucanos con sus ropas rituales y su majestad ancestral esperaban en
las estaciones para vender a los pasajeros corderos, gallinas, huevos y
tejidos. Mi padre siempre compraba algo con interminable regateo. Era de ver su
pequeña barba rubia levantando una gallina frente a una araucana impenetrable
que no bajaba en medio centavo el precio de su mercadería. Cada estación tenía un
nombre más hermoso, casi todos heredados de las antiguas posesiones araucanas.
Esa fue la región de los más encarnizados combates entre los invasores
españoles y los primeros chilenos, hijos profundos de aquella tierra. Labranza
era la primera estación, Boroa y Ranquilco la seguían. Nombres con aroma de
plantas salvajes, y a mí me cautivaban con sus sílabas. Siempre estos nombres
araucanos significaban algo delicioso: miel escondida, lagunas o río cerca de
un bosque, o monte con apellido de pájaro. Pasábamos por la pequeña aldea de
Imperial donde casi fue ejecutado por el gobernador español el poeta don Alonso
de Ercilla. En los siglos XV y XVI aquí estuvo la capital de los
conquistadores. Los araucanos en su guerra patria inventaron la táctica de
tierra arrasada. No dejaron piedra sobre piedra de la ciudad descrita por
Ercilla como bella y soberbia. Y luego la llegada a la ciudad fluvial. El tren
daba sus pitazos más alegres, oscurecía el campo y la estación ferroviaria con
inmensos penachos de humo de carbón, tintineaban las campanas y se olía ya el
curso ancho, celeste y tranquilo, del río Imperial que se acercaba al océano.
Bajar los bultos innumerables, ordenar la pequeña familia y dirigirnos en
carreta tirada por bueyes hasta el vapor que bajaría por el río Imperial, era
toda una función dirigida por los ojos azules y el pito ferroviario de mi
padre. Bultos y nosotros nos metíamos en el barquito que nos llevaba al mar. No
había camarotes. Yo me sentaba cerca de proa. Las ruedas movían con sus paletas
la corriente fluvial, las máquinas de la pequeña embarcación resoplaban y
rechinaban, la gente sureña taciturna se quedaba como muebles inmóviles
dispersos por la cubierta.
Algún
acordeón lanzaba su lamento romántico, su incitación al amor. No hay nada más
invasivo para un corazón de quince años que una navegación por un río ancho y
desconocido, entre riberas montañosas, en el camino del misterioso mar. Bajo
Imperial era sólo una hilera de casas de techos colorados. Estaba situado sobre
la frente del río. Desde la casa que nos esperaba y, aún antes, desde los
muelles desvencijados donde atracó el vaporcito, escuché a la distancia el
trueno marino, una conmoción lejana. El oleaje entraba en mi existencia. La
casa pertenecía a don Horacio Pacheco, agricultor gigantón que, durante ese mes
de nuestra ocupación de su casa, iba y llevaba por las colinas y los caminos
intransitables su locomóvil y su trilladora. Con su máquina cosechaba el trigo
de los indios y de los campesinos, aislados de la población costera. Era un
hombrón que de repente irrumpía en nuestra familia ferroviaria hablando con voz
estentórea y cubierto de polvo y paja cereales. Luego, con el mismo estruendo,
volvía a sus trabajos en las montañas. Fue para mí un ejemplo más de las vidas
duras de mi región austral. Todo era misterioso para mí en aquella casa, en las
calles maltrechas, en las desconocidas existencias que me rodeaban, en el
sonido profundo de la marina lejanía. La casa tenía lo que me pareció un
inmenso jardín desordenado, con una glorieta central menoscabada por la lluvia,
glorieta de maderos blancos cubiertos por las enredaderas. Salvo mi
insignificante persona nadie entraba jamás en la sombría soledad donde crecían
las yedras, las madreselvas y mi poesía. Por cierto que había en aquel jardín
extraño otro objeto fascinante: era un bote grande, huérfano de un gran
naufragio, que allí en el jardín yacía sin olas ni tormentas, encallado entre
las amapolas. Porque lo extraño de aquel jardín salvaje era que por designio o
por descuido había solamente amapolas. Las otras plantas se habían retirado del
sombrío recinto. Las había grandes y blancas como palomas, escarlatas como
gotas de sangre, moradas y negras, como viudas olvidadas. Yo nunca había visto
tanta inmensidad de amapolas y nunca más las he vuelto a ver. Aunque las miraba
con mucho respeto, con cierto supersticioso temor que sólo ellas infunden entre
todas las flores, no dejaba de cortar de cuando en cuando alguna cuyo tallo
quebrado dejaba una leche áspera en mis manos y una ráfaga de perfume inhumano.
Luego acariciaba y guardaba en un libro los pétalos de seda suntuosos. Eran
para mí alas de grandes mariposas que no sabían volar. Cuando estuve por
primera vez frente al océano quedé sobrecogido. Allí entre dos grandes cerros
(el Huilque y el Maule) se desarrollaba la furia del gran mar. No sólo eran las
inmensas olas nevadas que se levantaban a muchos metros sobre nuestras cabezas,
sino un estruendo de corazón colosal, la palpitación del universo. Allí la
familia disponía sus manteles y sus teteras. Los alimentos me llegaban
enarenados a la boca, lo que no me importaba mucho. Lo que me asustaba era el
momento apocalíptico en que mi padre nos ordenaba el baño de mar de cada día.
Lejos de las olas gigantes, el agua nos salpicaba a mi hermana Laura y a mí con
sus latigazos de frío. Y creíamos temblando que el dedo de una ola nos
arrastraría hacia las montañas del mar. Cuando ya con los dientes castañeteando
y las costillas amoratadas, nos disponíamos mi hermana y yo, tomados de la
mano, a morir, sonaba el pito ferroviario y mi padre nos ordenaba salir del
martirio. Contaré otros misterios del territorio aquél. Uno eran los
percherones y otro la casa de las tres mujeres encantadas. Al extremo del
villorrio se alzaban unas casas grandes. Eran establecimientos posiblemente de
curtiembres. Pertenecían a unos vascos franceses. Casi siempre estos vascos
manejaban en el sur de Chile las industrias del cuero. La verdad es que no sé
bien de qué se trataba. Lo único que me interesaba era ver cómo salían de los
portones, a cierta hora del atardecer, unos grandes caballos que atravesaban el
pueblo. Eran caballos percherones, potros y yeguas de estatura gigantesca. Sus
grandes crines caían como cabelleras sobre los altísimos lomos. Tenían patas
inmensas también cubiertas de ramos de pelambre que, al galopar, ondulaban como
penachos. Eran rojos, blancos, rosillos, poderosos. Así habrían andado los
volcanes si pudieran trotar y galopar como aquellos caballos colosales. Como
una conmoción de terremoto caminaban sobre las calles polvorientas y
pedregosas. Relinchaban roncamente haciendo un ruido subterráneo que estremecía
la tranquila atmósfera. Arrogantes, inconmensurables y estatuarios, nunca he
vuelto a ver caballos como ésos en mi vida, a no ser aquellos que vi en China,
tallados en piedra como monumentos tumbales de la dinastía Ming. Pero la piedra
más venerable no puede dar el espectáculo de aquellas tremendas vidas animales
que parecían, a mis ojos de niño, salir de la oscuridad de los sueños para
dirigirse a otro mundo de gigantes. En realidad, aquel mundo silvestre estaba
lleno de caballos. Por las calles, jinetes chilenos, alemanes o mapuches, todos
con ponchos de lana negra de castilla, subían o bajaban de sus monturas. Los
animales flacos o bien tratados, escuálidos u opulentos, se quedaban allí donde
los jinetes los dejaban, rumiando hierbas de las veredas y echando vapor por
las narices. Estaban acostumbrados a sus amos y a la solitaria vida de poblado.
Volvían más tarde, cargados con bolsas de comestibles o de herramientas, hacia
las intrincadas alturas, subiendo por pésimos caminos o galopando infinitamente
por la arena junto al mar. De cuando en cuando salía de una agencia de empeño o
de una taberna sombría algún jinete araucano que, con dificultad, montaba a su
inmutable caballo y que luego tomaba el camino de regreso a su casa entre los
montes, tambaleando de lado a lado, borracho hasta la inconsciencia. Al mirarlo
comenzar y continuar su camino, me parecía que el centauro alcoholizado iba a
caer al suelo cada vez que se ladeaba peligrosamente, pero me equivocaba:
siempre volvía a erguirse para luego inclinarse otra vez doblándose hacia el
otro lado y siempre recuperándose pegado a la montura. Así continuaría montado
sobre el caballo por kilómetros y kilómetros, hasta hundirse en la salvaje
naturaleza como un animal vacilante, oscuramente invulnerable. Muchos veranos
más volvimos, con las mismas ceremonias domésticas, a la región fascinante. Fui
creciendo, leyendo, enamorándome y escribiendo al paso del tiempo, entre los
amargos inviernos de Temuco y el misterioso estío de la costa. Me acostumbré a
andar a caballo. Mi vida fue haciéndose más alta y espaciosa por las rutas de
empinada arcilla, por caminos de curvas imprevistas. Me salían al encuentro los
vegetales enmarañados, el silencio o el sonido de los pájaros selváticos, el
estallido súbito de un árbol florido, cubierto con un traje escarlata como un
inmenso arzobispo de las montañas, o nevado por una batalla de flores
desconocidas. O de cuando en cuando también, inesperada, la flor del copihue,
salvaje, indomable, irreductibles, colgando de los matorrales como una gota
fresca de sangre. Fui habituándome al caballo, a la montura, a los duros y
complicados aperos, a las crueles espuelas que tintineaban en mis talones. Se
comenzó por infinitas playas o montes enmarañados una comunicación entre mi
alma, es decir, entre mi poesía y la tierra más solitaria del mundo. De esto
hace muchos años, pero esa comunicación, esa revelación, ese pacto con el
espacio han continuado existiendo en mi vida.
4.
Mi primer poema.
Ahora
voy a contarles alguna historia de pájaros. En el lago Budi perseguían a los
cisnes con ferocidad. Se acercaban a ellos sigilosamente en los botes y luego
rápido, rápido remaban... Los cisnes, como los albatros, emprenden difícilmente
el vuelo, deben correr patinando sobre el agua. Levantan con dificultad sus
grandes alas. Los alcanzaban y a garrotazos terminaban con ellos. Me trajeron
un cisne medio muerto. Era una de esas maravillosas aves que no he vuelto a ver
en el mundo, el cisne cuello negro. Una nave de nieve con el esbelto cuello
como metido en una estrecha media de seda negra. El pico anaranjado y los ojos
rojos. Esto fue cerca del mar, en Puerto Saavedra, Imperial del Sur. Me lo
entregaron casi muerto. Bañé sus heridas y le empujé pedacitos de pan y de
pescado a la garganta. Todo lo devolvía. Sin embargo, fue reponiéndose de sus
lastimaduras, comenzó a comprender que yo era su amigo. Y yo comencé a
comprender que la nostalgia lo mataba. Entonces, cargando el pesado pájaro en
mis brazos por las calles, lo llevaba al río. El nadaba un poco, cerca de mí.
Yo quería que pescara y e indicaba las piedrecitas del fondo, las arenas por
donde se deslizaban los plateados peces de sur. Pero él miraba con ojos tristes
la distancia. Así cada día, por más de veinte, lo llevé al río y lo traje a mi
casa. El cisne era casi tan grande como yo. Una tarde estuvo más ensimismado,
nadó cerca de mí, pero no se distrajo con las musarañas con que yo quería
enseñarle de nuevo a pescar. Se estuvo muy quieto y lo tomé de nuevo en brazos
para llevármelo a casa. Entonces, cuando lo tenía a la altura de mi pecho,
sentí que se desenrollaba una cinta, algo como un brazo negro me rozaba la
cara. Era su largo y ondulante cuello que caía. Así aprendí que los cisnes no
cantan cuando mueren. El verano es abrasador en Cautín. Quema el cielo y el
trigo. La tierra quiere recuperarse de su letargo. Las casas no están
preparadas para el verano, como no lo estuvieron para el invierno. Yo me voy
por el campo y ando, ando. Me pierdo en el cerro Ñielol. Estoy solo, tengo el
bolsillo lleno de escarabajos. En una caja llevo una araña peluda recién
cazada. Arriba no se ve el cielo. La selva está siempre húmeda, me resbalo; de
repente grita un pájaro, es el grito fantasmal del chucao. Crece desde mis pies
una advertencia aterradora. Apenas se distinguen como gotas de sangre los
copihues. Soy sólo un ser minúsculo bajo los helechos gigantes. Junto a mi boca
vuela una torcaza con un ruido seco de alas. Más arriba otros pájaros se ríen
de mí con risa ronca. Encuentro difícilmente el camino. Ya es tarde. Mi padre
no ha llegado. Llegará a las tres o a las cuatro de la mañana. Me voy arriba, a
mi pieza. Leo a Salgari. Se descarga la lluvia como una catarata. En un minuto
la noche y la lluvia cubren el mundo. Allí estoy solo y en mi cuaderno de
aritmética escribo versos. A la mañana siguiente me levanto muy temprano. Las
ciruelas están verdes. Salto los cerros. Llevo un paquetito con sal. Me subo a
un árbol, me instalo cómodamente, muerdo con cuidado una ciruela y le saco un
pedacito, luego la empapo con la sal. Me la como. Así hasta cien ciruelas. Ya
lo sé que es demasiado. Como se nos ha incendiado la casa, esta nueva es
misteriosa. Subo al cerco y miro a los vecinos. No hay nadie. Levanto unos
palos. Nada más que unas miserables arañas chicas. En el fondo del sitio está
el excusado. Los árboles junto a él tienen orugas. Los almendros muestran su
fruta forrada en felpa blanca. Sé cómo cazar los moscardones sin hacerles daño,
con un pañuelo. Los mantengo prisioneros un rato y los levanto a mis oídos.
¡Qué precioso zumbido! Qué soledad la de un pequeño niño poeta, vestido de
negro, en la frontera espaciosa y terrible. La vida y los libros poco a poco me
van dejando entrever misterios abrumadores. No puedo olvidarme de lo que leí
anoche: la fruta del pan salvó a Sandokán y a sus compañeros en una lejana
Malasia. No me gusta Búfalo Bill porque mata a los indios. ¡Pero qué buen
corredor de caballo! ¡Qué hermosas las praderas y las tiendas cónicas de los
pieles rojas! Muchas veces me han preguntado cuándo escribí mi primer poema,
cuándo nació en mí la poesía.
Trataré
de recordarlo. Muy atrás en mi infancia y habiendo apenas aprendido a escribir,
sentí una vez una intensa emoción y tracé unas cuantas palabras semirrimadas,
pero extrañas a mí, diferentes del lenguaje diario. Las puse en limpio en un
papel, preso de una ansiedad profunda, de un sentimiento hasta entonces
desconocido, especie de angustia y de tristeza. Era un poema dedicado a mi
madre, es decir, a la que conocí por tal, a la angelical madrastra cuya suave
sombra protegió toda mi infancia. Completamente incapaz de juzgar mi primera
producción, se la llevé a mis padres. Ellos estaban en el comedor, sumergidos
en una de esas conversaciones en voz baja que dividen más que un río el mundo
de los niños y el de los adultos. Les alargué el papel con las líneas,
tembloroso aún con la primera visita de la inspiración. Mi padre,
distraídamente, lo tomó en sus manos, distraídamente lo leyó, distraídamente me
lo devolvió, diciéndome: — ¿De dónde lo copiaste? Y siguió conversando en voz
baja con mi madre de sus importantes y remotos asuntos. Me parece recordar que
así nació mi primer poema y que así recibí la primera muestra distraída de la
crítica literaria. Mientras tanto avanzaba en el mundo del conocimiento, en el
desordenado río de los libros como un navegante solitario. Mi avidez de lectura
no descansaba de día ni de noche. En la costa, en el pequeño Puerto Saavedra,
encontré una biblioteca municipal y un viejo poeta, don Augusto Winter, que se
admiraba de mi voracidad literaria. "¿Ya los leyó?", me decía,
pasándome un nuevo Vargas Vila, un Ibsen, un Rocambole. Como un avestruz, yo
tragaba sin discriminar. Por ese tiempo llegó a Temuco una señora alta, con
vestidos muy largos y zapatos de taco bajo. Era la nueva directora del liceo de
niñas. Venía de nuestra ciudad austral, de las nieves de Magallanes. Se llamaba
Gabriela Mistral. Yo la miraba pasar por las calles de mi pueblo con sus
ropones talares, y le tenía miedo. Pero, cuando me llevaron a visitarla, la
encontré buenamoza. En su rostro tostado en que la sangre india predominaba
como en un bello cántaro araucano, sus dientes blanquísimos se mostraban en una
sonrisa plena y generosa que iluminaba la habitación.
Yo
era demasiado joven para ser su amigo, y demasiado tímido y ensimismado. La vi
muy pocas veces. Lo bastante para que cada vez saliera con algunos libros que
me regalaba. Eran siempre novelas rusas que ella consideraba como lo más
extraordinario de la literatura mundial. Puedo decir que Gabriela me embarcó en
esa seria y terrible visión de los novelistas rusos y que Tolstoi, Destines,
Chejov, entraron en mi más profunda predilección. Siguen acompañándome.
5.
La casa de las tres viudas
Una
vez me convidaron a una trilla de yeguas. Era un sitio alto, por las montañas,
y quedaba bastante lejos del pueblo. Me gustó la aventura de irme solo,
adivinando los caminos en aquellas serranías. Pensé que, si me perdía, alguien
me daría auxilio. Con mi cabalgadura nos distanciamos de Bajo Imperial y
pasamos estrechamente la barra del río. El Pacífico allí se desencadena y ataca
con intermitencia las rocas y los matorrales del cerro Maule, última colina,
muy alta ella. Luego me desvié por las márgenes del lago Budi. El oleaje
asaltaba con tremendos golpes los pedestales del cerro. Había que aprovechar
aquellos minutos en que una ola se desbarataba y se recogía para recobrar su
fuerza. Entonces atravesábamos apresuradamente el trecho entre el cerro y el
agua, antes de que una nueva ola nos aplastara a mí y a mi cabalgadura contra
el áspero cerro. Pasado el peligro, hacia el poniente comenzaba la lámina
inmóvil y azul del lago. El arenal de la costa se extendía interminablemente
hacia la desembocadura del lago Toltén, muy lejos de allí. Estas costas de
Chile, a menudo faraónicas y rocosas, se transforman de pronto en cintas
interminables y se puede viajar dos días y noches sobre la arena y junto a la
espuma del mar. Son playas que parecen infinitas. Forman a lo largo de Chile
como el anillo de un planeta, como una sortija envolvente acosada por el
estruendo de los mares australes: una pista que semeja dar la vuelta por la
costa chilena hasta más allá del Polo Sur. Por el lado de los bosques me
saludaban los avellanos de ramajes verdeoscuros y brillantes, tachonados a
veces por racimos de frutas, avellanas que parecían pintadas de bermellón, tan
rojas son en esa época del año. Los colosales helechos del sur de Chile eran
tan altos que pasábamos bajo sus ramas sin tocarlos, yo y mi caballo. Cuando mi
cabeza rozaba sus verdes, caía sobre nosotros una descarga de rocío. A mi lado
derecho se extendía el lago Budi: una lámina constante y azul que limitaba con
los lejanos bosques. Solamente al final vi algunos habitantes. Eran extraños
pescadores. En aquel trecho en que se unen, o se besan, o se agreden el océano
y el lago, quedaban entre dos aguas algunos peces marinos, expulsados por las
aguas violentas. Especialmente codiciadas eran las grandes lisas, anchos peces
plateados que en esos bajíos se debatían extraviados. Los pescadores, uno, dos,
cuatro, cinco, verticales y ensimismados, acechaban el rastro de los peces
perdidos y, de pronto, con un golpe formidable dejaban caer un largo tridente
sobre el agua. Luego levantaban en lo alto aquellas ovaladas pulpas de plata
que temblaban y brillaban al sol antes de morir en el cesto de los pescadores.
Ya atardecía. Había abandonado las riberas del lago y me había internado
buscando el rumbo en las encrespadas estribaciones de los montes. Oscurecía
palmo a palmo. De pronto cruzaba como un ronco susurro el lamento de un
desconocido pájaro selvático. Algún águila o cóndor desde la altura crepuscular
parecía detener sus alas negras, señalando mi presencia, siguiéndome con pesado
vuelo. Aullaban o ladraban o cruzaban el camino veloces zorros de cola roja, o
ignoradas alimañas del bosque secreto. Comprendí que me había extraviado. La
noche y la selva, que fueron mi regocijo, ahora me amenazaban, me llenaban de
pavor. Un único, solitario viajero se cruzó de repente conmigo en la
oscureciente soledad del camino. Al acercarnos y detenerme vi que era uno más
de esos campesinos desgarbados, de poncho pobre y caballo flaco, que de cuando
en cuando emergían del silencio. Le conté lo que me pasaba. Me contestó que ya
no llegaría yo aquella noche a la trilla. El conocía rincón por rincón todo el
paisaje; sabía el lugar exacto donde estaban trillando. Le dije que yo no
quería pasar la noche a la intemperie; le pedí que me diera algún consejo para
guarecerme hasta que amaneciera. Sobriamente me indicó que siguiera por dos
leguas un pequeño sendero derivado del camino. "De lejos va a ver las
luces de una casa grande de madera, de dos pisos", me dijo. — ¿Es un hotel?
—le pregunté.
—No,
jovencito. Pero lo recibirán muy bien. Son tres señoras francesas madereras que
viven aquí desde hace treinta años. Son muy buenas con todo el mundo. Lo
acogerán a usted. Agradecí al huaso sus parsimoniosos consejos y él se alejó
trotando sobre el desvencijado caballejo. Yo continué por el estrecho sendero,
como un alma en pena. Una luna virginal, curva y blanca como un fragmento de
uña recién cortada, comenzaba su ascenso por el cielo. Cerca de las nueve de la
noche divisé las inconfundibles luces de una casa. Apresuré mi caballo antes de
que cerrojos y trancas me vedaran la entrada a aquel milagroso santuario. Pasé
las tranqueras de la propiedad y, esquivando troncos cortados y montañas de
aserrín, llegué a la puerta o pórtico blanco de aquella casa tan insólitamente
perdida en aquellas soledades. Llamé a la puerta, primero suavemente, luego con
más fuerza. Cuando pasaron los minutos y pavorosamente imaginé que no había
nadie, apareció una señora de pelo blanco, delgada y enlutada. Me examinó con
ojos severos y luego entreabrió la puerta para interrogar al intempestivo
viajero. — ¿Quién es usted y qué desea? —dijo una voz suave de fantasma. —Me he
perdido en la selva. Soy estudiante. Me convidaron a la trilla de los
Hernández. Vengo muy cansado. Me dijeron que usted y sus hermanas son muy
bondadosas. Sólo deseo dormir en cualquier rincón y seguir al alba mi camino
hacia la cosecha de los Hernández. —Adelante —me contestó—. Está usted en su
casa. Me llevó a un salón oscuro y ella misma encendió dos o tres lámparas de
parafina. Observé que eran bellas lámparas art nouveau, de opalina y bronces
dorados. El salón olía a húmedo. Grandes cortinas rojas resguardaban las altas
ventanas. Los sillones estaban cubiertos por una camisa blanca que los
preservaba. ¿De qué? Aquél era un salón de otro siglo, indefinible e
inquietante como un sueño. La nostálgica dama de cabellera blanca, vestida de
luto, se movía sin que yo viera sus pies, sin que se oyeran sus pasos, tocando
sus manos una cosa u otra, un álbum, un abanico, de aquí para allá, dentro del
silencio.
Me
pareció haber caído al fondo de un lago y en sus honduras sobrevivir soñando,
muy cansado. De pronto entraron dos señoras idénticas a la que me recibió. Era
ya tarde y hacía frío. Se sentaron a mí alrededor, una con leve sonrisa de
lejanísima coquetería, la otra mirándome con los mismos melancólicos ojos de la
que me abrió la puerta. La conversación se fue súbitamente muy lejos de
aquellos campos remotos, lejos también de la noche taladrada por miles de
insectos, croar de ranas y cantos de pájaros nocturnos. Indagaban sobre mis
estudios. Nombré inesperadamente a Baudelaire, diciéndoles que yo había
empezado a traducir sus versos. Fue como una chispa eléctrica. Las tres damas
apagadas se encendieron. Sus transidos ojos y sus rígidos rostros se
transmutaron, como si se les hubieran desprendido tres máscaras antiguas de sus
antiguos rasgos. — ¡Baudelaire! —exclamaron—. Es quizá la primera vez, desde
que el mundo existe, que se pronuncia ese nombre en estas soledades. Aquí
tenemos sus Fleurs du mal. Solamente nosotras podemos leer sus maravillosas
páginas en 500 kilómetros a la redonda. Nadie sabe francés en estas montañas.
Dos de las hermanas habían nacido en Aviñón. La más joven, francesa también de
sangre, era chilena de nacimiento. Sus abuelos, sus padres, todos sus
familiares habían muerto hacía mucho tiempo. Ellas tres se acostumbraron a la
lluvia, al viento, al aserrín del aserradero, al contacto de un escasísimo
número de campesinos primitivos y de sirvientes rústicos. Decidieron quedarse
allí, única casa en aquellas montañas hirsutas. Entró una empleada indígena y
susurró algo al oído de la señora mayor. Salimos entonces, a través de
corredores helados, para llegar al comedor. Me quedé atónito. En el centro de
la estancia, una mesa redonda de largos manteles blancos se iluminaba con dos
candelabros de plata llenos de velas encendidas. La plata y el cristal
brillaban al par en aquella mesa sorprendente. Me invadió una timidez extrema,
como si me hubiera invitado la reina Victoria a comer en su palacio. Llegaba
desgreñado, fatigado y polvoriento, y aquélla era una mesa que parecía haber
estado esperando a un príncipe. Yo estaba muy lejos de serlo. Más bien debía
parecerles un sudoroso arriero que había dejado a la puerta su tropilla de
ganado.
Pocas
veces he comido tan bien. Mis anfitrionas eran maestras de cocina y habían
heredado de sus abuelos las recetas de la dulce Francia. Cada guiso era
inesperado, sabroso y oloroso. De sus bodegas trajeron vinos viejos,
conservados por ellas según las leyes del vino de Francia. A pesar de que el
cansancio me cerraba de repente los ojos, les oía referir cosas extrañas. El
mayor orgullo de las hermanas era e refinamiento culinario; la mesa era para
ellas el cultivo de una herencia sagrada, de una cultura a la que nunca más
regresarían, apartadas de su patria por el tiempo y por mares inmensos. Me
mostraron, como burlándose de sí mismas, un curioso fichero. —Somos unas viejas
maniáticas —me dijo la menor. Durante 30 años habían sido visitadas por 27
viajeros que llegaron hasta esta casa remota, unos por negocios, otros por
curiosidad, algunos como yo por azar. Lo nunca visto era que guardaban una
ficha relativa a cada uno de ellos, con a fecha de la visita y el menú que
ellas habían aderezado en cada ocasión. —El menú lo conservamos para no repetir
un solo plato, si alguna vez volvieran esos amigos. Me fui a dormir y caí en la
cama como un saco de cebollas en un mercado. Al alba, en la oscuridad, encendí
una vela, me lavé y me vestí. Ya clareaba cuando uno de los mozos me ensilló el
caballo. No me atreví a despedirme de las damas gentiles y enlutadas. En el
fondo de mí algo me decía que todo aquello había sido un sueño extraño y
encantador y que no debía despertarme para no romper el hechizo. Hace ya
cuarenta y cinco años de este suceso, acontecido en el comienzo de mi
adolescencia. ¿Qué habrá pasado con aquellas tres señoras desterradas con sus
Fleurs du mal en medio de la selva virgen? ¿Qué habrá sido de sus viejas
botellas de vino, de su mesa resplandeciente iluminada por 20 bujías? ¿Cuál
habrá sido el destino de los aserraderos y de la casa blanca perdida entre los
árboles? Habrá sobrevenido lo más sencillo de todo: la muerte y el olvido.
Quizá la selva devoró aquellas vidas y aquellos salones que me acogieron en una
noche inolvidable. Pero en mi recuerdo siguen viviendo como en el fondo
transparente del lago de los sueños.
Honor
a esas tres mujeres melancólicas que en su salvaje soledad lucharon sin
utilidad ninguna para mantener un antiguo decoro. Defendían lo que supieron
hacer las manos de sus antepasados, es decir, las últimas gotas de una cultura
deliciosa, allá lejos, en el último límite de las montañas más impenetrables y
más solitarias del mundo.
6.
El amor junto al trigo
Llegué
al campamento de los Hernández antes del mediodía, fresco y alegre. Mi
cabalgata solitaria por los caminos desiertos, el descanso del sueño, todo eso
refulgía en mi taciturna juventud. La trilla del trigo, de la avena, de la
cebada, se hacía aún a yegua. No hay nada más alegre en el mundo que ver girar
las yeguas, trotando alrededor de la parva del grano, bajo el grito acucioso de
los jinetes. Había un sol espléndido, y el aire era un diamante silvestre que
hacía brillar las montañas. La trilla es una fiesta de oro. La paja amarilla se
acumula en montañas doradas; todo es actividad y bullicio; sacos que corren y
se llenan; mujeres que cocinan; caballos que se desbocan; perros que ladran;
niños que a cada instante hay que librar, como si fueran frutos de la paja, de
las patas de los caballos. Los Hernández eran una tribu singular. Los hombres
despeinados y sin afeitarse, en mangas de camisa y con revólver al cinto,
estaban casi siempre pringados de aceite, de polvo cereal, de barro, o mojados
hasta los huesos por la lluvia. Padres, hijos, sobrinos, primos eran todos de
la misma catadura. Permanecían horas enteras ocupados debajo de un motor,
encima de un techo, trepados a una máquina trilladora. Nunca conversaban. De
todo hablaban en broma, salvo cuando se peleaban. Para pelear eran unas trombas
marinas; arrasaban con lo que se les ponía por delante. Eran también los
primeros en los asados de res a pleno campo, en el vino tinto y en las
guitarras plañideras. Eran hombres de la frontera, la gente que a mí me
gustaba. Yo, estudiantil y pálido, me sentía disminuido junto a aquellos
bárbaros activos; y ellos, no sé por qué, me trataban con cierta delicadeza que
en general no tenían para nadie. Después del asado, de las guitarras, del
cansancio cegador del sol y del trigo, había que arreglárselas para pasar la
noche. Los matrimonios y las mujeres solas se acomodaban en el suelo, dentro
del campamento levantado con tablas recién cortadas. En cuanto a los muchachos,
fuimos destinados a dormir en la era. La era elevaba su montaña de paja y podía
incrustarse un pueblo entero en su blandura amarilla. Para mí todo aquello era
una inusitada incomodidad. No sabía cómo desenvolverme. Puse cuidadosamente mis
zapatos bajo una capa de paja de trigo, la cual debía servirme como almohada.
Me quité la ropa, me envolví en mi poncho y me hundí en la montaña de paja.
Quedé lejos de todos los otros que, de inmediato y en forma unánime, se
consagraron a roncar. Yo me quedé mucho tiempo tendido de espaldas, con los ojos
abiertos, la cara y los brazos cubiertos por la paja. La noche era clara, fría
y penetrante. No había luna pero las estrellas parecían recién mojadas por la
lluvia y, sobre el sueño ciego de todos los demás, solamente para mí titilaban
en el regazo del cielo. Luego me quedé dormido. Desperté de pronto porque algo
se aproximaba a mí, un cuerpo desconocido se movía debajo de la paja y se
acercaba al mío. Tuve miedo. Ese algo se arrimaba lentamente. Sentía quebrarse
las briznas de paja, aplastadas por la forma desconocida que avanzaba. Todo mi
cuerpo estaba alerta, esperando. Tal vez debía levantarme o gritar. Me quedé
inmóvil. Oía una respiración muy cercana a mi cabeza. De pronto avanzó una mano
sobre mí, una mano grande, trabajadora, pero una mano de mujer. Me recorrió la
frente, los ojos, todo el rostro con dulzura. Luego una boca ávida se pegó a la
mía y sentí, a lo largo de todo mi cuerpo, hasta mis pies, un cuerpo de mujer
que se apretaba conmigo. Poco a poco mi temor se cambió en placer intenso. Mi mano
recorrió una cabellera con trenzas, una frente lisa, unos ojos de párpados
cerrados, suaves como amapolas. Mi mano siguió buscando y toqué dos senos
grandes y firmes, unas anchas y redondas nalgas, unas piernas que me
entrelazaban, y hundí los dedos en un pubis como musgo de las montañas. Ni una
palabra salía ni salió de aquella boca anónima. Cuán difícil es hacer el amor
sin causar ruido en una montaña de paja, perforada por siete u ocho hombres
más, hombres dormidos que por nada del mundo deben ser despertados. Mas lo
cierto es que todo puede hacerse, aunque cueste infinito cuidado. Algo más
tarde, también la desconocida se quedó bruscamente dormida junto a mí y yo,
afiebrado por aquella situación, comencé a aterrorizarme. Pronto amanecería,
pensaba, y los primeros trabajadores encontrarían a la mujer desnuda en la era,
tendida junto a mí. Pero también yo me quedé dormido. Al despertar extendí la
mano sobresaltado y sólo encontré un hueco tibio, su tibia ausencia. Pronto un
pájaro empezó a cantar y luego la selva entera se llenó de gorjeos. Sonó un
pitazo de motor, y hombres y mujeres comenzaron a transitar y afanarse junto a
la era y sus trabajos. El nuevo día de la trilla se iniciaba. Al mediodía
almorzábamos reunidos alrededor de unas largas tablas. Yo miraba de soslayo
mientras comía, buscando entre las mujeres la que pudiera haber sido la
visitante nocturna. Pero unas eran demasiado viejas, otras demasiado flacas,
muchas eran jovencitas delgadas como sardinas. Y yo buscaba una mujer compacta,
de buenos pechos y trenzas largas. De repente entró una señora que traía un
trozo de asado para su marido, uno de los Hernández. Esta sí que podía ser. Al
contemplarla yo desde el otro extremo de la mesa creí notar que aquella hermosa
mujer de grandes trenzas me miraba con una mirada rápida y me sonreía con una
pequeñísima sonrisa. Y me pareció que esa sonrisa se hacía más grande y más
profunda, se abría dentro de mi cuerpo.
Capítulo 2 En la ciudad
Contenido:
1. Casas de pensión 2. La timidez 3. La federación de estudiantes 4. Alberto
Rojas Giménez 5. Locos de invierno 6. Grandes negocios 7. Mis primeros libros
8. La palabra
1.
Las casas de pensión
Después
de muchos años de Liceo, en que tropecé siempre en el mes de diciembre con el
examen de matemáticas, quedé exteriormente listo para enfrentarme con la
universidad, en Santiago de Chile. Digo exteriormente, porque por dentro mi
cabeza iba llena de libros, de sueños y de poemas que me zumbaban como abejas.
Provisto de un baúl de hojalata, con el indispensable traje negro del poeta,
delgadísimo y afilado como un cuchillo, entré en la tercera clase del tren
nocturno que tardaba un día y una noche interminables en llegar a Santiago.
Este largo tren que cruzaba zonas y climas diferentes, y en el que viajé tantas
veces, guarda para mí aún su extraño encanto. Campesinos de ponchos mojados y
canastos con gallinas, taciturnos mapuches, toda una vida se desarrollaba en el
vagón de tercera. Eran numerosos los que viajaban sin pagar, bajo los asientos.
Al aparecer el inspector se producía una metamorfosis. Muchos desaparecían y
algunos se ocultaban debajo de un poncho sobre el cual de inmediato dos
pasajeros fingían jugar a las cartas, sin que al inspector le llamara la
atención esta mesa improvisada. Entretanto el tren pasaba, de los campos con
robles y araucarias y las casas de madera mojada, a los álamos del centro de
Chile, a las polvorientas construcciones de adobe. Muchas veces hice aquel
viaje de ida y vuelta entre la capital y la provincia, pero siempre me sentí
ahogar cuando salía de los grandes bosques, de la madera maternal. Las casas de
adobe, las ciudades con pasado, me parecían llenas de telarañas y silencio.
Hasta ahora sigo siendo un poeta de la intemperie, de la selva fría que perdí
desde entonces. Venía recomendado a una casa de pensión de la calle Maruri 513.
No olvido este número por ninguna razón. Olvido todas las fechas y hasta los
años, pero ese número 513 se me quedó galvanizado en la cabeza, donde lo metí
hace tantos años, por temor de no llegar nunca a esa pensión y extraviarme en
la capital grandiosa y desconocida. En la calle nombrada me sentaba yo al
balcón a mirar la agonía de cada tarde, el cielo embanderado de verde y carmín,
la desolación de los techos suburbanos amenazados por el incendio del cielo. La
vida de aquellos años en la pensión de estudiantes era de un hambre completa.
Escribí mucho más que hasta entonces, pero comí mucho menos. Algunos de los
poetas que conocí por aquellos días sucumbieron a causa de las dietas rigurosas
de la pobreza. Entre éstos recuerdo a un poeta de mi edad, pero mucho más alto
y más desgarbado que yo, cuya lírica sutil estaba llena de esencias e
impregnaba todo sitio en que era escuchada. Se llamaba Romeo Murga. Con este
Romeo Murga fuimos a leer nuestras poesías a la ciudad de San Bernardo, cerca
de la capital. Antes de que apareciéramos en el escenario, todo se había
desarrollado en un ambiente de gran fiesta: la reina de los Juegos Florales con
su corte blanca y rubia, los discursos de los notables del pueblo y los conjuntos
vagamente musicales de aquel sitio; pero, cuando yo entré y comencé a recitar
mis versos con la voz más quejumbrosa del mundo, todo cambió: el público tosía,
lanzaba chirigotas y se divertía muchísimo con mi melancólica poesía. Al ver
esta reacción de los bárbaros, apresuré mi lectura y dejé el sitio a mi
compañero Romeo Murga. Aquello fue memorable. Al ver entrar a aquel quijote de
dos metros de altura, de ropa oscura y raída, y empezar su lectura con voz aún
más quejumbrosa que la mía, el público en masa no pudo ya contener su
indignación y comenzó a gritar: "¡Poetas con hambre! ¡Váyanse! No echen a
perder la fiesta". *** De la pensión de la calle Maruri me retiré como un
molusco que sale de su concha. Me despedí de aquel caparazón para conocer el
mar, es decir, el mundo. El mar desconocido eran las calles de Santiago, apenas
entrevistas mientras caminaba entre la vieja escuela universitaria y la
despoblada habitación de la pensión de familia. Yo sabía que mis hambres
atrasadas aumentarían en esta aventura. Las señoras de la pensión, remotamente
ligadas a mi provincia, me auxiliaron alguna vez con alguna papa o cebolla
misericordiosas. Pero no había más remedio: la vida, el amor, la gloria, la
emancipación me reclamaban. O así me parecía. La primera pieza independiente
que tuve la alquilé en la calle Argüelles, cercana al Instituto de Pedagogía.
En una ventana de esa calle gris se asomaba un letrero: "Se alquilan
habitaciones". El dueño de la casa ocupaba los cuartos frontales. Era, un
hombre de pelo canoso, de noble apariencia, y de ojos que me parecieron
extraños. Era locuaz y elocuente. Se ganaba la vida como peluquero de señoras,
ocupación a la que no le daba importancia. Sus preocupaciones, según me
explicó, concernían más bien al mundo invisible, al más allá. Saqué mis libros
y mis escasas ropas, de la maleta y el baúl que viajaban conmigo desde Temuco,
y me tendí en la cama a leer y dormir, ensoberbecido por mi independencia y por
mi pereza. La casa no tenía patio, sino una galería a la que asomaban
incontables habitaciones cerradas. Al explorar los vericuetos de la mansión
solitaria, por la mañana del día siguiente, observé que en todas las paredes y
aun en el retrete surgían letreros que decían más o menos la misma cosa:
"Confórmate. No puedes comunicarte con nosotros. Estás muerta".
Advertencias inquietantes que se prodigaban en cada habitación, en el comedor,
en los corredores, en los saloncitos. Era uno de esos inviernos fríos de
Santiago de Chile. La herencia colonial de España le dejó a mi país la
incomodidad y el menosprecio hacia los rigores naturales. (Cincuenta años
después de lo que estoy contando, Ilya Ehrenburg me decía que nunca sintió
tanto frío como en Chile, él que llegaba desde las calles nevadas de Moscú.)
Aquel invierno había empavonado los vidrios. Los árboles de la calle tiritaban
de frío. Los caballos de los antiguos coches echaban nubes de vapor por los
hocicos. Era el peor momento para vivir en aquella casa, entre oscuras
insinuaciones del más allá.
El
dueño de casa, coiffeur pour dames y ocultista, me explicó con serenidad,
mientras me miraba profundamente con sus ojos de loco: —Mi mujer, la Chanto,
murió hace cuatro meses. Este momento es muy difícil para los muertos. Ellos
siguen frecuentando los mismos sitios en que vivían. Nosotros no los vemos,
pero ellos no se dan cuenta de que no los vemos. Hay que hacérselo saber para
que no nos crean indiferentes y para que no sufran por ello. De ahí que yo le
haya puesto a la Charito esos letreros que le harán más fácil comprender su
estado actual de difunta. Pero el hombre de la cabeza gris me creía tal vez
demasiado vivo. Comenzó a vigilar mis entradas y salidas, a reglamentar mis
visitas femeninas, a espiar mis libros y mi correspondencia. Entraba yo
intempestivamente a mi habitación y encontraba al ocultista explorando mi
exiguo mobiliario, fiscalizando mis pobres pertenencias. Tuve que buscar en
pleno invierno, dando tumbos por las calles hostiles, un nuevo alojamiento
donde albergar mi amenazada independencia. Lo encontré a pocos metros de allí,
en una lavandería. Saltaba a la vista que aquí la propietaria no tenía nada que
ver con el más allá. A través de patios fríos, con fuentes de agua estancada
que el musgo acuático recubría de sólidas alfombras verdes, se alargaban unos jardines
desamparados. En el fondo había una habitación de cielo raso muy alto, con
ventanas trepadas sobre el dintel de las altas puertas, lo cual agrandaba a mis
ojos la distancia entre el suelo y el techo. En esa casa y en esa habitación me
quedé. Hacíamos los poetas estudiantiles una vida extravagante. Yo defendí mis
costumbres provincianas trabajando en mi habitación, escribiendo varios poemas
al día y tomando interminables tazas de té, que me preparaba yo mismo. Pero,
fuera de mi habitación y de mi calle, la turbulencia de la vida de los
escritores de la época tenía su especial fascinación. Estos no concurrían al
café, sino a las cervecerías y a las tabernas. Las conversaciones y los versos
iban y venían hasta la madrugada. Mis estudios se iban resintiendo. La empresa
de ferrocarriles proveía a mi padre, para sus labores a la intemperie, de una
capa de grueso paño gris que nunca usó. Yo la destiné a la poesía. Tres o cuatro
poetas comenzaron a usar también capas parecidas a la mía, que cambiaba de
mano. Esta prenda provocaba la furia de las buenas gentes y de algunos no tan
buenos. Era la época del tango que llegaba a Chile no sólo con sus compases y
su rasgueante "tijera", sus acordeones y su ritmo, sino también con
un cortejo de hampones que invadieron la vida nocturna y los rincones en que
nos reuníamos. Esta gente del hampa, bailarines y matones, creaban conflictos
contra nuestras capas y existencias. Los poetas nos batíamos con firmeza. Por
aquellos días adquirí la amistad inesperada de una viuda indeleble, de inmensos
ojos azules que se velaban tiernamente en recuerdo de su recientemente
fallecido esposo. Este había sido un joven novelista, célebre por su hermosa
Apostura. Juntos habían integrado una memorable pareja, ella con su cabellera
color de trigo, su cuerpo irreprochable y sus ojos ultramarinos, y él muy alto
y atlético. El novelista había sido aniquilado por una tuberculosis de aquellas
que llamaban galopantes. Después he pensado que la rubia compañera puso también
su parte de Venus galopante, y que la época pre penicilínica, más la rubia
fogosa, se llevaron de este mundo al marido monumental en un par de meses. La
bella viuda no se había despojado aún para mí de sus ropajes oscuros, sedas
negras y violetas que la hacían aparecer como una fruta nevada envuelta en
corteza de duelo. Esa corteza se deslizó una tarde allá en mi cuarto, al fondo
de la lavandería, y pude tocar y recorrer la entera fruta de nieve quemante.
Estaba por consumarse el arrebato natural cuando vi que bajo mis ojos ella cerraba
los suyos y exclamaba: "¡Oh, Roberto, Roberto!", suspirando o
sollozando. (Me pareció un acto litúrgico. La vestal invocaba al dios
desaparecido antes de entregarse a un nuevo rito.) Sin embargo, y a pesar de mi
juventud desamparada, esta viuda me pareció excesiva. Sus invocaciones se
hacían cada vez más urgentes y su corazón fogoso me conducía lentamente a un
aniquilamiento prematuro. El amor, en tales dosis, no está de acuerdo con la
desnutrición. Y mi desnutrición se volvía cada día más dramática.
2.
La timidez
La
verdad es que viví muchos de mis primeros años, tal vez de mis segundos y de
mis terceros, como una especie de sordomudo.
Ritualmente
vestido de negro desde muy jovencito, como se visten los verdaderos poetas del
siglo pasado, tenía una vaga impresión de no estar tan mal de aspecto. Pero, en
vez de acercarme a las muchachas, a sabiendas de que tartamudearía o
enrojecería delante de ellas, prefería pasarles de perfil y alejarme mostrando
un desinterés que estaba muy lejos de sentir. Todas eran un gran misterio para
mí. Yo hubiera querido morir abrasado en esa hoguera secreta, ahogarme en ese
pozo de enigmática profundidad, pero no me atrevía a tirarme al fuego o al
agua. Y como no encontraba a nadie que me diera un empujón, pasaba por las orillas
de la fascinación, sin mirar siquiera, y mucho menos sonreír. Lo mismo me
sucedía con los adultos, gente mínima, empleados de ferrocarriles y de correos
y sus "señoras esposas", así llamadas porque la pequeña burguesía se
escandaliza intimidada ante la palabra mujer. Yo escuchaba las conversaciones
en la mesa de mi padre. Pero, al día siguiente, si tropezaba en la calle a los
que habían comido la noche anterior en mi casa, no me atrevía a saludarlos, y
hasta cambiaba de vereda para esquivar el mal rato. La timidez es una condición
extraña del alma, una categoría, una dimensión que se abre hacia la soledad.
También es un sufrimiento inseparable, como si se tienen dos epidermis, y la
segunda piel interior se irrita y se contrae ante la vida. Entre las estructuraciones
del hombre, esta calidad o este daño son parte de la aleación que va
fundamentando, en una larga circunstancia, la perpetuidad del ser. Mi lluviosa
torpeza, mi ensimismamiento prolongado duró más de lo necesario. Cuando llegué
a la capital adquirí lentamente amigos y amigas. Mientras menos importancia me
concedieron, más fácilmente les daba mi amistad. No tenía en ese tiempo gran
curiosidad por el género humano. No puedo llegar a conocer a todas las personas
de este mundo, me decía. Y así y todo surgía en ciertos medios una pálida
curiosidad por este nuevo poeta de poco más de 16 años, muchacho reticente y
solitario a quien se veía llegar y partir sin dar los buenos días ni
despedirse. Fuera de que yo iba vestido con una larga capa española que me
hacía semejar un espantapájaros. Nadie sospechaba que mi vistosa indumentaria
era directamente producida por mi pobreza. Entre la gente que me buscó estaban
dos grandes snobs de la época: Pilo Yáñez y su mujer Mina.
Encarnaban
el ejemplo perfecto de la bella ociosidad en que me hubiera gustado vivir, más
lejana que un sueño. Por primera vez entré en una casa con calefacción,
lámparas sosegadas, asientos agradables, paredes repletas de libros cuyos lomos
multicolores significaban una primavera inaccesible. Los Yáñez me invitaron
muchas veces, gentiles y discretos, sin hacer caso a mis diversas capas de
mutismo y aislamiento. Me iba contento de su casa, y ellos lo notaban y volvían
a invitarme. En aquella casa vi por primera vez cuadros cubistas y entre ellos
un Juan Gris. Me informaron que Juan Gris había sido amigo de la familia en
París. Pero lo que más me llamó la atención fue el pijama de mi amigo.
Aprovechaba toda ocasión para mirarlo de reojo, con intensa admiración.
Estábamos en invierno y aquél era un pijama de paño grueso como de tela de
billar, pero de un azul ultramar. Yo no concebía entonces otro color de pijama
que las rayas como de uniformes carcelarios. Este de Pilo Yáñez se salía de
todos los marcos. Su paño grueso y su resplandeciente azul avivaban la envidia
de un poeta pobre que vivía en los suburbios de Santiago. Pero, en verdad,
jamás en cincuenta años he encontrado un pijama como aquél. Perdí de vista a
los Yáñez por muchos años. Ella abandonó a su marido, y abandonó igualmente las
lámparas suaves y los excelentes sillones por el acróbata de un circo ruso que
pasó por Santiago. Más tarde vendió boletos, desde Australia hasta las islas
Británicas, para colaborar con las exhibiciones del acróbata que la deslumbró.
Por último fue Rosa Cruz o algo parecido, en un campamento místico del sur de
Francia. En cuanto a Pilo Yáñez, el marido, se cambió el nombre por el de Juan
Emar y se convirtió con el tiempo en un escritor poderoso y secreto. Fuimos
amigos toda la vida. Silencioso y gentil pero pobre, así murió. Sus muchos libros están aún sin
publicarse, pero su germinación es segura. Terminaré sobre Pilo Yáñez o Juan
Emar (y volveré sobre mi timidez) recordando que, durante mi época estudiantil,
mi amigo Pilo se empeñó en presentarme a su padre. "Te conseguirá un viaje
a Europa con toda seguridad", me dijo. En ese momento todos los poetas y
pintores latinoamericanos tenían los ojos atornillados en París. El padre de
Pilo era una persona muy importante, un senador. Vivía en una de esas casas
enormes y feas, en una calle cercana a la Plaza de Armas, y el palacio
presidencial, que era sin duda el sitio donde él hubiera preferido vivir. Mis
amigos se quedaron en la antesala, tras despojarme de mi capa para que yo
hiciera una figura más normal. Me abrieron la puerta de la sala del senador y
la cerraron a mi espalda. Era una sala inmensa, tal vez había sido en otro
tiempo un gran salón de recepciones, pero estaba vacía. Sólo allá en el fondo,
al extremo de la habitación, bajo una lámpara de pie, distinguí un sillón con
el senador encima. Las páginas del periódico que leía lo ocultaban totalmente
como un biombo. Al dar el primer paso sobre el parquet bruñido y criminalmente
encerado, resbalé como un esquiador. Mi velocidad crecía vertiginosamente;
frenaba para detenerme y solamente lograba dar bandazos y caer varias veces. Mi
última caída fue justo a los pies del senador que me observaba ahora con fríos
ojos, sin soltar el periódico. Logré sentarme en una sillita a su lado. El gran
hombre me examinó con una mirada de entomólogo fatigado a quien le trajeran un
ejemplar que ya conoce de memoria, una araña inofensiva. Me preguntó vagamente
por mis proyectos. Yo, después de la caída, era todavía más tímido y menos
elocuente de lo que acostumbraba. No sé lo que le dije. Al cabo de veinte
minutos me alargó una mano chiquitita en signo de despedida. Creí oírle
prometer con una voz muy suave que me daría noticias suyas. Luego volvió a
tomar su periódico y yo emprendí el regreso, a través del peligroso parquet,
derrochando las precauciones que debí haber tenido para entrar en él.
Naturalmente que nunca el senador, padre de mi amigo, me hizo llegar ninguna
noticia. Por otra parte, una revuelta militar, estúpida y reaccionaria por
cierto, lo hizo saltar más tarde de su asiento junto con su interminable
periódico. Confieso que me alegré.
3.
La Federación de Estudiantes
Yo
había sido en Temuco el corresponsal de la revista Claridad, órgano de la
Federación de Estudiantes, y vendía 20 o 30 ejemplares entre mis compañeros de liceo.
Las noticias que el año de 1920 nos llegaron a Temuco marcaron a mi generación
con cicatrices sangrientas. La "juventud dorada", hija de la
oligarquía, había asaltado y destruido el local de la Federación de
Estudiantes. La justicia, que desde la colonia hasta el presente ha estado al
servicio de los ricos, no encarceló a los asaltantes sino a los asaltados.
Domingo Gómez Rojas, joven esperanza de la poesía chilena, enloqueció y murió
torturado en un calabozo. La repercusión de este crimen, dentro de las
circunstancias nacionales de un pequeño país, fue tan profunda y vasta como
habría de ser el asesinato en Granada de Federico García Lorca. Cuando llegué a
Santiago, en marzo de 1921, para incorporarme a la universidad, la capital
chilena no tenía más de quinientos mil habitantes. Olía a gas y a café. Miles
de casas estaban ocupadas por gentes desconocidas y por chinches. El transporte
en las calles lo hacían pequeños y destartalados tranvías. Que se movían
trabajosamente con gran bullicio de fierros y campanillas. Era interminable el
trayecto entre la avenida Independencia y el otro extremo de la capital, cerca
de la estación central, donde estaba mi colegio. Al local de la Federación de
Estudiantes entraban y salían las más famosas figuras de la rebelión
estudiantil, ideológicamente vinculada al poderoso movimiento anarquista de la
época. Alfredo Demaría, Daniel Schweitzer, Santiago Labarca, Juan Gandulfo eran
los dirigentes de más historia. Juan Gandulfo era sin duda el más formidable de
ellos, temido por su atrevida concepción política y por su valentía a toda
prueba. A mí me trataba como si fuera un niño, que en realidad lo era. Una vez
que llegué tarde a su estudio, para una consulta médica, me miró ceñudo y me
dijo: "¿Por qué no vino a la hora? Hay otros pacientes que esperan".
"No sabía qué hora era", le respondí. "Tome para que la sepa la
próxima vez", me dijo, y sacó su reloj del chaleco y me lo entregó de
regalo. Juan Gandulfo era pequeño de estatura, redondo de cara y prematuramente
calvo. Sin embargo, su presencia era siempre imponente. En cierta ocasión un
militar golpista, con fama de matón y de espadachín, lo desafío a duelo.
Gandulfo aceptó, aprendió esgrima en quince días y dejó maltrecho y
asustadísimo a su contrincante. Por esos mismos días grabó en madera la portada
y todas las ilustraciones de Crepusculario, mi primer libro, grabados
impresionantes hechos por un hombre que nadie relaciona nunca con la creación
artística.
En
la vida literaria revolucionaria, la figura más importante era Roberto Meza
Fuentes, director de la revista Juventud, que también pertenecía a la
Federación de Estudiantes, aunque más antológica y deliberada que Claridad.
Allí descollaban González Vera y Manuel Rojas, gente para mí de una generación
mucho más antigua. Manuel Rojas llegaba hace poco de la Argentina, después de
muchos años, y nos dejaba asombrados con su imponente estatura y sus palabras
que dejaba caer con una suerte de menosprecio, orgullo o dignidad. Era
linotipista. A González Vera lo había conocido yo en Temuco, fugitivo tras el
asalto policial a la Federación de Estudiantes. Vino directamente a verme desde
la estación de ferrocarril, que quedaba a algunos pasos de mi casa. Su
aparición fue forzosamente memorable para un poeta de 16 años. Nunca había
visto a un hombre tan pálido. Su cara delgadísima parecía trabajada en hueso o
marfil. Vestía de negro, un negro deshilachado en los extremos de sus
pantalones y de sus mangas, sin que por eso perdiera su elegancia. Su palabra
me sonó irónica y aguda desde el primer momento. Su presencia me conmovió en
aquella noche de lluvia que lo llevó a mi casa, sin que yo hubiera sabido antes
de su existencia, tal como la llegada del nihilista revolucionario a la casa de
Sacha Yegulev, el personaje de Andreiev que la juventud rebelde latinoamericana
veía como ejemplo.
4.
Alberto Rojas Giménez
En
la revista Claridad, a la que yo me incorporé como militante político y
literario, casi todo era dirigido por Alberto Rojas Giménez, quien iba a ser
uno de mis más queridos compañeros generacionales. Usaba sombrero cordobés y
largas chuletas del prócer. Elegante y apuesto, a pesar de la miseria en la que
parecía bailar como pájaro dorado, resumía todas las cualidades de nuevo
dandismo: una desdeñosa actitud, una comprensión inmediata de los numerosos
conflictos y una alegre sabiduría (y apetencia de todas las cosas vitales.
Libros y muchachas, botellas y barcos, itinerarios y archipiélagos, todo lo
conocía y lo utilizaba hasta en sus más pequeños gestos. Se movía en el mundo literario
con un aire displicente de perdulario perpetuo, de despilfarrador profesional
de su talento y su encanto. Sus corbatas eran siempre espléndidas muestras de
opulencia, dentro de la pobreza general. Cambiaba de casa y de ciudad constantemente,
y de ese modo su desenfadada alegría, su bohemia perseverante y espontánea
regocijaban por algunas semanas a los sorprendidos habitantes de Rancagua, de
Curicó, de Valdivia, de Concepción, de Valparaíso. Se iba como había llegado,
dejando versos, dibujos, corbatas, amores y amistades en donde estuvo. Como
tenía una idiosincrasia de príncipe de cuento y un desprendimiento inverosímil,
lo regalaba todo, su sombrero, su camisa, su chaqueta y hasta sus zapatos.
Cuando no le quedaba nada material, trazaba una frase en un papel, la línea de
un verso o cualquier graciosa ocurrencia, y con un gesto magnánimo te lo
obsequiaba al partir, como si te dejara en las manos una joya inapreciable.
Escribía sus versos a la última moda, siguiendo las enseñanzas de Apollinaire y
del grupo ultraísta de España. Había fundado una nueva escuela poética con el
nombre de "Agu", que, según él, era el grito primario del hombre, el
primer verso de) recién nacido. Rojas Giménez nos impuso pequeñas modas en el
traje, en la manera de fumar, en a caligrafía. Burlándose de mí, con infinita
delicadeza, me ayudó a despojarme de mi tono sombrío. Nunca me contagió con su
apariencia escéptica, ni con su torrencial alcoholismo, pero hasta ahora
recuerdo con intensa emoción 'la figura que lo iluminaba todo, que hacía volar
la belleza de todas partes, como si animara a una mariposa escondida. De don
Miguel de Unamuno había aprendido a hacer pajaritas de papel. Construía una de
largo cuello y alas extendidas que 'luego él soplaba. A esto lo llamaba darles
el "impulso vital". Descubría poetas de Francia, botellas oscuras
sepultadas en las bodegas, dirigía cartas de amor a las heroínas de Francis
Jammes. Sus bellos versos andaban arrugados en sus bolsillos sin que jamás
hasta hoy, se publicaran. Tanto llamaba la atención su derrochadora
personalidad, que un día, en un café, se le acercó un desconocido que le dijo:
—Señor, lo he estado escuchando conversar y he cobrado gran simpatía por usted.
¿Puedo pedirle algo?". "¿Qué será?", le contestó con displicencia
Rojas Giménez. "Que me permita saltarlo", dijo el desconocido. Pero,
¿cómo?", respondió el poeta. "¿Es usted tan poderoso que puede
saltarme aquí, sentado en esta mesa?" "No,señor, repuso con voz
humilde el desconocido. Yo quiero saltarlo más tarde, cuando usted ya esté
tranquilo en su ataúd. Es la manera de rendir mi homenaje a las personas
interesantes que he encontrado en mi vida: saltarlos, si me lo permiten,
después de muertos. Soy un hombre solitario y éste es mi único hobby" Y
sacando una libreta le dijo: "Aquí llevo la lista de las personas que he
saltado". Rojas Giménez aceptó loco de alegría aquella extraña
proposición. Algunos años después, en el invierno más lluvioso de que haya
recuerdo en Chile, moría Rojas Giménez. Había dejado su chaqueta como de costumbre
en algún bar del centro de Santiago. En mangas de camisa, en aquel invierno
antártico, cruzó la ciudad hasta llegar a la quinta Normal, a casa de su
hermana Rosita. Dos días después una bronconeumonía se llevó de este mundo a
uno de los seres más fascinantes que he conocido. Se fue el poeta con sus
pajaritas de papel volando por el cielo y bajo la lluvia. Pero aquella noche
los amigos que le velaban recibieron una insólita visita. La lluvia torrencial
caía sobre los techos, los relámpagos y el viento iluminaban y sacudían los
grandes plátanos de la quinta Normal, cuando se abrió la puerta y entró un
hombre de riguroso luto y empapado por la lluvia. Nadie lo conocía. Ante la
expectación de los amigos que lo velaban, el desconocido tomó impulso y saltó
sobre el ataúd. En seguida, sin decir una palabra, se retiró tan
sorpresivamente como había llegado, desapareciendo en la lluvia y en la noche.
Y así fue como la sorprendente vida de Alberto Rojas Giménez fue sellada con un
rito misterioso que aún nadie puede explicarse. Yo estaba recién llegado a
España cuando recibí la noticia de su muerte. Pocas veces he sentido un dolor
tan intenso. Fue en Barcelona. Comencé de inmediato a escribir mi elegía
"Alberto Rojas Giménez viene volando", que publicó después la Revista
de Occidente. Pero, además, debía hacer algo ritual para despedirlo. Había
muerto tan lejos, en Chile, en días de tremenda lluvia que anegaron el
cementerio. El no poder estar junto a sus restos, el no poder acompañarlo en su
último viaje, me hizo pensar en una ceremonia. Me acerqué a mi amigo el pintor
Isaías Cabezón y con él nos dirigimos a la maravillosa basílica de Santa María
del Mar. Compramos dos inmensas velas, tan altas casi como un hombre, y
entramos con ellas a la penumbra de aquel extraño templo. Porque Santa María
del Mar era la catedral de los navegantes. Pescadores y marineros la
construyeron piedra a piedra hace muchos siglos. Luego fue decorada con
millares de exvotos; barquitos de todos los tamaños y formas, que navegan en la
eternidad, tapizan enteramente los muros y los techos de la bella basílica. Se
me ocurrió que aquél era el gran escenario para el poeta desaparecido, su lugar
de predilección si lo hubiera conocido. Hicimos encender los velones en el
centro de la basílica, junto a las nubes del artesonado, y sentados con mi
amigo, el pintor, en la iglesia vacía, con una botella de vino verde junto a
cada uno, pensamos que aquella ceremonia silenciosa, pese a nuestro
agnosticismo, nos acercaba de alguna manera misteriosa a nuestro amigo muerto.
Las velas, encendidas en lo más alto de la basílica vacía, eran algo vivo y
brillante como si nos miraran desde la sombra y entre los exvotos los dos ojos
de aquel poeta loco cuyo corazón se había extinguido para siempre.
5.
Locos de invierno
A
propósito de Rojas Giménez diré que la locura, cierta locura, anda muchas veces
del brazo con la poesía. Así como a las personas más razonables les costaría
mucho ser poetas, quizás a los poetas les cuesta mucho ser razonables. Sin
embargo, la razón gana la partida y es la razón, base de la justicia, la que
debe gobernar al mundo. Miguel de Unamuno, que quería mucho a Chile, dijo
cierta vez: "Lo que no me gusta es ese lema. ¿Qué es eso de por la razón o
la fuerza? Por la razón y siempre por la razón". Entre los poetas locos
que conocí en otro tiempo, hablaré de Valdivia. El poeta Alberto Valdivia era
uno de los hombres más flacos del mundo y era tan amarillento como si hubiera
sido hecho sólo de hueso, con una brava melena gris y un par de gafas que cubrían
sus ojos miopes, de mirada distante. Lo llamábamos "el cadáver
Valdivia". Entraba y salía silenciosamente en bares y cenáculos, en cafés
y en conciertos, sin hacer ruido y con un misterioso paquetito de periódicos
bajo el brazo. "Querido cadáver", le decíamos sus amigos, abrazando
su cuerpo incorpóreo con la sensación de abrazar una corriente de aire.
Escribió
preciosos versos cargados de sentimiento sutil, de intensa dulzura. Algunos de
ellos son éstos: "Todo se irá, la tarde, el sol, la vida: / será el
triunfo del mal, lo irreparable. / Sólo tú quedarás, inseparable / hermana del
ocaso de mi vida". Un verdadero poeta era aquel a quien llamábamos
"el cadáver Valdivia", y lo llamábamos así, con cariño. Muchas veces
le dijimos: "Cadáver, quédate a comer con nosotros". Nuestro
sobrenombre no le molestó nunca. A veces, en sus delgadísimos labios, lucía una
sonrisa. Sus frases eran escasas, pero cargadas de emoción. Se hizo un rito
llevarlo todos los años al cementerio. La noche anterior al 1º de noviembre se
le ofrecía una cena tan suntuosa como lo permitían los escuálidos bolsillos de
nuestra juvenal estudiantil y literaria. Nuestro "cadáver" ocupaba el
sitio de honor. A las 12 en punto se levantaba la mesa y en alegre procesión
nos íbamos hacia el cementerio. En el silencio nocturno se pronunciaba algún
discurso celebrando al poeta "difunto". Luego, cada uno de nosotros
se despedía de él con solemnidad y partíamos dejándolo completamente solo en la
puerta del camposanto. El "cadáver Valdivia" había ya aceptado esta
tradición en la que no había ninguna crueldad, puesto que hasta el último
minuto él compartía la farsa. Antes de irnos se le entregaban algunos pesos
para que comiera un sándwich en el nicho. Dos o tres días después no sorprendía
a nadie que el poeta cadáver entrara de nuevo sigilosamente por corrillos y
cafés. Su tranquilidad estaba asegurada hasta el próximo 1º de noviembre.
***
En
Buenos Aires conocí a un escritor argentino, muy excéntrico, que se llamaba o
se llama Omar Vignole. No sé si vive aún. Era un hombre grandote, con un grueso
bastón en la mano. Una vez, en un restaurant del centro donde me había invitado
a comer, ya junto a la mesa se dirigió a mí con un ademán oferente y me dijo
con voz estentórea que se escuchó en toda la sala repleta de parroquianos:
"¡Sentáte, Omar Vignole!". Me senté con cierta incomodidad y le
pregunté de inmediato: "¿Por qué me llamas Omar Vignole, a sabiendas de
que tú eres Omar Vignole y yo Pablo Neruda?". "Sí —me respondió—,
pero en este restaurant hay muchos que sólo me conocen de nombre y, como varios
de ellos me quieren dar una paliza, yo prefiero que te la den a tí." Este
Vignole había sido agrónomo en una provincia argentina y de allá se trajo una
vaca con la cual trabó una amistad entrañable. Paseaba por todo Buenos Aires
con su vaca, tirándola de una cuerda. Por entonces publicó algunos de sus
libros que siempre tenían títulos alusivos: Lo que piensa la vaca, Mi vaca y
yo, etcétera, etcétera. Cuando se reunió por primera vez en Buenos Aires el
congreso del Pen Club mundial, los escritores presididos por Victoria Ocampo
temblaban ante la idea de que llegara al congreso Vignole con su vaca.
Explicaron a las autoridades el peligro que les amenazaba y la policía acordonó
las calles alrededor del Hotel Plaza para impedir que arribara, al lujoso
recinto donde se celebraba el congreso, mi excéntrico amigo con su rumiante.
Todo fue inútil. Cuando la fiesta estaba en su apogeo, y los escritores
examinaban las relaciones entre el mundo clásico de los griegos y el sentido
moderno de la historia, el gran Vignole irrumpió en el salón de conferencias
con su inseparable vaca, la que para complemento comenzó a mugir como si
quisiera tomar parte en el debate. La había traído al centro de la ciudad
dentro de un enorme furgón cerrado que burló la vigilancia policial. De este
mismo Vignole contaré que una vez desafío a un luchador de catch—as— can.
Aceptado el desafío por el profesional, fijó la noche del encuentro en un Luna
Park repleto. Mi amigo apareció puntualmente con su vaca, la amarró a una
esquina del cuadrilátero, se despojó de su elegantísima bata y se enfrentó a
"El Estrangulador de Calcuta". Pero aquí no servía de nada la vaca,
ni el suntuoso atavío del poeta luchador. "El Estrangulador de Calcuta"
se arrojó sobre Vignole y en un dos por tres lo dejó convertido en un nudo
indefenso, y le colocó, además, como signo de humillación, un pie sobre su
garganta de toro literario, entre la tremenda rechifla de un público feroz que
exigía la continuación del combate. Pocos meses después publicó un nuevo libro:
Conversaciones con la vaca. Nunca olvidaré la originalísima dedicatoria impresa
en la primera página de la obra. Así decía, si mal no recuerdo: "Dedico
este libro filosófico a los cuarenta mil hijos de puta que me silbaban y pedían
mi muerte en el Luna Park la noche del 24 de febrero".
***
En
París, antes de la última guerra, conocí al pintor Álvaro Guevara, a quien en
Europa siempre se le llamó Chile Guevara. Un día me telefoneó con urgencia.
"Es un asunto de primera importancia", me dijo. Yo venía de España y
nuestra lucha de entonces era contra Nixon de aquella época, llamado Hitler. Mi
casa había sido bombardeada en Madrid y vi hombres, mujeres y niños destrozados
por los bombarderos. La guerra mundial se aproximaba. Con otros escritores nos
pusimos a combatir al fascismo a nuestra manera: con nuestros libros que
exhortaban con urgencia a reconocer el grave peligro. Mi compatriota se había
mantenido al margen de esta lucha. Era un hombre taciturno y un pintor muy laborioso,
lleno de trabajos. Pero el ambiente era de pólvora. Cuando las grandes
potencias impidieron la llegada de armas para que se defendieran los españoles
republicanos, y luego cuando en Munich abrieron las puertas al ejército
hitleriano, la guerra llegaba. Acudí al llamado del Chile Guevara. Era algo muy
importante lo que quería comunicarme; — ¿De qué se trata? —le dije. —No hay
tiempo que perder —me respondió—. No tienes por qué ser antifascista. No hay
que ser antinada. Hay que ir al grano del asunto y ese grano lo he encontrado
yo. Quiero comunicártelo con urgencia para que dejes tus congresos antinazis y
te pongas de lleno a la obra. No hay tiempo que perder. —Bueno, dime de qué se
trata. La verdad, Álvaro, es que ando con muy poco tiempo libre. —La verdad,
Pablo, es que mi pensamiento está expresado en una obra de teatro, de tres
actos. Aquí la he traído para leértela —y con su cara de cejas tupidas, de
antiguo boxeador, me miraba fijamente mientras desembolsaba un voluminoso
manuscrito.
Presa
del terror y pretextando mi falta de tiempo, lo convencí de que me explayara
verbalmente las ideas con las cuales pensaba salvar la humanidad. —Es el huevo
de Colón —me dijo—. Te voy a explicar. Cuántas papas salen de una papa que se
siembra. —Bueno, serán cuatro o cinco —dije por decir algo. —Mucho más
—respondió—. A veces cuarenta, a veces más de cien papas. Imagínate que cada
persona plante una papa en el jardín, en el balcón, donde sea. ¿Cuántos
habitantes tiene Chile? Ocho millones. Ocho millones de papas plantadas.
Multiplica Pablo, por cuatro, por cien. Se acabó el hambre, se acabó la guerra.
¿Cuántos habitantes tiene China? Quinientos millones, ¿verdad? Cada chino
planta una papa. De cada papa sembrada salen cuarenta papas. Quinientos
millones por cuarenta papas. La humanidad está salvada. Cuando los nazis
entraron a París no tomaron en cuenta esa idea salvadora: el huevo de Colón, o
más bien la papa de Colón. Detuvieron a Álvaro Guevara una noche de frío y
niebla en su casa de París. Lo llevaron a un campo de concentración y ahí lo
mantuvieron preso, con un tatuaje en el brazo, hasta el fin de la guerra. Hecho
un esqueleto humano salió del infierno, pero ya nunca pudo reponerse. Vino por
última vez a Chile, como para despedirse de su tierra, dándole un beso final,
un beso de sonámbulo, se volvió a Francia, donde terminó de morir. Gran pintor,
querido amigo, Chile Guevara, quiero decirte una cosa: Ya sé que estás muerto,
que no te sirvió de nada el apoliticismo de la papa. Sé que los nazis te
mataron. Sin embargo, en el mes de junio del año pasado, entré en la National
Gallery. Iba solamente para ver los Turner, pero antes de llegar a la sala
grande encontré un cuadro impresionante: un cuadro que era para mí tan hermoso
como los Turner, una pintura deslumbradora. Era el retrato de una dama, de una
dama famosa: se llamó Edith Sitwell. Y este cuadro era una obra tuya, la única
obra de un pintor de América Latina que haya alcanzado nunca el privilegio de
estar entre las obras maestras de aquel gran museo de Londres. No me importa el
sitio, ni el honor, y en el fondo me importa también muy poco aquel hermoso
cuadro. Me importa el que no nos hayamos conocido más, entendido más, y que
hayamos cruzado nuestras vidas sin entendernos, por culpa de una papa.
***
Yo
he sido un hombre demasiado sencillo: éste es mi honor y mi vergüenza. Acompañé
la farándula de mis compañeros y envidié su brillante plumaje, sus satánicas
actitudes, sus pajaritas de papel y hasta esas vacas, que tal vez tengan que
ver en forma misteriosa con la literatura. De todas maneras me parece que yo no
nací para condenar, sino para amar. Aun hasta los divisionistas que me atacan,
los que se agrupan en montones para sacarme los ojos y que antes se nutrieron
de mi poesía, merecen por lo menos mi silencio. Nunca tuve miedo de contagiarme
penetrando en la misma masa de mis enemigos, porque los únicos que tengo son
los enemigos del pueblo. Apollinaire dijo: "Piedad para nosotros los que
exploramos las fronteras de lo irreal", cito de memoria, pensando en los
cuentos que acabo de contar, cuentos de gente no por extravagante menos
querida, no por incomprensible menos valerosa.
6.
Grandes negocios
Siempre
los poetas hemos pensado que poseemos grandes ideas para enriquecernos, que
somos genios para proyectar negocios, aunque genios incomprendidos. Recuerdo
que impulsado por una de esas combinaciones florecientes vendí a mi editor de
Chile, en el año 1924, la propiedad de mi libro Crepusculario, no para una
edición, sino para la eternidad. Creí que me iba a enriquecer con esa venta y
firmé la escritura ante notario. El tipo me pagó quinientos pesos, que eran
algo menos de cinco dólares por aquellos días. Rojas Giménez, Álvaro Hinojosa,
Homero Arce, me esperaban a la puerta de la notaría para darnos un buen banquete
en honor de este éxito comercial. En efecto, comimos en el mejor restaurant de
la época, "La Bahía", con suntuosos vinos, tabacos y licores.
Previamente nos habíamos hecho lustrar los zapatos y lucían como espejos.
Hicieron utilidades con el negocio: el restaurant, cuatro lustrabotas y un
editor. Hasta el poeta no llegó la prosperidad.
Quien
decía tener ojo de águila para todos los negocios era Álvaro Hinojosa. Nos
impresionaba con sus grandiosos planes que, de ponerse en práctica, harían
llover dinero sobre nuestras cabezas. Para nosotros, bohemios desastrados, su
dominio del inglés, su cigarrillo de tabaco rubio, sus años universitarios en
Nueva York, garantizaban el pragmatismo de su gran cerebro comercial. Cierto
día me invitó a conversar muy secretamente para hacerme partícipe y socio de
una formidable tentativa dirigida a conquistar nuestro enriquecimiento
inmediato. Yo sería su socio al cincuenta por ciento con sólo aportar unos
pocos pesos que recibiría de algún lado. El pondría el resto. Aquel día nos
sentíamos capitalistas sin Dios ni ley, decididos a todo. — ¿De qué mercancía
se trata? —le pregunté con timidez al incomprendido rey de las finanzas. Álvaro
cerró los ojos, arrojó una bocanada de humo que se desenvolvía en pequeños
círculos, y finalmente contestó con voz sigilosa: — ¡Cueros! — ¿Cueros? —repetí
asombrado. —De lobo de mar. Para ser preciso, de lobo de mar de un solo pelo.
No me atreví a averiguar más detalles. Ignoraba que las focas, o lobos marinos,
pudieran tener un solo pelo. Cuando los contemplé sobre una roca, en las playas
del sur, les vi una piel reluciente que brillaba al sol, sin advertir asomo
alguno de cabellera sobre sus perezosas barrigas. Cobré mis haberes con la
velocidad del rayo, sin pagar lo que debía de alquiler, ni la cuota del sastre,
ni el recibo del zapatero, y puse mi participación monetaria en las manos de mi
socio financista. Fuimos a ver los cueros. Álvaro se los había comprado a una
tía suya, sureña, que era dueña de numerosas islas improductivas. Sobre los
islotes de desolados roqueríos los lobos marinos acostumbraban practicar sus
ceremonias eróticas. Ahora estaban ante mis ojos, en grandes atados de cueros
amarillos, perforados por las carabinas de los servidores de la tía maligna.
Subían hasta el techo los paquetes de cueros en la bodega alquilada por Álvaro
para deslumbrar a los presuntos compradores.
—
¿Y qué haremos con esta enormidad, con esta montaña de cueros? —le pregunté
encogidamente. —Todo el mundo necesita cueros de esta clase. Ya verás. —Y salimos
de la bodega, Álvaro despidiendo chispas de energía, yo cabizbajo y callado.
Álvaro iba de aquí para allá con un portafolio, hecho de una de nuestras
auténticas pieles de "lobo marino de un solo pelo", portafolio que
rellenó de papeles en blanco para darle apariencia comercial. Nuestros últimos
centavos se fueron en los anuncios de prensa. Que un magnate interesado y
comprensivo los leyera, y bastaba. Seríamos ricos. Álvaro, muy atildado, quería
confeccionarse media docena de trajes de tela inglesa. Yo, mucho más modesto,
albergaba, entre mis sueños por satisfacer, el de adquirir un buen hisopo o
brocha para afeitarme, ya que el actual iba camino de una calvicie inaceptable.
Por fin se presentó el comprador. Era un talabartero de cuerpo robusto, bajo de
estatura, con ojos impertérritos, muy parco de palabras, y con cierto alarde de
franqueza que a mi juicio se aproximaba a la grosería. Álvaro lo recibió con
protectora displicencia y le señaló una hora, tres días después, apropiada para
mostrarle nuestra fabulosa mercancía. En el curso de esos tres días, Álvaro
adquirió espléndidos cigarrillos ingleses y algunos puros cubanos "Romeo y
Julieta", que colocó de manera visible en el bolsillo exterior de su
chaqueta, cuando llegó la hora de esperar al interesado. En el suelo habíamos
esparcido las pieles que revelaban mejor estado. El hombre concurrió
puntualmente a la cita. No se sacó el sombrero y apenas nos saludó con un
gruñido. Miró desdeñosamente y con rapidez las pieles extendidas en el piso.
Luego paseó sus ojos astutos y férreos por los estantes atiborrados. Levantó
una mano regordeta y una uña dudosa para señalar un atado de pieles, uno de
aquellos que estaban más arriba y más lejos. Justamente donde yo había
arrinconado las pieles más despreciables. Álvaro aprovechó el momento
culminante para ofrecerle uno de sus auténticos cigarros habanos. El
mercachifle lo tomó rápidamente, le dio una dentellada a la punta y se lo
encasquetó en las fauces. Pero continuó imperturbable, indicando el atado que
deseaba inspeccionar.
No
había más remedio que mostrárselo. Mi socio trepó por la escalera y, sonriendo
como un condenado a muerte, bajó con el grueso envoltorio. El comprador,
interrumpiéndose para sacarle humo y más humo al puro de Álvaro, revisó una por
una todas las pieles del paquete. El hombre levantaba una piel, la frotaba, la
doblaba, la escupía y en seguida pasaba a otra, que a su vez era rasguñada,
raspada, olfateada y dejada caer. Cuando al cabo terminó su inspección, paseó
de nuevo su mirada de buitre por las estanterías colmadas con nuestras pieles
de lobo de mar de un solo pelo y, por último, detuvo sus ojos en la frente de
mi socio y experto en finanzas. El momento era emocionante. Entonces dijo con
voz firme y seca una frase inmortal, al menos para nosotros. —Señores míos, yo
no me caso con estos cueros —y se marchó para siempre, con el sombrero puesto
como había entrado, fumando el soberbio cigarro de Álvaro, sin despedirse,
matador implacable de todos nuestros ensueños millonarios.
7.
Mis primeros libros
Me
refugié en la poesía con ferocidad de tímido. Aleteaban sobre Santiago las
nuevas escuelas literarias. En la calle Maruri, 513, terminé de escribir mi
primer libro. Escribía dos, tres, cuatro y cinco poemas al día. En las tardes,
al ponerse el sol, frente al balcón se desarrollaba un espectáculo diario que
yo no me perdía por nada del mundo. Era la puesta de sol con grandiosos
hacinamientos de colores, repartos de luz, abanicos inmensos de anaranjado y
escarlata. El capítulo central de mi libro se llama "Los crepúsculos de
Maruri". Nadie me ha preguntado nunca qué es eso de Maruri. Tal vez muy
pocos sepan que se trata apenas de una humilde calle visitada por los más
extraordinarios crepúsculos. En 1923 se publicó ese mi primer libro:
Crepusculario. Para pagar la impresión tuve dificultades y victorias cada día.
Mis escasos muebles se vendieron. A la casa de empeños se fue rápidamente el
reloj que solemnemente me había regalado mi padre, reloj al que él le había
hecho pintar dos banderitas cruzadas. Al reloj siguió mi traje negro de poeta.
El impresor era inexorable y, al final, lista totalmente la edición y pegadas
las tapas, me dijo con aire siniestro: "No. No se llevará ni un solo
ejemplar sin antes pagármelo todo". El crítico Alone aportó generosamente
los últimos pesos, que fueron tragados por las fauces de mi impresor; y salí a
la calle con mis libros al hombro, con los zapatos rotos y loco de alegría. ¡Mi
primer libro! Yo siempre he sostenido que la tarea del escritor no es
misteriosa ni trágica, sino que, por lo menos la del poeta, es una tarea
personal, de beneficio público. Lo más parecido a la poesía es un pan o un
plato de cerámica, o una madera tiernamente labrada, aunque sea por torpes
manos. Sin embargo, creo que ningún artesano puede tener, como el poeta la
tiene, por una sola vez durante su vida, esta embriagadora sensación del primer
objeto creado con sus manos, con la desorientación aún palpitante de sus
sueños. Es un momento que ya nunca más volverá. Vendrán muchas ediciones más cuidadas
y bellas. Llegarán sus palabras trasvasadas a la copa de otros idiomas como un
vino que cante y perfume en otros sitios de la tierra. Pero ese minuto en que
sale fresco de tinta y tierno de papel el primer libro, ese minuto arrobador y
embriagador, con sonido de alas que revolotean y de primera flor que se abre en
la altura conquistada, ese minuto está presente una sola vez en la vida del
poeta. Uno de mis versos pareció desprenderse de aquel libro infantil y hacer
su propio camino: es el "Farewell", que hasta ahora se sabe de
memoria mucha gente por donde voy. En el sitio más inesperado me lo recitaban
de memoria, o me pedían que yo lo hiciera. Aunque mucho me molestara, apenas
presentado en una reunión, alguna muchacha comenzaba a elevar su voz con aquellos
versos obsesionantes y, a veces, ministros de estado me recibían cuadrándose
militarmente delante de mí y espetándome la primera estrofa. Años más tarde,
Federico García Lorca, en España, me contaba cómo le pasaba lo mismo con su
poema "La casada infiel". La máxima prueba de amistad que podía dar
Federico, era repetir para uno su popularísima y bella poesía. Hay una alergia
hacia el éxito estático de uno solo de nuestros trabajos. Este es un
sentimiento sano y hasta biológico. Tal imposición de los lectores pretende
inmovilizar al poeta en un solo minuto, cuando en verdad la creación es una
constante rueda que gira con mayor aprendizaje y conciencia, aunque tal vez con
menos frescura y espontaneidad.
***
Ya
iba dejando atrás Crepusculario. Tremendas inquietudes movían mi poesía. En
fugaces viajes al sur renovaba mis fuerzas. En 1923 tuve una curiosa
experiencia. Había vuelto a mi casa en Temuco. Era más de medianoche. Antes de
acostarme abrí las ventanas de mi cuarto. El cielo me deslumbró. Todo el cielo
vivía poblado por una multitud pululante de estrellas. La noche estaba recién
lavada y las estrellas antárticas se desplegaban sobre mi cabeza. Me embargó
una embriaguez de estrellas, celeste, cósmica. Corrí a mi mesa y escribí de
manera delirante, como si recibiera un dictado, el primer poema de un libro que
tendría muchos nombres y que finalmente se llamaría El hondero entusiasta. Me
movía en una forma como nadando en mis verdaderas aguas. Al día siguiente leí
lleno de gozo mi poema nocturno. Más tarde, cuando llegué a Santiago, el mago
Aliro Oyarzún escuchó con admiración aquellos versos míos. Con su voz profunda
me preguntó luego: — ¿Estás seguro de que esos versos no tienen influencia de
Sabat Ercasty? —Creo que estoy seguro. Los escribí en un arrebato. Entonces se
me ocurrió enviar mi poema al propio Sabat Ercasty, un gran poeta uruguayo,
ahora injustamente olvidado. En ese poeta había visto yo realizada mi ambición
de una poesía que englobara no sólo al hombre sino a la naturaleza, a las
fuerzas escondidas; una poesía epopéyica que se enfrentara con el gran misterio
del universo y también con las posibilidades del hombre. Entré en
correspondencia con él. Al mismo tiempo que yo proseguía y maduraba mi obra,
leía con mucha atención las cartas que Sabat Ercasty dedicaba a un tan
desconocido y joven poeta. Le envié el poema de aquella noche a Sabat Ercasty,
a Montevideo, y le pregunté si en él había o no influencia de su poesía. Me
contestó muy pronto una noble carta: "Pocas veces he leído un poema tan logrado,
tan magnífico, pero tengo que decírselo: sí hay algo de Sabat Ercasty en sus
versos". Fue un golpe nocturno, de claridad, que hasta ahora agradezco.
Estuve muchos días con la carta en los bolsillos, arrugándose hasta que se
deshizo. Estaban en juego muchas cosas. Sobre todo me obsesionaba el estéril
delirio de aquella noche. En vano había caído en esa sumersión de estrellas, en
vano había recibido sobre mis sentidos aquella tempestad austral. Estaba
equivocado. Debía desconfiar de la inspiración. La razón debía guiarme paso a
paso por los pequeños senderos. Tenía que aprender a ser modesto. Rompí muchos
originales, extravié otros. Sólo diez años después reaparecerían estos últimos
y se publicarían. Terminó con la carta de Sabat Ercasty mi ambición cíclica de
una ancha poesía, cerré la puerta a una elocuencia que para mí sería imposible
de seguir, reduje deliberadamente mi estilo y mi expresión. Buscando mis más
sencillos rasgos, mi propio mundo armónico, empecé a escribir otro libro de
amor. El resultado fueron los “Veinte poemas".
***
Los
Veinte poemas de amor y una canción desesperada son un libro doloroso y
pastoril que contiene mis más atormentadas pasiones adolescentes, mezcladas con
la naturaleza arrolladora del sur de mi patria. Es un libro que amo porque a
pesar de su aguda melancolía está presente en él el goce de la existencia. Me
ayudaron a escribirlo un río y su desembocadura: el río Imperial. Los Veinte
poemas" son el romance de Santiago, con las calles estudiantiles, la
universidad y el olor a madreselva del amor compartido. Los trozos de Santiago
fueron escritos entre la calle Echaurren y la avenida España y en el interior
del antiguo edificio del Instituto Pedagógico, pero el panorama son siempre las
aguas y los árboles del sur. Los muelles de la "Canción desesperada"
son los viejos muelles de Carahue y de Bajo Imperial; los tablones rotos y los
maderos como muñones golpeados por el ancho río; el aleteo de gaviotas se
sentía y sigue sintiéndose en aquella desembocadura. En un esbelto y largo bote
abandonado, de no sé qué barco náufrago, leí entero el Juan Cristóbal" y
escribí la "Canción desesperada. Encima de mi cabeza el cielo tenía un
azul tan violento como jamás he visto otro. Yo escribía en el bote, escondido
en la tierra. Creo que no he vuelto a ser tan alto y tan profundo como en
aquellos días. Arriba el cielo azul impenetrable. En mis manos el "Juan
Cristóbal" o los versos nacientes de mi poema. Cerca de mí todo lo que
existió y siguió existiendo para siempre en mi poesía: el ruido lejano del mar,
el grito de los pájaros salvajes, y el amor ardiendo sin consumirse como una
zarza inmortal. Siempre me han preguntado cuál es la mujer de los Veinte
poemas", pregunta difícil de contestar. Las dos o tres que se entrelazan
en esta melancólica y ardiente poesía corresponden, digamos, a Marisol y a
Marisombra. Marisol es el idilio de la provincia encantada con inmensas
estrellas nocturnas y ojos oscuros como el cielo mojado de Temuco. Ella figura
con su alegría y su vivaz belleza en casi todas las páginas, rodeada por las
aguas del puerto y por la media luna sobre las montañas. Marisombra es la
estudiante de la capital. Boina gris, ojos suavísimos, el constante olor a
madreselva del errante amor estudiantil, el sosiego físico de los apasionados
encuentros en los escondrijos de la urbe.
***
Mientras
tanto, cambiaba la vida de Chile. Clamoroso, se levantaba el movimiento popular
chileno buscando entre los estudiantes y los escritores un apoyo mayor. Por una
parte, el gran líder de la pequeña burguesía, dinámico y demagógico, Arturo
Alessandri Palma, llegaba a la Presidencia de la República, no sin antes haber
sacudido al país entero con su oratoria flamígera y amenazante. A pesar de su
extraordinaria personalidad, pronto, en el poder, se convirtió en el clásico
gobernante de nuestra América; el sector dominante de la oligarquía, que él
combatió, abrió las fauces y se tragó sus discursos revolucionarios. El país
siguió debatiéndose en los más terribles conflictos. Al mismo tiempo, un líder
obrero, Luis Emilio Recabarren, con una actividad prodigiosa organizaba al
proletariado, formaba centrales sindicales, establecía nueve o diez periódicos
obreros a lo largo del país. Una avalancha de desocupación hizo tambalear las
instituciones. Yo escribía semanalmente en Claridad. Los estudiantes apoyábamos
las reivindicaciones populares éramos apaleados por la policía en las calles de
Santiago. A la capital llegaban miles de obreros cesantes del salitre y del
cobre. Las manifestaciones y la represión consiguiente teñían trágicamente la
vida nacional. Desde aquella época y con intermitencias, se mezcló la política
en mi poesía y en mi vida. No era posible cerrar la puerta a la calle dentro de
mis poemas, así como no era posible tampoco cerrar la puerta al amor, a la
vida, a la alegría o a la tristeza en mi corazón de joven poeta.
8.
La palabra ...
Todo
lo que usted quiera, sí señor, pero son las palabras las que cantan, las que
suben y bajan... Me prosterno ante ellas... Las amo, las adhiero, las persigo,
las muerdo, las derrito... Amo tanto las palabras... Las inesperadas... Las que
glotonamente se esperan, se acechan, hasta que de pronto caen... Vocablos
amados... Brillan como piedras de colores, saltan como platinados peces. Son
espuma, hilo, metal, rocío... Persigo algunas palabras... Son tan hermosas que
las quiero poner todas en mi poema... Las agarro al vuelo, cuando van zumbando,
y las atrapo, las limpio, las pelo, me preparo frente al plato, las siento
cristalinas, vibrantes. Ebúrneas, vegetales, aceitosas, como frutas, como
algas, como ágatas, como aceitunas... Y entonces las revuelvo, las agito, me
las bebo, me las zampo, las trituro, las emperejilo, las liberto... Las dejo
como estalactitas en mi poema, como pedacitos de madera bruñida, como carbón,
como restos de naufragio, regalos de la ola... Todo está en la palabra... Una
idea entera se cambia porque una palabra se trasladó de sitio, o porque otra se
sentó como una reinita adentro de una frase que no la esperaba y que le
obedeció... Tienen sombra, transparencia, peso, plumas, pelos, tienen de todo
lo que se les fue agregando de tanto rodar por el río, de tanto transmigrar de
patria, de tanto ser raíces... Son antiquísimas y recentísimas... Viven en el
féretro escondido y en la flor apenas comenzada... Qué buen idioma el mío, qué
buena lengua heredamos de los conquistadores torvos... Estos andaban a zancadas
por las tremendas cordilleras, por las Américas encrespadas, buscando patatas,
butifarras, frijolitos, tabaco negro, oro, maíz, huevos fritos, con aquel
apetito voraz que nunca más se ha visto en el mundo... Todo se lo tragaban, con
religiones,
pirámides, tribus, idolatrías iguales a las que ellos traían en sus grandes
bolsas... Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra... Pero a los bárbaros
se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras,
como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí
resplandecientes... el idioma. Salimos perdiendo... Salimos ganando... Se
llevaron el oro y nos dejaron el oro... Se lo llevaron todo y nos dejaron
todo... Nos dejaron las palabras.
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